Un sábado de noviembre por la tarde. Llueve, hace frío. Las hojas vuelan. Tiritan. Nuestra gata se enrosca sobre una manta y ronronea con los ojos entrecerrados. En el salón iluminado y cálido suena Lakmé mientras empiezo a poner el color de fondo de una nueva pintura al pastel. Gris azulado de la que luego saldrá cielo y agua. O eso espero. Música, pintura, creatividad, reposo. A esto me quiero dedicar más a menudo cuando pueda dejar de trabajar. A crear cosas. El arte es un espacio de libertad inmune a la desgracia y al tedio. Se nutre de soledad pero la trasciende. Nunca estoy más solo que cuando pinto o toco el piano. Y nunca me siento solo. Me acompaña algo indefinible. Un propósito. Una voluntad de mejorar algo, de aportar algo, quién sabe qué. Un significado. Un puente entre dos orillas, una cabaña de madera en un bosque helado. Es un refugio también contra la violencia, un espacio de seguridad en el que el totalitarismo de las noticias de todos los días no puede entrar.
Este breve ensayo, muy en la línea de La utilidad de lo inútil, de Nuccio Ordine, trata sobre lo que nos sucede al relegar el estudio de las humanidades y las artes en beneficio de las ciencias y la tecnología. El impacto, por ejemplo, que sufre la convivencia democrática cuando priman la competición y el beneficio personal sobre los valores éticos del bien común y la cooperación. El vacío de propósitos y objetivos vitales de tanta gente cuando la trascendencia del arte y la capacidad filosófica de cuestionar la realidad dejan de ser pilares sobre los que sustentar la vida cotidiana. El filólogo George Steiner, el poeta Adam Zagajewsky y la helenista Jacqueline de Romilly defienden el humanismo frente a la deshumanización de nuestro presente, el valor de lo "inútil" frente al utilitarismo que nos gobierna y un regreso constante al pasado para encontrar faros que puedan iluminar un futuro más compasivo y más humano.
Cuenta Rob Riemen en el prólogo que el famoso chelista Janos Starker, recién llegado a Estados Unidos desde su Hungría natal a finales de los años cuarenta, sintió que su deber era mantener vivo el legado musical que había recibido. Mantener viva la llama, la llama sagrada del conocimiento, de la cultura, de ese inexplicable espíritu que late en las obras maestras de la música clásica y que nos eleva por encima de nosotros mismos. Un Starker ya octogenario le urgió a Riemen al despedirse en su última entrevista: Rob, carry the flag! Lleva la bandera, toma el relevo y mantenlo bien alto todo el tiempo que haga falta, el mundo necesita urgentemente que lo salven, todos los días, que lo salven de su propia violencia, de su propia atracción hacia la destrucción y el vacío. Y eso hacen el arte, la música, la filosofía, el humanismo: salvarnos, todos los días, desde un color o un aria, desde la emoción más diminuta hasta el marco de pensamiento que nos dirige y mantiene a flote durante toda la vida.
La tarde del sábado anochece y P. llega a casa tras todo el día fuera. La música de Léo Delibes todavía vibra en las plantas del salón mientras me cuenta las anécdotas de su día. Le enseño mi pintura y hablamos de los colores. Del agua y de la luz. De lo difícil que es pintar una sombra sobre el agua. Arrebatarle un instante de belleza a una hoja en blanco. Unos minutos en los que el arte no solo es mi aspiración, mi alimento y mi soledad más habitada, sino también un vínculo, un hilo de oro que entretejemos en el tapiz de nuestra vida en común.
Totalmente de acuerdo el mundo necesita que lo salven todos los dias y la cultura y el conocimiento y las ganas de pensar y aprender enriquece al ser humano, los que quieran claro
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