jueves, 15 de febrero de 2024

PEQUEÑAS HERIDAS MORTALES

"Los personajes no pueden salir de los libros a no ser que alguien les convoque. Alguien me ha convocado y escapo cada mañana de mi novela". Así empieza este libro de Belén Gopegui, una conversación " a modo de propuesta de amistad" que transita por el ensayo y el juego, que dialoga y propone y se lee como quien se toma algo en una terraza mientras mira la calle y juega a cambiar el mundo. Gopegui es el personaje. Y nosotros, lectores, su novela. Durante 123 páginas tendremos el privilegio de acoger a una protagonista de excepción. 

Me han gustado muchas ideas de este libro. Ha sido como pasear por una ciudad con algo interesante que descubrir en cada calle. Por ejemplo, ideas como la decadencia del placer provocada por la necesidad del propósito. Somos muchos los que sentimos, creo, que nuestro presente a menudo es sacrificado en el altar de un futuro incierto y dogmático. Y qué importante es tratar de defender la idea de un presente con las ventanas abiertas, esa idea de que "la vida y el amor dejan de interpretarse como un viaje con objetivos y destinos que alcanzar, y se ven como un baile que no buscan el aplauso sino el placer". No el reconocimiento, sino la libertad. 

Belén Gopegui hilvana los hilos de la poesía en un tapiz de filosofía y nos habla de la importancia del trato que damos a los demás, de cómo los vemos y qué esperamos de ellos. "Casi toda la vida se nos va en esto, no en saber, ni en entender, sino en lograr imaginar que quien está a tu lado es verdaderamente distinto a ti, aunque también sea igual a ti". Y aquí viene lo difícil (y lo imprescindible): imaginar que quien está a tu lado es distinto a ti para no dar por hecho que si no actúa como tú se equivoca o se desvía del camino correcto; aceptar que es igual a ti para no caer en la trampa de la superioridad. 

Siempre hay menos hechos incontestables de los que desearíamos. Aceptarlo es de sabios, pero es un riesgo. Te expone a la intemperie de la duda. Te quita la comodidad de las certezas. De los juicios morales inmediatos y fulminantes. "El sentido común es el menos común de los sentidos", decimos, ufanos, quejándonos de que la gente (esos otros que nunca somos nosotros) sea tan poco razonable. Sin embargo, no es así. No existe un único sentido común. El sentido común es una multitud de sentidos dispares que hemos aprendido a conjugar lo mejor que podemos y que a veces convergen en una supuesta unanimidad que está sujeta a un cambio constante y que nunca es tan unánime como nos parece. Usamos muletillas como "es lógico que" o "evidentemente" cuando argumentamos para tratar de convencer y convencernos de que lo que decimos no admite réplica. Sin embargo, casi todo admite réplica y casi nada es tan evidente ni lógico. Es difícil argumentar mirando a los demás y no al espejo de nuestra propia convicción. Si sacamos la mirada de nosotros mismos y nos arriesgamos a mirar desde el lugar del otro es muy probable que dejemos de resguardarnos bajo el paraguas de la lógica o la evidencia. 

Damos valor a cosas distintas. Tenemos distintas prioridades. Y sin embargo nos entendemos. Encontrar el camino del entendimiento a través de la espesura de lo que nos diferencia es la única forma de vivir en sociedad. Aunque esa espesura a menudo se vuelva una selva impenetrable. También es verdad que no hace falta entenderse por completo. Que un caminito de comunicación a veces ya basta. Y no hace falta una carretera. Que la espesura es saludable. Que discrepar es vital. Y que si dos personas están siempre de acuerdo en todo y en todo piensan igual, es porque una ha secuestrado la voluntad de la otra y está pensando en su lugar. 

He leído este libro apuntando y apuntando. Es una conversación, así que ¿cómo leerlo sin dar la réplica? Y apuntando citas literales: "Todas las personas somos frágiles. A todas nos pueden ocurrir roturas leves y también tragedias. Pero no todas las tragedias se convierten en desgracias. La desgracia tiene un componente de clase. La desgracia es lo que sucede cuando no hay respaldo patrimonial ni una red pública que dé apoyo". Me ha gustado el punto de vista de clase social. Difícil no entender el rencor de clase contra quienes han nacido a salvo de desgracias y, sin embargo, miran por encima del hombro a quien desde siempre vive a la intemperie de una precariedad inmutable. Y también me he vuelto a encontrar alusiones al mito de la meritocracia, y a cómo algunos se escandalizan cuando se les pide que argumenten sus comportamientos, especialmente cuando se cuestionan estereotipos de género o dinámicas de dominación, dinámicas tan repetidas e interiorizadas que no entienden cómo pueden ser cuestionadas. 

Belén Gopegui advierte sobre las consecuencias impredecibles del uso de la violencia. Los ecos de la violencia. El golpe o el grito que recibes de tu superior, tú se lo das a tu subordinado, que a su vez se lo da a su hijo, que a su vez se lo da a un compañero de clase, y así la violencia reverbera en una cadena de agresividad desplazada con víctimas impredecibles. Y, al revés: ¿quién sabe de qué larga cadena de transmisión viene la bondad que recibimos y hasta dónde puede llegar la que damos?

En nosotros conviven el huracán y el entusiasmo por la vida. La indignación y la risa. Y no son contradictorios. Pobre de la rabia que no encuentre aire fuera de su jaula. Pobre de la risa que no tenga una conciencia que la canalice. Cuidémonos las dos. 






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