Una chica viene a la librería. Una chica que conozco desde que era niña y se quedaba al fondo sentada en el suelo, durante ratos larguísimos totalmente perdida entre las páginas de algún libro de fantasía. Me pide ahora una edición especial de un clásico y hablamos. Dos, tres minutos. No más. Y hay en ese tiempo escaso y volátil un gesto de alegría. Una duda, un asombro. Una forma de estar en el mundo que se expresa franca y transparente y que guarda en su esencia la mirada cándida de los niños. Y de repente me doy cuenta de que a veces basta con eso, una mirada, cuatro frases, dos o tres minutos de conexión sencilla con una persona para ampliar mi percepción de la realidad. O para ajustarla, recolocarla, devolverla al lugar amplio y sin fronteras desde el que merece la pena observar el mundo.
La librería me permite tratar con decenas de personas distintas todos los días. La mayoría pasan sin dejar huella, vienen y se van como coches surcando la noche con los faros apagados. Pero unos pocos, como esta chica, portan una luz, una llama que ilumina y a veces hasta calienta, y que me recuerda lo importante que es iluminar el camino. Porque la oscuridad solo engendra oscuridad.
Y de esto va esta novela, creo. De oscuridad que solo engendra oscuridad, pero también de ampliar la capacidad de imaginar, de hurgar en esa oscuridad para rescatar la luz que nos marque el camino. Juan Gómez Bárcena es uno de los escritores españoles más brillantes que he leído nunca. El mundo, con sus palabras, parece otro. Parece nuevo. «Juan mira todas esas cosas en silencio, como se mira el serrín que queda en el suelo después de tallar por mucho tiempo una esperanza». Serrín, esperanza. Una simple imagen y todo cambia de luz.
La novela nos lleva al México de los primeros españoles. Han pasado unos años desde la conquista de Tenochtitlan. Los suficientes para hacer que Juan parezca un soldado viejo, un hombre que declina, como declina el recuerdo de lo que hubo antes de la llegada de los primeros cristianos. «En poco más de veinte años lo español ha barrido todo vestigio de lo azteca, como otra peste que se propagara muy deprisa». Una peste que diezma a los indios sin apenas tocar a los españoles. Una sombra que se extiende sobre el terreno regado por la violencia de Dios. El soldado Juan, que ya no es soldado y apenas es hombre, recibe el encargo inverosímil de capturar a un indio que se llama como él.
El indio Juan. Hay algo en sus ojos, dicen, ojos de santo o de loco, que lo atraviesa a uno. Algo hermoso y terrible, fuego en ascenso. Una flor en erupción, un volcán que florece. Hay algo en sus ojos que atemoriza, dicen, como atemorizan sus palabras cuando hablan de Dios y la igualdad que Él quiso entre los hombres. Un indio que ostenta sabiduría solo puede perderse en los caminos de la herejía. Y más cuando se atreve, oh, terrible pecado, a ponerle palabras comunes a las Sagradas Escrituras para que todos la entiendan, y comienza a predicar la Biblia, a leerles la Biblia a los salvajes que aún no conocen rostro cristiano. Pero no toda la Biblia, no. Solo aquellos pasajes que son los que le incendian la mirada, aquellos pasajes que hablan de amor, de libertad, de esperanza y de todas esas herejías que el demonio le susurra en su oído.
Así que hay que prenderlo. Lo ha dicho el inquisidor. Prenderlo y llevarlo a la autoridad para que lo juzguen. O su cabeza en un saco, que viene a ser lo mismo. Quién quiere otro Lutero en las Indias, otro predicador contra la violencia, otro visionario. Ese sueño hay que erradicarlo. «Es el sueño de un hombre que por su ambición y belleza parece casi divino: fundar un mundo que contra todo pronóstico siga girando sin el combustible de la plata y el oro. Un mundo en el que sea solo lo humano cuanto se gana y cuanto se pierde».
Y Juan parte en busca del indio Juan, al norte, siempre al norte. Cada vez más al norte, en un viaje a una tierra imaginada que nadie conoce, y el indio Juan se vuelve un símbolo, una quimera, un sueño que se desvanece cada vez que se intenta atrapar, más al norte, siempre al norte, donde le esperan otros sueños, hechos estos de cristales rotos y voces que escupen odio y escupen sombras y escupen fuego.
Esta novela ofrece en cada página una calidad literaria excepcional. En la estela de
Kanada, pero radicalmente distinta. Hay música en sus frases, una cadencia que me imagino que es la expresión natural de la forma de pensar del autor, porque no imagino que pueda ser producto del cálculo. Es una música que se repite, con frases que aparecen y vuelven a aparecer, como los temas musicales de una sinfonía. Una música inabarcable en la que las miradas están muy presentes. Miradas densas de horror y de vacío que ni siquiera los muertos pueden ignorar. Miradas capaces de reducir una esperanza a polvo, y, a la vez, de reconstruirla en una melodía que proyecta futuro.