jueves, 30 de enero de 2020

CORAZÓN QUE RÍE, CORAZÓN QUE LLORA y LA VIDA SIN MAQUILLAJE

Hace poco, en la librería, una señora apretó el bolso bajo el brazo y se fue mirando de reojo al ver que entraba un chico negro. No era la primera vez que pasaba. Al periodista español Moha Gerehou poca gente le cree cuando insiste que es de Huesca. Cuando Obama fue elegido presidente, millones de americanos prefirieron creerse el bulo de que era musulmán y había nacido en África antes que aceptar que tenían un presidente negro. Si los blancos occidentales solemos identificar como extranjero aún hoy, en 2020, a cualquiera que tenga la piel más oscura que nosotros, imaginad cómo trataban en los años treinta los franceses europeos a los franceses de Guadalupe cuando estos iban de visita a su querida metrópoli.

Maryse Condé nació en 1937 en Guadalupe, en una familia negra de clase alta educada en el amor a la cultura y la sofisticación francesas. Un amor voluntarioso y tenaz que no se arredraba ante el racismo evidente que sufrían cada vez que iban de vacaciones a París. En Guadalupe los consideraban unos arribistas soberbios, traidores de su raza, mientras que en París, los camareros de los restaurantes de lujo en los que cenaban les elogiaban su buen dominio del francés con un cumplido que para ellos era una herida en su identidad de franceses, tan duramente conseguida, que ningún francés blanco estaba dispuesto a aceptar. 

En Corazón que ríe, corazón que llora, Maryse Condé cuenta su infancia y adolescencia entre Guadalupe y París. En una serie de peripecias llenas de encanto y desparpajo, relata su educación en una familia orgullosa de haber dejado atrás el destino aciago de la población negra. En el liceo de París, una profesora bienintencionada y defensora de la multiculturalidad le pidió a la pequeña Maryse que hiciera una presentación de un libro de su tierra, y todo lo que esta encontró fueron relatos de esclavitud, algo tan ajeno a ella y a su experiencia como a sus compañeros. ¿Qué hacer? ¿Asumir una identidad en la que no se reconocía? ¿Adoptar, así, el rol que todos los blancos esperaban de ella? "Me dio por pensar, indignada, que la identidad era un vestido que tienes que ponerte, lo quieras o no". A diferencia de sus compañeros, ella tuvo que escoger una identidad. El color de su piel no le dejaba demasiadas opciones. 

En La vida sin maquillaje, nos trasladamos a África, donde una Maryse Condé casada y separada emprendió una búsqueda de sus raíces en la efervescencia de la descolonización. Allí aprendió el amor por un pueblo traicionado por sus gobernantes. Aprendió la compasión. Aprendió que nada pesa más que el sufrimiento de un niño. Aprendió que, como dijo John Lennon, "woman is the nigger of the world", y que no podía dejar que la encasillaran en todas esas pequeñas jaulas verbales (mujer, negra, antillana) que tanto daño hacen a las que no han nacido con privilegios. Poco a poco se fue dando cuenta de que la negritud no era más que una hermosa utopía. A menudo, el color de la piel no significaba nada. No hermanaba a nadie. Sólo dejaba patente lo tristes que podían ser los conflictos entre pueblos que siempre habían sido víctimas del colonialismo.

Este segundo volumen de sus memorias trata también sobre la maternidad, una maternidad insegura, marcada por mudanzas continuas, por el desarraigo, el destierro y el racismo. Su frescura y la sensibilidad llena de encanto que vive en estas páginas por momentos me han recordado a las novelas de Chimamanda Ngozi Adichie. Estos dos libros de memorias son una oda a la espontaneidad y a la libertad, frente a la rigidez de los que se pasan la vida pretendiendo ser otros, controlando y sofocando su verdadera naturaleza. Ambos cantan como pájaros enjaulados, con risa y con llanto, buscando la llave de su libertad. 



lunes, 27 de enero de 2020

FACHA

Mucha gente lee el título de este libro y lo entiende como un insulto. Y es que la normalización de la ideología fascista en los últimos años ha consiguido que el término fascista suene excesivo. Siempre asociaremos el fascismo a un pasado que es necesariamente peor que nuestro presente, porque lo vemos como algo absoluto, y no como un horror hacia el que se evolucionó poco a poco desde una cierta normalidad. ¿Exageramos cuando decimos que políticos de extrema derecha como Trump, Salvini, Orbán, Putin, Le Pen o Abascal promueven políticas fascistas? Para saberlo a ciencia cierta, hay que saber qué son las políticas fascistas y compararlas con las que hacen estos señores. He encontrado pocos libros más claros y útiles (y menos insultantes) que este de Jason Stanley. 

Siguiendo el ejemplo de Umberto Eco y su clasificación del fascismo en catorce puntos recogida en Contra el fascismo, el autor defiende que las políticas fascistas se basan principalmente en la promoción de un pasado mítico, de la propaganda, del antiintelectualismo, la jerarquía, la irrealidad, el victimismo, la xenofobia, la meritocracia y una división de la sociedad entre un nosotros y un ellos. Cada capítulo lleva al siguiente porque cada uno de estos aspectos forma parte de una estrategia global en la que todos están conectados y dependen entre sí. 

Muchas cosas me han llamado la atención de este libro. En especial, la idea de la influencia del racismo estadounidense en el auge del fascismo europeo tras la primera guerra mundial, y cómo las políticas racistas norteamericanas en los dos últimos siglos han promovido y siguen promoviendo la normalización de políticas fascistas, no solamente en cuestiones raciales, sino en muchos ámbitos de la sociedad norteamericana. Y me ha resultado asombroso que el libro, centrado en la política estadounidense con ejemplos de Rusia, Turquía, Hungría y Polonia, y escrito antes del ascenso de la extrema derecha en España, describe a la perfección, punto por punto, todas las tácticas usadas por Vox en los dos últimos años. Para cada ejemplo norteamericano o húngaro o polaco, podemos encontrar un ejemplo español. Hasta ese punto entran dentro del mismo esquema, cada uno con sus particularidades, todos los lenguajes fascistas. Hasta ese punto logran dañar las sociedades de la misma forma. 

Que nuestra identidad sólo sea posible a través de la marginación del otro es uno de los objetivos de las políticas fascistas. Jason Stanley insiste especialmente en esta idea: la división de la sociedad entre un ellos y un nosotros. Y aunque esta deshumanización no es una táctica exclusiva de la extrema derecha (no son fáciles de olvidar aquellas alusiones de políticos de Podemos a "los de abajo contra los de arriba"), todos los partidos de corte fascista insisten en ello desde sus ataques a la educación pública, al estado del bienestar, a los sindicatos y a esa defensa natural de la igualdad entre hombres y mujeres que ellos llaman ideología de género. Venden la intención de proteger la libertad y los derechos individuales, pero su objetivo es proteger únicamente la libertad y los derechos de un grupo elegido, su grupo. Un grupo homogéneo que comparte color de piel, idioma, cultura, religión e ideología. Quieren la libertad, pero sólo la de unos pocos. Y siempre a costa de quitársela a los que no son como ellos.

Quienes perciben el título de este libro como un insulto se sienten víctimas. Ellos, hombres blancos occidentales, se sienten amenazados por el creciente ascenso de las minorías que en unos años pueden arrebatarles sus privilegios. La igualdad, ese desafío a las leyes de la naturaleza, es una afrenta a su superioridad. Que las mujeres, el colectivo LGTBI o los inmigrantes puedan llegar a tener tantos derechos como ellos les inquieta. Y no lo aceptan. Sólo hay que ver cómo actúa la derecha de nuestro país cada vez que pasa a la oposición. No lo toleran. Y lo critican todo, hasta las medidas que ellos mismos aprobaron y que, si no son ellos quienes las aplican, pasan de considerarlas beneficiosas a tacharlas de nefastas. 

Me gusta tener este libro en la librería. No como provocación, sino como advertencia. El prólogo de Isaac Rosa lo explica muy bien: las políticas fascistas están normalizando lo que hace unos años considerábamos inaceptable, estamos comprando su discurso, entrando en debates estériles que parten de premisas falsas, estamos dejando que el miedo ante hechos inventados nos divida, tanto en Twitter como en las cenas familiares. Estamos sacrificando la razón para hacer de la emoción el motor de la política. Y ya basta. Desmontemos sus mentiras punto por punto. Una y otra vez. Recuperemos el respeto y la tolerancia, enarbolemos la empatía cada día, en cada conflicto. Pensemos que cada vez que nos definimos por lo que nos diferencia y no por lo que nos une, la convivencia se descompone. Y no nos lo podemos permitir. 




jueves, 23 de enero de 2020

LA FAMILIA AUBREY

Mi madre me dice que esta novela está llena de penurias y yo la miro sorprendido, ¿de verdad? Y sí, tiene razón, pero para mí hay demasiada luz y bondad por todas partes para que las penurias importen. Mi madre me dice que le solivianta ese padre irresponsable que dilapida todo su dinero en apuestas imposibles dejando en la pobreza a su familia, y yo la miro sorprendido, ¿de verdad? Y sí, también tiene razón, pero además de ludópata el padre es tan elegante, afectuoso, apasionado (y despistado, volátil y egoísta, vale) que me resulta muy difícil enfadarme con él. Mi madre y yo hemos leído la misma novela. Pero no. La misma novela nos ha leído a los dos, con nuestras diferencias, con nuestras expectativas. Hemos entrado en ella por caminos distintos y hemos visto y sentido cosas diametralmente opuestas. Y lo mejor es que estoy convencido de que si volvemos a entrar en ella, nos encontraremos caminos nuevos constantemente, sendas que esta vez han quedado ocultas, y que leeremos otras familias Aubrey, cada una la suya, cada una distinta.  

La familia Aubrey, primera parte de una trilogía emblemática publicada en los años 50, es una novela inabarcable. Es un juego de luces con cientos de colores. Podría ponerme a describir uno por uno todos los que he conseguido ver, pero creo que me voy a limitar a dos. El color de la música. Y el color de la infancia. 

Ante la decepción de una vida que nunca llega a convertirse en lo que ellas desean, Clare y sus hijas se refugian en el arte. Estamos en los primeros años del siglo XX y su arte es la música. Cada día, cada hora, en su casa suena una pieza musical. Igual que en cada página de esta novela siempre hay un piano cantando. Una sonata de Mozart, un estudio de Chopin, Rose y Mary practican con ahínco bajo la agudísima vigilancia de su madre para convertirse en su sueño: concertistas de piano. Vivir de la música. Y para la música. 

Pero Cordelia, su hermana mayor, no comparte su don. Por más que estudia y estudia, no logra arrancarle a su violín más que quejidos lastimeros. Toca como si estuviera enamorada de la música pero esta fuera incapaz de corresponderle. Inconsciente del peligro, como si entrara con un cigarrillo encendido en una librería. Y por más que sus hermanas y su madre se llevan las manos a la cabeza y la atraen a otras ocupaciones, por más que insisten que tocar así es una profanación del sagrado templo de la música, ella insiste e insiste, lo que le da pie a la autora para una serie de reflexiones profundas y asombrosas sobre qué significa tocar un instrumento, tener talento y vivir por y para algo tan maravillosamente intangible como la práctica musical. 

La familia Aubrey es una novela sobre música protagonizada principalmente por niños. La infancia está por todas partes. Todo el libro vibra con una inocencia encantadora, es dulce y naif como una niña que no se malea con la edad, que permanece inmune al cinismo y a los reproches, siempre dispuesta a acudir rauda a los abrazos y a cualquier llamada de lo nuevo y de lo excitante. Las niñas, con sus juegos, difuminan la frontera entre realidad e irrealidad con una excentricidad elegante muy británica. Son niñas que han tenido que sujetar sus anhelos para no caer demasiado a menudo en la frustración, y han aprendido de su madre y de su amiga Rosamund a mimetizarse totalmente con aquello que desean. "Cuando mamá admiraba un diamante en un escaparate de una joyería, emanaba luz como la misma joya; cuando Rosamund expresaba el deseo de que fuésemos todos juntos a la costa, era como una playa a mediodía". 

Rebecca West
Me ha gustado especialmente el personaje de Clare, una madre capaz de mirar a sus hijas "con la sencillez de una niña que abre a otra su corazón". Una madre resuelta, bondadosa y desmañada que mantiene unida a su familia frente a todos los tropiezos mediante la fascinación ante cada pequeño aspecto de la vida, inculcándoles la necesidad de atesorar cada pequeño instante de placer, de degustarlo, de exprimirle todo el jugo posible para convertirlo en asidero cuando vengan malos tiempos.

Es muy fácil caer en el encantamiento y leer la prosa fluida y luminosa de Rebecca West con el mismo arrobo ensimismado con el que uno escucharía una versión delicada de las Variaciones Goldberg. La sofisticación más deliciosa aparece envuelta en la apariencia más sencilla. En un momento de la novela, Clare le dice a una de sus hijas: "debes creer que la vida es tan extraordinaria como afirma la música". Y ahora, cerremos los ojos y escuchemos. La vida, esa vida extraordinaria, está en cada página de esta novela, en cada nota. 




lunes, 20 de enero de 2020

POESÍA COMPLETA. MAYA ANGELOU

Cuando Patricia y yo viajamos a Nueva York nos alojamos en Harlem, así que un día entramos por curiosidad en una iglesia para escuchar una misa góspel. Nos sentamos atrás, tímidos occidentales poco creyentes, y esperamos. No recuerdo nada de lo que pasó durante la primera media hora. Sólo sé que no hubo música. Porque cuando una mujer imponente salió al escenario y se puso a cantar, desapareció todo lo demás.

"Puedes inscribirme en la historia
con tus amargas y retorcidas mentiras,
puedes aplastarme en el fango
pero, aun así, como el polvo, me levantaré". 

No sé si la voz portentosa de aquella mujer nos estremecía a Patricia y a mí con este himno de Maya Angelou, pero creo que cualquiera de los que salieron a cantar aquella mañana habría abrazado las palabras de esta mujer y nos habría llevado al cielo con su grito de lucha. 

"Como lunas y como soles,
con la certeza de las mareas,
como las esperanzas que brotan poderosas,
así, me levantaré". 

Recuerdo aquella música como una fiebre, como un torbellino. Una mano extendida tiraba de algo dentro de mí, algo que acostumbraba a reposar dormido y que con el calor de esa mano despertaba y se sacudía y pedía movimiento y voz y unirse a un coro y a una comunidad de iguales en la que florecer y gritar y exigir un lugar y una dignidad y una esperanza en este mundo. 

"Puedes dispararme con tus palabras, 
puedes herirme con tus ojos,
puedes matarme con tu odio
pero, aun así, como el aire, me levantaré". 

La voz de Maya Angelou es esa comunidad, es esa voz, es esa esperanza capaz de despertar a los dormidos y de curar a los heridos. Es el pájaro enjaulado que no deja de cantar y, a la vez, es la mano capaz de abrir, con su alegría insistente y feroz, la jaula que retiene enclaustrados todos nuestros cantos. 

"Dejando atrás noches de terror y miedo
yo me levanto
en un amanecer maravillosamente claro
yo me levanto
trayendo los regalos legados por mis ancestros
yo soy el sueño y la esperanza del esclavo.
Yo me levanto
yo me levanto
yo me levanto". 

Y con el corazón expandido, y la euforia brillando en nuestros ojos, Patricia y yo aplaudimos aquella mañana en Harlem al ritmo de los cantos, y unimos nuestra voz a la voz de una comunidad que, a través de una música alegre y fiera, dice basta y se levanta. 


jueves, 16 de enero de 2020

DESIERTO SONORO

"Si pudiera subrayar simplemente ciertas cosas con el pensamiento, lo haría: esta luz que entra por la ventana de la cocina, inundando la cabaña entera con una calidez ambarina mientras pongo la cafetera; esta brisa que sopla a través de la puerta y me acaricia las piernas mientras enciendo la estufa; ese sonido de pasos -pies diminutos, desnudos y tibios- cuando la niña sale de la cama y se acerca a mi espalda para anunciar: Mamá, ¡me desperté!"

Creo que este pequeño párrafo contiene buena parte de las cosas que más me han gustado de esta magnífica novela: el afán de la pareja protagonista por documentar aspectos de la vida para tratar de entenderlos (o rescatarlos del olvido); la delicadeza de las descripciones y el inmediato impacto visual que provocan; y los niños, con toda su vitalidad, extravagancia e inocencia, cuya vida interior se despliega en multitud de escenas irresistibles. El otro tema fundamental de la novela es quizá el de los niños emigrantes que tratan de entrar en Estados Unidos desde México, tema que ya trató en su anterior libro, Los niños perdidos, una crónica fantástica sobre la xenofobia estadounidense basada en su experiencia como intérprete en la Corte Federal de Inmigración de Nueva York. 

Esta novela resuena dentro de mí. La terminé hace ya unos días y todavía la siento vibrar por dentro cada vez que pienso en su historia o releo alguna página. Escucho sus ecos, la coreografía cotidiana de cada gesto de esta pareja que viaja por el sur de Estados Unidos con sus dos hijos pequeños en busca de una historia que documentar, en busca de un posible arreglo para su propia relación que se descompone. Los niños, en el asiento trasero, escuchan las historias de los niños perdidos que les cuenta la madre, mezcladas con las historias de los últimos apaches que les cuenta el padre, y en su imaginación unas y otras comienzan a formar parte confusamente de un mismo relato de aventuras, de heridas y de resistencia. 

Las conexiones entre la actitud del gobierno de Estados Unidos con los indios nativos en el siglo XIX y la actitud actual con los inmigrantes centroamericanos son muy evidentes. Pero Desierto sonoro no me ha parecido una novela política. De hecho, diría que con sus capítulos oníricos, con su poesía en las descripciones y ese aire de intimidad luminosa en cada escena, es lo contrario de un panfleto. Es una novela cautivadora sobre la infancia, sobre los niños que un día entienden que ese universo sólido e inmutable de amor y seguridad en el que viven no sólo no es común a todos los niños, sino que puede volverse quebradizo y saltar por los aires y tienen que estar listos para ello. 

He leído esta novela como quien mira hablar a alguien con los ojos fijos, atentos y admirativos, y piensa: qué maravilla, ojalá no dejaras de hablar nunca, sigue, sigue, por favor, aunque a veces no termine de entenderte del todo, aunque mi inteligencia no te alcance, tú sigue, porque el tono de tu voz y esas palabras que eliges para mecerme en tu historia me llenan de alegría y lucidez. 



lunes, 13 de enero de 2020

LOS DÍAS DE LA NIEVE

En el conservatorio tuve una vez un profesor de música de cámara muy mayor. Entraba en el aula a pasitos cortos, e invariablemente se quedaba mirándonos desde el umbral, levantaba el índice y nos decía: a sus puestos, señores. Hacía años que había pasado la edad de jubilarse y se le notaba frágil y aturdido. Sólo nos dio un trimestre, creo, o incluso menos. Y, aunque sus clases eran caóticas y nos volvía un poco locos diciéndonos un día una cosa y al siguiente lo contrario, lo cierto es que todos le guardábamos un respeto especial y mucho cariño.

La profesora que vino a sustituirle fue todo lo contrario. Rígida y canalla, nos daba unas clases que parecían palizas de fisioterapeuta. Salíamos de allí con el orgullo hecho trizas pero con el cuerpo henchido de una nueva sensación de libertad y página en blanco. Nunca nos habló de su predecesor. Ni siquiera una vez le nombró, hasta varios años después, en la cafetería, después de un concierto, y cuando todos teníamos ya un pie en las vacaciones, nos contó que aquel viejo señor admonitorio, aquel caótico abuelete, le había enseñado todo lo que sabía. Que había sido una leyenda viva, un ejemplo de dignidad en épocas oscuras que había hecho florecer vocaciones profundas en sus alumnos menos fértiles. Había un brillo apasionado en su relato, mezcla de admiración y de pena por el maestro perdido, un homenaje emocionado que abría una nueva ventana por donde recordar a aquel hombre que poco a poco habíamos ido olvidando.

Al leer este monólogo teatral de Alberto Conejero sobre Josefina Manresa, la viuda de Miguel Hernández, he recordado aquella anécdota de conservatorio, y me he dado cuenta de que a veces la mejor forma de acercarse a la memoria de alguien es a través de los recuerdos de aquellos que mejor supieron amarlo.  

Josefina Manresa (1916-1987) apenas llegó a disfrutar de la compañía de su marido. Debido a la guerra civil, la suya fue una relación a distancia, alimentada por el millar largo de cartas que se intercambiaron y breves encuentros en los permisos aislados que pudo tener Miguel Hernández. Josefina perdió a su padre, guardia civil, asesinado por los milicianos al inicio de la guerra. Perdió a su madre un año después. Perdió a su primer hijo, muerto a los diez meses. Y por último perdió a su marido, el ilustre poeta, muerto de tuberculosis en las cárceles franquistas. Todas esas pérdidas, cuando aún no había cumplido veintisiete años, surcaron en su rostro una profunda tristeza, que este monólogo recrea en su canto melancólico, arrullado por la canción incesante de una máquina de coser. No cuesta entender que a veces recordar su pasado conllevara un dolor demasiado agudo. "Una tiene derecho a los recuerdos. Pero más derecho tiene a los olvidos."

Josefina Manresa
Hay una honradez y una bondad profundas en esta recreación de la vida de Josefina Manresa. A través de su voz, y de su amor por las palabras ("pienso en las palabras, como si las cosiera y las descosiera"), cobra vida de nuevo la risa de su marido, su pasión por la vida y por la tierra y su esperanza por un futuro limpio de dentelladas y de duelo. Esta es una historia de amor, al fin y al cabo, de amor más allá de la derrota y de la muerte. Del amor de una joven herida que, entre la ropa de cama en el fondo de un baúl, protegió y cuidó la memoria de su marido, el legado literario de uno de los mejores poetas de la literatura española de todos los tiempos. 

"Yo elegí estar del lado del amor. Quedarme con Miguel, y Miguel conmigo. Abrazarnos, resistir juntos la miseria, el hambre y los días de la nieve."
Eligió el amor, sabiendo que era la única fe posible, quizá, para sobrevivir a tanta muerte. 



viernes, 10 de enero de 2020

¿DE QUIÉN ES LA CULPA?

Gracias a ella, Tolstói tuvo la libertad para escribir todo lo que escribió. 
Gracias a ella, según muchos críticos, personajes femeninos como Anna Karénina o Kitty alcanzaron toda su profundidad y complejidad. 
Gracias a ella, a su labor como traductora y representante, Tolstói tuvo acceso a mucha literatura extranjera y sus obras tuvieron mayor difusión y se libraron de la censura. 
Se llamaba Sofia Tolstaia y, además de ser la mujer de Lev Tolstói, fue la madre de sus hijos, su secretaria, su representante, su traductora y la gestora de toda su obra. Hasta la publicación de esta novela en agosto de 2019, muy pocos sabían de su existencia. Tras leerla, hoy podemos decir que, además de todo lo que fue, y por lo que nunca obtuvo ningún reconocimiento, también era una excelente escritora. 

¿De quién es la culpa? se publicó por primera vez en 1994, setenta y cinco años después de la muerte de su autora. Es la respuesta literaria a Sonata a Kreutzer, una novela corta en la que Tolstói, a través de su protagonista, carga contra las mujeres, "que esclavizan y explotan al noventa por ciento del género humano". En ella asocia el sexo a vileza, suciedad y corrupción física y moral, y la sensación que he tenido tras acabar su lectura es la de haber leído los delirios de un gruñón fundamentalista, de un asceta fanático. 

Sofia Tolstaia
A Sofia Tolstaia tampoco le gustó mucho Sonata a Kreutzer, en la que vio un brutal ataque a su vida conyugal. Y dos años después de su publicación escribió en unos cuadernos escolares su propia versión de la historia escrita por su marido. Frente al machismo generalizador de este, que denigra a las mujeres como colectivo, ¿De quién es la culpa? es un lamento incisivo sobre la fragilidad y vulnerabilidad de una mujer que nunca pensó que el matrimonio sería esa brutal desposesión de su identidad y de sus esperanzas. 

"¿Es este el destino de la mujer?, pensaba Anna. ¿Poner el cuerpo a disposición de un niño de pecho y luego del marido? Uno detrás de otro, ¡siempre! Pero ¿dónde está mi vida? ¿Dónde está mi yo? ¿Ese auténtico yo que una vez aspiró a elevarse y a servir a Dios y a sus propios ideales?"

En la modernidad de su reivindicación feminista, esta novela de Sofia Tolstaia me ha recordado a El cuaderno prohibido, de Alba de Céspedes, o a los relatos de Pardo Bazán sobre la violencia contra las mujeres recopilados en El encaje roto. En todos ellos vibra ese lamento universal de una mujer que se resiste a someterse del todo a la violencia con que la trata su marido. 

Sonata a Kreutzer y ¿De quién es la culpa? representan un diálogo explícito sobre la sexualidad, el matrimonio y el lugar de las mujeres en el mundo que resulta sorprendentemente moderno para la época en la que fueron escritos. Y la segunda novela no solamente es una espléndida refutación del sermón de la primera, sino, en mi opinión, un clásico de la literatura universal, con una heroína a la altura de Emma Bovary o Anna Karénina. 



martes, 7 de enero de 2020

LA MISIÓN DE ALOU. UNA MATERNIDAD ROJA

Alou encuentra un día una estatuilla de madera que se ha salvado milagrosamente de la destrucción yihadista en su país, Mali. Ya se sabe que su devoción fanática persigue todo aquello que no se ajuste a su estrechísima concepción del mundo, ya sean personas o representaciones artísticas. Cuando se entera de la antigüedad de la estatuilla, llamada Maternidad roja, y de su valor incalculable, decide esconderla para ponerla a salvo. Pero, ¿cómo conseguirlo si su propia vida corre el mismo peligro que la Maternidad roja que se ha propuesto salvar de la destrucción?

Este cómic cuenta la historia del viaje de Alou desde Mali hasta Libia, sorteando los peligros del desierto y de los que controlan y se benefician del éxodo de millones de africanos que huyen de sus vidas imposibles. Y una vez en Libia, en patera hasta Lampedusa y dirección norte por toda Italia y Francia hasta el Museo del Louvre, donde se encuentra otra Maternidad roja, hermana de la que Alou lleva escondida en su mochila, custodiada por el mimo de los restauradores. París: el lugar más alejado de la furia destructiva de los yihadistas de su Mali natal, una ciudad en la que tanto su estatuilla como él podrán sentirse a salvo, y mirar hacia el futuro. 

Esta historia de Christian Lax mezcla conservación artística e inmigración, dos temas que no es frecuente que vayan de la mano. Plantea el drama de los refugiados con trazos delicados y violentos, usando colores oscuros, y no es difícil sentir la angustia y el frío calando hasta los huesos de Alou y sus compañeros de exilio en la descripción gráfica de la travesía de dos días por el Mediterráneo hasta alcanzar la isla de Lampedusa. También es una crítica al colonialismo europeo, y explica cómo durante más de un siglo se ha justificado el expolio indiscriminado del arte africano con la excusa de la incapacidad de su gente para salvaguardarlo. 

Paralelamente al sufrimiento del viaje de Alou, seguimos la pista de un restaurador francés del Louvre, cuya pasión por el arte africano resulta contagiosa. Y me ha llamado la atención ese contraste, tan común en nuestra sociedad occidental, entre el interés por las cosas que vienen de África y el desinterés por sus habitantes. Como si una cultura se pudiera entender sin establecer contacto con los que han nacido en ella y la han hecho posible. 

Esta historia me ha abierto dos puertas: una hacia el Louvre y su colección de arte africano, que desconozco a pesar de haber visitado muchas veces el museo. Y otra, hacia el origen de ese arte, hacia el lugar donde quizá debería estar, hacia las personas y el contexto que lo hicieron posible, hacia esa herida que entre todos deberíamos tratar de curar. 






jueves, 2 de enero de 2020

EL VALS HACIA ATRÁS (Firma invitada)

Normalmente leemos y recomendamos historias intensas y duras, esas que llenan estantes y mesas de novedades en las librerías. Reconozco que me encantan los dramas protagonizados por mujeres; las novelas con parejas infelices que buscan salir de sus rutinas o las historias tremendas ambientadas en lugares y épocas remotas. Pero también soy feliz hincándole el diente a una novela aparentemente ligera, de esas que saben sacarte una sonrisa tras otra. Llevaba meses sin asomarme por aquí a compartir lo que he leído últimamente y me parece que El vals hacia atrás es un ejemplo extraordinario de la novela que mezcla dureza y ligereza.

El título de este libro no nos da, a simple vista, muchas pistas de lo que encontraremos en sus páginas y, sin embargo, en esas cuatro palabras se condensa parte de la historia que hay en él. Hay movimiento, hay pasado y Austria es un personaje más. El joven protagonista, Lorenz, está viviendo un momento difícil profesional y personalmente cuando sus tías le implican en la aventura más estrafalaria que jamás habría podido imaginar: un viaje en un Panda rojo desde Viena hasta Montenegro con sus tres entrañables tías y un cadáver congelado.

En principio, estas premisas pueden hacernos pensar que se trata de una comedia sin más, pero en realidad hay más complejidad en sus páginas. Para compensar la extravagancia de la historia que ocurre en el presente, su autora –Vea Kaiser– plantea una estructura narrativa en la que asistimos, de manera intercalada con la actualidad, a momentos de la vida pasada de la familia Prischinger.

Vea Kaiser
Como en las mejores sagas familiares (y esta en concreto me ha llevado en ocasiones a los Estados Unidos rurales de Cuatro hermanas), los secretos, la culpa y la complejidad psicológica de sus protagonistas son los ingredientes principales para tejer una trama que, de atrás adelante y viceversa, moldea las necesidades vitales de sus personajes. Las tres tías de Lorenz guardan, cada una de ellas, fragmentos de vida que se irán descubriendo poco a poco en esas retrospecciones al pasado, desde el más lejano de 1953 hasta el de solo unos pocos años atrás, en 2001. 

El vals hacia atrás recrea, por tanto, cincuenta años de vida familiar diseminados en los mil kilómetros de distancia entre Viena y Kotor, la ciudad montenegrina hacia la que se dirigen los personajes de la novela. El viaje a Montenegro es una excusa y transportar a un cadáver en el vehículo no es más que un puro artificio literario para cargar de humor la narración de cuatro vidas marcadas por el dolor de la infancia y la juventud. Las peripecias de la familia Prischinger hacen ligeras la soledad, el miedo, la culpa, el desamor, las dificultades de las relaciones familiares y la muerte.

Una historia deliciosa para terminar o empezar el año de la mejor manera posible.