Cuando Patricia y yo viajamos a Nueva York nos alojamos en Harlem, así que un día entramos por curiosidad en una iglesia para escuchar una misa góspel. Nos sentamos atrás, tímidos occidentales poco creyentes, y esperamos. No recuerdo nada de lo que pasó durante la primera media hora. Sólo sé que no hubo música. Porque cuando una mujer imponente salió al escenario y se puso a cantar, desapareció todo lo demás.
"Puedes inscribirme en la historia
con tus amargas y retorcidas mentiras,
puedes aplastarme en el fango
pero, aun así, como el polvo, me levantaré".
No sé si la voz portentosa de aquella mujer nos estremecía a Patricia y a mí con este himno de Maya Angelou, pero creo que cualquiera de los que salieron a cantar aquella mañana habría abrazado las palabras de esta mujer y nos habría llevado al cielo con su grito de lucha.
"Como lunas y como soles,
con la certeza de las mareas,
como las esperanzas que brotan poderosas,
así, me levantaré".
Recuerdo aquella música como una fiebre, como un torbellino. Una mano extendida tiraba de algo dentro de mí, algo que acostumbraba a reposar dormido y que con el calor de esa mano despertaba y se sacudía y pedía movimiento y voz y unirse a un coro y a una comunidad de iguales en la que florecer y gritar y exigir un lugar y una dignidad y una esperanza en este mundo.
"Puedes dispararme con tus palabras,
puedes herirme con tus ojos,
puedes matarme con tu odio
pero, aun así, como el aire, me levantaré".
La voz de Maya Angelou es esa comunidad, es esa voz, es esa esperanza capaz de despertar a los dormidos y de curar a los heridos. Es el pájaro enjaulado que no deja de cantar y, a la vez, es la mano capaz de abrir, con su alegría insistente y feroz, la jaula que retiene enclaustrados todos nuestros cantos.
"Dejando atrás noches de terror y miedo
yo me levanto
en un amanecer maravillosamente claro
yo me levanto
trayendo los regalos legados por mis ancestros
yo soy el sueño y la esperanza del esclavo.
Yo me levanto
yo me levanto
yo me levanto".
Y con el corazón expandido, y la euforia brillando en nuestros ojos, Patricia y yo aplaudimos aquella mañana en Harlem al ritmo de los cantos, y unimos nuestra voz a la voz de una comunidad que, a través de una música alegre y fiera, dice basta y se levanta.
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