¿Qué sentirías si te dijeran que tu nombre no es tu nombre, que tus padres no son tus verdaderos padres, que tu origen es una mentira, que tu fecha de nacimiento es falsa, que esa mujer y ese hombre a los que llamas papás, esos que te cuidaron, te educaron y te amaron, y te siguen queriendo hoy como desde el primer día, fueron cómplices del secuestro y de la desaparición de tus verdaderos padres y te adoptaron robándote tu identidad?
Esto es lo que le dijo un juez en el año 2000 a una chica de veinte años llamada Mercedes Landa. Que no se llamaba Mercedes Landa, sino Claudia Poblete Hlaczik, que los que habían sido sus padres estaban en esos mismos momentos de camino a la cárcel por secuestro y robo de identidad, y que la familia de sus padres biológicos, desaparecidos, una familia que llevaba veinte años buscándola, la esperaba fuera del juzgado, por si deseaba conocerla.
¿Cómo se conjuga el recuerdo de una infancia feliz con la noticia de que fue propiciada por un crimen? ¿Cómo se reconstruye una identidad cuando te enteras de que los recuerdos y todo el afecto sobre los que se sustenta son una impostura criminal?
Este libro relata el caso concreto de una mujer a la que robaron su identidad cuando era un bebé. Pero es un libro también sobre los crímenes de la dictadura argentina y sobre cómo el terrorismo de estado no solo mata sino que hiere la memoria y la identidad de las personas. Hasta hace muy poco, existía cierto consenso en el repudio de la dictadura de Videla en Argentina. Los juicios continuados y una voluntad política de mantener la dignidad de la memoria histórica hacían que fuese muy difícil justificar lo injustificable. Pero las cosas están cambiando. En noviembre de 2023 llegó al poder un presidente en Argentina que se atreve a poner en duda los crímenes de la dictadura, que dice en público que no fueron 30.000 los muertos y desaparecidos, como el propio Videla llegó a admitir, y reproduce el lenguaje de los propios militares condenados al hablar de "excesos" y "errores" para referirse a los secuestros, violaciones, torturas y asesinatos cometidos de forma sistemática y planificada.
Como dice Juan Gabriel Vásquez en un artículo de El País: "La lección, si es que se puede sacar una lección de todo esto, es que nunca se cierra nada: la violencia no solo engendra más violencia, según el lugar común que es implacablemente cierto, sino que envenena nuestra relación con el pasado. O, por mejor decirlo, la violencia tiene un talento misterioso para no quedarse nunca en el pasado: para volver siempre, convertida en otra cosa, encarnando en otros monstruos".
Y para combatir esos monstruos es imprescindible volver la mirada hacia aquellas personas que los combatieron antes que nosotros. Que los combatieron cuando esos monstruos tenían poder para violentarlas y perseguirlas y desaparecerlas. Que los siguieron combatiendo públicamente, de frente y sin arredrarse, incluso cuando esos monstruos las golpeaban, las secuestraban y las desaparecían. Personas como las madres y abuelas de la Plaza de Mayo, un ejemplo asombroso de sororidad, quizá el más poderoso de la historia reciente en todo el mundo, que conmueve y admira hasta las lágrimas. Mujeres valientes hasta lo increíble en una sociedad donde la norma era no preguntar, no querer saber por puro miedo de verse envuelto en algún tipo de complicidad, una sociedad sometida a la paranoia de la culpabilidad colectiva, una sociedad en la que todo el mundo conocía a alguien que había desaparecido y nadie sabe bien por qué.
Me ha parecido magnífica la descripción de cómo Mercedes Landa empezó a ser Claudia Poblete Hlaczik, se atrevió a ser Claudia Poblete Hlaczik. Porque la transformación no era fácil. Requería dejar su única identidad conocida, la educación que le enseñó que los militares habían librado una guerra de baja intensidad contra unos terroristas que querían acabar con la patria y que asesinaban a niños. Requería dejar esa identidad para aprender a entender de otra manera la palabra víctima y la palabra libertad, para abrazar una herida, un dolor innombrable que, además, era un dolor colectivo y sangrante que no desaparecía nunca de las noticias y de la memoria del país. Requería conocer a su familia biológica, tías, tíos, primas, abuela, una familia que, al conocerla a ella, supieron definitivamente que sus padres no iban a volver y tuvieron que conjugar la felicidad del reencuentro con el duelo de la pérdida. Requería un esfuerzo doloroso y difícil, pero al final el lenguaje de la verdad se impuso. No se puede vivir toda una vida en la mentira. Aunque la verdad duele, Claudia Poblete Hlaczik decidió abrazarla. Con sus aristas y tiranteces, con la herida abierta de sus padres desaparecidos por la complicidad de sus padres adoptivos.
Ese cambio de nombre, esa restitución de la memoria, esa aceptación de la herida y de la pérdida, esa condena de cárcel para los milicos que se apropiaron de aquel bebé y le arrebataron su historia y la educaron en el odio a sus orígenes, es una gran victoria. Es el triunfo, un triunfo turbio y doloroso, pero triunfo, al fin y al cabo, de la justicia sobre el crimen, de la verdad sobre la crueldad. De la memoria sobre la cultura de la muerte.
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