jueves, 30 de abril de 2020

MAGASIN GÉNÉRAL

Este cómic es un ejemplo perfecto de cómo el punto de vista y la forma de contar una historia pueden convertir un relato aparentemente localista y anodino en una obrita de arte universal. 

Estamos en 1926 y el magasin général es la tienda principal de un pueblecito de Québec. Allí se reúnen cada día todo aquel que necesite desde mantequilla y leche hasta una rueda nueva para su carro o un vestido o tinta para la pluma. La tienda es el motor del pueblo, el carburante que hace que todo siga funcionando. Hasta que muere Felix Ducharme, su propietario, y su viuda Marie debe hacerse cargo de un trabajo agotador que nunca había pensado que tendría que sacar adelante ella sola. 

El cómic recorre la vida de cada una de las familias del pueblo, con sus inquietudes, sus alegrías y sus rarezas. Acompañamos a un gruñón ateo mientras construye en secreto un barco fabuloso en el establo de su granja, a un cura joven y enérgico que considera que la bondad y la amistad están por encima de cualquier credo o costumbre, y a una Marie entristecida al ver que la soledad empequeñece su mundo día tras día y que aún no sabe que un forastero enigmático a lomos de una motocicleta está a punto de llegar al pueblo para poner su vida, y la de todos sus habitantes, patas arriba. 

Magasin général es una obra en nueve partes que la editorial Norma va a publicar en tres volúmenes (este primero es de febrero de 2020 y los otros dos irán saliendo en los próximos meses). Me han gustado especialmente su aire bucólico y la forma en que la luz de la ilustración da emoción y profundidad a la expresividad de los personajes y crea un ambiente intimista muy cinematográfico. Es el ambiente de la gente corriente, de su felicidad y de sus miedos. De la gente que afronta con estoicismo la dureza del clima y no sabe bien cómo encajar las novedades. En especial si estas llegan de improviso y cuestionan su forma de entender el trabajo, la masculinidad, la vida en comunidad y la convivencia. 

Magasin général es un cómic conmovedor sobre la libertad de amar, sobre la fuerza de las mujeres para reivindicar el cambio como motor de una sociedad y sobre el descubrimiento del placer que puede traer la novedad. Hay una poesía encantadora en todos sus pequeños detalles. Y un retrato humano que profundiza con delicadeza en unos dilemas sociales en los que todos nos podemos ver reflejados. En las manos de Loisel y Tripp, un pueblecito perdido de Canadá en 1926 puede ser el espejo del mundo entero en cualquier época.




miércoles, 29 de abril de 2020

MARIANELA

Cuando Patricia lee a Cervantes se le pone una sonrisilla que desde la comisura de sus labios exclama qué tío, qué bueno es, ¡genio y figura, don Miguel! Cada cierto tiempo suelta una carcajada y me lee una frase o un párrafo con la voz vibrante de entusiasmo y picardía. Hay en ella una admiración genuina y disfrutona en su forma de paladear sus lecturas de El Quijote que da gusto ver y compartir. Y que yo, de alma menos cervantina y más decimonónica, sólo encuentro en las novelas de Galdós. 

Empecé este año galdosiano con Doña Perfecta, novela irónica, política, de crítica feroz a esa España de carlistas y nostalgias visigodas, que me encandiló desde la primera página y que me dejó con hambre de más. Y he encontrado en Marianela (1878), publicada dos años después que Doña Perfecta, rastros de la misma exaltación apasionada, aquí liberados de la política y de la patria para condensarse en ese personaje inolvidable de la pequeña Marianela, "criatura abandonada, sola, inútil, incapaz de ganar jornal, sin pasado, sin porvenir, sin abolengo, sin esperanza". 

Galdós parece incapaz de no deslizar alguna crítica social en sus novelas, y aquí no faltan las descripciones del trabajo inhumano de los mineros en Cantabria o de la caridad con que la gente acomodada sofoca su conciencia ante el sufrimiento de los demás. Pero Marianela me ha parecido, sobre todo, una novela de emociones íntimas. De amor, quizá. Pero no sólo. También de compasión. De amistad que no cabe en sus cauces habituales y se desborda y confunde a los personajes que no saben qué hacer con ella. 

"Si hay personas que de un palacio hacen un infierno, hay otras que para convertir una choza en palacio no tienen más que meterse en ella". Pero ninguna de estas personas es Marianela, con su "cara fea y su cuerpecillo chico". Excepto, quizá, cuando hace de lazarillo para el ciego Pablo que, agarrado a su mano, descubre la belleza del mundo a través de las descripciones que ella le hace. Y entonces la belleza de Marianela se despierta de su letargo y se despliega ante los únicos ojos que la pueden ver. 

Marianela es una novela conmovedora, desgarradora en su patetismo, que esconde una lección muy recurrente, creo, en Galdós: no sirve de nada ayudar a alguien si no te preocupas antes por preguntar qué necesita. 



lunes, 27 de abril de 2020

EL PESO DE LA NIEVE

No me dijo de qué trataba. Ni por qué le había gustado. Ni qué le hacía pensar que a mí me gustaría. Unos días antes del inicio de la cuarentena, una clienta que conozco hace mucho tiempo entró en la librería, sacó este libro y me dijo, agarrándolo con pasión: léelo, hazme caso, te va a encantar. Y le hice caso. Y tenía razón. 

El título de cada capítulo es un número. Un número que empieza, como la historia, en otoño, y que va creciendo y creciendo con el frío y luego decrece súbitamente hacia el final con la llegada de la primavera. Treinta y ocho. Cincuenta y seis. Ciento setenta y cuatro. Doscientos cincuenta y dos. Ciento cincuenta y tres. Ochenta y nueve. Treinta. Siete. Los números se corresponden con los centímetros de nieve que se acumulan sobre la tierra y que, en esta aldea perdida de Canadá (o de cualquier otro lugar del mundo con inviernos duros), lo recubren todo de silencio, frío y tiempo detenido. 

Esta es una novela de un confinamiento. En este caso el virus es la falta de electricidad y lo que confina a las personas no es el miedo sino el frío y la nieve y la imposibilidad de desplazarse. El protagonista se recupera de un accidente de tráfico en una casa perdida en el bosque, junto a un señor mayor desconocido que se ha propuesto cuidarle hasta que pueda valerse por sí solo. Y así pasan los días. Viendo nevar. Viendo acortarse la luz diurna a medida que bajan las temperaturas y suben los centímetros de nieve hasta superar la altura de un hombre. ¿Cómo mantener la cordura en un confinamiento? ¿Cómo no volverse locos en ese mundo detenido por el dolor físico y un clima extremo? Las historias. Las historias son las que siempre nos salvan. 

Cuando la realidad cambia, las historias cambian. Y nos dedicamos a describir esos cambios. Nos obsesionamos con esos cambios y toda nuestra atención se centra en lo que ha sustituido la realidad perdida. En las cifras de víctimas o en los centímetros de nieve. Pero las historias no pueden limitarse a describir una realidad, por nueva e interesante que sea. Las historias tienen que enriquecer esa realidad con imaginación y con, al menos, un intento de belleza, especialmente si esa realidad duele. Las historias tienen que tomarle el pulso a la realidad inventando alternativas, desvíos, sus propias realidades paralelas. Cualquiera que haya vivido un confinamiento, como la mayoría de nosotros y los personajes de esta novela, saben que contar historias que se salgan de los márgenes previsibles de una realidad cruel es la mejor forma de combatirla y de mantenerse cuerdo, y a salvo, ante el impacto que provoca. 

La clienta que me recomendó esta novela con tanto entusiasmo me conoce bien. Y sabía que lo que me iba a seducir de la prosa de Christian Guay-Poliquin eran el ritmo y la poesía. Gracias a ella he sentido el paso lento de los días, he escuchado el silencio de la nieve al caer, su peso imperceptible y a la vez tan rotundo que es capaz de quebrar árboles y hundir tejados. He disfrutado con la generosidad espontánea del que cuida, he entendido el mutismo del convaleciente, que a fuerza de mirar por la ventana termina viendo colores en la nieve que no pueden existir, y he admirado esa "desesperación luminosa" por resistir en medio de ninguna parte a lo que venga, sea lo que sea y cueste lo que cueste. 

El peso de la nieve indaga en lo que queda de nosotros cuando la mera supervivencia parece ser el único objetivo. Qué nos hace humanos cuando llegamos al límite de la resistencia. Me ha recordado a otras novelas de naturaleza extrema, como La lluvia amarilla, de Julio Llamazares, o Intemperie, de Jesús Carrasco, por la intemporalidad de su argumento y su capacidad para transmitir belleza y tensión dramática con muy pocas palabras. Gracias por la recomendación, Claudia. El peso de esta nieve me ha llevado muy lejos de aquí. 




miércoles, 22 de abril de 2020

GARCILASO

Para mí, leer a Garcilaso es caminar por los bordes de la comprensión. Lo entiendo y no lo entiendo. Es como escuchar hablar en italiano, con todas esas palabras saltarinas que evocan imágenes muy familiares en mi cabeza pero que no logro apresar del todo para formar un hilo coherente. Como pulsar las teclas de un clave para los pianistas: todo parece en su sitio pero el tacto cambia, las distancias se vuelven más cortas y sientes que el instrumento respira de otra forma, reacciona de otra forma y se queja y tropieza porque no terminas de guiarlo hacia donde tú quieres. 

Garcilaso de la Vega
Leo estos días a Garcilaso porque P. está repasando el renacimiento español y a veces me gusta acompasar mis lecturas a sus estudios. Es una forma de entenderla mejor si una égloga la despierta en mitad de la noche y necesita sacar a los pastores y sus amores frustrados de su cabeza para volver al sueño. Y también lo leo porque tengo un recuerdo bonito de cuando lo estudié con quince años. Tras el Libro de buen amor y El cantar del Mío Cid, que para lo que me transmitieron ya podían haber estado escritos en griego antiguo, los poemas de Jorge Manrique y de Garcilaso de repente encontraron el camino para internarse en mi adolescencia y me conmovieron. No lo entendía todo. Me molestaban todas esas palabras cambiadas de sitio, esos verbos desusados que me olían a cuero viejo y a aventuras de Hernán Cortés. Pero daba igual. Entonces entendí que no hacía falta controlar el sentido de todas las palabras si estas encontraban el modo de volar en mi cabeza y producir imágenes sugerentes y emociones inexplicables. 

Recuerdo haber salido un día a la pizarra, en el instituto, con la mirada en el suelo y las manos temblorosas, a recitar el famoso soneto XXIII ante las risitas de mis compañeros. Y al terminar el último terceto, marchitará la rosa el viento helado, / todo lo mudará la edad ligera / por no hacer mudanza en su costumbre, la clase se quedó callada y no hizo falta que la profesora nos explicara el sentido de aquellos versos para que el poema se quedara flotando en nuestras cabezas ensimismadas, de la misma forma y quizá con la misma potencia con que nos emocionábamos con aquel desgarrador carpe diem de Robin Williams en El club de los poetas muertos

Hoy leo a Garcilaso un poco de otra forma, pero algo de aquella emoción perdura. Y uno de los aspectos de su vida que me han llamado ahora la atención ha sido la relación de amistad que tuvo con Juan Boscán, con el que tradujo el Cortesano de Castiglione e introdujo el humanismo renacentista italiano de los poetas soldados en España. Esas amistades masculinas tan intensas y tan explícitas del renacimiento (Ronsard y Du Bellay, De la Boétie y Montaigne) siempre me han llamado la atención. Y me gusta pensar, dejando volar la imaginación, que bajo el ideal de amistad masculina que estos escritores aprendieron leyendo a los clásicos grecolatinos, palpitaba a veces también un amor más terrenal y apasionado que, por prohibido, debía camuflarse bajo los faldones de la retórica y lo sublime. 

Veinte años después de la primera vez, leer a Garcilaso sigue siendo para mí como caminar por los bordes de la comprensión. Como escuchar hablar en italiano o pulsar las teclas de un clave. Pero no importa. No hace falta ningún diccionario ni profesora que lo explique. La emoción de sus versos me sostiene en ese borde y sus quejas de amor ideal y terrenal, tan sencillas y elegantes, me llegan diáfanas con su música intacta. 




lunes, 20 de abril de 2020

LAS FLORES PERDIDAS DE ALICE HART

Las flores perdidas son las flores que crecen en el jardín australiano de la madre de Alice Hart. Cada una de ellas tiene su propio significado y a través de ellas la madre de Alice Hart le dota de un color y un sentido a todo lo que no puede decir. Al agujero del miedo que se abre en su vientre cuando la camioneta de su marido derrapa por el camino de entrada: ¿hoy sonreirá o traerá la mirada sombría de siempre? Al dolor de una vida recibiendo gritos y golpes de aquél con el que huyó de un oasis buscando un paraíso que nunca se cumplió. 

Las flores perdidas son mujeres que han acudido al oasis de Thornfield para curarse las heridas. Allí cultivan flores y se cuidan unas a otras. Repasan sus sueños hechos añicos y tratan de ensamblar lo que queda de ellos en frases que puedan conjugarse en futuro sin hacer daño. Ven sus vidas desde lejos como "brasas esperando a ser reavivadas". Y mientras tanto todas juegan a acompasar sus tristezas y sus alegrías en una coreografía armoniosa, perfeccionada cada día. Una danza que cualquier observador diría que ya habían bailado infinidad de veces. 

Esta novela es el cuchillo que hurga en la herida para limpiarla y a la vez el bálsamo que calma el dolor. En ella un grupito heterogéneo de mujeres aprenden el valor de la solidaridad femenina para tratar de expresar todo aquello que aún no son capaces de afrontar, aunque no siempre lo logran y a veces los traumas enquistados de su pasado suben y suben como una marea incontrolable hasta anegarlo todo de un silencio insoportable. Esta novela es el dedo que denuncia: la violencia contra las mujeres es una enfermedad social insoportable. Y acto seguido: el mundo es demasiado hermoso para quedarse mirando hacia dentro y no prestarle atención. 

Holly Ringland

La naturaleza es casi un personaje más del libro. Está presente en las flores con sus significados infinitos. En el color y el olor del mar cuya brisa mece la infancia de Alice Hart. En la quietud terrosa del desierto que la acoge y la despierta. Y también, la cultura aborigen australiana está tratada con un cariño y un respeto conmovedores. No sólo es una fuente de sabiduría y de amor por la tierra, es la inspiración capaz de devolverle la fuerza a los miles de australianos que acuden al desierto para huir de sus vidas y buscar otra forma nueva de vivirlas. 

Cuando vivir con alguien significa "estar a la intemperie durante una tormenta y tener que vigilar constantemente el cielo", la única solución es huir adonde te acojan con los brazos abiertos y una sonrisa, como si fueses "algo que ellas habían perdido y recuperado". Esta novela es la pesadilla que nos despierta gritando y a la vez la persona que acude para ponerte una mano en la frente y decirte: no pasa nada, descansa, estoy aquí, me quedo a tu lado. 




jueves, 16 de abril de 2020

TESTAMENTO DE JUVENTUD

Millones de hombres jóvenes fueron a la guerra de 1914 entusiasmados. Unos meses de heroísmo por la patria, pensaban. La exaltación de la muerte romántica, de las canciones de gesta, los cuadros épicos y las novelas exaltadas. A los dos años, tras la batalla del Somme y varios millones de muertos en el lodo maloliente de las trincheras, el patriotismo heroico quedaba muy lejos, y lo que sentían la mayoría de soldados era rabia y desesperanza, como queda retratado en los impactantes poemas de Wilfred Owen y tantos otros poetas que lucharon y murieron en el frente, y como cuenta Vera Brittain en estas memorias de juventud. 

Vera Brittain tuvo una infancia plácida en la década de 1900, sin sobresaltos, pero con un horizonte muy estrecho. En el ambiente provinciano en el que se crio, había poca educación y poca ambición por descubrir algo más que los eternos campos verdes de la campiña inglesa. Un mundo de puertas y ventanas firmemente cerradas a cualquier novedad. "Sólidos muros provincianos que ceñían la pomposidad de una burguesía complaciente". La intelectualidad femenina tenía mala fama. Las mujeres que estudiaban eran ridículas, excéntricas y de incorregible carácter. Estudiar era una forma rápida de condenarse a no encontrar nunca un marido, el oprobio social más escandaloso para una burguesa provinciana.

Muy pronto Vera se rebeló contra ese sexismo estructural y decidió que, al igual que su hermano y sus compañeros de promoción, quería estudiar en Oxford. Los cimientos de sus profundas convicciones feministas surgieron de una educación pensada para convertir a las mujeres en criaturas decorativas para sus maridos y para la sociedad. Sus reflexiones de esta época de lucha sufragista previa a la guerra son increíblemente modernas, y me ha encantado descubrir su inteligencia vivaz y sus ganas de vivir dedicadas a una emancipación femenina que en la década de 1910 ya empezaba a ser un clamor en Inglaterra. 

La época de radiante prosperidad victoriana fue hecha añicos por la guerra, pero no así la lucha feminista, que el conflicto impulsó y aceleró. Vera cuenta cómo, por ejemplo, la guerra transformó el mundo del decoro. En 1910 las mujeres jóvenes iban tapadas de la barbilla a los tobillos. En 1925 había desaparecido toda vergüenza y los trajes de baño habían liberado la piel de las mujeres de toda prenda accesoria para siempre.

Vera Brittain

Testamento de juventud son unas memorias de feminismo, guerra y pacifismo. Pero es la guerra el eje de todo. Es un canto elegiaco al "bellísimo legado de un mundo desaparecido", a ese mundo de ayer que tan bien retrató Zweig en sus memorias. Me ha gustado su prosa elegante, admirada por Virginia Woolf. Su sutileza, su suave ironía a la hora de criticar el provincialismo burgués y esa capacidad de reírse veladamente de sí misma que tanto echo de menos en escritores españoles, tan serios y trascendentes, y que parece una marca genética de los escritores británicos. Y también ese dolor provocado por la guerra que acabó con la vida de millones de hombres jóvenes y traumatizó a una generación entera. 

"Es culpa de Europa, y no nuestra, que hayamos madurado merced a una amargura precoz, y que hayamos descubierto que la belleza se desvanece, y que detrás de ella se agazapa una realidad desalentadora. [...] Pero, ¡no desesperes, niño mío! La guerra acabará tarde o temprano, y tal vez, si seguimos con vida dentro de tres o cuatro años, podamos recuperar la infancia escondida y descubrir que, a fin de cuentas, el polvo y la ceniza que la recubría no la ha echado del todo a perder".

Tras pasarse toda la guerra sirviendo de enfermera voluntaria en Inglaterra, Malta y Francia, Vera Brittain volvió a un país de polvo y ceniza y constató, como tantas mujeres en su misma situación, que seguir con vida traería consigo un vacío aterrador y sería una prueba quizá tan exigente como la que acababa de pasar.