Es muy fácil volverse xenófobo. Basta con creer que perteneces a una comunidad determinada por la clase social, la nacionalidad, la ideología o el color de piel, y sentir que otros que no pertenecen a tu comunidad pueden amenazarla. En todos los países del mundo hay xenófobos: gente que recela de cualquiera que considere extranjero y que estaría dispuesta, con los estímulos adecuados, a hacer lo que fuera para expulsarlos de su territorio. La xenofobia es una respuesta tribal que niega la misma humanidad a todos los seres humanos. Establece que unos (los nuestros) son más humanos que otros (los de fuera). Y utiliza esa deshumanización del diferente para convertirlo en una idea: la idea de amenaza. Cuando la gente en la librería se escandaliza cuando recomiendo a un autor de nombre catalán y me mira como si sospechara de mi lealtad a la Constitución, no está renegando de ese autor en concreto, sino de la idea de amenaza que representa Cataluña para ellos. Cuando ciertos texanos salen por la noche en sus rancheras para cazar migrantes cerca de la frontera no quieren cazar personas, quieren neutralizar amenazas. Si ambos, el lector madrileño y el cazador texano, se dieran cuenta de que el objeto de su odio no es una idea sino un ser humano, parecido en todo a ellos mismos, tendrían muchos problemas para seguir justificando sus acciones y se les haría muy difícil seguir alimentando su xenofobia.
Esta breve crónica trata sobre esto. Más concretamente, sobre las decenas de miles de niños que, cada año, cruzan solos las fronteras de México y Estados Unidos huyendo de la violencia de sus países. Muchos reciben palizas. Cuatro de cada cinco adolescentes son violadas en el camino. A algunos (unos 20.000 al año) los raptan las mafias mexicanas y si nadie paga el rescate, los matan y los entierran en fosas comunes. La mayoría, sin embargo, logra sortear todas las trampas y llegar a territorio estadounidense. Si no tienen la mala suerte de toparse con un cazador texano que anhela defender su país con su rifle, son interceptados por las patrullas fronterizas y pasan varios días en las hieleras, centros de detención provisionales conocidos por las bajas temperaturas de sus celdas. Los que tienen parientes o guardianes en el país que pueden pagar su traslado, al cabo de unos días son liberados para poder reunirse con ellos y ahí empieza la odisea burocrática que determinará si han recibido la suficiente violencia para que Estados Unidos los acoja o, por el contrario, si serán deportados a su país de origen.
En Estados Unidos (y en muchos otros países con flujos migratorios), a los inmigrantes se les llama ilegales. Están fuera de la ley. Su presencia en el país es un crimen. Pero, ¿de qué crimen son culpables los niños migrantes? ¿De querer escapar de su pesadilla? ¿De buscar un futuro mejor? ¿De querer salvar la vida?
Valeria Luiselli |
La odisea burocrática empieza con un formulario de cuarenta preguntas. ¿Por qué viniste a Estados Unidos? ¿Dónde están tus padres? ¿Alguna vez tuviste problemas con el crimen organizado en tu país? La autora de este libro, Valeria Luiselli (1983), cuya obra ha sido traducida en más de veinte países y aclamada internacionalmente, trabajó como intérprete en la Corte Federal de Inmigración de Nueva York, traduciendo las respuestas de los niños migrantes a las cuarenta preguntas del formulario. De esa experiencia nació este libro, esta crónica que mezcla las historias de los niños con su propia lucha por conseguir el permiso de residencia para poder dar clase en la universidad y escribir en Nueva York, donde vive con su marido y su hija, sin el miedo latente a ser deportada y separada de su familia.
"Si bien las historias de todos ellos son distintas, cada una es un fragmento de una historia compartida más amplia. Todos los niños llegan de lugares distintos, de vidas singulares, de experiencias únicas, pero una vez que registramos sus historias, estas se encadenan unas con otras y cuentan la misma historia espeluznante".
Las crisis migratorias centran siempre su alarma en la reacción del país de destino: ¿qué hacemos ahora con todos estos niños?". Pero nunca donde debería centrarse: ¿por qué han llegado estos niños? ¿De qué huyen? ¿Qué temen? ¿Que desean de nosotros?
Los niños deberían ser el centro de atención, no nuestro miedo a su presencia. Así, quizá, dejaríamos de verlos como una amenaza y empezaríamos a darnos cuenta de que son seres humanos, como nosotros, de que sufren y lloran y tienen miedo, como nosotros, de que necesitan comida, refugio y un lugar donde vivir, como nosotros. Y de que han huido de su hogar porque su vida carecía de todo esto y se había vuelto tan insoportable que un viaje de miles de kilómetros que mata a miles de niños al año se convirtió en su mejor opción de futuro.
La hija pequeña de Valeria Luiselli pregunta: "¿Y cómo termina la historia de esos niños perdidos?"
Quién sabe. Nadie sabe.
De momento, continúa.
En viajes infernales, celdas heladas y tribunales.
En gente que necesita aprender a dejar de odiar.
En libros como este.
No hay comentarios:
Publicar un comentario