He tardado casi un mes en ponerme a leer un libro sobre Palestina. Un mes de desayunar con noticias de bombardeos, de asesinatos, de secuestros, de niños muertos, de ira. Un mes en el que la actualidad informativa me impedía estar atento a otras cosas, me impedía concentrarme en el día a día. Incluso me impedía alejarme de la sucia y terrible realidad inmediata para pensar en el conflicto desde más lejos, para intentar encajar lo que está sucediendo en este aciago octubre de 2023 dentro de lo que lleva ocurriendo desde hace un siglo en Palestina.
Y decidí romper ese bloqueo lector con este cómic de Joe Sacco que llevaba años en mi pila mental de libros pendientes. Sacco estuvo casi tres meses en los territorios ocupados a principios de los años noventa, cuando la primera intifada languidecía de puro cansancio tras cuatro años de piedras contra tanques, y por la perspectiva cada vez más cercana de unos acuerdos de paz (los famosos Acuerdos de Oslo) en los que, en realidad, no creía casi nadie en Palestina (y con razón, visto lo que sucedió en los años posteriores y que está muy bien explicado en Palestina. De los Acuerdos de Oslo al Apartheid). Con el material narrativo y gráfico de esas semanas en Gaza y Cisjordania escribió este cómic: una obra fundamental para entender la vida cotidiana y la realidad de la vida de los palestinos en esa época, que, a pesar de lo terrible e inhumana que ya era, desde entonces no ha hecho más que empeorar.
Con un tono por momentos desenfadado y sarcástico, Joe Sacco cuenta historias de Cisjordania, historias de Gaza, historias de campos de refugiados, de la vida cotidiana, de las reuniones clandestinas, de los cumpleaños y de las bodas, de los nacimientos, de las familias numerosas, de niñas que desean estudiar y salir al extranjero cuando ni siquiera pueden salir de Gaza, de niños que lanzan piedras y son tiroteados. Son historias de ira, de odio, de pura furia y desesperación, pero también de fatalismo, de ilusoria esperanza, de resignación. Historias de enfrentamientos, de redadas, de escaramuzas. De madres que ven cómo mueren sus hijos tiroteados, que persiguen los cuerpos heridos de sus hijos de hospital en hospital y ven cómo los dejan esperando y no los tratan y no los cuidan y los dejan morir en los pasillos porque, total, son palestinos. De traductores que traducen todas estas historias y se rompen a mitad del relato porque sencillamente ya no pueden soportar tanta desgracia. De barricadas, de gas lacrimógeno, de torturas, de arrestos que parecen secuestros, de encarcelamientos sin juicio. Historias de violencia, de la violencia sin fin e impune de quienes ostentan su monopolio y se sienten legitimados a usarla a discreción.
Y entre historia e historia va intercalando información sobre los enfrentamientos, contexto para entender la otra cara de la moneda de un conflicto que él siente que siempre se ha contado desde el punto de vista israelí. Porque este es un conflicto desigual. Es lo primero que llama la atención. Aquella imagen icónica, que no sé por qué tengo grabada en la memoria, de un chaval palestino lanzando una piedra a un tanque israelí es una buena metáfora de la desigualdad que siempre ha habido entre el poder de los ocupantes y la vulnerabilidad de los ocupados. Y esa desigualdad se ha visto subrayada y agravada por las coberturas informativas. Los israelíes son asesinados mientras que los palestinos simplemente mueren. El lenguaje define los derechos humanos y quién tiene acceso a ellos. Basta un israelí muerto para que los problemas de los palestinos dejen de importar. La vida de un israelí tiene el peso del holocausto, de una culpa colectiva que nunca podrá ser redimida. Acabar con ella no solo es un crimen, es un ultraje a la historia. Las vidas de los palestinos no tienen peso histórico. Son las malas hierbas del jardín del edén, matojos que hay que desbrozar para poder vivir con plenitud la exuberancia de la tierra prometida.
Cuando el valor de una vida se determina por el origen, la nacionalidad, la etnia, la religión, el idioma o el color de tu piel, la convivencia pacífica con los que no son como tú se vuelve imposible. Esta es la esencia de todos los nacionalismos excluyentes. Desde el sionismo hasta cualquier extrema derecha europea. Los derechos humanos básicos, consensuados a finales de los años cuarenta para no repetir las barbaries de las guerras mundiales, están siendo puestos en entredicho por políticas excluyentes en todo el mundo. Políticas que deshumanizan a los que no pertenecen al grupo dominante. Políticas que usan el miedo para atizar el odio a los diferentes, a los que consideran bárbaros. Hoy en día, estas políticas, con la israelí a la cabeza, pisotean los derechos humanos y el derecho internacional humanitario constantemente. Y no pasa nada. Ponen en peligro la estabilidad mundial. Quiebran nuestros valores. Nuestra convivencia. Asesinan impunemente. Son el naufragio colosal de toda una civilización. Nos ponen en peligro a todos.
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