jueves, 30 de octubre de 2025

CAÍDA DE LAS NUBES

¡Cómo se puede decir tanto con tan poco! Es algo que me fascina de este libro. Ya me pasó lo mismo con su anterior novela, Como bestias, un prodigio de obra coral que alternaba interrogatorios policiales con un misterioso coro para crear un moderno y poderoso cuento de hadas rural. Y ahora, en Caída de las nubes, aquel enfoque fragmentario se potencia con párrafos cortos de siete personajes que cuentan cada uno su versión de la historia de una mujer que ha dado a luz sin parecer embarazada. Cada uno con su registro lingüístico, con su empatía y su prejuicio, dan cuenta de su sorpresa y su recelo. Y la autora propone, en lo que parece un guiño encantador a la Rayuela de Cortázar, dos formas de leer esta historia: la convencional, del principio al fin; o por personajes, saltando al párrafo indicado con un número. 

Yo decidí hacer la lectura convencional, que exige al principio algo más de esfuerzo para identificar la voz de cada personaje. Y al terminar la última página, no pude resistirme a volver a empezar de nuevo desde el principio de la manera alternativa. ¡Y es como leerla de nuevo con otros ojos! La misma historia, pero ahora acompañando más de cerca a cada personaje. Sintiendo más su inmediatez, su fragilidad. Me ha parecido un tesoro esta historia. La única lástima es que son solo 131 páginas. Me habría gustado seguir y seguir y descubrir qué pasa con esta mujer desconcertada por su propio bebé, y ese ogro amable que me ha robado el corazón, y ese pueblo volcado en formar parte de su propia leyenda, y esa médica enseñándonos que todos necesitamos un tiempo distinto para permitirnos sentir y vivir lo que nos sucede. 

Violaine Bérot ha escrito una historia dura, amable, desconsolada, feliz, abrumadora, sencilla y compleja. Por momentos, hace gala de una humildad noble que conmueve, de una grandeza de espíritu en pequeños detalles que expresa una delicadeza abrumadora. Ya tiene un lugar privilegiado en mi estantería esta historia que aprieta y reconforta el corazón. 




lunes, 27 de octubre de 2025

HEREJÍA

La pasión por adoctrinar y censurar está presente en toda la historia de la humanidad. Pero el auge del cristianismo en la época clásica fue uno de sus momentos más intensos. Y durante mil setecientos años ha marcado a sangre y fuego la forma de pensar —y de no poder pensar— de generación tras generación en Occidente, hasta hoy.  

Mientras que en su anterior ensayo, La edad de la penumbra, Catherine Nixey documentaba la destrucción de la cultura clásica que provocó el auge del cristianismo a partir del siglo IV, en Herejía nos cuenta cómo las creencias y las ideas fueron silenciadas de forma violenta, en especial aquellas que explicaban los inicios del cristianismo y la figura de Jesús de maneras distintas a la normativa. Nos cuenta también las formas en que las personas se vieron obligadas a silenciarse a sí mismas para sobrevivir. Cómo primero algunas cosas no se podían escribir, luego no se podían decir y, finalmente, no se podían pensar. Cualquiera que sepa lo que es vivir en una dictadura, ya sea en su país o dentro de su propia familia, lo sabe bien. 

«El historiador E. H. Carr escribió que "los hechos históricos se asemejan a los peces que nadan en un océano anchuroso y aun a veces inaccesible; y lo que el historiador pesque dependerá en parte de la suerte, pero sobre todo de la zona del mar en que decida pescar". Durante muchos siglos fue habitual que los historiadores cristianos no dedicaran mucho tiempo a pescar en las aguas en las que pudieran encontrar salvadores alternativos o relatos de un Jesús asesino, y desde luego pocas veces decidieron presentar esa pesca a sus lectores. A decir verdad, la ausencia de esas historias se debe también, en parte al menos, a causas más siniestras. Muchas de las historias que se cuentan en este libro fueron enterradas, en algunos casos literalmente, cuando el cristianismo accedió al poder. Como proclamaban las atronadoras palabras de una ley del siglo IV, en aquel mundo recién cristianizado el debate público de la religión debía cesar por completo, y quienes siguieran discutiendo en público la religión pagarían "semejante crimen de alta traición con su vida y con su sangre"». 

«En el fondo de esas persecuciones se hallaba el nuevo concepto cristiano de herejía. Herejía procede del verbo griego hairéo, que significa escoger. La forma "herejía" —haíresis— significaba simplemente algo que se elige, elección. En el mundo griego precristiano herejía había sido un término con connotaciones positivas; usar el intelecto para elegir opciones con talante independiente era considerado entonces algo bueno. Pero la palabra no mantuvo ese valor positivo. Un siglo después del nacimiento de esta nueva religión, la elección para los cristianos ya no era un atributo loable, sino que se había convertido en un veneno». 

A pesar de que Catherine Nixey escribe siempre sobre los inicios del cristianismo y su impacto en la cultura clásica, una época especialmente intolerante y siniestra, sus libros son deliciosamente irónicos. En este nos regala anécdotas impagables sobre las pequeñas miserias de unos señores que se llamaban a sí mismos apóstoles y que pretendían convencer de las bondades de su dios vendiendo sus milagros como si fueran vulgares hechiceros. Resulta estimulante leer las opiniones que algunos pensadores no cristianos tenían de la biblia en la época clásica, aquel texto «necio y delirante» rebosante de «detalles estúpidos, disparates, ridiculeces inconcebibles e historietas manidas que ninguna persona razonable se creería». Como dijo Celso, filósofo griego del siglo II, el tipo de cosas que «aun una vieja borrachuela se avergonzaría de canturrear para adormecer a un niño». Pues, al fin y al cabo, un nacimiento milagroso, antecedentes divinos, resurrección de entre los muertos, descripciones del infierno, juicios públicos, moralidades varias, ascensión al cielo, una fiesta sagrada el 25 de diciembre, un diluvio universal con un arca salvadora, ¿qué eran sino elementos vistos una y otra vez en religiones de todo tipo desde la epopeya de Gilgamesh dos mil quinientos años antes? Una religión que se autoproclamaba nueva y definitiva en la historia de la humanidad presentaba como texto sagrado un torpe refrito truculento de cultos y religiones preexistentes. 

Frente a la ignorancia soberbia, la intransigencia violenta y el cerril fanatismo que están en las bases de la religión cristiana, afortunadamente en el siglo XXI podemos estar orgullosos de unas sociedades en buena medida liberadas de sus yugos. Solo falta resignificar la palabra herejía volviendo la vista a los antiguos griegos para reconocernos en la libertad de escribir, hablar y pensar, reconocernos como sujetos con libre albedrío, felices de poder elegir por nosotros mismos, es decir, como felices herejes




jueves, 23 de octubre de 2025

ALGÚN DÍA TODO EL MUNDO HABRÁ QUERIDO ESTAR SIEMPRE EN CONTRA

Hay gente (mucha gente normal —amigos, cuñados—, y mucha gente que manda mucho) que dice que no hay alternativa. Que Israel tiene derecho a defenderse. Que Israel es la frontera del mundo civilizado. Dicen: si Israel deja de hacer lo que está haciendo entonces nos invadirán los bárbaros. Dicen: no hay alternativa. La alternativa es la barbarie. Es decir, «la alternativa a los innumerables muertos, lisiados, huérfanos, a los que se quedan sin casa, sin escuela, sin hospital, gritando sepultados bajo las ruinas, a los cuerpos devorados por los buitres y los perros, y a los recién nacidos abandonados que gritan y se mueren de hambre, es la pura y llana barbarie». 

Hay gente (mucha gente normal —padres, compañeros de trabajo—, y mucha gente que manda mucho) que dice que lo que hace Israel en Gaza es proteger el mundo civilizado. Protegernos a nosotros. Y para protegernos parece necesario —así lo defienden— quemar bibliotecas, bombardear hospitales, incinerar olivares, disfrazarse con la lencería de las mujeres a las que han expulsado de sus casas y luego sacarse fotos, arrasar universidades, disparar a niños por tirar piedras, «partirle los dientes a un hombre y meterle una escobilla de inodoro en la boca». Si no hacemos esto —así lo defienden—, nuestro mundo civilizado podría estar en peligro. Nuestro mundo civilizado. 

«No es este un relato de esa carnicería, pero a su manera debe abordarla, aunque solo sea para mantener la función más lastimosa y necesaria de la presenta obra: dar testimonio. Este es el relato de algo más, algo que, para toda una generación no solo de árabes, musulmanes o personas de piel oscura, sino para todo tipo de seres humanos de todos los rincones del mundo, cambió fundamentalmente en esta época de horror perfectamente evitable. Este es el relato de una fractura, de una refutación de la idea de que el liberal occidental educado luchó alguna vez por lo que se ufana de haber defendido». 

El genocidio de Gaza ha puesto en evidencia una vez más —quizá de forma definitiva— que los derechos humanos no son ideas universales, sino que están sujetas al capricho y a los intereses económicos e ideológicos de la minoría que ostenta el poder. Una minoría que, en un futuro no muy lejano, después de haber apoyado explícita o implícitamente el genocidio de Gaza, defenderá a capa y espada haber estado siempre en contra y se lamentará de lo que para entonces se habrá convertido, en el mejor de los casos, en una simple tragedia sin culpables. Una minoría poderosa que dice: «Lo sé. Lo sé, pero no haré nada mientras eso me beneficie. Solo después, cuando deje de beneficiarme, entre desgarradores sollozos, proclamaré mi dolor por haber permitido que algo así ocurriera. Y vosotros, todos vosotros, incluso los muertos en sus tumbas, toleraréis mi olvido ahora y mi arrepentimiento después, porque lo que me permite ambas cosas no es, en definitiva, un sutil argumento de lógica o de primacía moral, sino la contundencia del cañón de una pistola».

La humanidad compartida desaparece si al otro lo percibimos como parte de otro colectivo diferente. Nuestro creciente tribalismo hace que no estemos dispuestos a defender más que a los nuestros. Y, como no dejamos de inventar enemigos por todas partes, los nuestros son cada vez menos. 

Occidente ya no es un ejemplo de liberalismo, de democracia, de derechos humanos. Para millones de personas, lleva mucho tiempo siendo un ejemplo de hipocresía criminal. Si no lo era ya, Occidente se ha vuelto en este siglo XXI, abiertamente y sin escrúpulos, un promotor y defensor de asesinos genocidas. Y cabe preguntarse: ¿Nos sorprenderemos si en un futuro hay represalias? ¿Si la respuesta de toda una generación de millones de víctimas del terrorismo occidental es negarse a poner la otra mejilla? En el caso de que la violencia que Occidente lleva años sembrando en Gaza se vuelva un día contra Occidente, contra nuestras democracias fragilizadas, contra nuestras escuelas, hospitales y niños, ¿a quién culparemos?

No hace falta leer libros como este para que la información sobre Gaza nos termine abocando al desaliento. ¿Qué podemos hacer desde aquí? ¿Cómo protegernos de la complicidad con el genocidio de la inmensa mayoría de los gobernantes occidentales? Vivimos en un sistema más violento, más irascible e intransigente que cualquier protesta ciudadana que podamos imaginar. Y en este libro dolorido y valiente, Omar El Akkad nos insta a no perder la esperanza. En palabras de la poeta palestina Rasha Abdulhadi, nos insta a actuar: «Estés donde estés, eches la arena que eches en los engranajes del genocidio, hazlo ya. Si es un puñado, lánzalo. Si es la que llevas metida debajo de la uña, quítatela y lánzala. Estorba cuanto puedas». Todo cuenta. 




lunes, 20 de octubre de 2025

LA LUNA DE LAS SIRENAS

«Marta y María eran amigas
y se querían muchísimo. 
Marta era una sirena y vivía en el mar. 
María era una niña y vivía en la tierra». 

María miraba el mar desde su ventana y se imaginaba mil aventuras submarinas con su mejor amiga. 
Marta miraba el pueblo de pescadores desde su cueva bajo el mar y se imaginaba mil aventuras terrestres con su mejor amiga. Todos los días se encontraban en un punto intermedio para jugar, María en la superficie y Marta bajo el agua. Buscaban tesoros y jugaban con delfines. Pero lo que de verdad quieren es pasar todo el tiempo juntas. ¿Cómo harán para lograrlo?

Este precioso cuento nos habla de la magia de las sirenas, de la capacidad de la imaginación para volar más allá de lo imaginable y de una noche mágica donde todo puede ser posible mientras la luna esté ahí para brillar sobre las cosas y las personas. 




jueves, 16 de octubre de 2025

HASTA QUE EMPIEZA A BRILLAR

Andrés Neuman escribe como quien mira por la ventana y echa a volar. Ya me lo pareció con el primer libro suyo que leí, Umbilical, un relato delicadísimo sobre su inminente paternidad. Y lo he vuelto a pensar con esta vida de María Moliner, cuando se cumplen ciento veinticinco años de su nacimiento, contada desde la ternura y el humor, desde la calidez poética con la que se rinden los mejores homenajes. 

Muchos conocemos a María Moliner por el famoso diccionario, pero su vida no se reduce a la consecución de aquella proeza. La joven María pasó su infancia y juventud intentando salvar el abismo entre sus muchas lecturas y su escaso presupuesto. ¿Qué hacer con la ambición cuando se carece de recursos? La libertad venía disfrazada con el vestido inalcanzable del dinero. Y de los viajes y una educación cuyo camino, como mujer, estaba cruzado de continuos y agotadores obstáculos. 

En la breve semblanza La cuidadora de palabras, de Alejandro Pedregosa, aprendí que María fue profesora desde la adolescencia y pronto aprendió que enseñar y aprender son dos caras de una misma moneda. Y que hay pocas cosas más bonitas que desmontar una lengua para mostrarla por dentro, con todos sus secretos mecanismos, tan misteriosos, como una caja de música siempre lista a transmitir belleza.

«¿Cómo no iba a ser útil la lectura si mejoraba la vida cotidiana, si fundaba una soledad asociativa, si ofrecía más experiencias de las que nos tocaban en suerte, si ampliaba nuestras identidades, nuestro conocimiento del prójimo y nuestro concepto mismo de la realidad, si nos permitía comunicarnos con otras épocas, otros lugares, otras lógicas, e incluso hablar con muertos?».

Después de la guerra civil vino el exilio interior. Las ventanas que ya solo se abren para regar sus geranios. La lectura como escape y como refugio. Y, poco a poco, la idea loca que la haría famosa, y que la tuvo dieciséis años redactando fichas en la mesa del salón de su casa, «acumulando hojas y hojas con la fe de que algún día serían bosque». María Moliner logró lo impensable. Cuando inició su proyecto nadie creía que lo pudiera llevar a término. ¿Quién escribe un diccionario? ¿Qué mujer escribe un diccionario? Y, después, la recompensa enorme, que a veces llegaba de la forma inesperada: «Muchas lectoras parecían haber adoptado su diccionario como algo más que un libro de consulta: para ellas tenía cierto carácter de manifiesto cotidiano, de rebelión secreta. Quizá era una forma de recuperar, palabra por palabra, todo el lenguaje que les habían quitado». 

La vida de María Moliner proyecta en nuestro presente ecos de absoluta actualidad. «Quienes recomendaban no politizar la lengua solían hacer justo lo contrario, avalando silencios y promoviendo olvidos. Si nombrar con propiedad constituía una actividad sospechosa, entonces la lexicografía se merecía pasar enterita a la clandestinidad». Y la voz de Andrés Neuman nos la trae con toda su fragilidad y complejidad, con sus contradicciones y su fortaleza. Como quien mira por la ventana y, mientras riega sus geranios, echa a volar. 





lunes, 13 de octubre de 2025

EL BARMAN DEL RITZ

Mientras que en París reina el frío y el hambre, el bar del Ritz funciona como siempre. El hotel pone carteles de completo todos los días. En una atmósfera caldeada, alemanes y franceses ríen, beben, brindan, bailan, ajenos a la hecatombe que les rodea. Es el búnker del glamour, una cápsula del tiempo que parece detenido, pero que no lo está. Basta mirar con detenimiento las miradas de ciertos camareros, o del barman que sirve con impecable cortesía un cóctel tras otro a esos hombres en uniforme que no dudarían ni un segundo en mandarlo al exterminio en un vagón de ganado si supieran su secreto. 

El barman del Ritz se llama Frank Meier y es hijo de un doble exilio: exiliado de su país natal, el Imperio Austrohúngaro, por algo que se podría llamar asfixia moral; y exiliado de su clase social por pasarse la vida intimando con una clase alta a la que nunca podrá pertenecer. Pero, además de su doble exilio, cuando entran los alemanes en París en junio de 1940, comienza un tercer exilio: el de pertenecer a la comunidad más perseguida de aquellos años y decidir vivir una vida clandestina en plena luz del día. 

Frank Meier me ha recordado por momentos al inolvidable conde Rostov de Un caballero en MoscúAl igual que Rostov, su vida está al borde del abismo constantemente y tiene el don de caminar por ese borde con elegancia y despreocupación. Parece que ha pasado su vida inventándose vidas paralelas para escapar de la angustia de las desilusiones, pero algo en su interior se ha mantenido inconmovible: la capacidad de mantener la cordura y el equilibrio en medio del desastre más terrible. Más prosaico y menos fantasioso que el conde ruso, quizá, el protagonista de esta novela tiene el atractivo añadido que existió de verdad. Y Philippe Collin ha recreado lo que pudo ser su vida de una forma espléndida. 



 

jueves, 9 de octubre de 2025

LA ERA DE LA REVANCHA

Poco a poco vemos cómo el universalismo de los derechos humanos y de la democracia va perdiendo peso frente a la importancia creciente de la soberanía de los Estados. Vemos cómo los derechos de los países, es decir, los derechos de sus gobernantes, se ponen una y otra vez por encima de los derechos de las personas. El nacionalismo es el catalizador de este vuelco en los derechos humanos, pues prioriza el supuesto interés nacional sobre otros, sean individuales o internacionales. Parece que el siglo XXI ha traído el fin del progreso, hemos perdido la confianza en que el futuro siempre aportaría la posibilidad de avances sociales. Y este breve ensayo de Andrea Rizzi explica cómo la voluntad revanchista está detrás de algunas de las lógicas de este declive de la democracia y de los derechos humanos en todo el mundo. 

Por momentos me ha recordado a La tiranía del mérito, de Sandel, respecto al resentimiento de las clases desfavorecidas que han visto cómo perdían referentes, cohesión, estabilidad económica y estatus social y han encontrado en una élite cosmopolita gobernante totalmente desconectada de la realidad de las clases trabajadoras la diana de sus quejas. 

Rizzi sostiene que vivimos en «una época en la que prosperan la desinformación y la política identitaria y emocional, elementos básicos en la conformación del revanchismo. La era de la revancha es el tiempo de la gran hipnosis, uno en el cual regímenes autoritarios y populistas inducen de forma metódica, con una capilaridad nunca conocida antes gracias a los avances tecnológicos, un creciente estado de somnolencia del discernimiento, en el que las mentiras y las sugestiones sumergen a los hechos». 

Pero, además de revancha de las clases desfavorecidas occidentales contra las élites que las han gobernado en las tres últimas décadas, que decían defender sus derechos mientras se desentendían de sus problemas, también asistimos a una revancha de países como Rusia, China o Irán, que en algún momento de los últimos dos siglos perdieron su estatus de gran potencia para verse humillados por los países occidentales y que ahora buscan recuperar de alguna manera las posiciones de preeminencia que tuvieron. 

Andrea Rizzi ha escrito un libro compacto y urgente que analiza la deriva autoritaria en la que vivimos y ofrece claves para contrarrestar los efectos más perniciosos en las personas de todo el mundo que la sufrimos. 


lunes, 6 de octubre de 2025

EL DIOS DE LOS BOSQUES

Años setenta. Unas colonias de verano al norte de Nueva York. Los bosques de los Adirondack como escenario idílico. Los bosques como hogar. Y como amenaza. Pues en esos bosques se encierra un secreto. Una desaparición que revolucionó a todo un pueblo. Quinientas personas buscando a un niño perdido durante días. Una familia poderosa víctima de la tragedia. Un dolor brumoso del que ya nadie se atreve a hablar. Y ahora todo vuelve al presente con otra desaparición con el bosque como protagonista. 

Liz Moore describe muy bien las dinámicas de los campamentos de verano de los adolescentes. La fingida inocencia. La ebullición de inseguridad y anhelo indefinido. La forma que tienen de afrontar una desaparición abrupta que resucita otra ocurrida una década antes. Y cómo todos cuchichean sobre la noticia de un asesino recién fugado de la cárcel que añora sus bosques. 

«Un engaño tan grande como aquel traería consecuencias que no podían prever. Era algo que le había inculcado su padre, cuando estaba instruyéndolo para hacer de guía: en el bosque, cada decisión que tomes será irreversible, y a veces catastrófica. Olvidarte la brújula. Girar por donde no debes. Encender un fuego desafiando a la sequía. Podía decirles que no estaba dispuesto a seguirles el juego y marcharse. Pero, si lo hacía...». Si lo hacía, las consecuencias podían ser incluso peores. 

El dios de los bosques es un thriller psicológico muy bien construido con tramas superpuestas sobre la soberbia de una familia que cree que lo merece todo y una comunidad cuya paciencia tiene un límite. Hay muchos matices emocionales, mucha riqueza en la descripción de los personajes. Y los personajes femeninos tienen una vitalidad contagiosa en una sociedad que les pone todas las trabas para que puedan expresarse y desarrollarse con libertad. Una de las novelas de intriga que más me han gustado este año. 



jueves, 2 de octubre de 2025

CÓMO SE LE DICE ADIÓS A UNA MADRE

Puede que escribir a una madre sea «como cantar con los ojos cerrados». No lo sé. Lo es para Uxue Razquin. También puede ser como querer olvidar a toda costa. O como querer recordar a toda costa. El duelo es un péndulo entre la memoria y el olvido, una oscilación continua entre dos necesidades incompatibles que no permite descansar. La autora de este librito, minúsculo en su tamaño e inabarcable como cualquier duelo, se interna con una delicadeza asombrosa en los pasadizos de la muerte. Y nos regala un libro lleno de amor. 

Pienso que la vida es fragmentaria. Vivir es ir habitando fragmentos. Pedacitos de experiencias que luego olvidamos, perdemos, atesoramos, estropeamos y embellecemos para mantener cierta cordura. Para tratar de parecernos a ese personaje que proyectamos ante los demás. Recordar es recuperar los fragmentos de lo vivido y reconstruir una historia, un dibujo, rellenando los huecos con la imaginación. Recordar es inventar. Inventar para habitar la memoria. 

Decirle adiós a una madre también es traerla de vuelta. Las palabras sirven para eso, en el mismo gesto pueden despedir y resucitar. A veces una persona nunca está tan viva, tan presente, como cuando la invocas. Pero es una presencia traicionera. Se esfuma en cuanto la palabra enmudece. Y ya no vuelve. Desaparece, se desintegra, como una mariposa cuando muere, vas a recogerla y es solo polvo, una sombra en los dedos. 

Uxue Razquin cuenta el duelo por la muerte de su madre con palabras contenidas. Palabras que rodean su llanto con una cuerda, hacen un nudo y aprietan. Y luego con palabras sueltas, torrenciales, que raspan y arrastran por caminos que casi todos hemos recorrido alguna vez. Palabras que iluminan caminos que la mayoría hemos recorrido sin querer mirar. Sin saber mirar. 

«¿El trauma tiene que ser instrumental? ¿Tendría que haber aprendido algo? Esta experiencia no me ha hecho más fuerte». No es fácil escribir desde una desnudez como esta. Desde una vulnerabilidad así. Las palabras adquieren significados más grandes. Palabras como culpa, alivio, enfado, miedo, desconsuelo, risa, extrañeza. Son las mismas de siempre. Tan reconocibles. Y, al terminar la última página, tan nuevas. 


 

jueves, 25 de septiembre de 2025

BOSQUES NEGROS, CIELO AZUL

Este verano mis vacaciones me han llevado a Alaska. También a la luna y a los Pirineos franceses, pero este viaje a la Alaska de Eowyn Ivey creo que ha sido el más mágico. Ya me pasó con su anterior novela, La niña de nieve: esta autora tiene la capacidad de ver con ojos inocentes cosas que la mayoría no vemos, o que quizá supimos ver en algún tiempo remoto pero que la vida adulta nos ha hecho olvidar. Cosas que están ahí, casi al alcance de la mano, tan cotidianas como el canto de un petirrojo o el rumor de las hojas de los árboles a medianoche, pero que a menudo pasamos por alto. 

Mientras que la historia de La niña de nieve nos transportaba a un invierno de 1920, con Bosques negros, cielo azul saltamos a un verano del siglo XXI en la misma Alaska mágica que es el hogar de la autora. Y se nota el cariño y las raíces profundas por su tierra en las bellísimas descripciones de los paisajes y la gente, de la dureza del clima y de la conexión profunda que sus personajes establecen con esa naturaleza salvaje que no se deja domesticar. Hay siempre en sus historias un anhelo de libertad, de volar libre de las ataduras de la sociedad y las apariencias, quizá por eso la parte de fábula que tienen sus novelas apela a esa mirada soñadora e imaginativa de los niños que no saben de convenciones sociales. 

Siento una especial fascinación por la Alaska salvaje de las novelas de Eowyn Ivey. Me dan paz y me invitan a mirar de otra manera. A recuperar esa forma que tienen los niños de pasar largos ratos en compañía de animales con la misma soltura y complicidad con la que pasan tiempo con sus amigos humanos. En Bosques negros, cielo azul hay un oso que no siempre parece un oso. Estar en su compañía produce una emoción especial, «como tocar algo oscuro y salvaje y después verlo desaparecer al instante». Es un oso que se parece a nosotros, pero que busca soledad. La soledad llena de vida, negra y azul, que cualquiera puede encontrar en los bosques salvajes de Alaska. 



lunes, 22 de septiembre de 2025

HISTORIAS DE GAZA

«En esta parte del mundo nadie ataca, todos se defienden», cuenta Mikel Ayestaran. Los israelíes creen que a cada momento su mera existencia está amenazada y atacan como quienes solo saben vivir a la defensiva. Los palestinos saben que a cada momento su mera existencia está amenazada, pero están convencidos de su capacidad de supervivencia y nunca dejarán de reivindicar sus derechos. Los agravios son tan enormes y están tan profundamente arraigados en la identidad de cada pueblo que resulta tremendamente difícil dejarlos a un lado y enfrentar la realidad sin su peso y su filtro. Y, sin embargo, ¿qué solución puede haber que no pase por dejar de lado el infinito peso del pasado?

El futuro en Gaza no existe. No ha existido nunca en los últimos veinte años. Y, sin embargo, parece que futuro es lo único que les queda a los gazatíes. Llevan tantas décadas cayendo y volviéndose a levantar, reconstruyendo sus casas con los cascotes de las anteriores, que han aprendido que esa es su vida y solo les queda la opción de seguir adelante. Cueste lo que cueste. Viven esperando un alto el fuego, una tregua. Desconfían de la paz porque es una palabra que encierra una mentira. No ha habido paz en Gaza en demasiados años ya. Nadie la recuerda. 

A pesar de que Israel ha invertido muchísimo dinero en campañas de propaganda para intentar controlar el relato y no perder su condición de víctimas, a pesar de que trató de cerrar Gaza a la prensa internacional y no ha dejado de asesinar a periodistas gazatíes desde el 7 de octubre de 2023, el mundo entero ha podido asistir a un genocidio en directo durante ya casi dos años. Y el relato sionista empieza ya a desmoronarse. Este libro cuenta historias de Gaza. Del pasado y del presente. De personajes históricos y de personas humildes que han habitado la franja de muchas maneras. Mikel Ayestaran ha visitado Gaza en decenas de ocasiones, ha cubierto todas las grandes ofensivas de Israel desde 2008 y ha seguido de cerca todo lo que ha ocurrido allí desde el 7 de octubre de 2023. Gaza es una de las zonas más violentas del mundo. Este libro cuenta la vida que se abre paso en la violencia. 





jueves, 18 de septiembre de 2025

DIGNOS DE SER HUMANOS

Este ensayo parte de una idea radical. Una idea que ha sido rechazada por ideologías y religiones. Que han negado gobernantes y medios de comunicación en todo el mundo durante siglos. Y que, sin embargo, ha sido demostrada empíricamente una y otra vez y que, si tuviéramos la capacidad y la valentía de tomárnosla en serio, podría desencadenar una revolución y cambiar la forma en la que miramos y organizamos la sociedad. Como todas las ideas revolucionarias, no puede ser más sencilla. Pero pone en entredicho nuestra forma cotidiana de ver a los demás. Ojalá todos nos convenciéramos de su verdad, de su verdad profunda. Y aprendiéramos desde la infancia a actuar en consecuencia. La idea es sencilla y casi da apuro enunciarla, pero allá vamos: las personas son esencialmente buenas. 

Cuando empecé a trabajar en la librería, teníamos ciertas normas para prevenir posibles conductas indeseadas de los clientes. Por ejemplo, pedíamos una señal para reservar libros de texto o dábamos un plazo de dos semanas para recoger los encargos normales. Nos daba la sensación de que mucha gente nos dejaba con los libros sin recoger. Un año quise contrastar con cifras esta sensación, que de tan generalizada se había vuelto una certeza, y me llevé una buena sorpresa: solamente el 1% de los clientes no recogían sus encargos. Desde entonces prescindí de la señal y del plazo. Y año tras año se ha mantenido esa cifra. A veces no llega ni al 1%. Algunas personas se sorprenden. Incluso me dicen que soy demasiado confiado. Yo pienso que simplemente me atengo a las cifras. Poner una norma restrictiva para el 100% de la gente cuando el 99% de la gente la cumple de manera natural me parece innecesario. Sería como poner un cartel de prohibido fumar. ¿Quién fuma ya en entornos cerrados en España? ¿Quién encendería un cigarrillo en una librería? Ese cartel no solo sería innecesario, la idea de que aún necesitáramos ese recordatorio creo que proyectaría una imagen muy negativa de nuestra sociedad. Pero no solo lo hago por las cifras. Creo firmemente que confiar en el buen hacer de la gente fomenta activamente el buen hacer de la gente. Y mejora enormemente el ánimo, el humor y la calidad de vida en general de la persona que confía. Este tema salió hace unos años en una reseña sobre El pensamiento conspiranoico, de Noel Ceballos, y escribí que el refrán «piensa mal y acertarás» es, como tantos refranes, una violenta estupidez. «Piensa bien y acertarás» refleja mucho mejor la realidad del ser humano. 

De esto trata este inspirador ensayo del historiador holandés Rutger Bregman: el ser humano tiende hacia la bondad y la generosidad y es responsabilidad nuestra verlo así y fomentarlo. Pero no se trata de creer en ello como un acto de fe, lo demuestran infinidad de estudios. Es el altruismo, y no la competitividad, el motor evolutivo de la humanidad. Sin embargo, cuánto nos cuesta defender estos datos. Casi todos nos hemos educado en la filosofía de la desconfianza y el recelo. 

«Lo malo es excepcional y llamativo, mientras que lo bueno es cotidiano, corriente y aburrido». Así lo percibimos. Y así lo compartimos. Para mucha gente, lo único que merece la pena ser contado es aquello que nos indigna o nos hiere. Contar aquello que nos gusta o nos entusiasma se vuelve intrascendente y cae en saco roto. Basta con echar un vistazo a las noticias o a las redes sociales. Es un chute diario de desgracias e indignidades. Como si la vida fuera así. Pero no lo es. La vida, la de prácticamente cualquiera, es mucho más tranquila y bondadosa. Y más aburrida. Y esos estímulos negativos, que no representan la naturaleza humana sino sus excepciones más grotescas, es el alimento con el que nos intoxicamos diariamente y que nos hace creer que todo es así, que todos somos así. 

Bregman cuestiona una corriente filosófica predominante en la cultura occidental desde Tucídides y San Agustín, pasando por Maquiavelo, Hobbes, Lutero, Calvino, Nietzsche, Freud y los «padres fundadores» de los Estados Unidos, hasta llegar a William Golding, Richard Dawkins, Jared Diamond o Stanley Milgram. Una corriente filosófica que sostiene que el ser humano está recubierto por un mero barniz de civilización, y que en cualquier momento puede mostrar toda la violencia de su verdadera naturaleza. «Las ideas nunca son simples ideas. Lo que creemos que somos es lo que acabamos siendo». «Si estamos convencidos de que la mayoría de las personas no son de fiar, así es como trataremos a los demás. Y, con ello, haremos que aflore a la superficie lo peor de cada uno de nosotros». 

Gracias a mi madre por leerlo la primera y recomendarme este libro con tantas ganas. Y a O. por venir a la librería y comprarlo para regalar tantas veces: el entusiasmo llama al entusiasmo. Y a P., por escucharlo en audiolibro en sus continuos viajes en coche y contármelo después con el brillo en los ojos que reserva para las historias más inspiradoras. Este libro habla de la necesidad de corregir una perspectiva histórica que no solo es falsa sino que nos envenena cada día. Si nos dejan, las personas tendemos más a compartir que a acumular, a cooperar que a competir, a confiar que a desconfiar. Esto se ha demostrado una y otra vez. Hay pocos hallazgos de la sociología tan bien documentados y tan olímpicamente ignorados. Dejemos de ignorarlo. 




lunes, 15 de septiembre de 2025

LA SOMBRA DEL CARDO

Creo que no siempre lo valoro lo suficiente y me parece una de las claves fundamentales para disfrutar de verdad un libro: que me dé espacio para imaginarme la historia a mi gusto. Que sugiera más y explique menos. Que sus palabras esbocen el contorno de las cosas para que mi imaginación tenga la libertad de colorearlas a su antojo. Esta magnífica novela de Aki Shimazaki lo consigue maravillosamente bien: con una mezcla perfecta de delicadeza, sencillez y enigma, da mucho espacio al lector para que ponga de su parte y haga suya la historia. 

Pensé algo parecido con otra novela suya que leí hace años por recomendación de P.: El corazón de Yamato. Ambas novelas (como todo lo que escribe esta autora, creo) están divididas en cinco partes entrelazadas, cada una protagonizada por un personaje distinto, que cuentan cinco caras de una misma historia. Como si fueran cinco paneles decorados de un biombo japonés que se pliegan y despliegan y, aunque se pueden disfrutar enormemente por separado, solo cuando se ven todos juntos puedes entender plenamente su significado. 

Shimazaki escribe sobre la cantidad de vida que se esconde en los márgenes de lo establecido. Los personajes insisten en ampliar esos márgenes, en profundizar en esa zona de secreto donde pueden vivir más libremente, elegir nuevos mimbres con los que trenzar sus emociones. Cada uno de ellos está relacionado con una flor y su significado en la cultura japonesa, y también con una canción que la menciona. La naturaleza, la música y la memoria son tres de los hilos con los que la autora va ligando el devenir de cada personaje. 

Esta novela está llena de simbolismo. Del lenguaje oculto de las flores. De significados que permanecen en la sombra, esperando que una persona sensible sepa descifrarlos y hacerlos suyos. A mí me ha transmitido una sensación de serenidad, como una superficie de agua lisa en la que caen, de vez en cuando, pétalos de flor de cerezo que despiertan emociones antiguas y olvidadas y dejan ondas leves e imperceptibles, recordatorios de la belleza efímera de la vida y de la naturaleza. 





jueves, 11 de septiembre de 2025

UNA SEMILLITA

Este es uno de los libros infantiles más bonitos que ha caído en mis manos este año. Cuenta la historia de una semillita que vive esperando el momento, quizás una ráfaga caprichosa de viento, o el pico curioso de un pájaro, que la lleve a una tierra donde pueda germinar. Con páginas desplegables hacia los lados, hacia arriba y hacia abajo, llenas de ratoncitos en sus madrigueras, hojas, setas, pájaros y flores en el aire, el libro acompaña a la semillita desde un campo cubierto del frío del invierno y vigilado por los ojos redondos de un búho, hasta las profundidades de la tierra, donde echa raíces y espera. 

Su nariz son dos hojitas creciendo en el exterior. Qué bien huele el sol y la brisa templada que sabe a humedad y a vida. Y esas dos hojitas van creciendo y recibe las visitas de muchas amigas que aparecen con el calor. «Abejas y mariposas, pajaritos de colores, y el campo lleno de flores. La luna pinta las flores cuando de noche descansan, y al tiempo que se relajan, las perfume con olores». 

Y la semillita crece y se transforma y de pronto se encuentra ella misma dando semillas que otro viento caprichoso u otro pájaro curioso llevará lejos de ella en un ciclo que se repite y repite año tras año y que nos da la vida que vemos y que somos. 

lunes, 8 de septiembre de 2025

EL DERECHO A LAS COSAS BELLAS

Nada es eterno ni inmutable. Todo lo que hemos construido socialmente se mantiene en una serie de convenciones y rituales a los que nos sometemos sin pensar. Pero todo se puede cambiar. De hecho, todo está en perpetuo cambio. Nuestra relación con el dinero, con el trabajo, con la familia. Lo que hoy parece ley mañana puede resultar grotesco e impensable. De hecho, lo que ayer parecía ley hoy ya nos empieza a resultar efectivamente grotesco e inimaginable. Pienso en las dinámicas de pareja de nuestros abuelos o padres. Aquel «mi marido me pega lo normal» de los años ochenta, o la esclavitud de tantas mujeres mayores que hoy siguen atadas a las necesidades infantiles de sus maridos. Pienso en la distancia sideral que nos separa a dos generaciones consecutivas gracias a las conquistas del feminismo. Este cambio tan radical que se ha producido en apenas dos generaciones es solo un ejemplo de nuestra capacidad para subvertir «lo de siempre» en otra forma de pensar y de relacionarnos radicalmente distinta. Lo que hoy parece impensable para una mayoría, será sencillo y evidente para la siguiente generación. Este ensayo invita a mirar a ese futuro más sabio, más libre, más bello, y sobre todo, menos esclavo para imaginarlo en nuestro presente, y así, hacerlo realidad.  

Quítale a alguien aquello que no es necesario ni útil y se volverá loco. Lo vimos durante el confinamiento. Las series, los libros, la música, la jardinería, la repostería o las manualidades fueron la tabla de salvación para la salud mental de millones de personas en todo el mundo. Sin arte, sin belleza y sin placer no podríamos vivir. Al menos no como la inmensa mayoría de seres humanos queremos vivir. Mucha gente considera que el arte y el placer son adornos. Complementos para la vida de verdad. Elementos tan periféricos que lo correcto es incluso intentar conseguirlos sin pagar por ellos. Los libros, las plataformas de cine, los museos. Hay pocas cosas que yo pague tan a gusto como aquellas perfectamente inútiles y productivamente innecesarias. Pocas cosas las siento tan centrales en mi vida. De esto va este ensayo lírico y filosófico. De ubicar lo necesario correctamente para exigirlo cada día, pero no para un disfrute personal y exclusivo: exigirlo para todos. 

«Preservar un espacio para nosotros que no esté contaminado por las lógicas capitalistas del rendimiento, donde no se nos mida por méritos ni productividad, sino que podamos abrazarnos más allá de la competición, como ilustres incompetentes. ¿No es esa la única forma de querernos de verdad?». Todo en nuestra sociedad parece atravesado por la competencia, por las deudas y los deberes. También el apego y sus afectos. Pero ¿qué tipo de amor entre iguales es el que se expresa a través de una jerarquía? El autor de este ensayo defiende la necesidad de relacionarnos desde la horizontalidad. A través de la conversación. Del arte, raro arte, de hablar con los demás y no a los demás, como defiende Kathryn Mannix en su maravilloso Las palabras que importan. En la afirmación del deseo de vivir sin sometimientos, que comparte su necesidad a través de las diferencias, resuenan citas de Hannah Arendt, Sylvia Plath, Paul Lafargue y Emma Goldman.  

Vivimos secuestrados por la finalidad de nuestras acciones. Todo lo que hacemos está orientado a un fin. Y resulta especialmente llamativo que hasta lo que nos da placer lo consideramos un medio. Por ejemplo, las vacaciones. Importa más haber visto todo lo programado y no haberse perdido nada que haber disfrutado realmente de todo con el tiempo que cada cosa requería. Importa más haber leído, haber viajado, haber acumulado las experiencias que uno se haya propuesto, que haber disfrutado realmente de lo vivido. Que nos importe más la meta que el camino es uno de los dramas de nuestras vidas intoxicadas por la productividad a ultranza. 

Todos tenemos derecho a las cosas bellas. Al descanso. A parar de producir. La belleza, el placer y la igualdad son elementos esenciales de la existencia humana, pero nos los arrebata constantemente el culto a la productividad, a la jerarquía y a los deberes. Es vital cuidar de la vida improductiva, la vida perezosa no sometida al enriquecimiento ajeno. «La pereza ha sido durante demasiado tiempo el privilegio de unos pocos, ya es hora de que se convierta en un derecho para todos». 





jueves, 4 de septiembre de 2025

VUELTA AL PAÍS DE ELKANO

Quizá porque suelo leer sus libros en vacaciones, o porque me transmiten la libertad de los viajes, lo cierto es que a Ander Izagirre lo asocio siempre al verano. A una vida de ventanas abiertas y viento en la cara, a la alegría de coger carretera y dejarse llevar adonde haya siempre una aventura nueva. Lo descubrí en 2016 con un librito chiquitito titulado Cansasuelos. Seis días a pie por los Apeninos y desde entonces siempre me transmite el virus de la montaña, ese que te hace desear a toda costa desgastar suelas por senderos no asfaltados y respirar la naturaleza al ritmo silencioso de tus pasos. Es divertido, guasón, entretenidísimo, desprejuiciado. Ahora que no me escucha: Ander Izagirre es genial. 

En la línea de Pirenaica, el libro en el que contaba con maravilloso humor su loco periplo de una punta a otra de los Pirineos, Ander ha vuelto a subirse a la bici para esta Vuelta al país de Elkano, un viaje circular por el País Vasco, un homenaje a su historia y a los vascos que la pueblan. Toma como hilo conductor a uno de los vascos más audaces y famosos, Juan Sebastián Elkano, el navegante que reclama haber sido el primero en dar la vuelta al mundo, y nos cuenta su historia con una mirada siempre atenta a lo insólito oculto en lo cotidiano. A ese Mar Cantábrico por el que siempre han circulado con más o menos libertad mercancías, ideas, artistas y algunas cosas peores.  

Los vascos. ¿Pero quiénes son los vascos? O mejor, ¿qué es un vasco?

Cazadores de ballenas. Exploradores. Constructores de barcos. Guerreros fronterizos. Corsarios al servicio de la corona y del pillaje. Lejos de ser lo que la tradición nacionalista conservadora nos ha inculcado desde el siglo XIX (¿por qué todo lo malo siempre viene del siglo XIX?), los vascos fueron un pueblo colonizado y colonizador, siempre permeable a otras culturas y formas de vida a través de esa frontera abierta que es el mar. Marineros más que campesinos. La ballena los representa mejor que el caserío. Su herramienta predilecta fue más a menudo un barco que un arado. Y gracias a su habilidad marinera y a las redes comerciales que les proporcionaba fue como consiguieron sus fueros, su papel notable en la historia de España y su carácter independiente y excepcional. 

«Todo lo que es de aquí de toda la vida lo trajo alguna vez un forastero». 
«Todos los que son de aquí de toda la vida descienden de alguien que vino de otra parte». 
«Lo que hacemos aquí de toda la vida suele mejorar cuando lo mezclamos con lo que hacen otros allá». 
A Ander Izagirre le encanta desmontar tópicos y este libro da vueltas y revueltas a la idea de un país con las fronteras abiertas. Frente a la idea de pueblo recóndito, aislado por las montañas y por el carácter ancestralmente cerrado y belicoso de sus pobladores, cada historia de este libro abre una ventana a ese supuesto aislamiento y nos ofrece una perspectiva más amplia, veraz y saludable de un país cuya virtud siempre fue saber absorber y hacer suyas las influencias de otras tierras y gentes. 

En ese sentido me ha recordado a Una lección olvidada, de Guillermo Altares, porque vuelve una y otra vez a la idea de que los pueblos, todos los pueblos, son por naturaleza promiscuos, y cuanto más propensos a mezclarse con otros pueblos y a compartir y aprender de los demás, mejor les va. En este incierto siglo XXI en el que vuelven los pogromos, la pureza racial y la expulsión de lo distinto para intentar conservar alguna esencia ficticia, no viene mal recordar que cerrando fronteras y expulsando al diferente no solamente no lograremos conservar nada, sino que estaremos firmando nuestra propia condena a la extinción. 

En este libro aparecen decenas de vascos y vascas de todos los lugares y épocas con historias apasionantes. Pero si tuviera que escoger una historia, una sola entre todas, me quedaría con la que me ha hecho llorar. Es la de una mujer que trabaja en el mar de Groenlandia como geóloga marina. Cuando hace unos años llegó con su equipo a la altura de la isla Spitsbergen, en el archipiélago de las Svalbard, latitud 78, se emocionó mucho y les contó a sus compañeros científicos de todas las partes del mundo que por allí navegaban balleneros vascos hace más de cuatrocientos años en sus barcos de madera. Ellos la miraron extrañados y le preguntaron: ¿qué es un vasco? «Y esa mujer de veinticuatro años, piel oscura, pelo negro rizado, geóloga, paleoceanógrafa, navegante, llamada Naima el bani Altuna, les dijo: yo». 





lunes, 1 de septiembre de 2025

COMO UN PÁJARO EN UNA PECERA

Desde que nuestra amiga H. nos introdujo en el apasionante mundo de la neurodivergencia, P. y yo a menudo tratamos de ver y leer a la gente que nos rodea con otras miradas. Y con otro lenguaje. Por ejemplo, ver y leer a la gente son cosas distintas. A menudo, las palabras comunes las usamos con otros significados. Y cuando hablamos de ver o no ver a los demás, nos referimos a la capacidad de entender mejor o peor sus emociones, su necesidad de reconocimiento, y actuar en consecuencia. Hay muchos ejemplos de la vida cotidiana que ponemos en práctica. Al final, creo que se trata de ir poco a poco dejando de etiquetar con adjetivos las conductas de la gente para intentar explicarlas con rasgos neurológicos. No solo es más ecuánime y evita los prejuicios, creo que nos hace mucho bien. 

Este cómic de Lou Lubie (autora del fantástico Cara o cruz. Conviviendo con un trastorno mental, sobre las trampas de la ciclotimia) trata sobre una neurodivergencia en concreto que nos resulta muy familiar a todos, pero que lleva muchos prejuicios asociados: las altas capacidades. En la librería escucho a menudo a abuelas (y a veces a abuelos también, pero menos) elogiar sin freno a sus nietos con frases tipo «tiene seis años, pero como si tuviera diez, lo lee todo», «lee de corrido desde los tres años y ahora con siete me corrige a mí las faltas de ortografía», «no sabes cómo es, dame algo especialmente interesante porque los libros de los niños normales le aburren enseguida». Lo dicen con orgullo, con una satisfacción exuberante. Quizá no saben que las altas capacidades no te hacen superior a nadie, te hacen distinto a la mayoría, y te pueden hacer la vida fácil y condenadamente complicada a la vez. 

Las personas con altas capacidades se distinguen por tener una estructura cerebral diferente. Su cerebro es más rápido y está más conectado. Esto genera un pensamiento más ágil y más divergente que, en función de factores externos (cultura, educación, entorno) e internos (personalidad, emociones, intereses) puede dar lugar a rasgos característicos: facilidad para el aprendizaje, una gran curiosidad, un pensamiento que se dispersa, un razonamiento intuitivo difícil de demostrar, percepciones magnificadas, etc. Tener altas capacidades no es un problema en sí mismo. Lo que es un problema es pertenecer a un grupo que solo representa el 2,2% de la población. Y cuya diferencia no solo se suele notar en las relaciones sociales, sino que se señala y exhibe sin pudor en la infancia, por parte de la familia y también en la escuela, sentando las bases de una educación que a menudo proyecta inseguridades, miedo a fracasar, soledad y otros traumas complejos y duraderos. 

Con una historia bonita y emotiva, Lou Lubie nos cuenta de una manera divulgativa en qué consiste tener altas capacidades. Sus luces y sus sombras. La cantidad de presiones a las que se somete a los niñas y niñas para que hagan un uso determinado de sus diferencias sin pensar en el daño que esa atención puede ocasionarles. Y la necesidad de cultivar la generosidad necesaria para dejar de lado las etiquetas y aprender a ver y leer a la persona detrás de su excepcionalidad, para tratarla como es y no como pensamos que debe ser. 






jueves, 28 de agosto de 2025

¿Y LOS HOMBRES QUÉ?

Recuerdo que, mientras que las chicas adolescentes hablaban mucho de sus emociones, los chicos no solíamos hablar de las nuestras. Hablábamos tan poco que ni siquiera pensábamos que pudiéramos tenerlas. Las emociones eran parte del paisaje, estaban ahí como los árboles, ¿para qué narices querríamos hablar de los árboles? No recuerdo ni una sola conversación sobre emociones con un chico. Ni con un hombre adulto tampoco, por supuesto. La vida de las chicas era probablemente mucho más complicada. Pero al menos tenían palabras para definir esa complicación. Aunque fuera aproximadamente y con toda la torpeza del mundo. Crecer sin palabras para nombrar tus emociones puede parecer liberador: basta con prestar atención a todas esas otras cosas (cosas objetivas que no forman parte de ti) para las que sí tienes palabras. Pero a la larga es una trampa, y de las gordas. Una trampa que te impide hablar de lo que sientes, tener un vínculo con tus amigos por lo que sois y no solo por lo hacéis juntos. Y buena parte de la rabia y de la amargura en las que viven tantos hombres hoy en día, hombres enfadados con el feminismo y con su jefe y con sus supuestos amigos y con el veganismo y con el gobierno y con su madre, buena parte de esa lava en la que se cuecen a diario es el resultado de no saber poner nombre a las emociones que la alimentan. 

Este divertidísimo libro de Caitlin Moran habla de los hombres desde el feminismo, en un intento por comprender qué les pasa, por qué están tan enfadados con tantas cosas, por qué se identifican como víctimas si se supone que forman parte del colectivo más poderoso, por qué no saben hablar entre ellos de lo que sienten y por qué, si se sienten tan mal, no tienen un movimiento empoderador en el que refugiarse y que los hermane en una lucha colectiva, como sí tienen las mujeres desde hace más de un siglo. 

La construcción de la masculinidad suele ser un calvario. En cualquier escuela hay violencia constante, intimidaciones, competición, tribalismo y una ferocidad impresionante hacia quienes se atreven a salirse de la norma. Quien no exhiba cierto grado de agresividad o actitud desafiante es atacado de inmediato. La mansedumbre nunca queda impune. Ni siquiera la de los adultos. Recuerdo un profesor, afable y dulce, huyendo repetidamente de clase a lágrima viva porque sencillamente no nos transmitía el miedo a la autoridad que nosotros creíamos necesitar para obedecerle. 

No recuerdo la cantidad de peleas físicas y verbales en las que me vi envuelto de niño y adolescente. Volver a casa con moratones en las piernas y en los brazos era normal. Y todo eso en algún momento acaba, y de alguna extraña manera dejamos de pelearnos y la violencia se vuelve un recuerdo, un juego de niños. Que de juego no tenía nada. Y se queda en nosotros, como una cicatriz que palpita. Un canal de desahogo que la adultez ha taponado y cuya energía tiene que expresarse a través de otros canales. También, de ahí, la ira que supura en tantos chats de hombres cabreados: la forma que tenían de expresar su frustración en los patios de recreo en el mundo adulto los puede llevar a la cárcel. 

Los chicos no lloran, los chicos no piden ayuda, los chicos no muestran vulnerabilidad. La amenaza de escarnio público es demasiado grande. Aunque ahora las cosas están cambiando y los chicos ya están aprendiendo a abrazarse y a expresarse de otras formas más abiertas, ese bloqueo emocional tan bestia en la infancia y adolescencia ha dejado secuelas graves en la inmensa mayoría de los hombres adultos desde siempre. Y nunca le hemos prestado atención porque la experiencia masculina es «lo normal». Los hombres no solemos recordar nuestra infancia como algo relevante. El calvario solo se percibe desde fuera. Y aunque lo llamemos calvario, en realidad no lo percibimos como tal. Hay una disociación entre lo vivido y el relato de lo vivido. Romperla para poder sentir nuestra infancia como lo que fue cuesta muchísimo. La mayoría ni lo intentamos. Hay que desaprender muchísimas cosas simplemente para poder recordar lo vivido con coherencia, ya no digamos para poder convertirnos en adultos a salvo de la depresión y la rabia. Y ser conscientes de que el núcleo del problema son los estereotipos de género y la falta de educación emocional es un primer paso. Bendito feminismo. 

Un amigo me dijo hace poco lo extraordinario (lo raro) que le parecía que yo demostrara afecto en público por mi pareja. Que en una cena yo propiciara un gesto, una mirada o una caricia delante de los demás. Lo extraordinario (lo raro) que le parecía que yo hiciera con naturalidad lo que hacen las amigas entre sí todo el rato. Y si también lo hiciera con un amigo, sería ya el colmo probablemente. Una mujer le dice a su amiga «qué guapa estás, por favor», y es lo más normal del mundo. Si eres un hombre, prueba a decirle a un amigo lo mismo y verás las risas. Es deprimente hasta qué punto vagamos por un desierto emocional por miedo a que nos miren como si estuviera en entredicho nuestra supuesta «hombría heterosexual». 

Los hombres tenemos mucho que aprender del feminismo. Por ejemplo, a quejarnos del patriarcado. De las normas de conducta castradoras que nos impone, de los modelos de cuerpos imposibles de alcanzar. Ojalá ver a un joven actor recibir un Oscar, sostenerlo en el aire y gritar: «rezo para que algún día Marvel invente un superhéroe inspirado en un padre regordete y yo pueda volver a comer carbohidratos». Pero ¿cómo culpar al patriarcado de nuestros problemas si en teoría representamos al patriarcado? ¿Cómo deshacer el problema si en teoría somos nosotros los vehículos del problema? Pues quizá habrá que romper esa teoría. Y montar una revolución. Las mujeres llevan más de un siglo haciendo su revolución. ¿A qué esperamos los hombres? Venga, todos encima de las mesas y que nos oiga el mundo entero: El patriarcado es el invento de unos cuantos viejos (y no tan viejos) cabrones que no nos representan. Basta ya. 

Como siempre, Caitlin Moran es desternillante. Le he leído varios párrafos a P. atragantándome con las carcajadas. Y, también como siempre, creo que da en la diana de muchos problemas acuciantes y globales provocados por los estereotipos de género. Urge un movimiento masculino de ruptura radical con el patriarcado, un nuevo feminismo masculino inspirador para deshacernos de todos los estereotipos tóxicos que nos amargan la vida. 




lunes, 25 de agosto de 2025

SINDIÓS

«Un sindiós es una situación de caos y desorden, un revoltijo de cosas desmadradas. En síntesis: donde no hay un dios que ponga orden». Un orden concreto y único, se entiende. El suyo. Un sindiós es tres personas teniendo opiniones distintas cuando pueden tener la misma y dejar de discutir (y de pensar). Un sindiós es una persona atreviéndose a proponer un orden alternativo. Porque orden de verdad solo puede haber uno. El que el dios (o quien se erija en el dios de otros) elija. Decir lo que está bien y lo que está mal, lo que se puede hacer y lo que no, es la pasión de cualquier inquisidor. Y qué cantidad de gente, también fuera de la religión, sigue subiéndose a ese púlpito para imponer su voluntad. 

La ideología religiosa es el dique más formidable que existe contra cualquier avance social y contra muchos de los derechos humanos que nos llevan conformando como individuos con agencia desde hace un par de siglos en Europa. Conceptos como libertad, igualdad o libre albedrío son la base de nuestra dignidad humana, pero hemos tenido que conquistarlos contra la oposición feroz de una religión que no nos quiere ni libres ni iguales ni independientes porque entonces podríamos aprender a vivir fuera de la jaula de sus dogmas.

Pocas conductas más infantilizadoras que aquellas que nos aleccionan y amenazan por nuestro bien. La religión, concebida como un conjunto de dogmas que hay que obedecer sin cuestionar, es uno de los impedimentos más logrados y universales para impedir el ejercicio del libre albedrío. Cualquier tipo de maltrato psicológico se fundamenta en el mismo principio, cambiando la autoridad de un dios por la autoridad de un padre, un jefe o una pareja. No hace falta un dios para imponer una serie de normas y deberes, a menudo ilógicas y contradictorias, con las que dominar a otras personas. Casi cualquier familia lo sabe. Pero si un ser superior y totalmente incuestionable refrenda el maltrato, este se vuelve una prisión de máxima seguridad. Una prisión por el bien ajeno, por supuesto. La pasión de los maltratadores es reeducar a sus víctimas para que terminen pensando exactamente en todo como ellos. 

La religión es un refugio para sociedades que han dejado de creer en un futuro mejor. Es la cueva de los resignados, la mano maternal que calma el miedo a lo desconocido. Es la respuesta multiusos cuando no somos capaces de afrontar la incertidumbre que nos dejan ciertas preguntas. Es el pastor que nos pastorea cuando el campo sin cercado nos aterra. 

Las enseñanzas religiosas son un poco como esas respuestas apresuradas y torpes que dan los padres a sus hijos pequeños cuando piensan que estos no están preparados para entender la realidad científica que explica sus preguntas. El perro se convierte en un guauguau, la vulva en un culito alternativo y la abuela no se murió sino que se fue al cielo. Quizás algún día, dentro de cinco, diez, quince generaciones, el mundo haya cambiado tanto para mejor que ya no hagan falta dioses para conjurar las miserias, las ignorancias, las desigualdades. Quizás algún día las certezas muertas e inamovibles hayan dado paso definitivamente a la duda constructiva y floreciente y ya no necesitemos falacias comunes para sentirnos a salvo de lo que no comprendemos. Quizás entonces esas generaciones futuras mirarán a los dioses del pasado con extrañeza y una saludabilísima incomprensión, un poco como miramos nosotros hoy al tiempo en que, por ejemplo, un ser humano era dueño de otro ser humano, en que una mujer no tenía voz ni voto ni trabajo o se tiraban las cáscaras de las gambas al suelo del bar entre nubes de tabaco.  

En 1970 parecía que el declive de la religión en todo el mundo era imparable. Dios estaba finalmente terminal. Sin embargo, medio siglo después asistimos a una aparente resurrección. Casi nueve de cada diez personas en todo el mundo son creyentes de alguna religión. Unos 6.800 millones de personas. La fórmula es la de siempre y apenas ha cambiado en miles de años, pero el éxito sigue siendo mayúsculo. Para ponerle palabras al asombro que le provocan estas cifras e intentar comprender su significado, Martín Caparrós ha escrito este breve ensayo con tono de panfleto en el que le da vueltas a ese dios que no termina nunca de morir y a alguno de los apóstoles bastardos que mejor difunden sus enseñanzas, como la obediencia, el miedo, la jerarquía, la sumisión, la culpa, la superstición, la violencia o la desigualdad. 




lunes, 28 de julio de 2025

LA EDUCACIÓN DE POLLY McCLUSKY

¡Cómo me gustan las novelas de Jordan Harper! Lo descubrí a principios de año con su último libro, Silencios que matan, y ahora he vuelto a él porque me apetecía mucho una novela negra rápida y adictiva para el fin de semana. ¡Qué subidón de adrenalina! Qué manera de no parar de leer. Es una novela tremendamente fluida, intensa, bien escrita y con las capas de lectura necesarias para que te haga pensar mientras no paras de pasar páginas a toda velocidad. 

«Si no había ningún lugar seguro para ella, el único lugar donde podía estar era a su lado. Si tenían que caer, caerían juntos, y no sabía qué otra cosa le podía ofrecer más que eso». Ella es Polly, una niña de once años y la verdadera protagonista de esta historia, lo cual ya ofrece una refrescante sorpresa: ¿una novela negra negrísima protagonizada por una niña de once años? Ah, pero no es una niña cualquiera. Polly es tímida, sí, y va a todas partes con su osito de peluche todavía, sí, pero tiene los ojos de un azul desvaído en los que se esconde una inteligencia vivaz y un no sé qué que causa escalofríos. Es «una niña con el pelo sandía y ojos de pistolero». 

Un día, su padre va a buscarla al colegio y ella se queda petrificada. Porque su padre estaba en la cárcel hasta ayer, y si ahora está ahí esperándola es porque ha debido de fugarse. Se lo ve en los ojos, de un azul desvaído parecido a los suyos, se lo ve en las miradas huidizas a los lados. Lo que no sabe es el enorme problema en el que está metido. Y en el que va a estar metida ella también en cuestión de minutos. 

Esta es una novela de persecución que por momentos me ha recordado a Billy Summers, de Stephen King. Hay jefes de grupos supremacistas blancos que ejercen su enorme poder desde celdas de máxima seguridad, hay sicarios con rayos azules tatuados en los brazos, hay neonazis haciendo barbacoas en las playas de Los Angeles y hay un padre y una niña cuya leyenda crece y crece a medida que avanza la novela. Hay una energía incontrolable, que a menudo se desborda, pero que siempre fluye más o menos contenida, en todos los personajes que viven al borde del precipicio. Polly «había aprendido que la energía que rebosaba en su cuerpo era un combustible. Hasta entonces había sido un cohete varado en la plataforma con los motores rugiendo, quemándose por dentro; ahora le tocaba volar». 



jueves, 24 de julio de 2025

OPOSICIÓN

Es una generalización muy matizable, pero llevo un tiempo pensando que, aunque la medicina tiene por fin cuidar de la salud de los ciudadanos, a menudo se interesa más por los cuerpos que por las personas que los habitan. De la misma forma, la administración tiene por fin gestionar las necesidades de los ciudadanos, pero se interesa más por los procedimientos que por las personas que los necesitan. Ambas disciplinas están fascinadas por la jerarquía, su pasión con frecuencia es informar y conminar antes que escuchar y dialogar. Y de esto va la nueva novela de Sara Mesa, de las contradicciones a veces tremendamente locas (y terribles) a las que puede llegar la administración. 

Lo hemos visto en los titulares de prensa en los últimos años con casos diversos: parece que importa más poner en marcha una ayuda a un colectivo vulnerable que asegurarse de que ese colectivo vulnerable vaya a tener acceso efectivo a esa ayuda. Ya lo contó la propia Sara Mesa en Silencio administrativo, una crónica impactante sobre el caso real de una persona sin hogar en Sevilla.

El aparente distanciamiento emocional que transmite la narradora y protagonista de esta historia me ha recordado por momentos a Kafka. Por momentos, sobre todo al principio, me ha provocado cierta angustia, no tanto por lo que cuenta, que parece de una normalidad absoluta, sino por la ausencia de implicación emocional ante algo tan turbador como el trabajo que describe. Aunque más que ausencia de emoción, en realidad es como si la emoción estuviera desplazada, como si no reaccionara como uno esperaría, o lo hiciera a destiempo. Y no es de extrañar: llegar a un puesto de trabajo y no tener absolutamente nada que hacer puede perturbar los nervios de cualquiera. 

Y es que un trabajo en el que no haces nada puede parecer un sueño para quienes están sepultados de trabajo. Pero no tener nada con lo que justificar ante uno mismo y ante los demás el tiempo laboral puede llegar a ser muy perturbador y un foco de todo tipo de desórdenes para la salud mental. Especialmente cuando a tu alrededor todo son actitudes evasivas y ambiguas. De gente que nunca parece saber exactamente qué hacer ni cuándo ni por qué. Ni, sobre todo, para qué. Aunque se esmeren en fingir lo contrario. Seres solitarios, adheridos a su mesa como un caracol a su concha. Algunos de ellos tan ninguneados y carentes de socialización que ya apenas saben articular las palabras necesarias para establecer el mínimo contacto humano. 

Esta es una novela sobre la administración pública y cómo a menudo está fagocitada por la burocracia. La burocracia como una fuerza invisible que lo gobierna todo y que exige obediencia ciega. Se te mete en la cabeza y ya no te repones nunca. Es el virus de las normas, normas para todo, un veneno que te deshumaniza y te convierte en el robot de los papeles y los procedimientos. Sara Mesa lo cuenta con un tono a ratos inquietante, a ratos divertido. Desolador, poético, inteligente. Fascinante. 



lunes, 21 de julio de 2025

EL ACCIDENTE

¿A quién no le ha pasado esto?, pensaba, mientras leía este librito de Blanca Lacasa. ¡A muchísima gente!, me respondía una voz indignada dentro de mí. Venga, dime si conoces a una persona de más de sesenta años que haya podido vivir el «accidente» de esta novela. Vale, es verdad. Pocas, casi ninguna. ¿Es generacional, entonces? Quizá. El tono lo es. Esas frases cortas. Cortas o cortadas, como a cuchillazos. Que te aceleran el ritmo cardiaco y pasan por la garganta raspando, con todos esos puntos y sobrentendidos y descarrilamientos de expectativas. No sé si es generacional. Es, desde luego, el producto de una educación que, a las generaciones nacidas a salvo de las garras morales de la dictadura, nos ha permitido colocar la emoción, la atracción y la necesidad de gustar fuera del corsé del deber y de la obediencia. 

Pero a quién no le ha pasado esto. Lo sigo pensando. Esto tiene su sombra y su luz, es una desgracia y una suerte. Y cómo duele y cómo te hunde, pero no querría habérmelo perdido por nada del mundo. Esto es un accidente, una demolición. Y a veces en la memoria se queda como una esquirla clavada que duele. Y que brilla. 

El accidente es enamorarse a destiempo. Es sentir una atracción que no tiene el espacio y la oportunidad para crecer y respirar. Que vive, en el mejor de los casos, en un cuarto clandestino hecho a toda prisa. Muy bonito, el cuarto. Preciosos muebles, decoración exuberante. Vistas que cortan el aliento. Pero con la ventana sellada. El accidente es un amor-fiera al que nadie puede ver y que, por falta de alimento, no duda en devorarse a sí mismo. 

Quien haya vivido los inicios de un amor a destiempo y sin futuro va a ver su reflejo en cada una de las setenta y cuatro páginas de esta historia. Se va a cortar con el filo de cada frase. Da igual que sean imposibles, hay amores que no hay quien los pare. Ni la razón ni la prudencia. La sensatez solo aparece como el juez que sentencia la pena de muerte. Nuestra «imperiosa necesidad de gustar» nos lleva a meternos en cuartos demasiado bonitos para ser reales, demasiado vertiginosos para poder habitarlos en libertad. A quién no le ha pasado. Quién no tiene una esquirla que duele y brilla clavadita en la memoria. Este libro es su homenaje. 



jueves, 17 de julio de 2025

LA HAMBURGUESA QUE DEVORÓ EL MUNDO. UN PANFLETO ECOANIMALISTA

Dos de los imperativos más importantes hoy en día para intentar atajar los peores pronósticos sobre el cambio climático a corto plazo son decrecer en todos los ámbitos y dejar de comer animales. Son dos imperativos que atañen a la política, pero también a nuestros hábitos diarios. Si alguien estaba preocupado porque no sabía qué hacer por la salud de nuestro planeta, la respuesta es sencilla y tiene un impacto inmediato: consume menos productos y no comas animales. Tanto Jason Hickel en Menos es más como Ed Winters en Esto es propaganda vegana lo explicaron perfectamente en dos ensayos que cambiaron radicalmente mi forma de entender la economía, la salud del planeta y mi lugar en el mundo. Basta con informarse un poco sobre qué es el veganismo para darse cuenta de que comer productos de origen animal es una barbaridad innecesaria, cruel y peligrosa.  Este ensayo de Javier Morales propone bajarnos de nuestro antropocentrismo para empezar a mirar al resto de habitantes de este planeta como iguales, no como esclavos o subalternos. Y lo aborda intentando aunar dos corrientes que no siempre luchan de la mano: el ecologismo y el animalismo. 

Se puede negar la emergencia climática por superstición (el pensamiento conspiranoico lleva ya un tiempo en auge), o por interés (mientras a mí no me afecte directamente, qué más me da). También se puede aceptar su existencia, hablar de ella con honesta preocupación y sin embargo no hacer absolutamente nada al respecto, por ignorancia o por comodidad. Estos últimos son el colectivo más numeroso en el norte global y a ellos hay que dirigir especialmente nuestros esfuerzos. Hay pocas cosas más desoladoras que ver la incapacidad para cambiar de tantos millones de personas convencidas de la necesidad real de dicho cambio. 

Este libro propone la necesidad de un giro radical en el modo de relacionarnos con la naturaleza. Yo lo he experimentado, hace relativamente poco. Para mí, por ejemplo, el jazmín era un perfume. Un olor agradable. Ahora es una planta, una flor que florece a finales de la primavera, efímera pero intensa, con un sinfín de significados. Otro ejemplo, más importante: el pollo era un alimento resultón en una bandeja de poliespán en el supermercado. Ahora es un animal que vive internado mayoritariamente en condiciones deplorables y contaminantes, con dolor constante y que sufre una muerte agónica y atroz para un fin superfluo. La palabra ha transformado su significado en mi mente, de tal forma que ya es imposible que vuelva a comerme un pollo. De la misma forma que el más carnista de los españoles no se comería nunca una chuleta de perro. De la misma forma que es imposible hacerle comer animales a un niño si le explicas de dónde viene y no le has enseñado previamente a disociar seres sintientes de trozos de comida. Esa inocencia, unida a la conciencia adulta de estar combatiendo una atroz y venenosa barbaridad, son dos actitudes que dan esperanza para el futuro del planeta. 

Si para comer productos de origen animal tuviéramos que matar a los animales nosotros mismos, el 99,99% de la sociedad sería vegana. Es algo común en psicología, se llama disonancia cognitiva. Mientras otro lo haga, no hay problema, yo puedo beneficiarme de la matanza sin sentir culpa. Como los alemanes de a pie que se apropiaban de los bienes de los judíos arrestados por la Gestapo. Total, no eran personas del todo. Y ya no estaban. Total, la carne que me como es comida, presentada, comercializada, comprada y consumida como comida: el animal ya no está. 

«Basamos nuestra dieta en miles de millones de cadáveres de otras especies a las que consideramos inferiores. Nuestra comodidad se sustenta en una fosa común», dice Javier Morales. Este libro es una voz, un grito que se suma al clamor que ha conseguido que cerca de cien millones de personas en todo el mundo hayan decidido dejar de comer productos de origen animal. Las razones son conocidas, pero se pueden resumir así: «El especismo es una ideología, una manera de estar en el mundo incompatible con la vida en el planeta». Queda muchísimo camino por recorrer, mucha ignorancia, mucha desconfianza y mucha violencia que combatir. Y hay que dar la batalla pese a todo. Si renunciamos y bajamos los brazos ya hemos perdido. Todos.