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lunes, 8 de octubre de 2018

ARRUGAS

Hay pocas historias tan inabarcables que hayan sido condensadas en unas pocas páginas con tanto talento. Ya sólo el inicio, esa primera escena en la que el autor nos sumerge en la mente de un antiguo director de una sucursal bancaria que confunde a sus hijos con unos clientes que vienen a solicitar un préstamo, provoca una sacudida de la que es difícil recuperarse. No es nada fácil retratar una enfermedad degenerativa como el Alzheimer desde el interior de la mente del enfermo. Lo fácil es quedarse fuera. Usar un personaje externo que canalice el relato y nos sirva de punto de referencia para la compasión o la empatía. Hacerlo alternativamente desde fuera y desde dentro, con unos recursos tan sencillos e imaginativos como los que utiliza Paco Roca en esta historia, es una hazaña. Y una de las razones por las que este cómic es sin duda uno de los mejores cómics españoles de este siglo. 

Arrugas es una de esas historias de las que has oído hablar tantas veces que cuando te paras a pensarlo te sorprende darte cuenta de que no la has leído. Es como esa persona que lleva años saliendo en las conversaciones de todos tus amigos y de la que te has hecho una idea tan clara y tan vívida que parece que la conoces de toda la vida. Esa persona que, cuando por fin te la presentan y le das un abrazo y la puedes observar y escuchar con calma, borra de un plumazo toda idea preconcebida que guardabas de ella y se pone a superar, una a una, todas tus expectativas. 

Parece la frase hecha con la que elogiamos lo que no sabemos cómo elogiar, pero es así: después de leer Arrugas ya no podrás ver a los enfermos de Alzheimer (y a los mayores enfermos, en general) de la misma forma. Como todo el arte que merece la pena, te cambia. Te vuelve más sensible, te hace cerrar los ojos y tocar con la imaginación la piel de ese hombre arrugado y desorientado que no quiere que le abandonen en una residencia, que no quiere ese exilio de la vida, que no quiere compartir barco hacia la muerte con esa multitud de desconocidos que arrastran sus lamentaciones de enfermos por los pasillos de la mañana a la noche. 

Arrugas te cambia. A mí me ha cambiado. No estaría mal que los adolescentes lo leyeran. Y que pensaran en sus abuelos, en la gente mayor y enferma. Y que fueran a una residencia, a hablarles, a jugar a las cartas con ellos o a escuchar sus historias favoritas, esas gestas amarilleadas por el tiempo que quizá ya sólo ellos recuerdan. Paco Roca lo hizo, y con los relatos que escuchó dibujó y escribió esta historia que se lee en media hora de intimidad y deslumbramiento y que enseña a amar y a vivir. 



jueves, 10 de mayo de 2018

LA MEMORIA DEL ÁRBOL (Firma invitada)

¿Dónde guarda el árbol su memoria? La memoria del árbol está en la memoria de las personas, y la memoria de las personas puede estar en la cabeza o en el corazón. Eso se lo ha enseñado a Jan su abuelo Joan. Se lo ha enseñado mientras Joan aprende a vivir con la enfermedad y Jan aprende a ver a su abuelo dejar de recordar poco a poco.
–Tú olvídate de papá y mamá. Estas conversaciones son entre tú y yo.
–Y... ¿también las olvidarás?
–Yo no sé qué olvidaré, ni cuándo, ni cómo. Pero ¿sabes qué hago con lo que no quiero olvidar?
–¿Qué?
–En lugar de guardarlo en la memoria de la cabeza, lo guardo en la del corazón, porque esa no se me borrará.
–¿Y qué más guardas ahí?
–Todo lo que he querido, Jan.
–Hombre, ya... A la abuela, a mamá, a mí...
–Sí, también. Pero además el día que arreglé mi primer reloj, cuando nació tu madre, el día que conocí a tu abuela, cuando talaron mi sauce llorón... 
Esta novela es una de las historias familiares más bonitas que recuerdo haber leído en mucho tiempo. Una historia de la que vamos aprendiendo a vivir con caras grises y ojos como de cristal, una historia a través de la cual darle la mano una vez más a nuestro abuelo, dejarnos enseñar por él y disfrutar de esos momentos tan nuestros que vivimos con él o con ella. Es una familia y una historia que llegan al corazón. 

Una querría ser la hija de esos padres comprometidos, atentos y cuidadosos; nieta de esos abuelos sabios, con una sabiduría ancestral aprendida a base de arreglar relojes, observar árboles o coser prendas de ropa. Una querría vivir la realidad aparentemente sencilla que llega cuando la vida de todos se desmorona, se pone patas arriba: una vida de merienda con el abuelo descubierto en la distancia entre las cabezas de todos los padres y familiares que van a recoger a sus niños al colegio; paseos recordando los nombres de las calles y las formas de los árboles, partidas de dominó y cenas de cuchara cocinadas por la abuela.

Una querría asumir el dolor que traen las verdades manteniendo la nube alegre de perfume de la abuela o el humor absurdo del padre.

Esta novela me ha recordado a la extravagante familia de Esperando a Mr. Bojangles, aunque no hay locura que lo oscurezca todo. Sin embargo, la ternura, el amor, el humor y los lazos familiares son tan importantes en ambas novelas que parece que se complementaran a la perfección, ya que ambas nos traen las dos caras de la moneda de la enfermedad.


Tina Vallés

Su autora, Tina Vallès, ha hecho un trabajo extraordinario con la voz narrativa, ese niño que va viendo cómo poco a poco deja de serlo y tiene que buscar rincones fuera de casa para aferrarse a esa edad en la que todavía los recuerdos resisten y desde donde heredar esa "o" inmensa del nombre de su abuelo sin furia o rabia. Heredar la "o" significa perder al abuelo y eso... Eso todavía no.



jueves, 8 de junio de 2017

LO QUE OLVIDAMOS

Despacio. He leído este libro muy despacio, saboreando cada capítulo como un dulce secreto e íntimo. En ratitos robados a la librería o a la preparación de una cena ligera, en la cama antes de dormir o en el sillón poco después de despertar, esta historia me ha llevado a lugares dentro de mí mismo donde nunca había estado. Un jardín de una residencia, el sol sobre las flores, las manos de una madre recogidas en el cuenco de las manos de su hija, las palabras de una hija que recoge en su memoria los recuerdos fugitivos de una madre que está dejando de saber quién es. Lugares transidos de belleza, de un dolor tamizado por la melancolía y la ternura, que desde ahora, y para siempre, han pasado a pertenecerme. 

Es un proceso conocido. Incluso para quienes no lo han vivido nunca de cerca. Poco a poco, con cada lapsus, cada excentricidad, cada negación de la realidad, la persona querida se va alejando, va perdiendo aquello que la definía como madre, como sostén, como ser humano dentro de una familia y de una sociedad. "Está aquí y al mismo tiempo está ausente, extraviada en un laberinto interior que nos resulta inaccesible". Un laberinto en el que, pese a su inaccesibilidad, la narradora de esta novela decide internarse para no soltarle la mano a su madre, para tratar de estar a su lado en todos los tropiezos, en todas las lagunas de su mente desmemoriada. 

Al vaciar la casa materna, aparecen multitud de objetos antiguos que despiertan recuerdos. Recordar la infancia ahora cobra otro sentido. Otra responsabilidad. Cuando somos los únicos depositarios de ciertas historias, estas ganan peso y valor, y nos definen a través de las personas que las habían guardado antes que nosotros en su memoria. Recordar se convierte ahora en un acto de amor. En algo que se hace con mimo, con cariño, por amor a aquella que ya no puede recordar nada. 

Estamos acostumbrados a relacionarnos con los demás en base a una serie de normas lógicas de comportamiento. Contamos con que nuestra forma de percibir la realidad es compartida por la mayoría y así amamos, nos comunicamos, debatimos y nos movemos con más o menos soltura en nuestra sociedad. Cuando alguien deja de percibir la realidad como el resto, trata de protegerse. El mundo se vuelve hostil. Un tenedor ya no es un tenedor, es un trozo metálico con púas afiladas con propósitos incomprensibles. Trata de protegerse y sus actos se vuelven impredecibles. Y todos los intentos de traerle de vuelta resultan vanos, no se puede dar marcha atrás en su lento alejamiento de la realidad. No se le puede retener en la razón, sólo se le puede acompañar sin tratar de buscar su nueva lógica. Sin tratar de encontrar un nuevo lugar en su mente donde poder descansar. Cuando ya no se reconoce a la familia, cuando el propio hogar se olvida, cualquier lugar, cualquier caricia pueden ser "mi casa". 

El futuro no existe. El presente se renueva todos los días, de formas extravagantes o aterradoras. El pasado ha dejado de existir. ¿Cómo "hacer planes que no se van a recordar, para un tiempo que no se puede prever"? Cada día es nuevo, cada día se estrena el mundo. Aunque sea un mundo cada vez menos sólido, en perpetuo proceso de desmoronamiento. Cada día la ropa de siempre parece nueva y se recibe con la ilusión de un regalo. Hay un sentimiento de inocencia, de brillo infantil en los ojos, que se entusiasman por la posibilidad de estrenar cada día las cosas usadas de este mundo. Es una inocencia recobrada, propia de los niños. Sin embargo, los niños van de la inocencia hacia el conocimiento. Y ella, de la inocencia hacia el olvido. 

Somos memoria. Los recuerdos nos permiten ser cariñosos (porque reconocemos los vínculos que nos unen con los seres queridos), rencorosos (porque recordamos las posibles ofensas) o ambiciosos (porque sabemos lo que hemos tenido y queremos más). Sin memoria no sabríamos amar, no tendríamos nunca nada que perder, no sufriríamos celos ni amargura. Sin memoria no sentiríamos orgullo ni pasión ni rebeldía. Toda emoción duradera está asociada a nuestra capacidad de recordar. Somos el resultado de la relación que hemos establecido con nuestros recuerdos, los pactos que hemos firmado con nuestra memoria. Somos lo que somos porque recordamos. 

El proceso mediante el que una persona va perdiendo la memoria hasta perder su humanidad es lento. Duele ser testigo de esa degradación, de sus etapas. Ver cómo la persona amada va perdiendo capas de personalidad, de reflejos, de carácter, de destrezas, hasta quedarse en un frágil andamio que a duras penas sostiene a un ser humano, un pequeño ser vulnerable, desposeído de sí mismo, irreconocible. Sin embargo, no hay dolor en esta novela. Hay compasión. Hay sobriedad. Hay delicadeza. Y la he leído ensimismado y emocionado, con la sonrisa triste de estar asistiendo a un drama aceptado, contado con la serenidad de la tristeza asumida, perdido en la ternura del laberinto de esta madre desmemoriada y esta hija llevándola de flor en flor por el pequeño jardín de su residencia, haciendo lo mismo que su madre hacía con ella de niña, mostrándole el nombre de las cosas, no ya para darle palabras con las que afrontar la vida, sino para que pueda deslizarse hacia la muerte con algún fleco de memoria.