«Ya están aquí. El caos, con todo su poder de succión. El odio intrínseco está aquí. La aversión mutua. La violencia más cruel ya ha alcanzado nuestras calles, las carreteras, los colegios, los hospitales. También los que llaman mal al bien y al bien mal están ya aquí. Y la ocupación tampoco va a terminarse, según parece, en un futuro próximo, porque es ya más fuerte que cualquiera de las fuerzas que intervienen en la arena política".
Este librito reúne una serie de textos cortos de David Grossman, quizá el escritor israelí más reconocido internacionalmente y candidato al Nobel desde hace ya varios años, sobre "la situación", eufemismo que se usa en Israel para referirse a la relación de su Estado con los palestinos. Unos textos que me han parecido muy interesantes, muy críticos con Israel y traspasados por una visión interna de quien lo vive sin distancia que, a menudo, desde nuestra lejanía nos olvidamos que existe.
Grossman carga fuerte contra el gobierno ultraderechista de Netanyahu, que había llevado a Israel a una crisis interna y una polarización sin precedentes antes del 7 de octubre de 2023. Define la construcción de los asentamientos ilegales en Cisjordania como «la mayor catástrofe del Estado de Israel», un país convertido en los últimos años en «una realidad violenta, grosera, contaminante», estrangulado por la pinza mortal del fundamentalismo religioso y el nacionalismo de ultraderecha.
La mirada de Grossman parte de una sociedad civil ilustrada y cosmopolita, laica y moderna, que se siente atemorizada y paralizada al haber visto cómo, tras las protestas más multitudinarias de la historia reciente del país que llenaron las calles en 2023, la guerra en Gaza ha eclipsado, con su salvajismo y su voluntad destapada de genocidio, cualquier reivindicación democrática. El precio que pagan es la violencia, la amenaza perpetua y la muerte, por vivir en un Estado que defiende la discriminación étnica y se sustenta en la dominación y el sometimiento de los palestinos. Y, aun así, Grossman siente su tierra en las entrañas y escribe sobre el dolor de seguir sintiendo Israel como su país, a pesar de ver que ya es más un fortín en guerra que un hogar, reconociéndose en sus contradicciones, en su violencia y sus delirios, en su infinita capacidad para imaginarse en identidades asesinas (recordando a Amin Maalouf) que a menudo colisionan con la realidad.
Me ha sorprendido que siempre parece ver a los palestinos como los otros, un colectivo a respetar y con el que se impone la necesidad de convivir en paz y en igualdad de condiciones, pero siempre desde la diferencia y asumiendo que los judíos en Israel siempre merecerán ser tratados como víctimas y tendrán que ser mayoría para sentirse seguros. Es la defensa implícita de la etnocracia, que no reconoce su condición de potencia colonialista aunque acepte la ocupación, y que denuncia los excesos de una política cuya base etnográfica acepta y necesita.
Sin embargo, pese a ciertas ambigüedades que a mí, desde fuera y con mucho menos conocimiento de la situación, me parecen equilibrismos un tanto sospechosos de etnocentrismo, me ha gustado mucho leer que otro Israel es posible y que hay esperanza, sí, todavía hoy, a una salida democrática e inclusiva de este horror.