lunes, 13 de enero de 2020

LOS DÍAS DE LA NIEVE

En el conservatorio tuve una vez un profesor de música de cámara muy mayor. Entraba en el aula a pasitos cortos, e invariablemente se quedaba mirándonos desde el umbral, levantaba el índice y nos decía: a sus puestos, señores. Hacía años que había pasado la edad de jubilarse y se le notaba frágil y aturdido. Sólo nos dio un trimestre, creo, o incluso menos. Y, aunque sus clases eran caóticas y nos volvía un poco locos diciéndonos un día una cosa y al siguiente lo contrario, lo cierto es que todos le guardábamos un respeto especial y mucho cariño.

La profesora que vino a sustituirle fue todo lo contrario. Rígida y canalla, nos daba unas clases que parecían palizas de fisioterapeuta. Salíamos de allí con el orgullo hecho trizas pero con el cuerpo henchido de una nueva sensación de libertad y página en blanco. Nunca nos habló de su predecesor. Ni siquiera una vez le nombró, hasta varios años después, en la cafetería, después de un concierto, y cuando todos teníamos ya un pie en las vacaciones, nos contó que aquel viejo señor admonitorio, aquel caótico abuelete, le había enseñado todo lo que sabía. Que había sido una leyenda viva, un ejemplo de dignidad en épocas oscuras que había hecho florecer vocaciones profundas en sus alumnos menos fértiles. Había un brillo apasionado en su relato, mezcla de admiración y de pena por el maestro perdido, un homenaje emocionado que abría una nueva ventana por donde recordar a aquel hombre que poco a poco habíamos ido olvidando.

Al leer este monólogo teatral de Alberto Conejero sobre Josefina Manresa, la viuda de Miguel Hernández, he recordado aquella anécdota de conservatorio, y me he dado cuenta de que a veces la mejor forma de acercarse a la memoria de alguien es a través de los recuerdos de aquellos que mejor supieron amarlo.  

Josefina Manresa (1916-1987) apenas llegó a disfrutar de la compañía de su marido. Debido a la guerra civil, la suya fue una relación a distancia, alimentada por el millar largo de cartas que se intercambiaron y breves encuentros en los permisos aislados que pudo tener Miguel Hernández. Josefina perdió a su padre, guardia civil, asesinado por los milicianos al inicio de la guerra. Perdió a su madre un año después. Perdió a su primer hijo, muerto a los diez meses. Y por último perdió a su marido, el ilustre poeta, muerto de tuberculosis en las cárceles franquistas. Todas esas pérdidas, cuando aún no había cumplido veintisiete años, surcaron en su rostro una profunda tristeza, que este monólogo recrea en su canto melancólico, arrullado por la canción incesante de una máquina de coser. No cuesta entender que a veces recordar su pasado conllevara un dolor demasiado agudo. "Una tiene derecho a los recuerdos. Pero más derecho tiene a los olvidos."

Josefina Manresa
Hay una honradez y una bondad profundas en esta recreación de la vida de Josefina Manresa. A través de su voz, y de su amor por las palabras ("pienso en las palabras, como si las cosiera y las descosiera"), cobra vida de nuevo la risa de su marido, su pasión por la vida y por la tierra y su esperanza por un futuro limpio de dentelladas y de duelo. Esta es una historia de amor, al fin y al cabo, de amor más allá de la derrota y de la muerte. Del amor de una joven herida que, entre la ropa de cama en el fondo de un baúl, protegió y cuidó la memoria de su marido, el legado literario de uno de los mejores poetas de la literatura española de todos los tiempos. 

"Yo elegí estar del lado del amor. Quedarme con Miguel, y Miguel conmigo. Abrazarnos, resistir juntos la miseria, el hambre y los días de la nieve."
Eligió el amor, sabiendo que era la única fe posible, quizá, para sobrevivir a tanta muerte. 



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