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lunes, 18 de mayo de 2020

NO SOMOS REFUGIADOS

Refugiados. Llevamos muchos años desgastando esta palabra. Cada vez que un político se la tira a otro desde su bancada para tratar de conseguir rédito político la araña un poco más, le rompe una esquina, la adelgaza. En España en 2020, ¿qué significa? Poco a poco se ha ido convirtiendo en una etiqueta, como pobres, migrantes, extranjeros, una etiqueta que deshumaniza a las personas que designa, señalando su diferencia con nosotros. Nosotros (españoles, occidentales) somos sobre todo personas. Ellos (extranjeros, desplazados) son sobre todo refugiados. 

La verdad es que no los entendemos. Muy pocos occidentales sabemos qué significa perder el lugar al que llamamos casa y no poder recuperarlo. La mayoría de refugiados ni son nómadas ni se consideran refugiados. No saben lo que significa vivir en tránsito más que tú o que yo. Son sedentarios, como tú y como yo, que pierden su casa, su forma de vida y su modo de subsistencia y tienen que viajar a la fuerza, huir con sus raíces arrancadas en la mano, aprendiendo que quizá, aunque no quieran, tengan que encontrar otro lugar donde volver a plantarlas. La desaparición del hogar es lo que define al refugiado, no el cruce de una frontera ni mucho menos que su solicitud de asilo sea aceptada. Muchos no son refugiados porque no se identifican con una palabra que los estigmatiza. La mayoría no son refugiados porque los países occidentales ni siquiera les dan la oportunidad de serlo. 

La palabra "refugiados" esconde una realidad incuestionable: son personas. Cuando decimos que son personas no sólo las igualamos a nosotros en su condición humana sino que les devolvemos su identidad esencial frente a su identidad de refugiados, les quitamos esa etiqueta (esa careta) que todo lo ocupa y nos arriesgamos a convertirlos en espejos donde reconocernos. 

Otra forma de señalar su diferencia es describirlos como víctimas. Cuando insertamos la lente de la compasión en nuestra mirada solidaria, a menudo nos centrarnos en sus traumas y los alejamos de nosotros. Fomentar la pena es tan perjudicial como fomentar la desconfianza. Y descuida los aspectos esenciales de las vidas de las personas refugiadas, que son los que todos, tengamos o no un hogar al que volver, compartimos. Unos de esos aspectos, por ejemplo, es el tedio. Ser refugiado, la mayor parte del tiempo, es de un tedio insoportable. Las colas de los campamentos, la lentitud de la burocracia, el tiempo detenido de los confinamientos. Ojalá tras nuestra experiencia occidental con la cuarentena entendamos mejor que la desesperación y el trauma vienen tanto del sufrimiento como de la impotencia por no poder salir a la calle, trabajar y vivir libremente en sociedad. 

Salwah, protagonista de una de las historias de este libro, fue herida por un francotirador en Alepo y se quedó en silla de ruedas. Mayo de 2013. Fotografía de Anna Surinyach, incluida en el libro. 

Este libro de Agus Morales recorre cuatro continentes, desde El Tibet hasta El Salvador, y las historias de decenas de personas que han tenido que huir de sus casas por la violencia y cuyo mayor deseo casi siempre es que esa violencia cese para que puedan volver. El autor subraya este deseo, que muchas veces olvidamos los occidentales, con nuestra omnipresente superioridad moral: muchos refugiados no quieren ser asimilados, no quieren quedarse a vivir en la fría Europa o en los hostiles Estados Unidos, porque siguen soñando secretamente con volver a donde fueron felices, ese hogar de la infancia donde siguen sus raíces. La profunda crisis de solidaridad y hospitalidad en la que vivimos, intoxicada por la infamia de los que cada día relacionan a los refugiados con criminales, no ayuda a que estos quieran trasladar sus raíces a nuestras tierras. 

No somos refugiados me ha recordado mucho a El Hambre, de Martín Caparrós, por su forma de acercarse a los protagonistas de sus historias y su precisión al apoyar el dedo en las llagas precisas. Me ha ayudado a deshacerme de algunas ideas preconcebidas sobre las migraciones y a enfocar mejor mi mirada sobre los refugiados. Algunas de sus historias ofrecen respuestas a preguntas que ni siquiera sabía que existían. Pero la gran pregunta que siempre me he hecho sigue sonando insistentemente en mi cabeza, sin respuesta: ¿cómo podemos seguir cerrándoles la puerta a aquellos cuya última opción ha sido pedirnos ayuda? 




jueves, 28 de noviembre de 2019

AHORITA

Cada vez que me encuentro en internet un artículo de Martín Caparrós salto de alegría. Trate sobre lo que trate, sé que me voy a encontrar una mirada generosa y lúcida sobre las contradicciones del mundo. Hace años que le leo con fruición y con ansia, con hambre de que me desbarate alguna certeza y me deje con ganas de más dudas. Tiene la capacidad de enseñarme en un párrafo más que otros escritores en cinco libros. Sus palabras son fuegos que alumbran. Fuegos que a veces queman. Pero que siempre llevan luz allá donde antes sólo había oscuridad.

Este Ahorita es una recopilación de artículos sobre los temas más diversos, pero con un denominador común: el presente. Nuestro presente, ese concepto fluido y volátil que cuando deja de ser futuro ya es pasado y que por lo tanto en realidad no existe. Un presente que se quiere novedoso, que se cree invencible, que mira constantemente por encima del hombro a los pasados caducos que piensa haber superado pero que a su vez está pasando, está ajándose, muriendo cada minuto para dejar paso a otro presente igualmente desdeñoso que ya antes de nacer es una moda a punto de caducar. Ese ahora que los mexicanos, sabiamente, han transformado en "ahorita", quitándole toda conexión con el tiempo real y prolongándolo en el tiempo lo que a uno se le antoje. 

Leo sobre nuestro afán de inventarnos apocalipsis: hace sesenta años fue la bomba atómica; hace treinta, el fin del mundo; hoy en día, el cambio climático. ¿Por qué siempre imaginamos las catástrofes que vendrán pero no las herramientas que inventaremos en el futuro para afrontarlas?

Leo sobre los emoticonos, ese pasatiempo japonés que vino a colorear nuestros mensajes informales y que poco a poco ha ido convirtiéndose en una neolengua. Quizá cada vez que un emoticono sustituye a una palabra nuestro idioma se muera un poquitito.

Leo sobre nuestra incapacidad para pensar que todo pasa, todo se transforma y que nada dura. Vamos de compras y vivimos montados en una espiral de consumismo como si el mundo hubiera sido creado en un centro comercial. "Nos resulta más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capitalismo".

Los artículos de Martín Caparrós son a veces elegantes, con esa sutileza que sólo se descubre en toda su complejidad tras una segunda o incluso tercera lectura. Otras veces afinan su puntería con una brutalidad devastadora. Van directos adonde duele sin florituras, una línea recta despiadada como una bala.

Incluso cuando tratan temas que no me interesan, que directamente me suelen aburrir, de repente consiguen atraer mi atención y encenderme la curiosidad. Cómo lo hacen. Cómo la forma puede fertilizar así un contenido yermo para mí y hacerlo florecer de esa manera en mi imaginación. ¿Es la ironía? ¿El punto de vista? ¿El tono? Ni idea. Ojalá lo supiera. O mejor dicho, no, casi prefiero no saberlo. Y seguir admirando esa magia, con la ilusión de los niños que ven salir conejos de la chistera y aplauden de felicidad porque quieren seguir creyéndose el truco, una y otra vez.




jueves, 21 de septiembre de 2017

CONTRA EL CAMBIO

Cuanto más desarrollada está una sociedad, menos depende del clima. Hablamos del tiempo que hará mañana o que ha hecho ayer como quien comenta naderías: charla de ascensor. Es el tema de conversación ideal para los momentos en que no se quiere decir nada ni tampoco estar en silencio.
Antiguamente las sociedades dependían del tiempo para su supervivencia. Tanto es así que otorgaron a sus dioses poderes para controlarlo. Hoy en día nos importa tan poco que nos permitimos contaminar nuestro planeta, modificando el clima, sin preocuparnos. Nos hemos convertido en dioses saboteando su propia supervivencia a medio plazo. 

Esta podría ser la queja amarga de un ecologista. Y no le faltaría razón. "La deforestación del Amazonas es responsable del 25% de las emisiones de gases de efecto invernadero: produce, cada día, la misma cantidad de dióxido de carbono que ocho millones de personas que volaran desde Londres hasta Nueva York - en aviones". Para frenarla hace falta voluntad política. Que los gobiernos de Brasil, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Surinam y las Guyanas decidan que las selvas del Amazonas son pulmones y que la Tierra necesita esos pulmones para respirar. O, mejor dicho, para retener las emisiones de gases de los países más contaminantes. Que no son ni Brasil, ni Bolivia, ni Perú, ni Ecuador, ni Colombia, ni Venezuela, ni Surinam ni las Guyanas. De acuerdo, seamos solidarios, el planeta es de todos. Paremos la deforestación y salvemos nuestros pulmones. Pero ¿qué hacemos con la gente que vive - que ha aprendido, a la fuerza, a vivir - de talar y quemar bosques para comer? ¿Quién les va a enseñar a buscarse la supervivencia en otro lado?

En los países ricos no deforestamos, piensan los ecologistas. Tenemos una conciencia ecológica de la que carecen los países pobres. Hay que enseñarles. Hay que hacerles ver la importancia que supone la salud del medio ambiente para todos. No corten sus árboles, señores, que si no, nos ahogamos todos. Curioso discurso. Curioso, sobre todo, si pensamos que los países ricos ya hicieron su conquista de la naturaleza hace siglos, destruyendo su parte del planeta, cortando los pulmones que se interponían en su idea de progreso. Ahora urgen a los países pobres, Brasil, Bolivia, Perú, etc., a ser responsables, es decir, a respetar lo que ellos no respetaron, para salvar el planeta de todos. 

El concepto de cambio suele ser percibido como positivo. Dentro de cada cambio se esconde una oportunidad, dicen los psicólogos. Cambiar para mejorar. Hoy vivimos mejor que hace cincuenta, doscientos, quinientos años, porque hemos cambiado. Las mujeres votan porque cambiamos. La esclavitud prácticamente desapareció del planeta porque cambiamos. Sin embargo, el cambio climático es negativo. Quizá sea el único cambio que no admite réplica: a nadie le gusta. Es decir, mejor que nos quedemos como estamos, porque el medio ambiente va a cambiar para peor. ¿Es eso cierto? Quizá. Es una hipótesis plausible. Una hipótesis. El hecho es que el clima está cambiando. Es un hecho de perogrullo, el clima siempre está cambiando. En el siglo XVII el Támesis se helaba. Y en la Edad Media, Groenlandia era verde, de ahí su nombre. La hipótesis es que el cambio actual es culpa nuestra. 

A los que niegan esta hipótesis, los ecologistas los llaman "negacionistas". Vaya palabra de resonancia siniestra. Negacionistas, como los que niegan el Holocausto o la evolución de la especies. Sin embargo, negar una hipótesis es la base de la ciencia. Las hipótesis necesitan ser negadas, combatir la resistencia de la duda, para perseverar en la necesidad de demostrar su verdad. El uso de las palabras nunca es inocente. Hoy en día, negar que el cambio climático sea consecuencia directa del hombre es propio de nazis o de bárbaros fundamentalistas. Lo que convierte al ecologismo en un nuevo dogma, en algo incuestionable, indiscutible. 

La peor amenaza para cualquier ecosistema es el hombre. Pero no el hombre que vive en la naturaleza. No los pescadores polinesios que agotan la fauna marina ni los cultivadores de palma que deforestan parcelitas de selva. La peor amenaza para la naturaleza es el hombre de la ciudad. El que usa el coche, viaja en avión, produce kilos de basura semanales, deja el ordenador encendido. Tú, yo, él. El hombre que no teme por su supervivencia. El hombre acomodado. La única forma segura de preservar el ecosistema global es que la mayoría nunca pueda dejar de temer por su supervivencia. ¿Qué pasaría si los mil millones de hambrientos que habitan nuestro planeta accedieran a nuestro modo de vida, a nuestra comodidad, a nuestra contaminación acomodada? "No hay nada más necesario para la conservación ecológica que los pobres". 

Curioso, el ecologismo, ideología de la conservación. La pureza de la naturaleza, su tradición, su autenticidad, como ideales. Ideología, pues, conservadora. Contraria al cambio. A la incertidumbre del cambio. A sus enigmáticas posibilidades. "¿Por qué nos empeñamos en suponer que hay sociedades "tradicionales" que deberían conservar para siempre su forma de vida, y que lo "progresista" consiste en ayudarlos a que sigan viviendo como sus ancestros? Será, claro está, porque nosotros no quisimos cambiar y seguimos viviendo en chozas, viajando a caballo, reverenciando reyes e iluminándonos con la antorcha de un esclavo". 

"Si Pedro Picapiedra hubiera tenido estas ideas - si hubiera conseguido imponer estas ideas -, todos seguiríamos siendo Picapiedra".

El cambio climático suele presentarse como una responsabilidad común de la humanidad. Ningún científico ha sabido cuantificar el impacto humano en dicho cambio. Eso sí, como buenos cristianos, todos somos culpables. ¿De verdad, todos? ¿Contamina lo mismo un francés que un somalí? Es tan práctico colectivizar la culpa, así se diluye y dejamos de verla, tan bien repartidita entre todos. Un ejemplo: Texas (23 millones de habitantes) produce más emisiones de dióxido de carbono que todo el África negra (780 millones de habitantes). Sin embargo, repita conmigo: ¡Salvemos el planeta! 

"¿Qué planeta, el que ustedes arruinaron? ¿Qué planeta, el que ustedes se están comiendo, gracias a nuestra hambre? ¿Qué planeta, el de ustedes?"

Martín Caparrós
Estas son algunas de las ideas que Martín Caparrós recoge en este libro-viaje alrededor del mundo. En 2009 recorrió los cinco continentes buscando historias de primera mano de personas que pudieran contar cómo el cambio climático ha afectado a sus vidas y qué piensan de él. El cambio climático afecta siempre más a los más pobres. Pero en última instancia, es su pobreza - la casa de adobe y no de cemento, la imposibilidad de refugiarse, la escasez de reservas - lo que los arruina o los mata, no el ciclón o la sequía.
Los peores augurios vaticinan un incremento de las temperaturas de hasta tres grados centígrados y una subida de hasta un metro en los niveles de los océanos antes del 2100. Sí, el clima cambia. No es nada nuevo, siempre ha estado cambiando. Pero el apocalipsis que pregonan los ecologistas no parece tal. Existen medios para evitarlo. Y sobre todo, medios para procurar que afecte al menor número de personas. Eso sí, quizá habría que pensar la manera en que ayudar a la gente a que no se muera de hambre y acceda a niveles de vida parecidos a los nuestros no signifique el colapso de nuestro ecosistema. 

Martín Caparrós es un grande de la literatura y un cronista de excepción. Sus crónicas de viajes por el mundo para describir los estragos del hambre o las incógnitas del cambio climático inciden en preguntas fundamentales e incómodas sobre nuestra forma de vivir y de entender las vidas ajenas. Miran a los ojos, escarban en la duda, extienden la sonrisa y tratan de entender saltando con delicadeza y habilidad todos los obstáculos que la cultura, la ignorancia y los prejuicios colocan entre la boca que cuenta y el oído que escucha. Leo sus libros con pasión y con respeto, con la admiración que me inspira todo aquél que consigue demolerme prejuicio tras prejuicio y es capaz luego de reconstruir el vacío con todo un consistente y armónico bloque de dudas. 



lunes, 3 de abril de 2017

EL HAMBRE

Si existiera un mago al que le pudiera pedir cualquier cosa, Aisha le pediría una vaca. A lo sumo, dos vacas. Sí, dos vacas. Con dos vacas ya no pasaría hambre. Sonríe mientras lo piensa. Un mago. Dos vacas. La tripa llena. La suya y la de sus hijos. Sonríe. Qué sueños. 
El hambre, y las enfermedades derivadas de ella, matan a unas 25.000 personas cada día. Y los que sobreviven se quedan sin la posibilidad de imaginarse distintos, de ver más allá de su horizonte de pobreza hasta que el mejor futuro posible son dos vacas. El deseo más grande que pedirle al mago: dos vacas. 

Casi todos pasamos hambre varias veces al día. Sentimos el hambre como una alerta, un aviso de la hora que es. Como mucho, una leve carencia que va a saciarse pronto. Tener hambre, para quienes tenemos asegurado el acceso a la comida, es algo inocuo, tan fácil de satisfacer como las ganas de orinar. Sabemos qué significa tener hambre, pero no qué significa pasar hambre. Decimos me muero de hambre y sonreímos ante la idea de la hamburguesa. Decimos 25.000 personas se mueren del hambre y sus enfermedades derivadas sin ser plenamente conscientes de que la primera acepción nada tiene que ver con la segunda. Que la palabra sea la misma es una comodidad del lenguaje. Una forma, también, de ocultar su significado, de normalizar una aberración evitable, de esconder, tras una palabra trivial que ha perdido la connotación de sufrimiento y muerte, uno de los escándalos criminales más devastadores de nuestro mundo. Debería existir otra palabra para los que mueren por el hambre. Su hambre no es la nuestra. Nuestra palabra está desgastada por el uso, manoseada, convertida en lugar común. Debería existir otra palabra. 

Se puede hablar y hablar sobre el hambre y no transmitir nada. Se pueden leer datos y difundirlos: la agricultura mundial podría alimentar a 12.000 millones personas, somos 7.000 millones y 900 pasan hambre, no es una fatalidad, es un escándalo. Se puede gritar que hay empresas y gobiernos que se lucran con el hambre de muchos de esos 900 millones y aun así no despertar más que un pasajero mosqueo, un emoticono de facebook olvidado a los dos minutos. Se puede decir que el tema no es el hambre, son las personas que lo sufren, pero seguimos sin entenderlo, sin sentirnos involucrados en el problema. Ya apenas vemos hambrunas en la tele, que si bien no conseguían oleadas de empatía, al menos ponían una imagen al sufrimiento de tanta gente. Apenas hay hambrunas, y sin embargo lo peor del hambre no son los desastres ocasionales provocados por una guerra, una sequía o un tirano. Lo dramático, lo que no aparece en las noticias porque no es novedoso, es la malnutrición estructural provocada por la burocracia y la especulación, por unos estados ricos que se encogen de hombros, como todos nosotros, protegidos por la terminología abstracta y sus despachos, mientras millones de personas enferman y mueren de hambre. La malnutrición estructural es crónica. No aparece en las noticias porque no es noticia. Pertenece a millones de vidas cotidianas. Y se puede evitar. 

La pregunta de Martín Caparrós es sencilla: "¿cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas?"

Vivimos tranquilos. Preocupados por pequeñeces, incomodidades mínimas que agigantamos para sentirnos menos insignificantes. Para fingir que nos pasa algo. Pero no. Trabajamos. Comemos con la familia. Cenamos con amigos. Dormimos nuestras ocho horas. Desayunamos. Comemos. Comemos todo lo bien que elegimos comer. Y el hambre es una palabra. Seis letras. Un encogimiento de hombros, una duda (pasta o filete) que se resuelve abriendo la nevera. Y como no sostenemos la mirada de un niño famélico, como no entrevistamos a Aisha para escuchar su historia de las dos vacas, vivimos bien, con emoticonos de autoayuda en redes sociales. Tranquilos. Bien. 

Hasta que llega este ensayo, esta crónica personal, esta denuncia apasionada en forma de obra de arte literaria, y la palabra hambre explota. Se despoja de su disfraz, de las capas de significados superfluos y aparece ante ti, violenta y aterradora. Y explota. Explota en cada capítulo, en cada frase que duele y que quieres copiar para enseñársela a alguien, mira, mira, mira. Explota en cada dato, nombre, anécdota. Explota y sabes que ya no volverás a vestirla con los disfraces hipócritas y ofensivos de siempre. Explota. Y algo ha cambiado, una palabra nueva, una realidad nueva se abre paso en tu cabeza, el hambre ya es otra cosa, mucho más fea, mucho más insoportable, ahora el hambre golpea, ahora se mueve dentro de ti, busca, escarba y encuentra.