lunes, 28 de septiembre de 2020

LA TREGUA

Volver a los libros es como volver a los paisajes. Uno nunca se los encuentra igual que los dejó. Este mes, en el que Mario Benedetti habría cumplido cien años, he vuelto a leer La tregua y me he encontrado con todos los relieves cambiados de sitio, con picos surgidos de la nada y heridas abiertas en donde antes sólo había laderas. Pero el valle de la ternura y de la bondad sigue ahí, intacto, perfecto, brillando en cada página con la misma luz que en mis recuerdos. 

La iniciativa surgió de P.: 
- ¿Por qué no celebramos el centenario de Benedetti con un grupo de lectura conjunta?
- ¿Un qué?
- Un grupo de lectura conjunta. Sí, hombre, como los que anuncian en Instagram, que reúnen a los integrantes en un grupo de Telegram y cada día o cada fin de semana van comentando por trozos una novela propuesta. 
- O sea, como un club de lectura telemático a plazos. 
- Lo has clavado. 
- ¿Te ocupas tú?
- Nos ocupamos los dos. 
- Mmm... Hecho. 

Y me metí en La tregua de cabeza sin pensar que desde mi primera lectura en 2003 había llovido mucho, en especial sobre mí, y que nada o casi nada sería lo mismo. Noté desde el principio una melancolía más oscura, una apatía más gris y todo un puntito más desolador de lo que recordaba. Me sentía volviendo a una casa de la infancia y descubriendo que alguien se había muerto allí en aquella esquina y lo había olvidado por completo. Sin embargo, como Martín Santomé se empeña en describirse en su diario como "un tipo triste que, sin embargo, tuvo, tiene y tendrá vocación de alegría", poco a poco las nubes se fueron aclarando y la esquina aquella perdió su lado lúgubre, y allí estaba, Avellaneda, con ese nombre que significa tantas cosas y que enciende una luz en cada entrada en la que aparece. 

Por ahí empecé a recorrer senderos conocidos. "La agitación de asistir a mi propia conmoción". ¿Comprendería esto mi yo de hace diecisiete años? ¿Se puede entender con veintiuno lo que siente un hombre de cuarenta y nueve con el mecanismo de sus sentimientos detenido veinte años atrás? "La viudez como dolor, luego como indiferencia, luego como libertad, finalmente como tedio". Para que un día llegue una señorita que "ni siquiera es definitivamente linda" y acabe de un golpe con todo eso. Eso sí, ese flechazo inexplicable lo entendí tan bien entonces como ahora. 

Decía que los relieves de este paisaje me los he encontrado todos cambiados de sitio. Y es verdad. ¿Cómo no me di cuenta entonces del paternalismo, de la misoginia enmascarada o "machismo asintomático" de Santomé -como apuntó una colega del grupo de lectura-? ¿Cómo pasé por alto su homofobia militante y con todos sus síntomas? Ni idea. Ha llovido demasiado. Pero en el fondo, al terminar la novela, todavía estremecido, me digo: ¿qué importancia tiene, si el tono permanece intacto? El tono, ese tono. Esa ironía mezclada con humor y con sonrisa triste y con astucia ingenua. Me quedaría a vivir en ese tono. Y en las últimas páginas también, que me han vuelto a dejar la misma huella (o quizá otra muy distinta pero igual de profunda). No voy a dejar que llueva mucho tiempo antes de volver a ellas.  

Con el corazón roto he terminado mi relectura de La tregua, sintiendo desbocada esa "cosa enorme que empieza en el estómago y acaba en la garganta". Alguien dijo hace poco que Benedetti le había dado un valor nuevo a algo tan poco prestigioso como la ternura. Y pienso que no sólo a la ternura, querido Mario. No sólo a la ternura. 



jueves, 24 de septiembre de 2020

NO CERRAMOS EN AGOSTO

En ciertas novelas hay lugares de los que me cuesta salir. Pongo el marcapáginas, cierro el libro y me olvido de la trama sin problema, pero ay cómo echo de menos ciertas calles, ciertas playas, ciertos olores. Me ha pasado recientemente con La Habana de Padura y con Toulouse y Plasencia en la última novela de Martínez de Pisón. Pero el lugar donde me he sentido más vivo últimamente ha sido la Barcelona cosmopolita y trepidante de esta novela policiaca de Eduard Palomares. Una Barcelona inundada de turistas, precaria y vibrante, con su zona alta que siempre se enfunda los guantes blancos para no mancharse al mezclarse con la plebe del resto de la ciudad. Una ciudad efervescente que Jordi, nuestro joven detective en prácticas, conoce al dedillo de recorrérsela casi siempre a pie por falta de pasta.

Porque, ¿quién tiene pasta en Barcelona?
No los jóvenes, desde luego. No esos millenials, jovenzuelos de mamá, cuya única patria es internet, que al terminar la carrera van dando tumbos con contratos basura, viviendo con sus padres porque no pueden pagar los precios imposibles de los alquileres, y acarreando esa fama de ser la generación mejor preparada de la democracia que dilapida su talento en fiestas golfas. No, ni Jordi ni sus amigos tienen pasta ni casa ni curro decente. Y aunque desearían muchas cosas con las que apenas alcanzan a soñar, quizá ninguna prosperidad les arrancaría de su bar de siempre, el Pirineus, un hogar con mesas de madera rústica y paredes decoradas con posters de esquiadores, el típico bar de los de antes que diez años atrás compró la familia Huang, manteniendo la cerveza y las bravas más baratas del barrio pero eso sí, cocinando la tortilla de patata con palillos. 

De Barcelona y de dinero va esta novela que se lee en un suspiro y que me ha parecido de las más divertidas, frescas e ingeniosas policiacas que he leído en mucho tiempo. Es un retrato mordaz de una generación en el que me he visto muy reflejado, una generación desorientada que tiene muy claras ciertas cosas, aunque nunca queden a su alcance. Es un retrato de una ciudad explosiva y maravillosa cuyas calles nunca me cansaré de patear. Y es el retrato de una época cínica y sin escrúpulos en la que campan a sus anchas la especulación inmobiliaria y la corrupción hipotecaria y en la que carroñeros vestidos de etiqueta se dan festines con el derecho de la gente a una vivienda y a una vida dignas. 

Quiero más aventuras de este Jordi, becario o no becario, detective en busca de una chica que no se ría de sus ínfulas novelescas. Aunque sólo sea para volver a esa Barcelona de mil caras y volver a sentir el corazón "como si quisiera desprenderse de mi caja torácica para irse a vivir su propia vida". 

 


lunes, 21 de septiembre de 2020

UNORTHODOX

En los últimos años han tenido mucho éxito los libros de memorias sobre vivencias en comunidades religiosas fanáticas. Libros como Una educación, de Tara Westover, Boy erased, de Garrard Conley, o este de Deborah Feldman nos llaman la atención porque nos muestran qué sofisticadas maneras puede idear la gente para torturar y humillar a sus semejantes en nombre de una tradición religiosa. Es decir, nos llaman la atención precisamente porque son extremos, radicales, porque su brutalidad es tan salvaje que la repulsión que sentimos rozaría casi con la hilaridad si sus principios no resultaran tan aterradores. En definitiva: nos gustan porque nos muestran una realidad radicalmente distinta a la nuestra. 

Pero yo a veces me pregunto: ¿de verdad esa realidad es tan distinta? ¿No será que sus expresiones más llamativas no nos dejan ver que en el fondo a todos nos han educado en base a algún tipo de tradición fanática, tan interiorizada en nuestra forma de ser que nunca la asociaríamos con nada claramente reprochable?

Deborah Feldman nos cuenta en Unorthodox que su comunidad jasidí satmar de Brooklyn está llena de "gente arrastrada por la impetuosa corriente de unas tradiciones ancestrales". Gente a la que le enseñan que todo lo que viene de fuera de su comunidad es peligroso porque "vuelve el espíritu vulnerable, como un felpudo de bienvenida para el demonio". Gente que sólo se relaciona, se casa y se reproduce con miembros de su comunidad porque cualquier mezcla puede alterar su "pureza". Gente que, a fuerza de tener miedo de poner en entredicho la opinión mayoritaria, reprimen sus opiniones hasta que estas poco a poco desaparecen y terminan por volvérseles inimaginables. Gente encerrada en la cárcel del decoro y de la obediencia. Gente a la que le enseñan que "la asimilación fue lo que condujo al Holocausto. Intentamos integrarnos y Dios siempre castiga a quienes lo traicionan". 

Si retiro la capa externa de extravagancia local de cada libro, me doy cuenta de que estas vivencias extremas de Unorthodox, Una educación y Boy erased se dan todos los días en nuestra sociedad bajo las distintas formas de un mismo cóctel incendiario, al que tristemente ya vamos acostumbrándonos, hecho de nacionalismo, xenofobia y pensamiento mágico. Al final, todos los fanatismos identitarios se parecen, pero cada uno expresa sus locuras a su manera. 

Deborah Feldman

Me ha gustado mucho la descripción de Deborah Feldman de niña, una Matilda traviesa y revoltosa con ganas de descubrir su poder mágico para cambiar el mundo. Curiosidad y apetito por experiencias nuevas en una comunidad ultraortodoxa: ¿qué podría salir mal? Me ha hecho pensar también en todas esas chicas que alcanzan la edad adulta deseando experiencias que socavarían los propios cimientos de la comunidad en la que se han criado, que, a falta de otras experiencias, son los propios cimientos de su existencia. Qué bien contaba el eterno dilema de elegir entre la felicidad y la pertenencia Jeanette Wintersen en su maravilloso Por qué ser feliz cuando puedes ser normal

¿De verdad se puede abandonar el lugar, la gente y la cultura de la que procedes?
Deborah Feldman y el resto de autores citados en esta reseña escribieron libros para decir que sí. Que sí se puede. Y que aunque siempre merece la pena, el precio a pagar por tamaña osadía desgraciadamente nunca termina de pagarse. 




jueves, 17 de septiembre de 2020

LA CASA LA PLAYA

Yo nunca he tenido una casa de la playa. Una casa que sea un poco mía y un poco también de mi familia, a la que vayamos todos juntos o por partes cada verano y donde me sienta a gusto y a salvo. Una casa con su jardín y su barbacoa, con su olor a mar en cada cortina, que pida una mano de pintura o la visita de un fontanero cada verano y en la que se depositen poco a poco los recuerdos familiares como los estratos de tierra que forman los paisajes. Una casa que sea un símbolo de pertenencia, un espejo en el que todos nos miremos y digamos, sonriendo: ese soy yo. 

Yo nunca he tenido una casa de la playa. Hasta ahora. Porque después de leer este cómic he decidido que mi casa de la playa es esta: una casa en la costa atlántica francesa, desde la que no se ve el mar pero se sienten y se huelen su humedad y su temperatura, y que todos los veranos reúne a una familia en torno a una mesa y unos recuerdos y va dejando su huella en el relieve del paisaje emocional de cada uno. 

He leído este cómic con una sonrisa melancólica. Hay una tristeza suave (y no tan suave) en los primeros trazos de la protagonista, cuando llega a su casa de la playa y empieza a recordar. Una presencia nueva va haciéndose notar en su vientre mientras que una ausencia ha llegado abruptamente a su vida para siempre. Y la casa de la playa, esa ancla a la que se aferra para remar contracorriente, de repente parece a punto de perder agarre y dejarla a la deriva. 

El dibujo de trazos juveniles, con líneas claras y planas, subraya la inocencia de la infancia, de esa infancia del papel pintado de globos de colores que nadie se atreve a cambiar, de esa infancia que todos rememoran porque sus júbilos y dudas laten en cada rincón de la casa. Más de medio siglo de familias y esperanzas se encuentran en las páginas de este cómic que me ha regalado un sentimiento de pertenencia a una casa, a un lugar. Algo que, quizá porque nunca lo he tenido, comprendo muy bien y siempre me emociona. 



lunes, 14 de septiembre de 2020

CIEN AÑOS YA, QUERIDO MARIO

A veces nuestros autores favoritos envejecen tan mal dentro de nosotros como el fuego de los amores más apasionados. Los versos que hace diez años nos hacían llorar hoy nos dejan indiferentes (o incluso nos dan un poco de pena). Las frases que copiábamos con buena letra en papeles y cartas ya no nos dicen nada nuevo del mundo. Crecer es también ir tapiando las puertas del asombro viejo para mudarnos a otras casas donde nos asombren estímulos nuevos.

"Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las cuatro
y acabo la planilla y pienso diez minutos
y estiro las piernas como todas las tardes
y hago así con los hombros para aflojar la espalda
y me doblo los dedos y les saco mentiras". 

Sin embargo, algunos pocos escritores, muy pocos, siguen colando su música por mis puertas tapiadas y reivindican su lugar, su asombro, con cada relectura a lo largo de los años.

"Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las cinco
y soy una manija que calcula intereses
o dos manos que saltan sobre cuarenta teclas
o un oído que escucha cómo ladra el teléfono
o un tipo que hace números y les saca verdades".

Hoy se cumplen cien años del nacimiento de Mario Benedetti, el autor al que dedicamos nuestra librería, un señor con bigote en un trabajo de oficina que con sus manos manchadas y su bondad tan sencilla imaginó un mundo capaz de emocionarme como la primera vez:

"Es una lástima que no estés conmigo
cuando miro el reloj y son las seis.
Podrías acercarte de sorpresa
y decirme "¿Qué tal?" y quedaríamos
yo con la mancha roja de tus labios
tú con el tizne azul de mi carbónico".


Mario Benedetti



jueves, 10 de septiembre de 2020

EL ÁRBOL DE LA LENGUA

Todos nos hemos pasado la mayor parte de la infancia aprendiendo normas. Aprendiendo a obedecer. A la calle salimos calzados, antes de comer nos lavamos las manos, uno se queda en casa de los padres hasta que puede comprarse un piso, y si una palabra no está en el diccionario no existe. Con el tiempo aceptamos que algunas de esas normas nos protegen, otras nos enseñan a respetar a los demás y otras no sirven más que para perpetuar una tradición. La tradición de que vivir de alquiler es tirar el dinero. O la tradición de que los límites de la lengua los definen los académicos.

Este libro de Lola Pons es perfecto para revisar ciertas tradiciones, en este caso lingüísticas, y sacudirnos de encima ese polvo de la obediencia que se nos ha ido quedando desde la infancia en ciertas actitudes y que muchas veces no nos hace bien.

"Tendemos a pensar que la lengua es como el tiempo, que cambia por ciclos que no dominamos y que actúa por caprichos fuera de nuestro control. Y se trata de lo contrario: la lengua no existe sino dentro de nosotros, y es lo que es porque queremos, acordamos y aceptamos que sea así. El límite para la lengua no está en el diccionario sino en nosotros".

En estos artículos, con elegancia e ironía deliciosas, Lola Pons habla de esa quimera llamada pureza lingüística, que algunos usan como arma política para apuntalar su discurso nacionalista y que es tan falsa, y tan peligrosa, como la idea de la pureza racial. Habla de estar vigilantes y no dejarse llevar por los clichés que asociamos en la lengua con la pulcritud -conservadora- y con la creatividad -progresista-. Defiende que el plurilingüismo siempre enriquece, que la lengua que no está constantemente cambiando es una lengua muerta. Que no hay lenguas bellas o feas, sino lenguas ricas y lenguas pobres. Y que cualquier lengua viva y que esté en perpetuo cambio nunca será una lengua pobre.

Lola Pons
Saber explicarse con palabras propias es uno de los síntomas más evidentes de que uno está vivo. Por eso es un fracaso colectivo cuando una persona dice, rendida: bah, no pasa nada, no sé explicarme. Sin las palabras no somos, no existimos. El lenguaje es lo que nos hace humanos, y con cada palabra que perdemos nos morimos un poco. La típica frase "Lo entiendo pero no sé explicarlo" es una excusa un poco mentirosilla. Si no sabes explicar algo, es que no lo has entendido de verdad: el pensamiento que no se puede materializar en palabras no es pensamiento, como mucho es intuición.

"La palabra tiene la capacidad tanto de prender como de apagar el fuego". Es decir, nuestra responsabilidad a la hora de elegir las palabras para comunicarnos es enorme. Y este libro es un festín de erudición y buen humor para que sintamos que nuestra lengua es ante todo una patria que cobija. Y que nunca debería usarse como jaula ni como ariete.



lunes, 7 de septiembre de 2020

COMO POLVO EN EL VIENTO

A veces creemos que pertenecemos a un lugar. Y nos aferramos a él aunque este se marchite o se revuelva mandándonos al exilio. A veces recreamos nuestro hogar en ensoñaciones lejanas y lo convertimos en algo frágil y hermoso, como una pompa de agua iluminada al sol, frágil y etérea, una maravilla de la naturaleza que quepa en la palma de nuestra mano y sea sólo nuestra. 

A veces creemos que pertenecemos a un lugar y pensamos que nuestra distancia física y emocional de ese lugar determina no sólo nuestro estado de ánimo sino también nuestra identidad. Y de eso trata esta novela: de los hilos invisibles que atan a sus personajes a su hogar y de la fuerza de la amistad a lo largo de los años, capaz de soportar el peso de cualquier desarraigo e incluso suplantar a la patria como hogar de acogida. 

Ya conocía la Cuba de Leonardo Padura por sus novelas policiacas (leí la última hace apenas tres meses), pero no me esperaba la explosión de color, amor, sufrimiento y vida que derrocha su nueva novela. A través de un grupo de amigos, conocido como el Clan, a lo largo de casi treinta años, el autor explora las mil caras del exilio. Del exilio físico y del exilio interior. De los que se van y no vuelven, o vuelven ya sólo de visita, como extranjeros en su propia tierra, que ya no es suya. Y de los que nunca pudieron o quisieron irse, pero una parte de ellos huyó de allí para protegerse, para salvarse, o parar preservar la cordura.

Como polvo en el viento (alusión a la mítica canción de Kansas), trata sobre las vidas clandestinas que intentan huir bajo nombres falsos de un pasado insoportable. Secretos guardados en viejos baúles que un día salen a la luz e implosionan. Vidas enteras guardadas bajo las dobleces humanas. Imposturas enormes, monstruosas, que sin embargo permiten salir adelante, sobrevivir y hacer felices a los demás. 

Leonardo Padura
Padura describe muy bien la sensación de muchos cubanos de nadar contra una corriente excesiva, y a menudo absurda. La sensación de tener que esforzarse tres veces más que cualquier extranjero para conseguir la mitad. Y la certeza de que es imposible vivir así toda una vida si uno no tiene fe en que ese sistema es superior a los demás, si uno no cree en el final de la historia y la redención del hombre por el socialismo y el fin de la lucha de clases. Solamente si uno cree de veras, si uno acepta besar la mano que le lanza esa corriente, puede quizá resignarse a pasarse la vida braceando, con el agua al cuello, resistiendo por un ideal de vida revolucionaria. 

Esta es una novela monumental sobre la memoria y los afectos. Sobre cómo se mantiene el profundo amor por los amigos pese al paso de los años, la distancia, el dolor y los exilios. Cómo se preservan los códigos de la complicidad pese a todo. Una novela sobre la pertenencia a un lugar, esa pompa de agua iluminada por el sol, hermosa y frágil como todo deseo, una hermosa ensoñación que nos da la vida y sin embargo no aguanta ni la más leve caricia sin romperse y desaparecer.




jueves, 3 de septiembre de 2020

EL LOBO EN CALZONCILLOS

"En el bosque hay un lobo de mirada fiera y colmillo afilado, por lo que conviene esconderse, animalillos. 
Pero, ¿de verdad puede ser malvado si lleva calzoncillos?"

Todos los animales del bosque se organizan contra el lobo. Los jabalíes levantan vallas antilobo, el oso enseña kárate antilobo, el ciervo vende novelas policiacas sobre lobos, incluso hay una brigada especial de tejones dispuestos a todo para enfrentarse al lobo. ¿A todo? Bueno, bueno, a todo, a todo... Vale, admitámoslo, sólo de imaginar su nariz interminable, sus dientes de sable y su mirada abominable a todos les tiemblan las rodillas como bailarines de claqué. 

Hasta que un día aparece el lobo fiero y terrible, ¡con unos calzoncillos de rayas! Unos calzoncillos calentitos, para sentarse en la fría roca y poder cruzar el bosque mojado sin ponerse a temblar de frío. Pero, ¿aceptarán los animalitos miedicas del bosque que el lobo monstruoso de sus sueños sea este buenazo enclenque de culo frío? ¿Qué van a hacer ahora sin miedo (y sin convertirse en bailarines de claqué al primer aullido)?

El lobo en calzoncillos tiene ya cuatro aventuras y con cada una me río como un niño. O como un animalillo acostumbrado a temer a lobos feroces que ha aprendido que el truco es mirar si lleva o no lleva unos bonitos calzoncillos.