jueves, 31 de marzo de 2022

TOMÁS NEVINSON

"Para que la gente siguiera con sus codicias minúsculas, sus quehaceres y sus tribulaciones de día en noche y de noche en día, hacían falta individuos como él o como yo en mi vida antigua, vigías que nunca duermen y desconfían permanentemente". 

Vigías, centinelas, hombres y mujeres siempre despiertos, oteando peligros, dispuestos a señalar con el dedo, a decidir la vida y la muerte, a burlar el mandamiento para tratar de evitar males mayores. Todos estamos en contra de la pena de muerte y del ojo por ojo y de las ejecuciones extrajudiciales. Todos queremos que la justicia nos ampare de la misma manera y que nada escape a ella, incluso los más indeseables, los más abyectos asesinos. Pero cuando esos asesinos nos amenazan a nosotros, o peor, a nuestros hijos, a nuestras parejas, a nuestros padres, cuando acabar con ellos "extrajudicialmente" es la única manera de salvarnos nosotros, o de salvar a nuestros hijos, nuestras parejas, nuestros padres, entonces nuestros escrúpulos se evaporan y de repente queremos, exigimos que se utilice la vía rápida, la que sea, para neutralizar su amenaza. 

Pero, eso sí, que sean otros los que lo hagan. Otros los que señalen con el dedo y terminen con una vida. Que se haga sin que nos enteremos, sin que ninguna sangre nos salpique, para así poder seguir con nuestras rutinas, nuestros quehaceres y tribulaciones tan alejados de las decisiones que salvan una vida o bien la condenan a una muerte segura. 

Después de Berta Isla, vuelve Javier Marías con una historia de espionaje protagonizada en esta ocasión por su marido, Tomás Nevinson, desaparecido durante casi veinte años y dado por muerto hasta que un día su deber le permite resurgir de su muerte en vida y recuperar algo de la vida que había dejado atrás. Pero quien ha probado la adrenalina de perseguir un rastro, asumir identidades múltiples y confundirse con otros, difícilmente puede conformarse con la plácida y aburrida vida de un funcionario de embajada y anhela secretamente volver a servir a su país, volver a las operaciones encubiertas aunque estas le aparten de lo que sabe que de verdad le importa. 

Y allá va Tomás Nevinson, a una ciudad del noroeste, una ciudad de provincias aburrida y plácida, a hacerse pasar por quien no es para atrapar a quien no debería volver a ser. Una de esas ciudades en las que sus habitantes no pueden soportar que detrás de sus vidas educadas y pacíficas no se escondan horribles asesinatos y perversiones sexuales inimaginables. Por algún lado tienen que compensar la quietud. Y si no las encuentran, se las inventan. 

Al igual que ya me pasó con Berta Isla, he vuelto a encontrar en esta novela a un narrador que no adapta casi nunca su prosa a sus personajes, que acaban hablando todos casi igual. Es un narrador que lo invade todo y acaba convirtiendo a los personajes en marionetas, muñecos de trapo a través de los que habla siempre como un dios omnipresente con la misma cadencia. 

También me he reencontrado con cierta caspa clasista y machistilla muy del siglo XX. Qué fascinantes resultan las personas que sienten tanto apego por lo que piensan que es su época que parecen congelados en ella, incapaces de mirar a su alrededor y aceptar que el mundo y sus sensibilidades cambian, lo cual es muy llamativo, sobre todo cuando estas cambian a mejor y ellos perciben el cambio como un ataque a sus códigos morales o estéticos. Pero, aunque me sigue pareciendo pedante, reiterativa y explicativa en exceso, la prosa de Javier Marías sigue teniendo ese halo envolvente y narcotizante que me atrapa sin remedio. Un ritmo, una cadencia que me dejan en trance, como si me dieran vueltas y vueltas, mecido en frases circulares aromatizadas de adjetivos y paréntesis y citas de Shakespeare y de Yeats. Y al acabar esta novela, se me queda en el cuerpo una leve ausencia, qué leo yo ahora, qué palabras me van a saber envolver así, aunque a veces me disgusten y me parezcan gruñonas y torremarfileñas, cuánto tiempo falta para otra novela de Javier Marías. 





lunes, 28 de marzo de 2022

EL PERFUME DE LAS FLORES DE NOCHE

En 2018, Leila Slimani recibió de su editora una propuesta de lo más inusual. Dentro del proyecto Ma nuit au musée, se trataba de pasar una noche a solas dentro de Punta della Dogana, edificio mítico de Venecia transformado en museo de arte contemporáneo. Aunque no era muy dada a aceptar propuestas que la alejaran de su trabajo, la idea la sedujo. Era una fantasía de novelista. Más allá de la atracción por disponer de un museo vacío para ella sola, le tentó la idea de la soledad, de enclaustrarse, de volverse inalcanzable para estar totalmente a solas con sus pensamientos, con sus personajes y sus palabras. Y decidió sumarse a esa corriente de escritores que han abrazado el aislamiento como fuente de creatividad. "De Hölderlin a Emily Brontë, de Petrarca a Flaubert, de Kafka a Rilke, se ha construido el mito del escritor ajeno al mundo, alejado de la muchedumbre y resuelto a dedicar su vida a la literatura". 

Y con la excusa de contar su noche en el museo veneciano, Slimani reflexiona sobre el arte como refugio, como aislamiento en el que se crea un mundo nuevo. El arte como el comodín que permite una nueva vida y que insufla entusiasmo en la vejez aburrida, un propósito en la vida vacía, y una nueva vitalidad en la enfermedad del alma. Como dice Chéjov en la cita que encabeza el libro, "donde hay arte no hay vejez ni soledad ni enfermedad, e incluso la muerte es solo la mitad de sí misma". 

Sumergirse en la escritura de un libro, de manera similar a lo que sucede con la pintura de un cuadro o la composición de una pieza musical, es adentrarse en la profundidad de las cosas y de uno mismo. Una profundidad llena de significado y de propósito (y de un febril entusiasmo) que los no creadores desconocen. Escribir es construir un inmenso espacio de libertad donde puedes desprenderte de la máscara social. O apropiarte de otras que jamás usarías fuera de la página. Un espacio misterioso e infinito en el que "los sueños se despliegan como lianas". 

A través de una primera persona desnuda, con la que parece que te está hablando a ti, en voz baja, en una terraza parisina, Slimani confiesa que para ella la literatura es como una religión: "Me gustaría retirarme del mundo. Ingresar en mi novela como en una orden. Hacer voto de silencio, de humildad, de sumisión total a mi trabajo. Me gustaría dedicarme solo a las palabras, olvidarme de lo que constituye la vida cotidiana, preocuparme solo del destino de mis personajes". Y, a veces, también como algo puro que la vida cotidiana contamina: "El exterior actúa sobre nuestros pensamientos al igual que el aire sobre los frescos que Fellini filmó en Roma, y que se borran a la vez que reciben la luz. Como si el exceso de atención, de luminosidad, lejos de preservar provocara la destrucción de nuestra noche interior". 

Escribe sobre tantas cosas en las que me reconozco, que leo y releo estas 150 páginas con fruición. Escribe sobre el silencio. Sobre la soledad. La soledad elegida. La soledad buscada. La soledad fértil de la que nace el arte. Sobre la introspección, la meditación y el recogimiento. Escribe sobre la importancia de callar, de medir los silencios, en esta "sociedad obsesionada por la exhibición y la escenificación de la existencia de uno mismo, en la que cualquier toma de posición te expone a la violencia y al odio". "Lo que no decimos nos pertenece para siempre". Siento una poderosa afinidad con ese amor por el silencio, que nace de un tipo concreto de timidez y de sensibilidad, y por la creación artística como refugio, pasión y significado de todas las cosas. 

El perfume de las flores nocturnas es radicalmente distinto al de las flores diurnas. Como los sueños, cerrados durante el día, y que la oscuridad vuelve tan reales. Como las utopías que de repente se vuelven posibles. Como la imaginación, que florece en mundos de libertad mientras este mundo de luz e inmediatez que nos encadena se abandona al sueño. Como los fantasmas y los personajes de las novelas, que aprovechan nuestra ausencia para llenarnos la mente de ilusiones. 





jueves, 24 de marzo de 2022

AGATHA RAISIN Y LA JARDINERA ASESINADA

Es como llegar a casa después de un día de lluvia, ponerte tu jersey de lana favorito y arrebujarte bajo una mantita. Para mí, Agatha Raisin es casa. Igual que lo ha sido siempre Camilleri. Una casa sencilla, acogedora, divertida, sin pretensiones. Un lugar donde descansar de las grandes tragedias, al que volver tras los grandes viajes para recuperar fuerzas y conectarte con la ligereza de la vida. 

A Agatha Raisin la descubrí el año pasado, cuando la editorial Salamandra rescató el primer libro de la serie. Y sé que voy a ir leyéndolos uno a uno, los treinta y tantos que llegó a escribir la autora, a medida que vayan saliendo. Son mis pequeños caprichos. La peli intrascendente de los domingos por la tarde que te conecta con el placer de reírte y de no pensar durante un par de horas en nada que no sea esa historia, esa campiña inglesa y esa inigualable Mrs. Raisin. 

"Rostro redondo y un poco pendenciero, pequeños ojos de oso y cabello castaño bien cuidado". "Quisquillosa, agresiva y sentenciosa". Combate la soledad con atracones de comida. Se vuelve tímida solo cuando está contenta, que no suele ser un estado habitual en ella. Una mujer de encantadora ferocidad a la que ni siquiera el idílico pueblo de la campiña inglesa en el que vive ha conseguido dulcificar. Secretamente enamorada de su vecino, el coronel retirado James Lacey (tan secretamente que ella sería la primera en negarlo), no puede soportar la idea de que otra mujer le dispute sus atenciones. Cuando Mary Fortune, una atractiva divorciada experta en repostería, jardinería, fontanería y motores de coches (¿en serio?), se muda al idílico Carsely y se hace íntima del apuesto Lacey, se dispone a poner toda la carne en el asador para estar a la altura de la competición. 

Como siempre, lo de menos es el argumento. Porque lo importante es volver a Carsely. Como cuando te vas de vacaciones al pueblo sin planes, porque sabes que los planes surgirán solos y lo que de verdad importa es la compañía, el paisaje y lo que sientes cuando estás ahí. 




lunes, 21 de marzo de 2022

TENGO UN NOMBRE

Hace mucho tiempo aprendí que hay ciertas palabras que un librero debe evitar a la hora de recomendar un libro. Violación es una de ellas. Si pronuncias la palabra violación, un ceño se arrugará, un cuerpo se apartará y una persona ya no se fiará de que le vayas a ofrecer un libro apropiado para su sensibilidad. 

Nadie quiere saber nada sobre violaciones, porque las violaciones son esas cosas terribles que les pasan a los demás. Terribles y distantes, tan ajenas a nuestra experiencia como, yo qué sé, Auschwitz o la quema de brujas, aunque en España se denuncie una violación cada cinco horas y una de cada cinco mujeres haya sufrido violencia sexual alguna vez en su vida. Una de cada cinco. También las de nuestro entorno, las que conocemos y no lo dicen y nunca lo sospechamos, sobre todo porque no somos capaces de escuchar la palabra violación sin fruncir el ceño, apartar el cuerpo y querer silenciar la conversación. 

"Cuando oigas una historia de violación, resiste la tentación de apartar la vista, y en su lugar mira todavía más de cerca, porque bajo la sangre derramada y los informes policiales hay una persona entera y bella que busca el modo de volver a formar parte del mundo". Estas palabras de Chanel resuenan dentro de mí una vez acabado este libro y vuelven y vuelven a mi memoria como un mantra. El primer paso para poder luchar contra un problema es poder hablar de ello. Escuchar. Aceptar las palabras que lo definen. Y no cerrar los ojos al espanto que proyectan.

Cuando la policía le preguntó si quería denunciar la violación que había sufrido en el campus de Stanford (California), Chanel Miller pensó que lo correcto era contestar que sí. Porque si no, estaría de alguna forma poniéndose de parte de su violador, ¿no? Denunciar era lo que tenía que hacer. Y lo hizo. Pero en ningún momento se imaginó que "si una mujer estaba borracha durante un ataque con violencia, nadie la tomaría en serio. No sabía que sí él estaba borracho durante el ataque con violencia, la gente se compadecería de él. No sabía que ser una víctima de violación era sinónimo de que no te creyera nadie. No sabía que aquel pequeño sí me reabriría el cuerpo, me restregaría las heridas, husmearía entre mis piernas para que todos pudieran mirar". 

La violación es un crimen cuya gravedad parece variar en función de la conducta de la víctima. Parece más grave si la víctima es virgen que si es promiscua, más grave si es blanca que si es racializada, si es rica que si es pobre, si tiene novio que si es soltera, si está sobria que si está borracha, si lleva pantalones que si lleva minifalda. En el imaginario colectivo, parece que la víctima de una violación siempre es sospechosa de haber incitado de alguna manera a su violador. Y esa culpa es un estigma social que se repite una y otra vez y se convierte en una enfermedad que las devora por dentro y les hace dudar incluso de si lo vivido es real, de si su trauma y su dolor y sus pesadillas se corresponden con algo que ha sucedido de verdad. 

Tengo un nombre es un puñetazo terrible a la cultura de la violación y una mano tendida, empática y generosa, a toda esa "población entera de víctimas ocultas bajo el disfraz de la vida cotidiana, que van a trabajar, se sirven un poco más de café y tienen los ojos abiertos de par en par por las noches, esperando". 

Nunca pensé que con apenas veintiséis años se pudieran escribir unas memorias así. Tan lúcidas, tan bien contadas, tan inteligentes, y sobre todo tan valientes. Chanel Miller habla de dolor y de humillación, pero también de coraje y de rabia. Despliega una profundidad psicológica abrumadora. Hay mucho amor y mucha ternura hacia sus amigos y hacia su familia, hacia esas personas con las que compartía tantos paisajes emocionales y no la interrogaban ni le daban ánimos con frases hechas ni le daban consejos de taza de autoayuda. Un pequeño párrafo sobre su abuelo chino y su forma de pronunciar su nombre (parecido a "xiao niao", pajarito en chino) te calienta el corazón y te hace llorar. 

Su juicio fue uno de los más mediáticos de la historia reciente de Estados Unidos y supuso un antes y un después en la cultura de la violación y el impulso del movimiento #metoo. Después de vivir en el anonimato durante cuatro años, Chanel Miller decidió hacer pública su identidad con este libro íntimo y conmovedor, quizá el memoir más impactante que he leído nunca. 





jueves, 17 de marzo de 2022

TRANS

Solemos identificar a los demás por su género. Es lo primero que preguntamos: hombre o mujer. Y a partir de ahí nos imaginamos quiénes son, les damos una identidad, los aceptamos como iguales. A las personas trans nos cuesta tradicionalmente encasillarlas en un género. Y fuera de ese rígido marco binario, hombre o mujer, a través del cual nos han enseñado a ver el mundo y a las personas que nos rodean, no sabemos reconocer bien a quien tenemos delante. Ni darle una identidad, ni aceptarle como igual. Y ya no digamos darle la autoridad necesaria para escribir un libro que podamos leer como una referencia ineludible, como esta que hoy os recomiendo, sobre la vida de un colectivo incomprendido y desfavorecido. 

A lo largo de la última década, hemos visto un enorme aumento de la hostilidad de los medios hacia las personas trans como colectivo. Ya no son víctimas aisladas sometidas a escarnio público, ya no son el toque de folclore en una peli de Almodóvar, sino un grupo minoritario con voz dentro de otro grupo más numeroso con fuerza para devolver el golpe y reivindicar su pluralidad de identidades. En los últimos diez años, para la mayoría de la prensa y gran parte de la opinión pública, las personas trans han dejado de ser "ese ridículo pero inofensivo mecánico de pueblo que un buen día decide cambiar de sexo" para convertirse en representantes de una nueva y poderosa "ideología" que está secuestrando las instituciones y dominando la vida pública. Las personas trans han pasado de ser algo de lo que reírse a algo que temer. 

La sociedad quiere influir en las leyes que regulen las vidas de las personas trans porque las considera una amenaza. Una amenaza igual que las personas inmigrantes, homosexuales, racializadas o pobres. Una amenaza por diferentes. Una amenaza para su forma de entender la vida, para sus valores tradicionales. Y una amenaza también para sus privilegios de clase. Cuando los medios hablan sobre los problemas trans, lo que les interesa son los problemas morales que piensan que la sociedad tiene con este colectivo, y no los problemas reales que el colectivo sufre por culpa de una sociedad (y unos medios) que lo discrimina.

Las minorías tienden a percibirse por la mayoría como arquetipos. Si nos piden que imaginemos a una persona trans, negra, china, lesbiana o discapacitada, enseguida nos viene una idea aproximada a la cabeza. Pero si nos piden que imaginemos a una persona blanca, no sabemos qué pensar. Hay demasiados modelos donde elegir, porque conocemos demasiada variedad de personas blancas como para reducirlas a un arquetipo. Vencer la tentación del arquetipo, romper los estereotipos con los que imaginamos a las minorías es el camino necesario para luchar contra la desigualdad y la discriminación. Necesitamos referentes de las minorías. Referentes no blancos, referentes que se salgan de nuestra norma. Y este libro es una ayuda fantástica para conseguirlo. 

Shon Faye nos recuerda que las personas trans son personas. Qué perogrullada, ¿verdad? Que no conozcamos a una persona trans, incluso que no hayamos visto nunca (que sepamos) a una persona trans, no las vuelve menos humanas. Esto, que parece de cajón, es vital. Es la base de la empatía, de nuestra capacidad para reconocernos en otra persona y tratarla como a un igual. Cuando esto falla, empezamos a señalar las diferencias, a negar identidades que no imaginamos posibles y terminamos odiando lo distinto por simple y llano desconocimiento. 

La idea tan extendida de que la gente trans refuerza en su forma de actuar y vestirse los estereotipos de género hasta la parodia ignora cruelmente que esas mismas personas trans han pasado los últimos cincuenta años siendo forzadas por sus médicos a encajar en esos mismos estereotipos rígidos para poder acceder a tratamientos que aliviaran su sufrimiento. Y es que la gente trans es maltratada por su apariencia. Porque una buena parte de la sociedad se siente amenazada por aquello que no comprende, que se sale de sus marcos mentales. El mismo motivo por el que discriminan a migrantes, homosexuales o gente racializada. Son personas distintas. Y por eso la gente trans trata de subrayar los roles de género en su apariencia para evitar el maltrato. Por pura supervivencia. En una sociedad que aceptara mejor los géneros no binarios y fluidos no necesitarían acogerse con tanta intensidad a los roles de género para protegerse. 

A las personas trans se las ve, pero aún no se las escucha. Y el debate tránsfobo sigue insistiendo en lo mismo: la identidad. Busca obligar una y otra vez a las personas trans a reivindicar su existencia, a reivindicarse como seres humanos, a demostrar que su identidad no es una enfermedad, como ya tuvieron que demostrar las personas homosexuales. Lo cual aleja el debate de lo que de verdad importa: sus condiciones de vida, la violencia que sufren, la igualdad de trato a todos los niveles que merecen. 


Shon Faye



 


lunes, 14 de marzo de 2022

EL PÁJARO QUE LLEVO DENTRO VUELA ADONDE QUIERE

Berta sueña con ser un pájaro para poder salir volando, lejos del pueblo y de las tareas interminables de la granja. Salir volando para ser como ella quiere ser. Para sentarse a observar a las vacas, a Negrita, Lirio, Semilla y Preciosa, y dibujarlas con sus ceras de colores. Dibujar es lo que más le gusta. Dibujar para entender cómo son las cosas. Cómo son de verdad, no como nos dicen que son. No como hemos aprendido que son. Dibujar las cosas para descubrir sus colores escondidos, sus formas ocultas, sus secretos. Una zanahoria, por ejemplo. Una zanahoria puede tener tantos tonos de naranja. Tantos rojos y marrones escondidos. Tantas formas diferentes. Puede ser tantas cosas. 

Sueña con abrazar a su madre, postrada desde siempre en su cama por una enfermedad contagiosa. Tuberculosis, le dicen. Y ella se imagina sus pobres pulmones emborronados con carboncillo. Su madre de ojos castaños que irradian bondad. Para ella son sus dibujos y sus arcillas de pájaros dormidos. Es una forma de mantenerla a salvo. La belleza que sale de sus manos como un conjuro contra la muerte que acecha en las ojeras de los bondadosos ojos de su madre. 

Cuando sea mayor quiere ser artista. Como Miguel Ángel. Pero no lo dice en voz alta. Las mujeres no pueden ser artistas. Y además, artista no es una profesión de verdad. O, al menos, eso dice su padre. Así que guarda silencio. Para poder encajar, debe callar lo que desea. No puede desvelar quién es. Eso sí lo ha aprendido bien. 

La artista sueca Berta Hansson (1910-1994) tuvo una infancia incomprendida. Sus sueños eran demasiado grandes para su condición de mujer y para el entorno rural donde creció. Pero nunca dejó de llevar belleza allá donde fue. Esta es su historia, bellísimamente ilustrada y contada por Sara Lundberg. Una historia emocionante. Íntima, desnuda. Frases cortas como pinceladas que van formando una emoción, un camino de belleza, una vida. Un pájaro que sueña con volar adonde quiera. 





jueves, 10 de marzo de 2022

PRECARIEDAD

Una de las cosas que más admiro de los cómicos es que me hagan reír con cosas serias. Es decir, que busquen en el basurero de nuestra sociedad las miserias más dolorosas y terribles y sepan convertirlas en algo ingenioso que nos haga felices. Aunque sea una felicidad amarga. Aunque la carcajada salga con una esquina rota. 

Mientras leo en la librería este libro ilustrado sobre la precariedad, varias personas se me acercan, curiosas. Qué es eso que lees, me preguntan intrigadas ante mis risitas sofocadas. El humor es el mejor reclamo, pienso. Y la verdad es que siempre lo ha sido. La risa como objetivo, como forma de vida. Como medio para conseguirlo todo, para disfrutarlo todo. Este libro sin el humor sería terrible, porque todo lo que cuenta es una radiografía espeluznante de la precariedad en la que vivimos. Y no solo precariedad económica: precariedad laboral, precariedad social, política, afectiva, feminista. Vivimos en una sociedad precaria que se nos cae encima, y no hay mejor puntal para soportar su peso que el humor inteligente. Como el que despliega Diana Montero, alias Precariada, en estas páginas. 

Nos dijeron: si estudias una carrera encontrarás trabajo. 
Nos dijeron: si ahorras podrás independizarte y pagar tu casa en cómodos plazos. 
Nos dijeron: vas a vivir una vida más cómoda y más libre y más segura que la de tus padres. 
Nos dijeron: si las cuidas, las cosas buenas (los trabajos buenos, las parejas buenas) duran para siempre. 
Nos dijeron: has tenido una preparación envidiable, te lo mereces todo, debes aspirar a lo más alto. 
Y nos lo resumieron bien facilito en un eslogan exportable: si quieres, puedes. 
Nunca imaginamos que los mitos en los que se basaba nuestra educación iban a ser tan poco realistas. Que la herencia de expectativas que nos dejaba esta educación en vez de felicidad nos traería incertidumbre y desgaste. Y la reina del baile, la que nunca falta en ninguna alma millennial que se precie: ansiedad. Porque la única enseñanza verdadera suena a lucha de clases y es muy poco inspiradora: si tienes dinero puedes, y si no, ¡bienvenido a la vida precaria!

Pero sobre todo, nos dijeron, y nos siguen diciendo: persigue tus sueños. Y no te sientas mal si no los alcanzas porque no te lo has currado lo suficiente, no te preocupes si no has hecho suficientes horas extra no pagadas y te pedían 27 horas de experiencia y un C1 en élfico para 500€ al mes sin contrato, y tú tranquila si has tenido la mala suerte de no nacer con los contactos adecuados y tu talento no ha servido de nada por tu falta de una posición privilegiada y has decidido, a quién se le ocurre, intentar vivir de vez en cuando y no matarte a trabajar día y noche de lunes a domingo por un salario de miseria. 

Lo bueno (o lo malo, o lo peor) es que no toda la precariedad va de dinero. Y los ricos también la sufren. Qué os pensabais, la precariedad tiene leña para todos. Y si no estáis convencidos de que vuestra vida también se tambalea en alguna cuerda floja, leed este libro. Saldréis nuevos, refrescados, carcajeados y más felices. 





lunes, 7 de marzo de 2022

CRIADA

Stephanie Land dedica este libro a las madres que sacan adelante solas a sus hijos y a quienes fuimos criados por madres solas. Y mientras lo leí, recordaba las historias que contaba mi madre, y que sigue contando a veces, sobre lo que significó para ella sacarme adelante sin ayuda. Los sacrificios, la angustia, el agotamiento de cargar ella sola con el peso y la responsabilidad de un hijo. Y las miradas de los demás. Si hoy en día criar un hijo sin pareja sigue pareciendo anómalo y despierta inmediatamente multitud de recelos, en los años ochenta seguro que a la mínima cualquiera pensaba "señora, búsquese un marido" para culpar a la madre sola de cualquier adversidad que ella o su hijo tuvieran que afrontar. 

Sacrificios, angustia, agotamiento. Y trato despectivo. La vida que describe Stephanie Land es la de una mujer que limpia casas como medio de supervivencia. Cada mirada en la cola del supermercado, cada comentario susurrado al pagar con los bonos de alimentos clavan en ella un sentimiento de culpa y vergüenza por su situación. Y la aíslan todavía más. Cómo quedar con amigos sin contarles nada de su situación. Cómo convencerles de que no es culpa suya. De que la pobreza no es culpa suya. De que las amenazas y la violencia psicológica del padre de su hija no es culpa suya. De que querer ser madre y aspirar a algo mejor y recurrir a la ayuda pública para conseguirlo no es culpa suya. 

Este es un libro sobre la precariedad laboral. Sobre las consecuencias de la precariedad laboral en una madre sola. Esa precariedad que muchos ven normal e, incluso, necesaria y natural en nuestras democracias occidentales, porque quién si no va a limpiar nuestras casas y hacer todos esos trabajos que no están hechos para nosotros. Y parece que piensan que las limpiadoras disfrutan de su trabajo, que lo han elegido entre el abanico infinito de ofertas laborales de nuestras sociedades capitalistas. Y que si no consiguen finalmente trabajar de otra cosa y lo sufren, entonces será que no están preparadas física o intelectualmente para otro trabajo. 

Es un libro sobre la inhumanidad de la precariedad laboral en un mundo cada vez más fragmentado en el que muchas personas están perdiendo las redes de protección tradicionales de la familia. Cuando la precariedad es la norma, el futuro desaparece. Y lo hemos visto en los últimos años a nuestro alrededor. Un presente sin futuro. Aquí. Al lado. En nuestras ciudades. En nuestras calles. En nuestras casas. 

En el mundo de Stephanie no hay certezas. Todo es provisional. Todo viene y se va. El dinero, las personas, los coches, las viviendas. No hay nada seguro con lo que contar, sencillamente porque no hay dinero para amarrar las cosas. Sin dinero, y sin una red solidaria que te sostenga, no tienes derecho a esperar nada. La vida se transforma en una carrera de obstáculos por la supervivencia. 

Y contra ese mundo precario se dirigen con furia todos nuestros prejuicios de clase. Miramos por encima del hombro, pensamos que se aprovechan, que no han tenido la capacidad de salir adelante como nosotros, que no se han esforzado lo suficiente, que su inteligencia y su moralidad son menos válidas. O, en el mejor de los casos, nos subimos a la ola de la compasión y, en un asombroso gesto de generosidad, pensamos: pobrecillas, qué poco tienen, qué vidas más duras llevan, qué penita, vamos a ver si rascamos unas monedas del fondo del bolso para ayudarlas. Y luego, pobres de ellas si no se muestran resplandecientes en su generosidad, si no te ponen en su altar personal y te repiten lo poco que serían si no hubiera sido por tu ayuda. 

Criada es un libro sobre la aporofobia. Pero, sobre todo, es un libro sobre el amor de una madre por su hija. El amor, que muchas veces es sufrimiento por tener que sacarla adelante sola en esas circunstancias. La soledad. El desvalimiento. La impotencia. La desesperación. La fragilidad espantosa de ver a su hija enferma y saber que no puede mudarse a un alojamiento más saludable para ella, que no puede alimentarla mejor, que no puede protegerla mejor. La sensación de no estar siendo todo lo buena madre que su hija merece. Y que aun así está haciendo todo lo que puede y más de lo que nunca imaginó que podría hacer. A veces piensa en la cantidad de cosas que no puede ofrecerle a su hija: una vivienda digna, una familia, una habitación propia, una despensa llena de alimentos. Y la invade un torbellino de angustia que solo se calma con un mantra, repetido y repetido hasta que el pánico afloja: "te quiero, yo cuidaré de ti, te quiero, yo cuidaré de ti".  

Y así, sale adelante. Amando y cuidando. Cayéndose y volviendo a levantarse. Una y otra vez. Una y otra vez. Escondiendo las lágrimas. Apretando los dientes. Atesorando los momentos de belleza y felicidad de cada día para proyectarlos en el futuro, para que sean la semilla de la que crezca todo después, la semilla de una infancia feliz para su hija. Y así, como Stephanie Land, salen adelante tantas madres solas. Y tantos hijos de madres solas, que a menudo olvidamos que nuestras infancias felices son el regalo de un esfuerzo y un sufrimiento que la mayoría de matrimonios con hijos desconoce. 

La serie inspirada en este libro es muy buena. 
Pero el libro, como suele suceder, va más allá. Es maravilloso. No os lo perdáis. 


Stephanie Land y sus hijas









martes, 1 de marzo de 2022

MORIR. UNA VIDA

Vivimos de espaldas a la muerte. Sin ella nuestra vida no tendría sentido, pero nos horroriza hablar de ella con nadie, y menos aún con aquellos que más sufrirán con nuestra ausencia. Visitamos a los médicos más que a algunos miembros de nuestras familias, nos atiborramos de fármacos preventivos, renunciamos a viajes, paseos, comidas, placeres de todo tipo, recortamos y recortamos nuestra capacidad de disfrutar como si tuviéramos que ofrecer nuestra felicidad en sacrificio a algún dudoso y poco fiable dios de la larga vida. Nos empeñamos en alargar todo lo posible el tiempo de vida como si pudiéramos prevenir la muerte. O como si su llegada fuera un fracaso, un tropiezo fatal que no fuéramos capaces de evitar. Preferimos arrastrar nuestros cuerpos moribundos hacia una agonía interminable antes que encarar la libertad de ponerle fin con serena lucidez. 

La escritora australiana Cory Taylor escribió este libro en dos semanas, poco antes de morir. La suya fue una muerte anunciada. Un cáncer terminal le dejó el tiempo necesario para pensar cómo quería afrontar sus últimos meses. Y sintió la necesidad de escribir, de contar su vida y cómo quería que terminase. De dejar constancia, de hacer repaso, con la extrema lucidez de saber que una está apurando los últimos momentos, los últimos placeres a los que tiene acceso. Ordenar los recuerdos y ponerlos bonitos, darles coherencia y sentido para alcanzar algún tipo de serenidad. Contar la vida para ofrecerla como legado a los hijos. Decir: esto es lo que he sido. Esto es lo que soy. Recordadme. 

Cory Taylor escribe para enseñarles a los demás lo que ve. Con el asombro entusiasmado de una niña que corre hacia su madre para mostrarle su último hallazgo. Escribe para dejar constancia de una curiosidad especial y del aprecio por la infinita diversidad de las personas y de las cosas. Para conectar la propia conciencia con la conciencia de los demás. Para sentirse menos sola en el mundo. A lo largo de estas páginas, la acompañamos por su infancia nómada, pasada en las carreteras australianas, de mudanza en mudanza. Por su juventud y madurez entre Japón y Australia, aceptando que su hogar era múltiple y viajaba con ella en cada viaje. Por su enfermedad y sus recaídas, que le enseñaron que "morir lentamente es como una retirada de la conciencia hacia el olvido que la precede". 

En Australia la eutanasia es ilegal, y la autora reflexiona sobre la aversión que parecen sentir los médicos ante la idea de dejar en manos de sus pacientes el control del final de sus vidas. Como si la muerte fuera algún tipo de fracaso médico. Y la aversión de la sociedad por la muerte en sí, ese gran tabú, "como si el simple hecho de la mortalidad pudiera erradicarse de algún modo de nuestra conciencia". Lo cierto es que ni en Australia ni en Europa hablamos de ella. Nos pasamos la vida afanándonos por silenciarla, y en este vano intento fallamos en una tarea esencial de todo ser humano: prepararnos para morir. Si nos empeñamos en convertir la muerte en esa cosa innombrable revestida de un silencio aterrador, no solamente no sabremos ayudar a nuestros seres queridos cuando vayan a morirse, sino que tampoco podremos afrontar nosotros nuestra muerte dignamente. 

Este es un libro sereno y emocionante sobre el valor de aprender a morir. Sobre la serenidad y la valentía necesarias para seguir viviendo hasta el último momento una vida digna. Es un libro bello y tranquilo, es una mano amiga que te tiende la mano, te guiña un ojo cómplice y te aparta el miedo con una caricia, como si te recogiera un mechón de pelo tras la oreja.