jueves, 27 de septiembre de 2018

EL JAZMÍN Y LA NOCHE

Cierro la librería por dentro, con la mitad de las luces apagadas, y hojeo este libro de poesía para decidir si me lo llevo a casa. Si le dejo entrar en mi plan de esta noche. Si le digo sí y le abro la puerta a lo que surja. No sé muy bien quién es Almudena Guzmán. Leí un poema suyo en alguna red social hace poco y me gustó lo bastante como para pedir el libro y probar suerte. A veces basta con eso. Un encuentro casual. Un azar que nos pone entre las manos la voz que nos va a iluminar y acelerar el ritmo cardíaco durante unos cuantos días.

Días que se despiertan 
con la alegre pereza 
del amante,
días de pájaros posados 
en la enramada del sol
y de rosales que florecen
como en los ríos de agua.

Y decido llevármelo, claro que sí. ¿Quién no quiere días como estos? Días que se cuelan en esta noche de septiembre, noche de fatiga y de vuelta al cole, y con un brochazo de luz mandan al olvido las ganas de una ducha, de una cena y de ocho horas de sueño plomizo para de repente fluir por el cansancio con alegría y ligereza.

Es la belleza
que te saluda con la mano
y te incita a tirar
la tristeza por la ventana. 

Exacto. La belleza. Como ese cuadro de Klimt tan lleno de oro y seducción desde el que Adele Bloch-Bauer me mira tan segura de sí misma, cuando paso por delante de la portada de uno de nuestros últimos libros favoritos.

Pero no sólo de estética vive el hombre. 

Y mientras apago las pocas luces que quedaban encendidas y giro la llave en la cerradura, me parece escuchar una pequeña risa sabia, propia de una mujer acostumbrada a reírse de sí misma. La risa sutil que se esconde en muchos de estos poemas, como esa pincelada de rojo intenso que convierte una imagen triste en un cuadro lleno de posibilidades. O un poema radiante en un juego de sombras en el que al final nos damos cuenta de que las cosas siempre pueden ser de otra manera. Más ambiguas. Más ricas. Más abiertas.

Me gusta la gente que se ríe de sí misma. Me inspiran confianza. Almudena Guzmán me inspira confianza. Y me la llevo, a ella y a su tristeza alegre, a ella y a su alegría triste, para que me enseñe el camino esta noche de septiembre. Pocas veces encuentra uno una mano tan firme y cálida en la oscuridad. 



lunes, 24 de septiembre de 2018

LENINGRADO. ASEDIO Y SINFONÍA

Leningrado es San Petersburgo y es la única ciudad rusa que conozco. También es la más aristocrática y cosmopolita, quizá la más europea de todas las ciudades rusas. Ya lo era en el siglo XIX (Tolstói describe su esplendor en Anna Karenina, en contraste con el provincianismo de Moscú), y por supuesto, lo seguía siendo en 1924, cuando el régimen soviético le cambió el nombre para honrar la memoria del recién fallecido camarada Lenin. Por su proximidad cultural y geográfica con Europa es la ciudad que más nos atrae a los europeos. Y por los mismos motivos, durante los peores años del estalinismo fue objeto de sospechas, purgas y represalias por parte de Stalin, que veía en ella la cuna de la disidencia. La ciudad de Leningrado cuelga de sus cárceles como un apéndice inútil, escribía la poeta Anna Ajmátova a finales de los años treinta. Y es que pocos lugares en la Unión Soviética tuvieron que soportar una violencia a gran escala tan cruel y arbitraria. 

Brian Moynahan cuenta una anécdota muy ilustrativa. Una vez, unos peces gordos denunciaron a un cocinero por servir queso agujereado. Pensaban que el muy sinvergüenza no sólo les estaba dejando con hambre sino que aprovechaba para vender el queso restante de contrabando. El queso era gruyère. Es decir, francés, capitalista, traidor. Ningún queso ruso cometería la traición de servirse incompleto. Pero no sólo los cocineros sin suerte fueron a la cárcel o desaparecieron para siempre. Estudiantes de arte italiano, profesores de japonés, músicos de apellido alemán, miembros del partido con ambiciones políticas, hijos de terratenientes, cualquiera podía ser denunciado y engullido por la bestia burocrática siempre hambrienta del NKVD, la policía secreta. 

Stalin montó una inmensa guadaña para que toda la población soviética, y en especial la de Leningrado, la sintiera continuamente sobre sus cabezas. La mayoría, incapaces de soportar la tortura, confesaban sus crímenes y daban los nombres que sus verdugos quisieran oír para que parara el sufrimiento. La mayor crueldad, muchas veces, no era matarlos, sino mandarlos a Siberia agradeciendo sus servicios para que el preso no sólo tuviera que acarrear con su desgracia sino también con la culpa de haber provocado la muerte de sus compañeros, familia o amigos.

Este ensayo trata sobre el asedio de Leningrado durante la segunda guerra mundial, uno de los hechos bélicos más devastadores de la historia de la humanidad. Duró casi novecientos días, más de un millón de habitantes (un tercio de la población de la ciudad) murieron, principalmente de hambre y frío, más de un millón y medio de soldados de ambos ejércitos murieron en acciones militares y más de tres millones de soldados de ambos bandos resultaron heridos. Pero curiosamente, tres meses después de iniciarse el cerco, cuando entró el frío intenso del invierno, a nadie le importaba ya la guerra. Las bombas y los nazis habían sido eclipsados por el frío y el hambre. Los rusos sabían, en el fondo, que la culpa no era sólo de la guerra, sino de un régimen insensible al sufrimiento y a la muerte de sus ciudadanos. Y, como bien cuenta David Benioff en Ciudad de ladrones, los casos de canibalismo empezaron a extenderse por una ciudad en la que la carne humana era la única disponible. 

Los dirigentes soviéticos echaban la culpa del elevado índice de mortalidad en Leningrado a los médicos. Decían que no hacían bien su trabajo, que era curar a los enfermos. Cuando estos respondían que la única medicina para un famélico era una cantidad razonable de comida, eran acusados de derrotistas. Los políticos necesitaban héroes para motivar a la población. Gestas de francotiradores famosos, hazañas de convoyes de avituallamiento capaces de burlar una y otra vez la vigilancia del enemigo. Los políticos necesitaban cualquier acto heroico que contribuyera a camuflar la abrumadora incompetencia de los mandos militares que enviaban a morir a centenares de miles de hombres todos los meses en el campo de batalla, y de los gestores de intendencia que no eran capaces de impedir que millones de civiles en todo el país murieran de hambre. Necesitan símbolos para tapar su incompetencia criminal, y encontraron uno muy poderoso en la Séptima Sinfonía de Shostakóvich, compuesta en honor del asedio de Leningrado. 

Dmitri Shostakóvich

En paralelo a la descripción de la vida en Leningrado durante el asedio, el autor cuenta el día a día del compositor más famoso de la Unión Soviética y cómo compuso su sinfonía bélica. Gracias a este libro he pasado horas en la librería escuchando la música de Shostakóvich, dejándome llevar por la fuerza de ese motivo inicial del primer movimiento, juguetón y primitivo, que poco a poco se va retorciendo, amargando y consumiendo hasta convertirse en algo aterrador. He sentido el frío, el miedo y el hambre de aquella gente, provocada no sólo por las armas alemanas sino también, sobre todo, por el terror desatado por Stalin. Y también he aprendido hasta qué punto una ideología política puede llegar a sojuzgar la cultura de un país. 

A partir de los años veinte, el arte empezó a ser sometido a un riguroso examen de pureza ideológica. Muchos artistas que abrazaron las vanguardias europeas de la época fueron acusados de "desviacionismo trotskista", de "nacionalismo burgués", de "chovinismo de las grandes potencias" y de "traición a los valores proletarios". Todo lo que no fuera del agrado del Partido era enemigo del Partido. La música, de pronto, podía ser contrarrevolucionaria, antisoviética, trotskista, burguesa y enemiga del pueblo si no se ajustaba a la doctrina estética impuesta desde arriba. En 1936, un dirigente soviético le insinuó a Shostakóvich que si se atrevía a interpretar su cuarta sinfonía podría ser ejecutado. El músico eligió vivir y guardó la partitura a buen recaudo. No se estrenaría hasta 1961.

Como bien cuenta Vitali Shentalinski en La palabra arrestada, un frenesí de ejecuciones diezmaron a los artistas rusos entre 1934 y 1939. En Leningrado las víctimas procedían de todos los ámbitos. No se libraba ni el propio NKVD. La invasión alemana de junio de 1941 resucitó el nacionalismo ruso, el amor de los rusos por su patria. Sin esa invasión, probablemente el país se habría desintegrado debido al terror de las purgas. Aunque estas purgas continuaron durante la guerra, ahora había un enemigo claro, extranjero, común a todos los rusos sin excepción, contra el que se podía luchar abiertamente. Aquella era una guerra por la supervivencia. Los rusos tenían que elegir entre morir todos a manos de los nazis, o sufrir la represión continua y aleatoria de los mandos soviéticos. Eligieron, evidentemente, la segunda opción.

Leningrado es San Petersburgo y es la única ciudad rusa que conozco. La chica que nos hizo de guía a mi madre y a mí en el verano de 2015 hizo varias alabanzas a Putin y afirmó convencida que su gobierno velaba por el bien de todos los rusos. La crítica y la disidencia política siempre han conllevado castigos muy severos en la población rusa. Los dirigentes soviéticos perfeccionaron y masificaron la costumbre represora de los zares y hoy en día la mayoría de los rusos sigue queriendo ignorar el puño de hierro que se esconde tras las sonrisas de sus líderes. Y para ello, escuchan obras como la Séptima Sinfonía de Shostakóvich, música espectacular que habla de las vidas del pueblo ruso, de su heroicidad, de su historia y su grandeza y de cómo siempre está dispuesto a cualquier cosa para conseguir la victoria. Música que, aunque no lo quieran entender, también encierra la amargura y la tensión de todos los que tuvieron que aprender a sobrevivir a una de las dictaduras más hostiles a la creación artística que han existido nunca. 




jueves, 20 de septiembre de 2018

LA TRENZA

Un día, una mujer en la India dice no. Dice no a recoger excrementos con las manos, a doblar la espalda ante los demás. Dice no a ser tratada como un animal, a ser vejada y amenazada y expulsada de la sociedad. Dice no a que su hija aprenda su oficio execrable, a que su hija sea a su vez tratada como una intocable y deba permanecer encorvada sobre la mierda durante toda su vida. Y reúne el valor y la imaginación necesarias para luchar por algo mejor para las dos, lejos de ese mundo despiadado con las de su clase, lejos de las miradas, de la reprobación asesina de quien piensan que todo está bien como está. 

Un día, una mujer en Sicilia dice no. Dice no a seguir fingiendo que sigue siendo una niña, a seguir yendo al taller de su padre como si todo fuera a durar eternamente. Dice no a ese pretendiente aburrido que todo el mundo dice que le conviene, no sólo para ella sino para toda su familia. Dice no a resignarse a besar una piel siciliana, blanca como la suya, para toda la vida. Y reúne el valor y la imaginación necesarias para luchar por aquello que más ama, por mantener en pie ese taller que ha alimentado sus sueños desde niña y darle la vuelta al mundo conocido para que siga girando todavía con más fuerza. 

Un día, una mujer en Canadá dice no. Dice no a seguir interpretando el papel de mujer perfecta que lo hace todo bien, a seguir triunfando en su trabajo pese a la mirada desconfiada de los hombres. Dice no a sentirse culpable por ponerse enferma, por no cumplir con las exigencias que le imponen. Dice no a desatender a sus hijos, a fingir que no puede con su alma ni con la mirada compasiva de su jefe que dice ya sabía yo que no podrías. Y reúne el valor y la imaginación necesarias para luchar por una vida mejor, lejos de ese trabajo que aniquila la salud y la dignidad, lejos de ese mundo que dice que si eres mujer tendrás que trabajar dos veces más para conseguir lo mismo que los hombres. 

Estas tres historias paralelas son los tres hilos que forman una trenza. Están impregnados del sufrimiento de tres mujeres y tienen la delicadeza y la resistencia necesarias para aguantar cualquier adversidad que se les ponga por delante. Están contadas con sencillez y sensibilidad, son la caja de resonancia de un dolor que la autora hace suyo y que nos transmite para que aprendamos que al otro lado de cualquier tragedia casi siempre hay luz. Esa resonancia, que la autora convierte en espíritu de lucha, es lo que emociona y cautiva de esta novela. 



lunes, 17 de septiembre de 2018

NIEVE EN LOS BOLSILLOS

Todos los inmigrantes se parecen. Difieren en sus motivaciones, pero todos desean una nueva oportunidad, un nuevo futuro. Los españoles de los años sesenta en Alemania no son muy diferentes de los africanos de esta década. Querían lo mismo que estos quieren, un futuro mejor. Y estaban dispuestos a trabajar como fuese y donde fuese para lograrlo. Se conformaban con poco. Hacían los trabajos que los alemanes no querían. Asfaltar carreteras a diez grados bajo cero. Despejar la nieve de las calles. Picar cemento. Lo que fuera. Pero había una diferencia fundamental: en Alemania hace medio siglo había mucha gente dispuesta a tratar bien a los inmigrantes. Cuando los veían trabajando en la nieve no dudaban en salir a ofrecerles un café en la calidez de su salón. A echarles una mano en lo que pudieran. No había un recelo generalizado hacia los extranjeros. ¿Por qué recelar? ¿Qué daño podían hacer esos hombres del sur de Europa que sólo buscaban trabajo? ¿No habían estado los propios alemanes en circunstancias mucho peores apenas quince años antes, tras el fin de la guerra? Hace cincuenta años en torno a un millón de españoles emigraron a Alemania en busca de trabajo. La mayoría terminó volviendo. Hoy en día, sus hijos y sus nietos son incapaces de devolver parte de la solidaridad que recibieron en Alemania y no dejan de envenenar la convivencia con los inmigrantes africanos con su xenofobia.

En estas cosas pensaba al leer este cómic de Kim, el dibujante de El arte de volar y de El ala rota. En la incapacidad de la gente para ofrecer lo que han recibido. En la memoria selectiva, que condena al olvido algunas lecciones valiosas del pasado. 

Kim viajó a Remscheid, Alemania, en 1963, con veinte años. No salió huyendo del país, como otros hicieron para evitar la cárcel o el garrote. No emigró, como tantos otros, para intentar sobrevivir o para enviar a casa el dinero necesario para que los suyos vivieran con dignidad. Viajó para vivir una aventura, para salir del tedio de unas clases de bellas artes poco inspiradoras y conocer mundo antes de hacer la mili. Pero al poco de llegar a Alemania y conocer a otros españoles emigrados, se dio cuenta "de que lo que para mí era una experiencia, una aventura, incluso un divertimento, para algunos de aquellos hombres era la última oportunidad que tenían de la salir de la miseria".  

La España negra de la obediencia y el miedo sobrevuela buena parte de las historias de sus compañeros en el exilio. Un día vienen unos señores muy bien vestidos a darles una charla en una sala del albergue alemán donde se hospedan cientos de españoles. Hablan de dignidad, del orgullo de ser español, de defender el honor, hasta que uno de los amigos de Kim estalla: "¿Qué coño hacéis aquí en Alemania hablando de dignidad, cuando vosotros junto al caudillo habéis fusilado a media España? ¡Fuera de aquí, cerdos, asesinos!" Es glorioso ese momento en el que se dan cuenta de que son falangistas y empiezan a increparles, a insultarles, a tirarles encima toda la rabia acumulado por décadas de represión y violencia. Qué liberación saber que estar allí les protegía de las represalias y que ese estallido en España les habría costado la libertad, la salud y quizá la vida. 

Joaquim Aubert Pigarnau, "Kim"

Me ha emocionado la hospitalidad espontánea de esas señoras alemanas ofreciendo café a los españoles que quitan la nieve de sus calles bajo la ventisca. Y las sesiones de música con cerveza en la habitación de Kim, bautizada como la Cueva del Arte, por los cuadros, los instrumentos y los jolgorios inspirados que montaban siempre que podían. Bajo la mirada benevolente del dueño del albergue, un grupito de españoles construyeron en aquella pequeña ciudad alemana un hogar. El hogar que la mayoría había perdido al irse de España.

Todos los emigrantes se parecen. Si esta historia la hubiera escrito un senegalés que hubiera venido a España en 2013, también habría hablado de añoranza, de aventuras, de compañeros, de incomprensión, de trabajo duro, de esperanza. Pero no dejo de preguntarme, ¿habría hablado también de hospitalidad, de agradecimiento o de admiración? 




lunes, 10 de septiembre de 2018

TARDES EN LA LIBRERÍA

Empezó como si nada. 
Una anécdota curiosa, de esas que te hacen reír, o temblar, o dar gracias. Y luego el impulso natural de escribirla. Para vivirla de nuevo. Para compartirla. Y luego otra anécdota. Y otra. Y otra. Y al cabo de un tiempo, también como si nada, surgió la idea de meterlas todas en un libro, ponerle imágenes y ver qué pasa. Como cuando uno cierra los ojos y pide un deseo. 
Y aquí está ese deseo. Acompañado por las ilustraciones de mi amiga Rocío Mendoza. 
Y yo, como niño con zapatos nuevos.


jueves, 6 de septiembre de 2018

NO SE LO DIGAS A ALFRED (Firma invitada)

Años 50, embajada de Inglaterra en París. Las relaciones entre Francia e Inglaterra, como siempre, no son tan bien avenidas como a unos o a otros les gustaría, a pesar de la Segunda Guerra Mundial. Y en ese contexto, coloca Nancy Mitford a la familia Wincham. Y suelta chorros de ingenio y de ironía con bastantes gotas de despropósito y absurdo y tenemos la novela perfecta para reírnos de nosotros mismos, de los demás y de los ridículos por los que pasa Fanny para mantener intacta su reputación y la de su marido, el flamante embajador de Inglaterra en París.

Las situaciones que se suceden en la novela son de lo más descabelladas y el lector no puede parar de sonreírse o reír a carcajadas ante las conversaciones de política aparentemente triviales que Fanny y sus amigas mantienen a la hora del té o cuando entra en escena alguno de sus cuatro hijos. Los mayores se han convertido uno en un barbudo que busca el camino de la luz a través de su maestro budista y otro en un teddy fanfarrón agente de viajes que lleva a jubilados ingleses a sufrir a la Costa Brava. Los pequeños, aún adolescentes, también tienen su historia particular y se han convertido en fans del cantante de jazz más famoso del momento.

Además de la familia de la protagonista –por cierto, Alfred aparece en el título, pero se deja ver poco el pelo en la historia–, vemos pasear por las páginas de esta novela deliciosa a Northey, una pariente lejana de Fanny que hace las veces de su secretaria, pero que dedica más tiempo a salvar vidas de animales y flirtear con todos los políticos franceses o ingleses que se ponen a su alcance. Esto y los asuntos políticos que debe tratar Alfred pero que afectan a todos –como el nacionalismo y patriotismo, que se tratan desde un punto de vista burlón– serán las claves de esta novela. Falta nos haría a nosotros reírnos de nuestros asuntos serios y tomarnos la vida con el humor que le pone Mitford a sus novelas.

Nancy Mitford
Lo que me ha gustado especialmente de No se lo digas a Alfred es la flema inglesa que destilan los comentarios en primera persona de la narradora y la frivolidad de la clase alta inglesa, que no se despeina al criticar a estadounidenses o franceses haciendo notar las diferencias abismales entre una y otra cultura. Eso sí, desde el humor y la ironía. Y el respeto absoluto, por supuesto. Todo muy inglés.

No se lo digas a Alfred es el cuarto de una serie de novelas cuyos personajes y temas son recurrentes en la obra de Nancy Mitford, pero puede leerse perfectamente de forma aislada con respecto a los demás. Una pequeña delicia para afrontar con buen humor la vuelta al cole.




lunes, 3 de septiembre de 2018

LAS POSESIONES

Crecer consiste en no tener adónde volver. Esta es quizá la idea principal de esta novela. Y de esto trata. De acercarte a la mitad de tu vida y resistirte al paso del tiempo. De anhelar volver, volver al cobijo de los recuerdos, a ese lugar de la infancia donde todo sigue intacto y perfecto. De resistirte a abrir los ojos y a seguir hacia delante y a superar ciertos amores para no tener que asumir que crecer es perder puntos de apoyo, dejar marchar cierta inocencia, prescindir, soltar, olvidar. 

El pasado es una invención. El pasado no existe. Lo que existen son los recuerdos, frágiles vestigios interesados que vamos cambiando, sin darnos mucha cuenta, según nuestras experiencias. Así, nos inventamos, para mayor gloria de la nostalgia, que toda nuestra infancia fue inocente y feliz o que nadie nos querrá nunca como aquella persona, y construimos nuestra identidad sobre esos relatos de nuestro pasado. Es lógico y necesario hacerlo así. Ese pasado, en buena medida inventado, es nuestro colchón. Representa lo conocido, lo que creemos haber vivido, lo familiar. Y nada reconforta más que descansar en el puerto seguro de la memoria. 

Me gustan la juventud y el desparpajo del tono de la narradora. Las reflexiones profundas salpicadas de situaciones cotidianas y la extraordinaria fluidez de la historia. No parece un libro, parece una conversación. Parece una amiga que te cuenta su vida y sus historias mientras dais un paseo. Una amiga que te habla de su padre y cómo últimamente se ha convertido en un turista de su propia vida, que lo mira todo con los ojos de otro y necesita repasar el mundo, porque tiene la impresión de que hay algo que se le escapa. Una amiga que te confiesa el miedo que tiene de los secretos familiares, esos hechos antiguos que siguen supurando en la historia familiar y que se tapan y se ignoran aunque todo el mundo pueda notar su hedor en las reuniones. Una amiga que te pregunta si a ti también te hace daño recordar ciertas cosas, si tú también las sepultas bajo un silencio absoluto, confiando en el olvido para calmar el dolor, si a ti también te parece que esa no es forma de hacer las cosas y si conoces por algún casual alguna otra más eficaz. 

Y el paseo se alarga. Y la sinuosidad del camino se parece a la de la conversación. Y mientras lees, escuchas la voz de esa chica, que ya te resulta tan familiar, una voz cercana e íntima y directa que te cuenta que un hombre le destrozó la vida. Que luego otro hombre se la salvó. Y que no ha acabado nunca de desterrar la memoria del primero para amar plenamente la presencia del segundo, porque aquel encarnaba su ideal de amor (un ideal en el que cabe todo lo dañino y lo perverso), y este no ha terminado de encajar en ninguno de sus moldes. ¿Por qué tendría que hacerlo?, te preguntas. Pero callas y sigues leyendo, sigues caminando. Ella insiste en amar para salvar a los demás, como si los demás necesitaran ser salvados. Ofrece la salvación a cambio del primer podio, de la entrega exclusiva, de convertirse en la imprescindible. Y admite que eso nunca lleva a buen puerto a nadie. Pero es así. No puede remediarlo. 

Y surgen varios misterios. Desconocidos que envían miles de emails sin esperar respuesta. Casas familiares cuya venta duele como una amputación. Y el desgarro íntimo, imperceptible pero continuo de madurar y aprender que crecer consiste en esto: no tener adonde volver.  

Llucia Ramis