lunes, 5 de febrero de 2024

LA TIRANÍA DEL MÉRITO

Si en 2023 Menos es más, de Jason Hickel, fue el ensayo que me cambió la vida, en 2024 difícilmente voy a leer otro ensayo más transformador para mí que La tiranía del mérito, de Michael J. Sandel. ¡Y acabamos de empezar el año! Cuando digo que tal o cual libro me han cambiado la vida, algunas personas me miran con guasa: ¿pero tú cuántas vidas tienes que las cambias tan a menudo? Muchas, pienso, gracias a los libros tengo muchas, y aunque tuviera una sola, estaría constantemente cambiándola, transformándola, y, sobre todo, deconstruyéndola: sacando con cuidado todas esas piezas del puzle que ya no me gustan, que me estropean el dibujo, que ya no me aportan nada y que me incomodan, para poner otras en su lugar que me hagan ser más consciente de lo que hago y pienso y en las que pueda reconocerme. Con este libro he empezado a desaprender el mérito. Y creo que ese camino ya no tiene vuelta atrás. 

"Yo no le debo nada a nadie, todo lo que tengo me lo he ganado a pulso". Yo crecí con este mantra. Mucha gente a mi alrededor lo repetía. Como afirmación orgullosa, pero también como lección. Si yo pude, tú también podrás. Solo tienes que esforzarte. Es la promesa del sueño americano. Y no hay nada más empoderador que esta idea. También, demasiadas veces, nada más falso.  

Este libro le da la vuelta a esa idea con este otro mantra: "Yo soy un privilegiado. Y casi nada de lo que he conseguido en mi vida ha sido mérito mío". Decirse esto todos los días debería estar prescrito por la seguridad social para los que se lo crean, porque es imprescindible escucharlo, un poco como hacían los generales y emperadores romanos en sus desfiles triunfales, cuando un esclavo les susurraba al oído repetidamente "recuerda que eres mortal", para que el éxito no se les subiera a la cabeza y se creyeran dioses. Y es que en los últimos cuarenta años ha proliferado una ética meritocrática que nos ha hecho creernos merecedores, para bien y para mal, de todo lo que nos sucede. A los que en algún momento nos ha ido bien en la vida nos ha endiosado, borrando de un plumazo todos los condicionantes externos (sociales, azarosos, biológicos), y ha hecho florecer una soberbia insolidaria en las personas exitosas y una humillación resentida en las personas desfavorecidas, polarizando la sociedad y destruyendo la confianza en el bien común. 

En una sociedad meritocrática, las personas que no alcanzan cierta estabilidad o cierto éxito son juzgadas como merecedoras de su fracaso. A ninguna clase desfavorecida la habían dejado nunca en semejante grado de vulnerabilidad moral como a la actual. La total incomprensión de clase de las élites, a menudo las élites progresistas, que han aprendido desde la infancia a mirar por encima del hombro a cualquiera sin estudios superiores o un trabajo intelectual, es el caldo de cultivo en el que ha explotado la política del resentimiento de la extrema derecha. Una de las razones del descontento de la clase trabajadora, capitalizado en los últimos años por partidos de extrema derecha de muchos países, viene precisamente de la pérdida de estima social de sus trabajos y capacidades provocada por unas sociedades regidas por una meritocracia desaforada. 

"En nuestros días, vemos el éxito como los puritanos veían la salvación: no como un producto de la suerte o de la gracia, sino como algo que nos ganamos con nuestro propio esfuerzo y afán". 
El éxito, la riqueza, la buena salud, se han convertido en medidas de virtud: nos las merecemos por haber hecho bien las cosas. Con su corolario inevitable: si no tienes la riqueza, el éxito y la salud que tengo yo, es que no has hecho las cosas igual de bien que yo. 

Esta forma de pensar es tentadora para mucha gente, sin duda tiene un aura empoderadora. Anima a las personas a responsabilizarse de su situación y no rendirse al derrotismo del todo es azar y circunstancia y no puedo hacer nada para cambiar mi situación. Pero tiene una vertiente perversa: si pensamos que nada es azar y circunstancia y que los desgraciados son los únicos culpables de sus propias desgracias, la ética del bien común deja de tener sentido. "Cuanto más nos concebimos como seres hechos a sí mismos y autosuficientes, más difícil nos resulta aprender gratitud y humildad. Y, sin estos dos sentimientos, cuesta mucho preocuparse por el bien común". 

El lema "si te esfuerzas lo bastante, podrás conseguir lo que te propongas" es mentira. El ascensor social lleva décadas que no funciona: el mérito importa mucho menos que el nivel socio-económico familiar para tus logros. La idea "tenemos lo que merecemos" es doblemente perversa: confirma a la persona exitosa de que su poder emana de su mérito y señala a la persona desfavorecida haciéndole creer que si no tiene más es porque no lo vale. Es la excusa moral perfecta para perpetuar la desigualdad. 

Si no desvinculamos mérito de recompensa, tenderemos a pensar que el dinero es el único parámetro que nos valida como seres humanos. Yo he sido recompensado mil veces más como librero que como pianista. Y aun así, a día de hoy sigo convencido de que soy mejor pianista que librero. La explicación de por qué vivo de lo primero y nunca me daría para vivir de lo segundo no tiene nada que ver con el mérito y sí con aspectos tan alejados de él como el mercado, la demanda, la herencia, los contactos, la suerte y el valor social y económico que se atribuye en nuestra sociedad actual a estas dos profesiones. 

Este ensayo ofrece muchos ejemplos de la vida cotidiana, en la educación y en el trabajo, sobre la toxicidad de la meritocracia y propone medidas para revertir el daño que ha ocasionado en la sociedad y recuperar el bien común como prioridad innegociable. 

Al terminar de leer este ensayo tenía la cabeza en centrifugado rápido y la pobre P. ha aguantado estoicamente las parrafadas con las que trataba de organizar la revolución que Sandel me había montado por sorpresa. Adoro los libros que me montan revoluciones. Ahora toca inventarme un mundo nuevo post-meritocrático. A ver qué sale. 





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