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lunes, 6 de junio de 2022

PURGATORIO

"Nada bueno puede salir de la muerte. Nada ético y honesto puede florecer cuando lo riegas con sangre". 

Esta es una de esas historias que a la vez te dejan helado y te reconcilian con el mundo. Uno se pregunta cómo es posible que alguien justifique un asesinato por una idea, y también cómo es posible que un asesino decida intentar restañar la herida de su crimen, caiga quien caiga. Cuando la mayoría de los terroristas que nunca fueron localizados se esconden en sus vidas normales y callan lo que hicieron, lo valiente, lo increíblemente humano es dar un paso y decir fui yo. Yo maté en nombre de una idea. Podría seguir con mi vida porque nadie lo sabe. Podría ignorar los gritos de mi conciencia y dejar pasar el tiempo. Pero he decidido hablar porque no puedo más. Maté en nombre de una idea. Fui yo. Y me arrepiento. 

He leído esta novela escrita como un thriller con el estómago cerrado y el corazón acelerado. Me ha recordado, inevitablemente, a Patria, de Aramburu. Y también a Expiación, aquella novela portentosa de Ian McEwan ambientada a finales de los años treinta sobre un secreto familiar y su redención durante la guerra. Aquí el secreto es un asesinato cometido por un chaval idealista de veinte años que está convencido de que la construcción de su patria pasa por la violencia y los secuestros. Sin embargo, cuando le llega el turno de apretar el gatillo y vivir con las consecuencias, se da cuenta de que no puede seguir ese camino. Y se sale de la organización. Y no da ningún nombre cuando lo torturan en un cuartel de la guardia civil. Y trata de vivir su vida al margen de la violencia. Pero llega un momento en que no puede seguir ocultando lo que hizo. Su pasado se ha vuelto una carga tan pesada que necesita soltarla, contar lo que pasó, hablar con la policía, con la hija de su víctima y con quien haga falta para expiar su culpa y tratar de curar aquella herida. Aquella herida que, ahora comprende, no solo es su herida, sino también la herida de toda una sociedad dividida por la violencia. 

A pesar de los intentos diarios de revivir el pasado de muchos políticos que no dejan de hablar de terrorismo y de ETA en cada intervención, me da la sensación de que el conflicto vasco está cayendo en el olvido para las nuevas generaciones. Sigue habiendo zulos olvidados en los montes, cabañas que se caen a pedazos bajo cuyas ruinas yacen cajas mohosas que aun guardan viejas pistolas y paquetes de explosivos. Muchos terroristas que no fueron localizados siguen con sus vidas como si no hubieran hecho nada. Pero creo que la mayoría de los vascos llevan ya años mirando hacia un futuro distinto. Incluso antes de que ETA anunciara su disolución, la mayoría estaban ya hartos de una violencia en la que ya casi nadie creía. Y ahora, desde luego, piensan en aquellos tiempos como si pertenecieran a un pasado remoto, y en buena medida incomprensible, en el que un grupo de descerebrados pensaron que podían independizarse del estado español asesinando a gente. 

Pero esta es mi opinión. Mi forma de entender el relato. Y de esto trata también Purgatorio. De la lucha por el relato, por la idea que tendrán las nuevas generaciones sobre lo que significó aquel conflicto. De antiguos militantes de ETA obsesionados por lo que dirán en el futuro sobre ellos. Incapaces de aceptar su irrelevancia. Que la gente no tenga el menor interés en lo que ellos siguen considerando su lucha, su sacrificio, su misión. Incapaces de aceptar que aquella cruzada de salvación patriótica tan trascendente para ellos, hoy en día sea aprendida entre bostezos por adolescentes distraídos que las almacenan en su memoria como lejanas batallitas de abuelos que ya no importan a nadie. 

Hablar sobre el pasado es muy difícil. Aunque en las escuelas sean batallitas de abuelos, hay muchas heridas recientes que aún no han cicatrizado. Y en la novela Sistiaga lo cuenta muy bien. Ese pacto de silencio que hace que nadie quiera que el protagonista hable. Sus compañeros y jefes de la banda, porque les implicaría en un asesinato. Y los policías que le interrogaron, porque les implicaría en un delito de torturas. Nadie quiere que hable porque todos tienen mucha violencia que esconder. Y curar las heridas pasa por reconocer responsabilidades y culpas que muy pocos están dispuestos a asumir. 

"Nada bueno puede salir de la muerte. Nada ético y honesto puede florecer cuando lo riegas con sangre". Qué evidente parece. Y cuánto dolor han causado siempre quienes no lo ven así. 




lunes, 27 de julio de 2020

LA CASA DEL PADRE

Lo más fácil es mirarlo todo de lejos. Desde la distancia prudente de la ventana del salón. Desde el pudor receloso de las señoras mayores que otean bien por la mirilla antes de descorrer las cuatro vueltas de la cerradura blindada para salir a la calle. Cuando te acercas al mundo real te quedas sin ventanas que te hagan de parapeto, te quedas sin mirilla y sin puertas blindadas, y te asustas y de repente todo tiene un borde afilado que hace daño y que no puedes esquivar.

Esta novela trata sobre esa cercanía perturbadora que nuestra educación tradicional basada en el pudor nos ha enseñado a evitar. Trata sobre un escritor bloqueado, "atrapado en un tempo antiguo", en un miedo paralizante que le recluye en su estudio y en el borrador de una novela en la que no acaba de creer. Espera algo. Algo que desconoce. Un mensaje en una botella. Algo que le acerque a sus personajes y a su vida cotidiana, que ya sólo es capaz de vivir de lejos, desde una distancia insalvable. 

Trata también sobre una mujer que retoma la escritura, tras veinte años de limitarse a corregirle las pruebas a su marido escritor. Y descubre que lleva un dolor dentro pugnando por aflorar, y que en las palabras escritas va a encontrar las pruebas de ese dolor, las evidencias de ese trauma que ella piensa que es un sueño. Un sueño compartido con millones de mujeres, un trauma hecho realidad cada día, cada hora. 

"¿Cómo escribir del sufrimiento sin dejar el corazón en cada palabra?"

La casa del padre es una novela seca, contundente, poética. Su rotundidad me ha hecho pensar en otras novelas de autores vascos que me dejaron una huella profunda, como Mejor la ausencia, de Edurne Portela, o Patria, de Fernando Aramburu. Karmele Jaio explora los rincones en sombra de las relaciones familiares, las grietas profundas en las relaciones de pareja por las que se cuela todo aquello que en su día no expresaron en voz alta y que ahora ya no se atreven a decirse, ni siquiera a sí mismos. Describe una familia con multitud de puertas cerradas. De bisagras duras y oxidadas que chirrían por falta de uso. De silencio. "Un silencio largo, un silencio tan fino que se ha colado por las rendijas de las puertas, por las ventanas entreabiertas, por los agujeros del fregadero, hasta inundar la casa como un gas lacrimógeno. Un silencio afilado, peligrosamente doméstico". 

"Nadie te enseñó cuándo hay que dar un abrazo, cómo hay que darlo, o qué tienes que hacer con el cuerpo cuando te abrazan".

Karmele Jaio
Cómo no reconocer en esta novela a mujeres que conocemos. Mujeres que se pasan la vida haciendo cosas. Nunca quietas, nunca ociosas, siempre preparando, limpiando, colocando. Siempre haciendo, nunca simplemente estando. Y cuando ya está todo hecho, todo limpio, todo guardado, entonces se ponen a pensar en lo que habrá que hacer, limpiar y guardar mañana, controlando el tiempo como si este pudiera ceder ante su mirada imperiosa para tener la vida atada y bien atada. Sin descansar nunca del todo, sin dejarse llevar nunca, sin estar nunca entregadas al ocio y a lo imprevisto. 

Y cómo no reconocer también en ella a hombres que nos rodean. Hombres para los que la vida consiste en hacer, trabajar, producir. Para los que las cosas pasan y ya está. Hombres que no tratan de buscar explicaciones a lo que sienten y que no sospechan que los sucesos puedan estar cosidos por las emociones, por los sentimientos. Hombres que no se preocupan por encontrar una forma satisfactoria de contarse a sí mismos porque las historias son palabrería sin sentido, ruido de hojarasca, cosas de mujeres. 

La casa del padre es una novela impresionante. Es capaz de tocar muchas fibras sensibles en cualquier lector que se deje empapar por su historia. Sus frases son como linternas que alumbran una cueva oscura, muy oscura. Una cueva en la que todos hemos estado, que visitamos de vez en cuando, en la que algunos, quizá muchos, quizá sin saberlo, vivan permanentemente.



lunes, 9 de julio de 2018

LOS PUENTES DE MOSCÚ

"Para la gente que construye puentes, los vascos tienen una palabra: zubigileak." Es una palabra muy bonita. Una palabra que no existe en castellano. Una palabra para llevar bien fija en la memoria cuando la gente intente zarandear la convivencia con su odio. Una palabra para las víctimas del terrorismo que no quisieron ver que el dolor y la pérdida también se sobrellevan dialogando. Una palabra para los que creyeron que la única opción política y vital era matar a los que pensaban diferente. Una palabra para los que respondieron a la violencia con más violencia, para los que mataron indiscriminadamente y para los que amedrentaron y torturaron en nombre de la ley. Una palabra para una región de gente maravillosa que está saliendo de décadas de silencio y violencia gracias a los valientes que se han atrevido y se siguen atreviendo a hablar, a tender la mano, a indagar en el pasado y a construir puentes. 

Eduardo Madina militaba en las juventudes socialistas vascas cuando en 2002 una bomba lapa en su coche estuvo a punto de acabar con su vida. El atentado, en el que perdió una pierna, no le impidió continuar su carrera política y abogar por la negociación para una salida pacífica a la violencia en Euskadi. 

Fermin Muguruza es el líder histórico de Kortatu, referente musical en Euskadi y activista por la independencia vasca. Su carrera musical ha estado siempre ligada a la lucha política y ha defendido en multitud de ocasiones la necesidad de que ETA dejara las armas para llegar a una solución política del conflicto. 

Ambos se reunieron en Irun en 2016 para realizar una entrevista para el magazine Jot Down. Alfonso Zapico se les unió con sus cuadernos y sus lápices y, mientras ellos hablaban, él los dibujaba y tomaba notas para una historia. Esta historia. Este cómic que, con la cercanía y el desparpajo habituales en Zapico, enfoca la violencia en Euskadi desde la perspectiva del diálogo y de la necesidad de construir puentes para desterrar de una vez por todas el miedo, el silencio y la desconfianza de la vida de la gente, dentro y fuera del País Vasco.  





martes, 23 de enero de 2018

LOS SENDEROS DEL MAR

Huele a mar. A ráfagas de viento húmedo y salado que barren la playa como un rastrillo. Si no fuera por el sol, el paisaje sería violeta, violeta como esas horas del día que parecen muertas y que a menudo se viven con una rara intensidad. La arena está templada en la superficie. Y cada vez más fría a medida que mis pies se hunden en ella. Dos puntitos a lo lejos otean inmóviles el horizonte. Quizá busquen el rastro de las olas de Terranova, esas olas viajeras que recorren cinco mil kilómetros por el Atlántico norte acumulando espuma, frío y sal hasta venir a romperse a estas playas de la costa vasca, cosquilleándome los pies. Dos puntitos a lo lejos se juntan un instante y después empiezan a alejarse, a internarse por uno de los senderos que llegan a esta playa desierta. Pasan dos gaviotas en vuelo rasante. Un cangrejo se esconde. Huele a mar, a viento húmedo y a un sol violeta que apenas calienta. Pero no estoy en una playa. Estoy leyendo este viaje a pie de María Belmonte, sentado en mi sillón, a cuatrocientos kilómetros del mar, con mis pies resguardados por calcetines de lana y susurrándole al cangrejo que se espere quietecito, que vienen más gaviotas por el horizonte. 

Viajar a pie tiene algo de rebeldía. Significa dar la espalda a la continua aceleración de nuestra vida cotidiana y acostumbrarse a los límites del cuerpo. A su energía y sus resuellos. Es una forma, también, de mirarse para adentro y buscarse en el esfuerzo, en la conexión con la naturaleza, en los latidos del corazón que se acompasan con los pasos hasta formar un todo orgánico que nos lleva despacio de un lugar a otro. María Belmonte recorrió a pie buena parte de la costa vasca, desde Bayona (Francia) hasta más allá de Bilbao, siguiendo los senderos del mar. Llevó la guía escrita por Ander Izagirre, autor de Cansasuelos, uno de los libros más encantadores sobre caminatas por la naturaleza que he leído nunca. Y en este libro nos cuenta su forma de ver y sentir el mar, su percepción de la naturaleza y de la gente que se encuentra por el camino, la excitación de despertarse de madrugada tras haber dormido a la intemperie, la adrenalina ante la próxima caminata de veinte kilómetros y la delicia de unas croquetas de bacalao cuando el cansancio vespertino ya la está dejando grogui. Todo ello aderezado con anécdotas curiosas y sorprendentes sobre todo tipo de temas relacionados con el mar, desde el origen del surf como deporte milenario en Hawai hasta el pasado de San Sebastián como cuna de corsarios y piratas, nada más alejado del carácter aristocrático e impoluto de sus calles hoy en día. 

"Cuando llevas un tiempo andando, te fundes con el camino: ya no vas sobre él, sino dentro de él". Cada hoja de roble que se posa en tu hombro, cada ruido en la maleza, cada acantilado que trepas con esfuerzo te agudizan los sentidos y al cabo de cierto tiempo una excitación serena aflora con el sudor y te sientes de pronto parte del paisaje, cómplice del inmenso silencio lleno de vida de la naturaleza. La autora lo describe muy bien. Su prosa es una fuente de inspiración para cualquier amante del mar que haya disfrutado alguna vez en su vida de una buena caminata con olor a sal marina. A través de su mirada, la arena de las playas, las rocas de los acantilados, los helechos, la lluvia, las mareas y los latidos del mar cobran vida nueva, encuentran un nuevo lenguaje para llenarnos de emoción. Y ya no hace falta hundir los pies en la arena para respirar la densidad húmeda del océano ni para advertir al cangrejo del vuelo rasante de unas gaviotas hambrientas. A través de sus palabras estamos ahí. En la naturaleza agreste, que deja de ser aquello que se interpone en nuestro camino para convertirse en el camino mismo, en el marco de nuestra vida, en una fuente inagotable de historias y de gozo. 



viernes, 15 de diciembre de 2017

EL ECO DE LOS DISPAROS y MEJOR LA AUSENCIA

Tratar de entender la violencia es agotador. Es mucho más fácil quedarse al margen. Casi todos lo hacemos. La vemos. Y no reaccionamos. Nos unimos a la masa de indiferentes o de cobardes que representa la mayoría de una sociedad enferma como la nuestra. Nos refugiamos en el "yo no he sido", "le ha tocado a otro", "algo habrá hecho". Frases que nos cierran los ojos a lo evidente. Frases que nos arropan la conciencia mientras la víctima y el perpetrador permanecen fuera, a la intemperie, desmintiendo nuestra realidad. 

El eco de los disparos (2015) es un ensayo sobre la complicidad de los que permanecen en silencio ante la violencia, y sobre la capacidad de nuestra imaginación para tratar de entender el dolor ajeno y cerrar las heridas. Defiende que la cultura, en especial la literatura, el cine y la fotografía, tiene un papel fundamental a la hora de luchar contra el pacto de silencio que se ha vivido en Euskadi. La cultura como "medio para transformar nuestra sensibilidad y hacer de nuestra sociedad una colectividad más cívica, responsable y activamente involucrada en el presente proyecto de paz". 

Hoy en día, en Euskadi, la gente quiere olvidar. Pasar página. La inmensa mayoría de los vascos está harta de la violencia y del enfrentamiento. Pero, ¿cómo puede el olvido sanar las heridas? ¿Cómo se puede reconstruir una convivencia saludable si no hay una memoria común sobre el trauma de las últimas décadas? ¿Si ante cualquier mención a lo vivido la gente gira la cara y cambia de conversación? Hay violencias no resueltas. Traumas no digeridos. Un dolor enquistado tras décadas de represión y silencio. Y ahora, cuando el proceso de paz está empezando a destensar el nudo del miedo, al igual que en la Transición parece que predomina el deseo de olvidar y celebrar la victoria sobre la necesidad de reparar el daño infligido. Es tentador, el olvido. Pero para restaurar una imaginación dañada y contaminada por décadas de violencia es necesario conocer sus mecanismos, sus orígenes y qué papel ha tenido en la sociedad. Quedarse en el estupor, la incredulidad y llamar "monstruos" a los violentos es lo instintivo, lo fácil. Pero así, lo único que conseguimos es privarles de su humanidad y alejar de nosotros sus implicaciones. Si ellos son monstruos, no son como nosotros. No tienen nuestra lógica. Están mal de la cabeza. Y si no se nos parecen, entonces existen, pero menos. Y es más fácil odiarlos. Tacharlos de enemigos. De seres sin sentimientos, sin derecho a una familia. Sin derecho a nada. Más que a desaparecer. 

Es relativamente fácil denunciar una violencia ocasional. La violencia normalizada, la que has aprendido a digerir de pequeño y ha pasado a formar parte de tu paisaje cotidiano, esa es la más difícil de parar. Ante esa violencia, la del vecino que te retira el saludo, la de la pintada con la diana en el portal, la de los compañeros de clase que te insultan o te empujan nombrando a tu padre, la mayoría de nosotros somos cómplices. Está ahí. La vemos. Y nos callamos. Nos quedamos fuera. 

Este ensayo ayuda a pensar. Te obliga a pensar. Es difícil seguir viendo la realidad cotidiana de la misma forma después de leerlo y no detectar la violencia implícita que hay en ella. El mundo se vuelve más complejo e inquietante. Menos cómodo. Y ya no puedes vivir en él como antes. Con la tranquilidad propia de quien no se siente concernido de nada de lo que pasa alrededor. Este ensayo te impele a tomar partido, a no callar, a evitar seguir siendo cómplice con tu silencio para luchar contra la violencia allá donde se manifieste. Es una tarea agotadora, a veces. Pero, ¿cómo vivir en sociedad si no somos capaces de ponernos en el lugar de los demás, si los que nos rodean no son tan humanos a nuestros ojos, hagan lo que hagan, como nosotros mismos?

En El eco de los disparos, Edurne Portela defiende que no hay objetividad posible en la observación de la violencia. Desde el momento en que uno toma partido (callando o rebelándose), lo hace desde su subjetividad, desde su afecto, su ideología o sus simpatías. La mejor forma de explicarla para tratar de curarla es desde las emociones. Y en su novela Mejor la ausencia (2017) lo ha conseguido de una manera magnífica. Es un libro-bofetada, un libro-terremoto, un libro-herida. Y también, creo, es un libro-cicatriz. Una voz llamada Amaia se enfrenta desde niña a la violencia de un padre maltratador, a la violencia de las drogas en el cuerpo de su hermano y a la violencia del alcohol en la vida de su madre. Violencias superpuestas que crean un clima opresivo, denso y áspero en el que la voz de Amaia busca comprender, abrir espacios de luz en medio de tanta oscuridad. 

Hay miedo en esta historia. Mucho miedo. Hay una madre que se pregunta si algún día su hijo será capaz de vaciar una pistola en la nuca de un asesino. Hay una niña que cada vez que su padre se acerca, tiembla y se encoge. Hay una sociedad que ve todo eso y calla, porque si hablan quién sabe si esa violencia no acabará hiriéndoles a ellos también. Aquí, Edurne Portela utiliza la violencia de ETA como marco para contar una historia de violencia familiar que transcurre entre los años ochenta y noventa, los años negros del conflicto vasco, y que hurga en las heridas íntimas de los personajes para revelar una sociedad enferma, incapaz de reaccionar ante lo inadmisible.

El ensayo es interesantísimo y la novela es espléndida. Dura y oscura. Es la historia de una niña que se empapa de violencia en su infancia, escapa de ella al final de la adolescencia y decide volver, veinte años después, para tratar de curar su memoria. ¿Cómo se repara la violencia? A veces (a menudo) no se puede. Pero quizá la única forma de lograrlo sea a través de las palabras. De ser capaces de contar historias como esta. 



jueves, 17 de noviembre de 2016

PATRIA

No basta con matar. El muerto tiene que escarmentar. Tiene que avergonzarse, mientras se pudre. Tiene que ser testigo de cómo se escupe sobre su nombre. De cómo se insulta su memoria. 
No basta con matar un cuerpo. Hay que matar lo que representa. Silenciar lo que se dice de él. Borrar lo que se dijo de él. Como a un traidor en una guerra, sin cuartel, hay que expulsarlo de esta tierra para siempre. Y no sólo a él, a sus familiares también. Sus posesiones. Sus vínculos. Y a todos los que sean como él y se nieguen a colaborar con la causa. Con la lucha de este pueblo por sus derechos. Por su dignidad. Por su libertad. 

En algún momento de los años setenta, o incluso ya entrados los ochenta, buena parte de la población vasca se dividió en dos bandos: los abertxales y los españolistas. O estabas con unos o estabas con otros. Si estabas con los primeros, tenías que asistir a manifestaciones por la independencia de Euskadi, agitar la ikurriña con pasión, hablar euskera, apoyar la lucha armada y odiar a los españolistas. Si estabas con los españolistas, tenías que condenar los atentados, defender la unidad de España, hablar sólo castellano y odiar a los abertxales. El fervor nacionalista polarizó la sociedad vasca y dividió a la gente en función de su lengua, origen, nombre e ideología. Y quien no tenía ideología tuvo que hacerse con una a toda prisa o marcharse adonde no se le exigiera una demostración pública de sus filias políticas. 

Toda lucha por la libertad necesita sus traidores y, en poco tiempo, muchos pueblos señalaron entre sus vecinos a sus víctimas propicias: generalmente, empresarios que se negaban a pagar el impuesto revolucionario, simpatizantes declarados de partidos no nacionalistas o redactores de periódicos contrarios al independentismo. Convertirse en traidor era muy fácil. Bastaba con no apoyar públicamente a ETA. Primero aparecían unas pintadas en la calle. Acusaciones anónimas. Luego los vecinos te retiraban el saludo. Te rayaban el coche. Y así, poco a poco, la espiral de violencia podía acabar con tu exilio o con tu muerte, sin que nadie se sintiera verdaderamente responsable. "Fulano hace un poco, mengano hace otro poco y, cuando ocurre la desgracia que han provocado entre todos, ninguno se siente responsable porque, total, yo sólo pinté, yo sólo revelé dónde vivía, yo sólo le dije unas palabras". 

Nadie se hace responsable pero todos defienden a sus muertos como héroes. Entran en las casas, sacan el luto de las familias por las calles y venden su dolor en los escaparates de la opinión pública como trofeos de la lucha. Razones para continuar. Para vengarse. Para seguir tratando de imponer, cada bando por su lado, su idea de justicia. "Ni me dejaron preparar el entierro. Cogieron a mi hijo y montaron con él un numerito patriótico. Les vino de perlas que se "moriría". Para usarlo con intenciones políticas, ¿sabes?, como los usan a todos". 

Dos familias protagonizan este libro. Dos familias unidas por una amistad muy estrecha que el auge del nacionalismo rompe en mil pedazos. Un asesinato. Una reivindicación. Un exilio forzoso. Y una madre y sus dos hijos pasan a convertirse en "satélites de un hombre asesinado". Ya es duro sufrir la pérdida de un familiar. Pero si tu duelo pasa a formar parte de un trauma público, enquistado en la política y la sociedad que le rodea, con sus manipulaciones mezquinas y sus mercadeos con la muerte, el dolor se vuelve inmanejable. Saber que unos encapuchados han matado a tu marido o a tu padre por negarse a financiar la lucha armada, te destroza. Pero vivir con la constatación diaria de que decenas de miles de personas consideran legítima esa muerte, puede volverte loco. E ilustra cómo la necesidad de pertenencia a un colectivo determinado puede hacer creer a las personas que tienen derecho a decidir la vida o la muerte de los demás.  

Patria es un monumento literario a la historia reciente de Euskadi. A esos años de violencia y tensión que fracturaron una sociedad y cuyas secuelas aún palpitan en muchos rincones, con las heridas abiertas. Es una descripción de cómo la violencia ideológica puede acabar con las relaciones personales y transformar la convivencia en odio por los motivos más espurios. De cómo una idea puede convertirte en el asesino de tu mejor amigo. Es un libro abierto, una versión del autor de lo que ha podido ocurrir de puertas para adentro en la intimidad de las víctimas de la violencia ideológica. Y de lo que todavía ocurre, de los pactos de silencio que aún no se han roto porque la gente sigue sin poder remover su pasado, sin atreverse a hablar de lo que hicieron, ahora que las motivaciones que legitimaban aquellos actos van poco a poco perdiendo apoyos y sentido. 

No recuerdo haber leído ningún libro tan potente, tan intenso, tan plural y tan visceral en años. Es una bomba, un puñetazo en la historia íntima de Euskadi. Un río de palabras sobre aquello que mucha gente apenas osa nombrar. 
Tardaré bastante tiempo en digerir el impacto.