miércoles, 29 de noviembre de 2023

NATURALEZA, CULTURA Y DESIGUALDADES

Los que más tienen, más deben aportar. No sé cuándo aprendí esto, pero se me quedó grabado hace mil años, junto a las cosas básicas de las conductas humanas como saludar y despedirse y tratar a las personas como iguales. Parece una perogrullada, pero no siempre lo es. Un ejemplo: vamos a comprar un regalo entre dos que cuesta 12€ y yo tengo el triple de recursos que la otra persona, por lo tanto, según mi lógica, yo pondré 9€ y la otra persona pondrá 3€. Esa es mi idea de equidad, y procuro practicarla siempre que puedo y que considero que va a ser bien aceptada. Es lo que considero justo. A mí me parece de cajón. Pero no todo el mundo piensa lo mismo. 

He pensado en estas formas de aplicar la equidad a la vida cotidiana al leer este pequeño ensayo de bolsillo de Thomas Piketty. Es verdad que proponer la equidad en lugar de la igualdad requiere a veces desafiar enseñanzas incrustadas muy profundamente en nuestras conductas, desafiar lo que consideramos que es correcto. Pero sin esos desafíos lo más probable es que siempre acabemos volviendo a los mismos patrones de desigualdad de siempre. Y acabemos pensando que es lo natural. Si nuestros abuelos y nuestros padres han tenido matrimonios desigualitarios, si vivimos en una sociedad desigualitaria, si hay sometimiento y dominación en prácticamente todos los aspectos de las relaciones humanas, ¿no será que la desigualdad es lo natural y pretender la igualdad una quimera?

Pues no, sostiene Piketty. No existen desigualdades naturales. La desigualdad es la consecuencia de decisiones políticas, del monopolio de las fuerzas dominantes que tienden a presentarla como inevitable. Los judíos no conciben que los palestinos puedan ser sus iguales, la sola idea les resulta escandalosa y terriblemente ofensiva. Lo mismo pasa con los españoles blancos en relación a los españoles negros (aquello de que un negro pueda ser de Huesca, dios mío, qué invento más extravagante, ¿no?), con los nacionalistas españoles en relación a cualquier árabe pobre, tenga la nacionalidad que tenga, y con la población en general en relación a las personas gitanas, siempre distintas, siempre las otras, las inasimilables. 

En los últimos dos siglos, desde el fin del Antiguo Régimen en Europa, defiende Thomas Piketty en este breve ensayo, estamos asistiendo a una tendencia hacia una mayor igualdad, "un proceso vacilante y caótico en el que el conflicto social desempeña un papel determinante". Pero en este incipiente siglo XXI nos enfrentamos a un desafío de proporciones mayúsculas que ya está poniendo a prueba nuestra capacidad para mantener la justicia social: la emergencia climática. Paradójicamente, cuando más falta hace la cohesión social y la lucha conjunta para frenar el calentamiento global y la destrucción del planeta, más polarizadas están las sociedades industrializadas y más apoyos suscitan los movimientos de extrema derecha que no solo torpedean las tímidas medidas adoptadas, sino que niegan el cambio climático y la posibilidad de una mayor igualdad para hacerle frente. Y es que "no habrá salida al calentamiento global, no habrá reconciliación posible entre el ser humano y la naturaleza, sin una reducción drástica de las desigualdades y sin un nuevo sistema económico, radicalmente diferente al capitalismo actual", que ponga freno a la desenfrenada contaminación y extracción de recursos de las élites económicas mundiales, que nos llevan al colapso con el único afán de seguir enriqueciéndose. 

Este texto conecta con Menos es más, de Jason Hickel, al defender que el PIB no es un indicador que mida el bienestar de las personas, sino el bienestar del capitalismo, que a menudo suele ser enemigo del primero. Y también me ha hecho pensar en La doble jornada, de Arlie Hochschild, al incidir en el hecho de que la lucha por la igualdad de género es una revolución estancada por la feroz resistencia de un sistema patriarcal para el que la igualdad real entre hombres y mujeres, en la práctica, es una herejía inconcebible. Pero no solo la lucha por la igualdad de género está estancada, también lo están la inversión en educación, la justicia social y la progresividad fiscal. Siempre me impacta ver esos gráficos que muestran que las rentas altas en Estados Unidos estaban gravadas con hasta el 80% y el 90%. Cuesta imaginarlo, ¿verdad? Pero se hizo durante casi medio siglo, desde 1930 hasta 1980. Y fue la época de mayor esplendor económico de Estados Unidos, y del despegue de la clase media, que luego copiaríamos en Europa. 

La concentración extrema del capital en manos de muy pocos enferma las sociedades y las violenta. Cierto es que a lo largo del último siglo ha habido una tendencia igualitaria del reparto de la renta, especialmente en Europa, pero no del reparto de la riqueza. Hace un siglo, en Francia, el 50% de la población poseía el 2% de la riqueza global. Hoy posee el 4%. Un progreso, sí. Pero tan diminuto que apenas se le puede llamar así. Sin embargo, lo llamamos así. Y no solo eso: nos creemos que hemos cambiado, y que hemos avanzado tanto que todos en realidad ya somos clase media. Es el triunfo de un relato aspiracional que nos han vendido para hacernos creer que podemos aspirar a cosas a las que en realidad no tenemos acceso, a menos que nos endeudemos (y a menudo ni así). Este relato es enormemente útil para las clases económicas dominantes porque apacigua la lucha de clases, hace creer a la población más pobre que ya ha alcanzado un nivel económico de seguridad porque puede adquirir bienes de consumo, y neutraliza las reivindicaciones sociales. El naufragio del sindicalismo en los últimos cuarenta años es una buena prueba de esta deriva desigualitaria. 

Yo siempre me pregunto lo mismo cuando veo a tanta gente defender la desigualdad: ¿Queremos de verdad vivir en una sociedad con una concentración así del poder económico? ¿No estamos ya cansados de los interminables conflictos que genera?  ¿No es más justo y razonable aportar según los medios que cada uno tenga y no todos lo mismo, ya sea para comprar un regalo o para pagar una multa? ¿No nos hace más humanos y mejores la equidad que la igualdad?





lunes, 27 de noviembre de 2023

TU NOMBRE NO ES TU NOMBRE

¿Qué sentirías si te dijeran que tu nombre no es tu nombre, que tus padres no son tus verdaderos padres, que tu origen es una mentira, que tu fecha de nacimiento es falsa, que esa mujer y ese hombre a los que llamas papás, esos que te cuidaron, te educaron y te amaron, y te siguen queriendo hoy como desde el primer día, fueron cómplices del secuestro y del asesinato de tus verdaderos padres y te adoptaron robándote tu identidad?

Esto es lo que le dijo un juez en el año 2000 a una chica de veinte años llamada Mercedes Landa. Que no se llamaba Mercedes Landa, sino Claudia Poblete Hlaczik, que los que habían sido sus padres estaban en esos mismos momentos de camino a la cárcel por secuestro y robo de identidad, y que la familia de sus padres biológicos, asesinados en los vuelos de la muerte, una familia que llevaba veinte años buscándola, la esperaba fuera del juzgado, por si deseaba conocerla. 

¿Cómo se conjuga el recuerdo de una infancia feliz con la noticia de que fue propiciada por un crimen? ¿Cómo se reconstruye una identidad cuando te enteras de que los recuerdos y todo el afecto sobre los que se sustenta son una impostura criminal?

Este libro relata el caso concreto de una mujer a la que robaron su identidad cuando era un bebé. Pero es un libro también sobre los crímenes de la dictadura argentina y sobre cómo el terrorismo de estado no solo mata sino que hiere la memoria y la identidad de las personas. Hasta hace muy poco, existía cierto consenso en el repudio de la dictadura de Videla en Argentina. Los juicios continuados y una voluntad política de mantener la dignidad de la memoria histórica hacían que fuese muy difícil justificar lo injustificable. Pero las cosas están cambiando. En noviembre de 2023 llegó al poder un presidente en Argentina que se atreve a poner en duda los crímenes de la dictadura, que dice en público que no fueron 30.000 los muertos y desaparecidos, como el propio Videla llegó a admitir, y reproduce el lenguaje de los propios militares condenados al hablar de "excesos" y "errores" para referirse a los secuestros, violaciones, torturas y asesinatos cometidos de forma sistemática y planificada. 

Como dice Juan Gabriel Vásquez en un artículo de El País: "La lección, si es que se puede sacar una lección de todo esto, es que nunca se cierra nada: la violencia no solo engendra más violencia, según el lugar común que es implacablemente cierto, sino que envenena nuestra relación con el pasado. O, por mejor decirlo, la violencia tiene un talento misterioso para no quedarse nunca en el pasado: para volver siempre, convertida en otra cosa, encarnando en otros monstruos".

Y para combatir esos monstruos es imprescindible volver la mirada hacia aquellas personas que los combatieron antes que nosotros. Que los combatieron cuando esos monstruos tenían poder para violentarlas y perseguirlas y asesinarlas. Que los siguieron combatiendo públicamente, de frente y sin arredrarse, incluso cuando esos monstruos las golpeaban, las secuestraban y las desaparecían. Personas como las madres y abuelas de la Plaza de Mayo, un ejemplo asombroso de sororidad, quizá el más poderoso de la historia reciente en todo el mundo, que conmueve y admira hasta las lágrimas. Mujeres valientes hasta lo increíble en una sociedad donde la norma era no preguntar, no querer saber por puro miedo de verse envuelto en algún tipo de complicidad, una sociedad sometida a la paranoia de la culpabilidad colectiva, una sociedad en la que todo el mundo conocía a alguien que había desaparecido y nadie sabe bien por qué. 

Me ha parecido magnífica la descripción de cómo Mercedes Landa empezó a ser Claudia Poblete Hlaczik, se atrevió a ser Claudia Poblete Hlaczik. Porque la transformación no era fácil. Requería dejar su única identidad conocida, la educación que le enseñó que los militares habían librado una guerra de baja intensidad contra unos terroristas que querían acabar con la patria y que asesinaban a niños. Requería dejar esa identidad para aprender a entender de otra manera la palabra víctima y la palabra libertad, para abrazar una herida, un dolor innombrable que, además, era un dolor colectivo y sangrante que no desaparecía nunca de las noticias y de la memoria del país. Requería conocer a su familia biológica, tías, tíos, primas, abuela, una familia que, al conocerla a ella, supieron definitivamente que sus padres habían muerto y tuvieron que conjugar la felicidad del reencuentro con el duelo de la pérdida. Requería un esfuerzo doloroso y difícil, pero al final el lenguaje de la verdad se impuso. No se puede vivir toda una vida en la mentira. Aunque la verdad duele, Claudia Poblete Hlaczik decidió abrazarla. Con sus aristas y tiranteces, con la herida abierta de sus padres asesinados con la complicidad de sus padres adoptivos. 

Ese cambio de nombre, esa restitución de la memoria, esa aceptación de la herida y de la pérdida, esa condena de cárcel para los milicos que se apropiaron de aquel bebé y le arrebataron su historia y la educaron en el odio a sus orígenes, es una gran victoria. Es el triunfo, un triunfo turbio y doloroso, pero triunfo, al fin y al cabo, de la justicia sobre el crimen, de la verdad sobre la crueldad. De la memoria sobre la cultura de la muerte. 





jueves, 23 de noviembre de 2023

VENTISCA

Con el corazón en un puño y casi muerto de frío por dentro. En una veraniega y apacible tarde de octubre, así leí esta novela breve y dura que me llevó al centro de una terrible ventisca en Alaska. 

Una mujer pierde de vista a un niño y, un instante después, ya no está. El viento ocupa su lugar. El frío. Ella lo busca. Lo busca por todos lados. Pero no está. Se ha esfumado. Ha desaparecido. 

Dos hombres también lo buscan. Cada uno con sus motivos. Lo buscan helados de frío, temiendo lo peor. Cada minuto cuenta. Cada segundo. No es tierra para hombres. Es una locura estar fuera con esta ventisca. No es tierra para hombres. Menos para niños. 

Cuatro personajes cuentan esta búsqueda incesante hacia la nada. Hacia el frío y el vacío. Hacia el pasado. En capítulos cortos, como jadeos de esfuerzo, cuentan también su historia. Qué les ha llevado hasta ese lugar perdido, salvaje. Van desvelando sus secretos capa a capa, como si se fueran quitando capa a capa sus múltiples abrigos, gorros, guantes, jerseys. Todos esos secretos que, como ropa protectora, les han mantenido a salvo. A salvo de quién. A salvo de sí mismos. 

Duro. Cortante. Violento. Así es el clima de Alaska. Así es también esta novela. Un diamante que, sin embargo, esconde una delicadeza especial. Una humanidad conmovedora. Luz. Fuego de chimenea. Un refugio cuando cae la noche. Cierta redención. Porque todas las ventiscas, en algún momento, terminan. 




lunes, 20 de noviembre de 2023

EL LIRIO BLANCO

Hacía ya bastante tiempo que leer los nuevos Astérix se había convertido en una rutina un poco desencantada. Me gustaban. Siempre me gustan los Astérix. Hay algo en las viñetas que creó Uderzo que son un viaje en el tiempo instantáneo, el sofá siempre se convierte en un delorean que me lleva directo a la infancia más feliz. Pero una parte de mí ya no volvía. Me parecía que las historias tenían un puntito de impostura, de decorado. Alguna vez pensé que era mi mirada envejecida la que ponía el filtro del desencanto. Pero, curiosamente, el filtro desaparecía cuando volvía a los originales. Prejuicios, prejuicios, quién sabe. Lo cierto es que hacía años, muchos años, que no disfrutaba de una nueva historia de Astérix como he disfrutado esta. ¡Qué maravilla de viaje, Doc!

Y es que ya solo la primera página promete maravillas. Juegos de palabras, ironías, guiños a la historia de Roma, a los idus de marzo, todo con esa sutileza infantil de varias capas de significado que tanto me seducía en los guiones de Goscinny. Y al pasar a la segunda página: ¡tachán! Aparece el verdadero protagonista de la historia, para mí. Y no, no es Astérix ni Obélix ni ningún galo majete. Es el gran Viciovirtus, médico en jefe de los ejércitos de César, y un iluminado de la psicología positiva que ha encontrado la fórmula perfecta y definitiva para doblegar de una vez por todas a la aldea gala rebelde más famosa del imperio: contagiarles la felicidad universal. 

La gran mofa del pensamiento positivo, cuyas trampas descubrí en el imprescindible Sonríe o muere, de Barbara Ehrenreich y que tan en boga está en nuestra sociedad neoliberal, incluye todos los buenos ingredientes de los Astérix de siempre, esta vez transformados por los ingredientes de la felicidad universal: los jabalíes se han vuelto mansos y cariñosos, los legionarios reciben los golpes con alegría estoica, el pescado de Ordenalfabétix ya no huele a podrido, las peleas y los piques se han esfumado y, terror de los terrores, incluso los recitales de Asurancetúrix ya no provocan batallas campales: ¡socorrooooo!

Por supuesto, todo este desaguisado tan feliz no puede durar, por el bien de la salud mental de nuestros queridos amigos, así que el astuto Astérix idea un plan para combatir esa insensatez capaz de volvernos locos a todos. En definitiva, me lo he pasado en grande, me he reído a carcajadas con los intentos de Obélix de subirse a un patinete para evitar los atascos de Lutecia y he vuelto a la infancia con los personajes que más felicidad verdadera, pero verdadera de la buena y no la obligatoria e impostada de Viciovirtus, me regalan. 





viernes, 17 de noviembre de 2023

EL ROJO NO ESTÁ ENFADADO, EL AZUL NO ESTÁ TRISTE

Pues no, claro que no. El rojo no está enfadado ni el azul está triste. Los colores expresan emociones de una forma libre, y cada uno los puede entender a su manera. Y ellos mismos, los propios colores, pueden explicar mejor su libertad que cualquiera. 

Un día, Osa, Ciervo y Ardilla están disfrutando de una tranquila tarde en el bosque cuando aparece su amigo Zorro. Ay, pobrecito, le dicen, qué te pasa, seguro que hablando te encuentras mejor, cuéntanos. Pero ¿qué ocurre? ¿Por qué me decís esas cosas? -pregunta Zorro extrañado. Porque estás vestido de azul. ¡Llevas el color de la tristeza!

El color de la tristeza. Parece una metáfora, una de esas frases que dicen los adultos cuando se las quieren dar de interesantes y te miran de reojo y no hay quien los entienda. Porque, en serio, ¿quién entiende eso del color de la tristeza? ¿Qué color es ese? Para entender que estamos tristes no necesitamos ponernos de un color. Podemos vestirnos de amarillo aunque no tengamos un buen día. Y el rojo puede ser nuestro color favorito por más que seamos personitas muy muy tranquilas. 

¿Os imagináis tener que esperar a estar enfadados para poder poneros vuestro abrigo rojo? ¿O tener que sufrir una constante disonancia, con la alegría y la tristeza de un lado para otro como en un partido de tenis, al poneros vuestro jersey favorito que mezcla el azul y el amarillo?

Y mucho cuidado, Osa, Ciervo, Ardilla y Zorro, que ese pajarito con la cara rara, vestido de muchos colores, a lo mejor no está ni triste ni enfadado ni alegre ni tranquilo. Quizá le pasa algo que no podéis ni imaginar. ¿Os atrevéis a descubrirlo?



 


lunes, 13 de noviembre de 2023

NUESTRAS PALABRAS

Un sábado de noviembre por la tarde. Llueve, hace frío. Las hojas vuelan. Tiritan. Nuestra gata se enrosca sobre una manta y ronronea con los ojos entrecerrados. En el salón iluminado y cálido suena Lakmé mientras empiezo a poner el color de fondo de una nueva pintura al pastel. Gris azulado de la que luego saldrá cielo y agua. O eso espero. Música, pintura, creatividad, reposo. A esto me quiero dedicar más a menudo cuando pueda dejar de trabajar. A crear cosas. El arte es un espacio de libertad inmune a la desgracia y al tedio. Se nutre de soledad pero la trasciende. Nunca estoy más solo que cuando pinto o toco el piano. Y nunca me siento solo. Me acompaña algo indefinible. Un propósito. Una voluntad de mejorar algo, de aportar algo, quién sabe qué. Un significado. Un puente entre dos orillas, una cabaña de madera en un bosque helado. Es un refugio también contra la violencia, un espacio de seguridad en el que el totalitarismo de las noticias de todos los días no puede entrar. 

Este breve ensayo, muy en la línea de La utilidad de lo inútil, de Nuccio Ordine, trata sobre lo que nos sucede al relegar el estudio de las humanidades y las artes en beneficio de las ciencias y la tecnología. El impacto, por ejemplo, que sufre la convivencia democrática cuando priman la competición y el beneficio personal sobre los valores éticos del bien común y la cooperación. El vacío de propósitos y objetivos vitales de tanta gente cuando la trascendencia del arte y la capacidad filosófica de cuestionar la realidad dejan de ser pilares sobre los que sustentar la vida cotidiana. El filólogo George Steiner, el poeta Adam Zagajewsky y la helenista Jacqueline de Romilly defienden el humanismo frente a la deshumanización de nuestro presente, el valor de lo "inútil" frente al utilitarismo que nos gobierna y un regreso constante al pasado para encontrar faros que puedan iluminar un futuro más compasivo y más humano. 

Cuenta Rob Riemen en el prólogo que el famoso chelista Janos Starker, recién llegado a Estados Unidos desde su Hungría natal a finales de los años cuarenta, sintió que su deber era mantener vivo el legado musical que había recibido. Mantener viva la llama, la llama sagrada del conocimiento, de la cultura, de ese inexplicable espíritu que late en las obras maestras de la música clásica y que nos eleva por encima de nosotros mismos. Un Starker ya octogenario le urgió a Riemen al despedirse en su última entrevista: Rob, carry the flag! Lleva la bandera, toma el relevo y mantenlo bien alto todo el tiempo que haga falta, el mundo necesita urgentemente que lo salven, todos los días, que lo salven de su propia violencia, de su propia atracción hacia la destrucción y el vacío. Y eso hacen el arte, la música, la filosofía, el humanismo: salvarnos, todos los días, desde un color o un aria, desde la emoción más diminuta hasta el marco de pensamiento que nos dirige y mantiene a flote durante toda la vida. 

La tarde del sábado anochece y P. llega a casa tras todo el día fuera. La música de Léo Delibes todavía vibra en las plantas del salón mientras me cuenta las anécdotas de su día. Le enseño mi pintura y hablamos de los colores. Del agua y de la luz. De lo difícil que es pintar una sombra sobre el agua. Arrebatarle un instante de belleza a una hoja en blanco. Unos minutos en los que el arte no solo es mi aspiración, mi alimento y mi soledad más habitada, sino también un vínculo, un hilo de oro que entretejemos en el tapiz de nuestra vida en común. 





jueves, 9 de noviembre de 2023

VIVIR CON NUESTROS MUERTOS

En este mundo cada vez más polarizado, en el que cualquier vecino encantador te puede abordar en el portal para decirte con sonrisa inocente que ojalá volviera la dictadura, este librito de la rabina Delphine Horvilleur es una bocanada de tolerancia y aire fresco: un homenaje a la convivencia no solo pacífica sino colaborativa y hermanada entre culturas y religiones distintas. 

La autora se reconoce en la definición de "rabina laica", una judía francesa cuyo trabajo la acerca constantemente a personas moribundas y a sus familias, a los cementerios y al dolor. Con su papel de acompañante en el dolor, despliega una prosa bella y compasiva, de una humanidad humilde y cálida que desarma y emociona. Una prosa que ve a los demás, que escucha y reconoce y valida la vulnerabilidad humana. Es un don esa capacidad de desprenderse de sí misma para poner todo el foco en la persona que tiene delante, renunciar a contarse a sí misma y a la vez poner todo lo que es en contar los relatos ajenos, comprender, sentir, entregarse a los demás. 

Deposita su fe en una sociedad que defienda siempre un espacio para creencias que no son la nuestra. Defiende la laicidad francesa como "un espacio de nuestras vidas que nunca se satura de convicciones y garantiza siempre un vacío hueco de certezas. Impide que una fe o una pertenencia acaparen todo el espacio. Siempre hay en ella un territorio más amplio que mi creencia, capaz de acoger la de otro que ha llegado a él para respirar". 

Vivir con nuestros muertos trata sobre la importancia de los relatos para que la muerte no tenga la última palabra. Para que el dolor vivido a solas y en silencio no impida que el legado de la persona muerta se ramifique, prospere y florezca de las maneras más impredecibles en las personas que la recuerdan. Es vital hablar de los muertos con respeto y con cariño, con el mismo respeto y cariño que nos debemos a nosotros mismos, pues los vínculos que en vida sembramos con ellos los han convertido en parte de nosotros. 

El momento de la muerte a menudo rompe los relatos en dos. El trauma genera un antes y un después, marcados ambos por el dolor, nuestro dolor. Los relatos que incorporan la muerte como un elemento imprescindible y natural de la vida pueden impedir que la pérdida sea percibida como algo inconcebible y que el dolor abrupto secuestre el conjunto de una existencia que siempre es mucho más que su desenlace. Qué triste es ver el recuerdo de toda una vida reducido a las circunstancias de su final, como si toda nuestra vida pudiera caber condensada en lo único, quizá, que no está en nuestra mano decidir. 

¿Qué es la muerte? ¿Qué significa? ¿Cómo se sobrelleva? Son preguntas que no tienen respuesta. Nadie puede dárnosla. Ni siquiera una rabina laica. Delphine Horvilleur escribe que la muerte de alguien es una pregunta que los vivos tenemos que aprender a responder, cada uno a nuestra manera. Esa respuesta individual e intransferible es el relato íntimo con el que hacemos crecer el legado que esa persona ha dejado en nosotros, la semilla de algo que podrá seguir creciendo en nosotros a través del recuerdo.  

"La palabra hebrea jaim, la vida, es un plural; y es que en esta lengua la vida no existe en singular. El hebreo proclama que cada uno de nosotros tiene muchas vidas, no sucesivas sino trenzadas, como hilos que se cruzan a lo largo de la existencia y aguardan el desenlace para distinguirse. En hebreo, nuestras vidas conforman un tapiz hasta que podamos deshacer los nudos contando nuestras historias". 

Las vidas de Delphine Horvilleur son múltiples. Francesa, laica, rabina, judía, periodista, liberal, feminista. Su amor por las palabras, por su etimología, por sus hermanamientos más allá de los idiomas y su inmensa capacidad para definirnos es una faceta más de su amor por la libertad. Amor por las palabras que acompañan, que nos importan, que nos permiten vivir sin violencia y que, más allá de la muerte, nos trascienden en los relatos de los demás.  



lunes, 6 de noviembre de 2023

SALVAR EL FUEGO

"Si el fuego quemara mi casa, ¿qué salvaría? Salvaría el fuego". 

Con esta cita de Jean Cocteau arranca esta novela. Y desde la primera página te arrolla. Te pasa por encima como el vendaval de un enamoramiento incontenible. Torrencial, descarnada, apasionadísima, cruda, lírica, avanza a borbotones abriendo en canal a los personajes y al lector. Muerde, araña, rasga, se abre paso a dentelladas. Como dice un personaje, "ya basta de niños bien queriendo escribir como simbolistas franceses". Esta novela agarra la delicadeza simbolista y le prende fuego. Y es que en estas páginas crepita el fuego. Un fuego que calienta, que da vida, que ilumina todo por lo que merece la pena vivir. Y que a la vez lo incendia. 

Conocía a Guillermo Arriaga por sus guiones de Amores perros, 21 gramos y Babel, tres películas que vi casi seguidas hace muchos años, a una edad en la que mi cuerpo pedía intensidad y la buscaba a diario hasta debajo de las piedras. ¡Y dios que eran intensas! Me entra curiosidad por saber qué pensaría hoy de ellas. Supongo que alguna brasa del incendio de entonces perdura, puesto que he disfrutado enormemente de volver al universo de Arriaga. Parece que sigo estando dispuesto a salvar el fuego. 

Son tres historias con tres lenguajes distintos, tres tonos, tres registros. Una coreógrafa de clase alta, con tres hijos y una vida convencional. Un preso condenado por homicidio múltiple, inteligente y amenazante como un león detrás del cristal. Y la historia de su origen contada por su hermano, que nos sumerge en un mundo desconocido y brutal de pasiones violentas y despiadadas venganzas en un México desaforado. Por último, como contrapunto, un cuarto registro: el de los presos, con los relatos que escriben en la cárcel y retrata un crisol de vidas rotas, más vivas y más vulnerables de lo que uno puede imaginar. 

Salvar el fuego trata sobre violencia, intimidad, delincuencia, política, racismo, colonialismo, pueblos oprimidos, corrupción, cárteles, poder. Sobre el poder de los padres sobre los hijos, el poder de los hombres sobre las mujeres, de los ricos sobre los pobres, de los libres sobre los presos, de los armados sobre los indefensos, de los violentos sobre los mansos. El poder del deseo sobre la comodidad. Del riesgo sobre la estabilidad. De la adrenalina y de la loca aventura sobre la costumbre. 

Es la historia de un padre abusivo que organiza la educación de sus hijos como si fuera una dictadura marcial. Y la de un hijo que se rebela apagándola con fuego. 
Es la historia de una cárcel ruidosa de presos que claman venganza. Homicidas, ladrones, violadores. Presos fieras, presos muertos por dentro y rebosantes de energía loca. Presos sin tiempo ni vida por delante, repasando en secreto las líneas de sus "cicatrices rencorosas". 
Es la historia de un preso para el que el deseo, la atracción, incluso la posibilidad del amor no son más que grilletes que añadir a su rutina. Y, sin embargo, cómo resistirse a ellos. Cómo no ver, no sentir el torrente de sangre subvertir el orden del mundo. Cómo cerrar los ojos a la vida que brota y se desborda. 

Sí, también es una historia de amor. Y de celos. Hay mucho regusto shakespeariano, con un narco enloquecido cual Otelo del desierto. Y una descripción descarnada de un México escindido en clases sociales enfrentadas y aisladas que se temen porque no se mezclan, no se conocen. Suspicaces unas con otras. Siempre listas a señalar lo peor y atrincherarse. Y luego está ese país paralelo que rige bajo otras leyes. Las leyes del chantaje, de la amenaza y del asesinato. Las leyes de la droga y de la delincuencia. Las leyes del narco. 

He leído esta novela a toda velocidad y cada vez más rápido. Sentía su urgencia, su apremio. Por momentos pensaba en una gran bola de fuego que va cayendo poco a poco por una pendiente, poco a poco va deslizándose más y más deprisa, más frenética, hasta arrasarlo todo a su paso. Una bola de fuego que solo perdona a aquellas personas que, inmersas en un incendio, estén dispuestas a salvar el fuego. 



jueves, 2 de noviembre de 2023

PALESTINA (SACCO)

He tardado casi un mes en ponerme a leer un libro sobre Palestina. Un mes de desayunar con noticias de bombardeos, de asesinatos, de secuestros, de niños muertos, de ira. Un mes en el que la actualidad informativa me impedía estar atento a otras cosas, me impedía concentrarme en el día a día. Incluso me impedía alejarme de la sucia y terrible realidad inmediata para pensar en el conflicto desde más lejos, para intentar encajar lo que está sucediendo en este aciago octubre de 2023 dentro de lo que lleva ocurriendo desde hace un siglo en Palestina. 

Y decidí romper ese bloqueo lector con este cómic de Joe Sacco que llevaba años en mi pila mental de libros pendientes. Sacco estuvo casi tres meses en los territorios ocupados a principios de los años noventa, cuando la primera intifada languidecía de puro cansancio tras cuatro años de piedras contra tanques, y por la perspectiva cada vez más cercana de unos acuerdos de paz (los famosos Acuerdos de Oslo) en los que, en realidad, no creía casi nadie en Palestina (y con razón, visto lo que sucedió en los años posteriores y que está muy bien explicado en Palestina. De los Acuerdos de Oslo al Apartheid). Con el material narrativo y gráfico de esas semanas en Gaza y Cisjordania escribió este cómic: una obra fundamental para entender la vida cotidiana y la realidad de la vida de los palestinos en esa época, que, a pesar de lo terrible e inhumana que ya era, desde entonces no ha hecho más que empeorar. 

Con un tono por momentos desenfadado y sarcástico, Joe Sacco cuenta historias de Cisjordania, historias de Gaza, historias de campos de refugiados, de la vida cotidiana, de las reuniones clandestinas, de los cumpleaños y de las bodas, de los nacimientos, de las familias numerosas, de niñas que desean estudiar y salir al extranjero cuando ni siquiera pueden salir de Gaza, de niños que lanzan piedras y son tiroteados. Son historias de ira, de odio, de pura furia y desesperación, pero también de fatalismo, de ilusoria esperanza, de resignación. Historias de enfrentamientos, de redadas, de escaramuzas. De madres que ven cómo mueren sus hijos tiroteados, que persiguen los cuerpos heridos de sus hijos de hospital en hospital y ven cómo los dejan esperando y no los tratan y no los cuidan y los dejan morir en los pasillos porque, total, son palestinos. De traductores que traducen todas estas historias y se rompen a mitad del relato porque sencillamente ya no pueden soportar tanta desgracia. De barricadas, de gas lacrimógeno, de torturas, de arrestos que parecen secuestros, de encarcelamientos sin juicio. Historias de violencia, de la violencia sin fin e impune de quienes ostentan su monopolio y se sienten legitimados a usarla a discreción. 

Y entre historia e historia va intercalando información sobre los enfrentamientos, contexto para entender la otra cara de la moneda de un conflicto que él siente que siempre se ha contado desde el punto de vista israelí. Porque este es un conflicto desigual. Es lo primero que llama la atención. Aquella imagen icónica, que no sé por qué tengo grabada en la memoria, de un chaval palestino lanzando una piedra a un tanque israelí es una buena metáfora de la desigualdad que siempre ha habido entre el poder de los ocupantes y la vulnerabilidad de los ocupados. Y esa desigualdad se ha visto subrayada y agravada por las coberturas informativas. Los israelíes son asesinados mientras que los palestinos simplemente mueren. El lenguaje define los derechos humanos y quién tiene acceso a ellos. Basta un israelí muerto para que los problemas de los palestinos dejen de importar. La vida de un israelí tiene el peso del holocausto, de una culpa colectiva que nunca podrá ser redimida. Acabar con ella no solo es un crimen, es un ultraje a la historia. Las vidas de los palestinos no tienen peso histórico. Son las malas hierbas del jardín del edén, matojos que hay que desbrozar para poder vivir con plenitud la exuberancia de la tierra prometida. 

Cuando el valor de una vida se determina por el origen, la nacionalidad, la etnia, la religión, el idioma o el color de tu piel, la convivencia pacífica con los que no son como tú se vuelve imposible. Esta es la esencia de todos los nacionalismos excluyentes. Desde el sionismo hasta cualquier extrema derecha europea. Los derechos humanos básicos, consensuados a finales de los años cuarenta para no repetir las barbaries de las guerras mundiales, están siendo puestos en entredicho por políticas excluyentes en todo el mundo. Políticas que deshumanizan a los que no pertenecen al grupo dominante. Políticas que usan el miedo para atizar el odio a los diferentes, a los que consideran bárbaros. Hoy en día, estas políticas, con la israelí a la cabeza, pisotean los derechos humanos y el derecho internacional humanitario constantemente. Y no pasa nada. Ponen en peligro la estabilidad mundial. Quiebran nuestros valores. Nuestra convivencia. Asesinan impunemente. Son el naufragio colosal de toda una civilización. Nos ponen en peligro a todos.