Los que más tienen, más deben aportar. No sé cuándo aprendí esto, pero se me quedó grabado hace mil años, junto a las cosas básicas de las conductas humanas como saludar y despedirse y tratar a las personas como iguales. Parece una perogrullada, pero no siempre lo es. Un ejemplo: vamos a comprar un regalo entre dos que cuesta 12€ y yo tengo el triple de recursos que la otra persona, por lo tanto, según mi lógica, yo pondré 9€ y la otra persona pondrá 3€. Esa es mi idea de equidad, y procuro practicarla siempre que puedo y que considero que va a ser bien aceptada. Es lo que considero justo. A mí me parece de cajón. Pero no todo el mundo piensa lo mismo.
He pensado en estas formas de aplicar la equidad a la vida cotidiana al leer este pequeño ensayo de bolsillo de Thomas Piketty. Es verdad que proponer la equidad en lugar de la igualdad requiere a veces desafiar enseñanzas incrustadas muy profundamente en nuestras conductas, desafiar lo que consideramos que es correcto. Pero sin esos desafíos lo más probable es que siempre acabemos volviendo a los mismos patrones de desigualdad de siempre. Y acabemos pensando que es lo natural. Si nuestros abuelos y nuestros padres han tenido matrimonios desigualitarios, si vivimos en una sociedad desigualitaria, si hay sometimiento y dominación en prácticamente todos los aspectos de las relaciones humanas, ¿no será que la desigualdad es lo natural y pretender la igualdad una quimera?
Pues no, sostiene Piketty. No existen desigualdades naturales. La desigualdad es la consecuencia de decisiones políticas, del monopolio de las fuerzas dominantes que tienden a presentarla como inevitable. Los judíos no conciben que los palestinos puedan ser sus iguales, la sola idea les resulta escandalosa y terriblemente ofensiva. Lo mismo pasa con los españoles blancos en relación a los españoles negros (aquello de que un negro pueda ser de Huesca, dios mío, qué invento más extravagante, ¿no?), con los nacionalistas españoles en relación a cualquier árabe pobre, tenga la nacionalidad que tenga, y con la población en general en relación a las personas gitanas, siempre distintas, siempre las otras, las inasimilables.
En los últimos dos siglos, desde el fin del Antiguo Régimen en Europa, defiende Thomas Piketty en este breve ensayo, estamos asistiendo a una tendencia hacia una mayor igualdad, "un proceso vacilante y caótico en el que el conflicto social desempeña un papel determinante". Pero en este incipiente siglo XXI nos enfrentamos a un desafío de proporciones mayúsculas que ya está poniendo a prueba nuestra capacidad para mantener la justicia social: la emergencia climática. Paradójicamente, cuando más falta hace la cohesión social y la lucha conjunta para frenar el calentamiento global y la destrucción del planeta, más polarizadas están las sociedades industrializadas y más apoyos suscitan los movimientos de extrema derecha que no solo torpedean las tímidas medidas adoptadas, sino que niegan el cambio climático y la posibilidad de una mayor igualdad para hacerle frente. Y es que "no habrá salida al calentamiento global, no habrá reconciliación posible entre el ser humano y la naturaleza, sin una reducción drástica de las desigualdades y sin un nuevo sistema económico, radicalmente diferente al capitalismo actual", que ponga freno a la desenfrenada contaminación y extracción de recursos de las élites económicas mundiales, que nos llevan al colapso con el único afán de seguir enriqueciéndose.
Este texto conecta con Menos es más, de Jason Hickel, al defender que el PIB no es un indicador que mida el bienestar de las personas, sino el bienestar del capitalismo, que a menudo suele ser enemigo del primero. Y también me ha hecho pensar en La doble jornada, de Arlie Hochschild, al incidir en el hecho de que la lucha por la igualdad de género es una revolución estancada por la feroz resistencia de un sistema patriarcal para el que la igualdad real entre hombres y mujeres, en la práctica, es una herejía inconcebible. Pero no solo la lucha por la igualdad de género está estancada, también lo están la inversión en educación, la justicia social y la progresividad fiscal. Siempre me impacta ver esos gráficos que muestran que las rentas altas en Estados Unidos estaban gravadas con hasta el 80% y el 90%. Cuesta imaginarlo, ¿verdad? Pero se hizo durante casi medio siglo, desde 1930 hasta 1980. Y fue la época de mayor esplendor económico de Estados Unidos, y del despegue de la clase media, que luego copiaríamos en Europa.
La concentración extrema del capital en manos de muy pocos enferma las sociedades y las violenta. Cierto es que a lo largo del último siglo ha habido una tendencia igualitaria del reparto de la renta, especialmente en Europa, pero no del reparto de la riqueza. Hace un siglo, en Francia, el 50% de la población poseía el 2% de la riqueza global. Hoy posee el 4%. Un progreso, sí. Pero tan diminuto que apenas se le puede llamar así. Sin embargo, lo llamamos así. Y no solo eso: nos creemos que hemos cambiado, y que hemos avanzado tanto que todos en realidad ya somos clase media. Es el triunfo de un relato aspiracional que nos han vendido para hacernos creer que podemos aspirar a cosas a las que en realidad no tenemos acceso, a menos que nos endeudemos (y a menudo ni así). Este relato es enormemente útil para las clases económicas dominantes porque apacigua la lucha de clases, hace creer a la población más pobre que ya ha alcanzado un nivel económico de seguridad porque puede adquirir bienes de consumo, y neutraliza las reivindicaciones sociales. El naufragio del sindicalismo en los últimos cuarenta años es una buena prueba de esta deriva desigualitaria.
Yo siempre me pregunto lo mismo cuando veo a tanta gente defender la desigualdad: ¿Queremos de verdad vivir en una sociedad con una concentración así del poder económico? ¿No estamos ya cansados de los interminables conflictos que genera? ¿No es más justo y razonable aportar según los medios que cada uno tenga y no todos lo mismo, ya sea para comprar un regalo o para pagar una multa? ¿No nos hace más humanos y mejores la equidad que la igualdad?
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