Mi madre me dice que esta novela está llena de penurias y yo la miro sorprendido, ¿de verdad? Y sí, tiene razón, pero para mí hay demasiada luz y bondad por todas partes para que las penurias importen. Mi madre me dice que le solivianta ese padre irresponsable que dilapida todo su dinero en apuestas imposibles dejando en la pobreza a su familia, y yo la miro sorprendido, ¿de verdad? Y sí, también tiene razón, pero además de ludópata el padre es tan elegante, afectuoso, apasionado (y despistado, volátil y egoísta, vale) que me resulta muy difícil enfadarme con él. Mi madre y yo hemos leído la misma novela. Pero no. La misma novela nos ha leído a los dos, con nuestras diferencias, con nuestras expectativas. Hemos entrado en ella por caminos distintos y hemos visto y sentido cosas diametralmente opuestas. Y lo mejor es que estoy convencido de que si volvemos a entrar en ella, nos encontraremos caminos nuevos constantemente, sendas que esta vez han quedado ocultas, y que leeremos otras familias Aubrey, cada una la suya, cada una distinta.
La familia Aubrey, primera parte de una trilogía emblemática publicada en los años 50, es una novela inabarcable. Es un juego de luces con cientos de colores. Podría ponerme a describir uno por uno todos los que he conseguido ver, pero creo que me voy a limitar a dos. El color de la música. Y el color de la infancia.
Ante la decepción de una vida que nunca llega a convertirse en lo que ellas desean, Clare y sus hijas se refugian en el arte. Estamos en los primeros años del siglo XX y su arte es la música. Cada día, cada hora, en su casa suena una pieza musical. Igual que en cada página de esta novela siempre hay un piano cantando. Una sonata de Mozart, un estudio de Chopin, Rose y Mary practican con ahínco bajo la agudísima vigilancia de su madre para convertirse en su sueño: concertistas de piano. Vivir de la música. Y para la música.
Pero Cordelia, su hermana mayor, no comparte su don. Por más que estudia y estudia, no logra arrancarle a su violín más que quejidos lastimeros. Toca como si estuviera enamorada de la música pero esta fuera incapaz de corresponderle. Inconsciente del peligro, como si entrara con un cigarrillo encendido en una librería. Y por más que sus hermanas y su madre se llevan las manos a la cabeza y la atraen a otras ocupaciones, por más que insisten que tocar así es una profanación del sagrado templo de la música, ella insiste e insiste, lo que le da pie a la autora para una serie de reflexiones profundas y asombrosas sobre qué significa tocar un instrumento, tener talento y vivir por y para algo tan maravillosamente intangible como la práctica musical.
La familia Aubrey es una novela sobre música protagonizada principalmente por niños. La infancia está por todas partes. Todo el libro vibra con una inocencia encantadora, es dulce y naif como una niña que no se malea con la edad, que permanece inmune al cinismo y a los reproches, siempre dispuesta a acudir rauda a los abrazos y a cualquier llamada de lo nuevo y de lo excitante. Las niñas, con sus juegos, difuminan la frontera entre realidad e irrealidad con una excentricidad elegante muy británica. Son niñas que han tenido que sujetar sus anhelos para no caer demasiado a menudo en la frustración, y han aprendido de su madre y de su amiga Rosamund a mimetizarse totalmente con aquello que desean. "Cuando mamá admiraba un diamante en un escaparate de una joyería, emanaba luz como la misma joya; cuando Rosamund expresaba el deseo de que fuésemos todos juntos a la costa, era como una playa a mediodía".
Rebecca West |
Me ha gustado especialmente el personaje de Clare, una madre capaz de mirar a sus hijas "con la sencillez de una niña que abre a otra su corazón". Una madre resuelta, bondadosa y desmañada que mantiene unida a su familia frente a todos los tropiezos mediante la fascinación ante cada pequeño aspecto de la vida, inculcándoles la necesidad de atesorar cada pequeño instante de placer, de degustarlo, de exprimirle todo el jugo posible para convertirlo en asidero cuando vengan malos tiempos.
Es muy fácil caer en el encantamiento y leer la prosa fluida y luminosa de Rebecca West con el mismo arrobo ensimismado con el que uno escucharía una versión delicada de las Variaciones Goldberg. La sofisticación más deliciosa aparece envuelta en la apariencia más sencilla. En un momento de la novela, Clare le dice a una de sus hijas: "debes creer que la vida es tan extraordinaria como afirma la música". Y ahora, cerremos los ojos y escuchemos. La vida, esa vida extraordinaria, está en cada página de esta novela, en cada nota.
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