Huele a mar. A ráfagas de viento húmedo y salado que barren la playa como un rastrillo. Si no fuera por el sol, el paisaje sería violeta, violeta como esas horas del día que parecen muertas y que a menudo se viven con una rara intensidad. La arena está templada en la superficie. Y cada vez más fría a medida que mis pies se hunden en ella. Dos puntitos a lo lejos otean inmóviles el horizonte. Quizá busquen el rastro de las olas de Terranova, esas olas viajeras que recorren cinco mil kilómetros por el Atlántico norte acumulando espuma, frío y sal hasta venir a romperse a estas playas de la costa vasca, cosquilleándome los pies. Dos puntitos a lo lejos se juntan un instante y después empiezan a alejarse, a internarse por uno de los senderos que llegan a esta playa desierta. Pasan dos gaviotas en vuelo rasante. Un cangrejo se esconde. Huele a mar, a viento húmedo y a un sol violeta que apenas calienta. Pero no estoy en una playa. Estoy leyendo este viaje a pie de María Belmonte, sentado en mi sillón, a cuatrocientos kilómetros del mar, con mis pies resguardados por calcetines de lana y susurrándole al cangrejo que se espere quietecito, que vienen más gaviotas por el horizonte.
Viajar a pie tiene algo de rebeldía. Significa dar la espalda a la continua aceleración de nuestra vida cotidiana y acostumbrarse a los límites del cuerpo. A su energía y sus resuellos. Es una forma, también, de mirarse para adentro y buscarse en el esfuerzo, en la conexión con la naturaleza, en los latidos del corazón que se acompasan con los pasos hasta formar un todo orgánico que nos lleva despacio de un lugar a otro. María Belmonte recorrió a pie buena parte de la costa vasca, desde Bayona (Francia) hasta más allá de Bilbao, siguiendo los senderos del mar. Llevó la guía escrita por Ander Izagirre, autor de Cansasuelos, uno de los libros más encantadores sobre caminatas por la naturaleza que he leído nunca. Y en este libro nos cuenta su forma de ver y sentir el mar, su percepción de la naturaleza y de la gente que se encuentra por el camino, la excitación de despertarse de madrugada tras haber dormido a la intemperie, la adrenalina ante la próxima caminata de veinte kilómetros y la delicia de unas croquetas de bacalao cuando el cansancio vespertino ya la está dejando grogui. Todo ello aderezado con anécdotas curiosas y sorprendentes sobre todo tipo de temas relacionados con el mar, desde el origen del surf como deporte milenario en Hawai hasta el pasado de San Sebastián como cuna de corsarios y piratas, nada más alejado del carácter aristocrático e impoluto de sus calles hoy en día.
"Cuando llevas un tiempo andando, te fundes con el camino: ya no vas sobre él, sino dentro de él". Cada hoja de roble que se posa en tu hombro, cada ruido en la maleza, cada acantilado que trepas con esfuerzo te agudizan los sentidos y al cabo de cierto tiempo una excitación serena aflora con el sudor y te sientes de pronto parte del paisaje, cómplice del inmenso silencio lleno de vida de la naturaleza. La autora lo describe muy bien. Su prosa es una fuente de inspiración para cualquier amante del mar que haya disfrutado alguna vez en su vida de una buena caminata con olor a sal marina. A través de su mirada, la arena de las playas, las rocas de los acantilados, los helechos, la lluvia, las mareas y los latidos del mar cobran vida nueva, encuentran un nuevo lenguaje para llenarnos de emoción. Y ya no hace falta hundir los pies en la arena para respirar la densidad húmeda del océano ni para advertir al cangrejo del vuelo rasante de unas gaviotas hambrientas. A través de sus palabras estamos ahí. En la naturaleza agreste, que deja de ser aquello que se interpone en nuestro camino para convertirse en el camino mismo, en el marco de nuestra vida, en una fuente inagotable de historias y de gozo.
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