jueves, 27 de febrero de 2020

UNA BODA EN LYON

Cada nuevo libro de Zweig publicado por Acantilado es un pequeño acontecimiento. Acontecimiento privado e íntimo, que disfruto como un placer solitario y secreto. Leo a Zweig con lealtad. Con devoción, incluso. Convierto cada libro en una especie de ritual. Como quien cena el primer viernes de cada mes en su pizzería favorita. Como quien visita cada primer domingo de noviembre aquel lugar recóndito del bosque donde años atrás esparció las cenizas de su padre y cerró los ojos, pensando en los enormes huecos que deja la ausencia. 

Y no importa demasiado si la novedad traducida de Zweig es una biografía, un ensayo, una novela o, como en este caso, una pequeña recopilación de relatos cortos que nos llevan desde el polvo de Jericó hace veinte siglos hasta un reencuentro inesperado en una cárcel de Lyon en plena revolución francesa. Invariablemente siento de una forma muy viva esa emoción profunda, esa compasión tan expansiva y generosa hacia el dolor humano que desprenden siempre sus historias, y me admira su profunda comprensión del significado inesperado que cobra la vida de sus personajes cuando se ve amenazada. Sus relatos son espejos donde uno puede ver reflejados, a menudo de forma turbadora, su propio miedo y su propio dolor, pero también la común necesidad de consuelo que nos hace humanos. 

Leo estos relatos de Zweig como si fueran compañeros de paseo. Imagino una calle desierta junto a un río, una hilera de árboles y una luz crepuscular. Imagino que la voz que me acompaña es la de Zweig, poniendo palabras a la luz ambarina de la tarde y a la sensación de estar en paz, de desligar la mente de los laberintos del pasado y de la bruma del futuro y acariciar el presente como si fuera una bufanda vieja, suave de tantos lavados. Imagino que la voz me cuenta historias que no conozco pero que me resultan familiares, reconfortantes como una madre contándote su última peripecia. Imagino que la voz me guía en la creciente oscuridad de la tarde y, llegado el final del camino, concluida la historia en un susurro, enlaza suavemente mi cadera para señalarme el camino de vuelta a casa, al hogar donde descansan, plenamente vivas, todas las historias.



lunes, 24 de febrero de 2020

EL BUSCÓN EN LAS INDIAS

"...determiné de pasarme a Indias a ver si, mudando mundo y tierra, mejoraría mi suerte. Y fueme peor, como v. m. verá en la segunda parte, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres". 

Así termina Quevedo El Buscón, dejando a su protagonista don Pablos de Segovia a punto de embarcar hacia el nuevo mundo, en busca de mejorar en algo su mala fortuna, de la que nunca fue del todo inocente, y prometiendo continuar sus andanzas en una segunda parte que nunca llegó a escribir. Ayroles y Guarnido han tomado el guante donde lo dejó Quevedo y, en un espectacular homenaje al más bribón de todos los pícaros y al genio que lo creó, han escrito y dibujado las aventuras de don Pablos en busca de El Dorado. 

Nada más pisar las Indias, escucha nuestro bribón hablar de las riquezas sin fin que se ocultan en los confines del Perú. Allí te sientas en el suelo y, al levantarte, ¡te brilla el culo de oro!, le aseguran, y no necesita nada más el bueno de don Pablos para dirigirse a toda costa hacia esa promesa de holganza sin fin. Pero ay, en la vida de un pícaro no pueden faltar las desgracias, y el pobre las va encadenando una tras otra, fiel a su espíritu y al segundo mandamiento que le inculcó su padre: "no trabajarás". Aunque para consolarse, siempre puede transformar sus cuitas en historias, y decirse: "ten siempre presente que las más dolorosas de nuestras desventuras pueden mudarse, bajo la pátina de los años, en sabrosas anécdotas". 

Anécdotas que, con su labia y su buen porte, le empiezan a abrir puerta tras puerta. No en vano, y en todas las épocas, "las mentiras más infames pueden ser creídas. Basta con adecuarlas al pecado de quien las escucha". Así se da cuenta de que con cierta facilidad sus bellas palabras pueden transformarle de pícaro en archicanalla, y es que ¿por qué contentarse con sobrevivir si tienes los medios para apuntar mucho más alto? 

Ayroles y Guarnido (este último conocido especialmente por su fantástica serie de Blacksad) sí que han apuntado alto. Altísimo. La apuesta era arriesgada y no podía haberles salido mejor. Tanto por la ilustración preciosista y exuberante como por las sorpresas de un guion hilado con un pulso narrativo fabuloso, este Buscón en las Indias es uno de los cómics más brillantes que he leído nunca. 



jueves, 20 de febrero de 2020

DOÑA PERFECTA

Desde que de adolescente leí frenéticamente la primera serie de los Episodios Nacionales, no había vuelto a Galdós. Y no sé bien por qué. Quizá porque pensaba, erróneamente, que ya lo conocía, o que sus novelas serían (error tras error) versiones descafeinadas de La Regenta. Lo cierto es que daba a Galdós por hecho, por leído, por conocido, sin tener ni idea de la riqueza inabarcable de sus novelas y la cantidad de placer lector que me tenían reservado. ¿Y por qué empezar por Doña Perfecta? Pues porque el título me hacía sonreír, pensando en todas esas doñas perfectas que me encuentro con frecuencia en la librería, y porque la amiga más galdosiana que tengo me la había recomendado como puerta de entrada (o de retorno) a su dios literario. ¿Qué mejores motivos puede haber?

Ya desde el primer capítulo me sedujo la ironía del narrador. La ironía elegante, mordaz y vivacísima que me llegaba clara y directa como escrita ayer mismo. Y eso es lo extraordinario, porque no hay cosa más proclive a perder vigencia que la ironía. Para que esta nos llegue sin interferencias uno no sólo tiene que entender las referencias que la sustentan sino la posibilidad de mofa que esconde la sugerencia de su contrario. Que la ironía de Galdós, tan abundante, se perciba perfectamente hoy en día da una idea de lo universal que es su prosa.

Y tras la ironía, los personajes. ¡Qué personajes! Ese canónigo tan melifluo, sinuoso y cizañero que no podía llamarse sino Don Inocencio, esa muchacha pálida de belleza normalita llamada Rosarito que enciende corazones más por lo que simboliza que por su porte o su ingenio, y esa Doña Perfecta, esa señora beatona y remilgada, de miradilla siniestra cubierta por una dulzura calculada que me recuerda a tantas personas hoy en día que pienso que si el bueno de Galdós pudiera observar desde mi taburete tras el mostrador a algunas de las señoras que me visitan en la librería, crearía unos personajes como mínimo tan redondos e irresistibles y de nombres tan perfectos como los de este prodigio de novela.

Esta novela, como otras de Galdós, presenta dos mundos en colisión, dos Españas opuestas por siglos de atraso y de conservadurismo. La España que huele a cerrado y a sacristía, que ora y bosteza, como decía aquel poema de Machado, y cuando se despierta embiste, contra la España ilustrada y liberal que, harta de carlistas y nostalgias de héroes visigodos, trata de tirar del país hacia la ciencia y la libertad. 

Benito Pérez Galdós
Es una novela apasionada, con escenas de una emoción y un patetismo casi lorquianos. Y que anticipa tantas cosas. La exaltación patriótica, de religión y culto al martirio por la gloria de dios me recuerda a esos vivas a la muerte de los legionarios de Millán-Astray. Y todavía más cercano me ha parecido el conservadurismo de los que nunca han salido de su pueblo (o su urbanización vip del extrarradio) y se creen todas las mentiras con las que otros atizan su ira. 

Reverencia por la tradición católica, idolatría de los mitos patrios, desprecio por las ideas que cuestionan la pureza de "nuestra cultura milenaria", el ideario nacionalista de buena parte de la derecha española ya aparece en las novelas de Galdós ridiculizado de la manera más exquisita y contundente. Y aunque está claro que don Benito fue un genio adelantado a su tiempo, resulta fascinante ver cómo tantos jóvenes defienden con tanto ímpetu en pleno 2020 ideas que en 1870 ya apestaban tanto a rancio.

Al igual que en La Regenta, que en Anna Karénina, que en Madame Bovary, y a pesar de la disparidad de estilos, hay una mujer enclaustrada en la rigidez moral de su época que despierta al amor y se da cuenta de que ese dios y esas normas y esa educación que ella creía hogares seguros no son más que jaulas que la tiranizan y le amordazan sus ganas de vivir.

Y nada de caricaturas, o de lecciones morales baratas. Aquí late la vida, con todas sus ambigüedades y contradicciones, una vida compleja y fascinante, que está por encima de cualquier pedagogía.

Novela de ingenio, de ritmo fulgurante, Doña Perfecta me ha dejado asombrado, divertido y sin resuello. ¡Más Galdós para la vida, por favor!





lunes, 17 de febrero de 2020

OBRA COMPLETA. ELIZABETH SIDDALL

Elizabeth Siddall flota boca arriba en una bañera, con las manos abiertas al cielo, como si pidiera perdón. Para el pintor que la mira ya ha dejado de ser la chica pelirroja de piel blanca como el mármol que ha venido a posar para él y se ha convertido en Ophelia. Una mujer heroica y eterna. Una muerta. Mientras imagino a John Everett Millais empezando a pintar suenan en mi cabeza las primeras notas del primer nocturno de Fauré, esa delicadeza, esa melancolía: 

Tus fuertes brazos alrededor, amor, 
mi cabeza sobre tu pecho,
susurras palabras de aliento
pero mi alma no halla consuelo. 

Son las palabras de Elizabeth, la muerta, que no solamente es la modelo más admirada por la Hermandad de los Prerrafaelitas, sino que es también pintora y, cuando la enfermedad no la deja pintar, poeta. Sus versos hablan de hojas caídas, de anhelo, de verde hierba creciendo fuerte sobre tumbas recientes. De enfermedad, también, como la que repta por el agua cada vez más fría en la que flota boca arriba, con los ojos y la boca abiertos, como si rezara. 

Pues no soy más que una cosa asustada
y nunca seré nada
salvo un pájaro de ala rota
que debe alejarse de ti.

El piano de Fauré se queja, llora como Elizabeth ante su niña que nació muerta. Modelo y musa de tantos hombres célebres, los cuadros que la retratan emborronan a la mujer que fue y la convierten en un icono, una imagen fantasmagórica, etérea e irreal que sobrecoge. Este librito que reúne su obra completa es una mano que frota la humedad del espejo empañado a través del que siempre la hemos visto. Detrás de las múltiples representaciones que artistas ilustres hicieron de ella, hay una mujer que pintaba, que escribía, que fue madre de una niña muerta, que murió muy joven y que ahora vemos con más nitidez, menos pálida, quizá, un poco más de cerca. 


Ophelia, por John Everett Millais (detalle)



jueves, 13 de febrero de 2020

EL CORAZÓN DE INGLATERRA

Hay gente a la que da gusto escuchar. Empiezan a hablar y uno se queda un poco embobado ante la fluidez de su discurso, ante esas frases bien construidas que se enlazan unas con otras con elegancia y que dicen lo que quieren decir con la sencillez de quien ha nacido para expresarse con soltura. Dan un poco de envidia, hay que admitirlo. Esa capacidad de encontrar las palabras justas que trencen un pensamiento desde la primera palabra hasta la última sin un solo titubeo es algo extraordinario, y que no siempre apreciamos en su justa medida porque a menudo viene disfrazado de una naturalidad engañosa. 

Algo así me ha pasado con esta novela de Jonathan Coe. Parece haber sido escrita sin ningún esfuerzo, del tirón, sin tachaduras ni dudas. Sus largos diálogos llenos de vida fluyen como si el autor ya tuviera todos los intercambios en la cabeza, o mejor, como si una vocecita siempre inspirada le fuera dictando al oído cada frase, en un orden y con un tono precisos, sin que sobre o falte una palabra. 

Estamos en 2010. Benjamin, un hombre en la cincuentena, vive en una casa al borde de un río que parece sacada de un cuadro de John Constable, y la reciente ruptura con el amor de su vida parece que le está sentando de maravilla. Vivir en el campo armoniza de alguna manera con su necesidad de paz, de retiro espiritual lejos del ruido de la gran ciudad, de las turbulencias sociales y de la política. Lo que aún no sabe es que es en ese corazón de Inglaterra donde se está empezando a quebrar poco a poco la convivencia, y a formar el resentimiento hacia la élite política por parte de una clase media que pensaba que su bienestar iba a durar para siempre si seguían trabajando y pagando y respetando las normas como hasta entonces. 

Me ha encantado la descripción de ese corazón de Inglaterra, que une y desune las vidas de Benjamin y sus familiares y amigos. Esa Inglaterra profunda, destilada en la música de Elgar, en las cabinas de teléfono rojas, en las plazas adoquinadas con jardines, en las miles de tonalidades de verde, en los paisajes pulcros y relucientes trazados con compás, y en esa alegoría tan potente de Tolkien que representaba el carácter de la campiña inglesa en el idílico paisaje pastoral de la Comarca, y en la terquedad y bonhomía de esos hobbits "intrépidos y estrechos de miras, dados a la somnolencia y la autocomplacencia cuando se los deja a su aire, pero fieros cuando los provocan y los mejores compañeros cuando hay una crisis que resolver".

El tema de la novela es el Brexit. Pero al final el Brexit es, creo, sólo el detonante de un descontento más profundo que no es exclusivo de Inglaterra. Cualquiera puede reconocer en la España de 2020 ese permanente estado de crispación, de ira contenida, en mucha gente que necesita encontrar diariamente un culpable en el que descargar su frustración. Y como la ira es demasiado indefinida, como está provocada por demasiadas pequeñas frustraciones distintas como para aplacarse con un solo objetivo, la disparan contra todo lo que les irrita, desde los radares de las carreteras hasta los políticos de los partidos tradicionales, pasando por los inmigrantes, la comida vegetariana, el ruido de las ciudades o el portero del equipo contrario. 

Y a pesar de toda la bronca, de esa moda de buscar pelea y hacer callar a gritos a todo el que piense diferente, una leve ironía recorre toda la novela. A veces se inclina hacia la risa, otras hacia la melancolía, otras hacia el discurso de la rabia, pero siempre está presente, como un aroma imperceptible, como una base de color sobre la que se va dibujando toda la historia.

El corazón de Inglaterra es un ejemplo fantástico de cómo hacer buena literatura con un tema político de candente actualidad sin caer en la demagogia, en el panfleto o en la simple denuncia. Es una instantánea sutil y muy nítida de un país quebrado por la xenofobia y el miedo a un futuro incierto, un espejo incómodo en el que cualquiera puede reconocerse. 



lunes, 10 de febrero de 2020

CALOMARDE

Qué bueno, Sergio, qué bien me lo he pasado con tu Calomarde y cuántas cosas he aprendido. Por favor, señores escritores, más libros de historia así, divertidos, cautivadores, con retranca e ironía fina cuando toca, de prosa colorista y sabrosa, escritos con gracia y buen humor. Ya la editorial Libros del KO me tenía ganado con la iniciativa de publicar una colección de biografías de personajes históricos "no necesariamente ejemplares", pero este librito ha superado todas mis expectativas. 

Hace una semana no tenía ni idea de quién era Calomarde. Eso da una idea, además de mi ignorancia histórica, de lo furtivo y sibilino del personaje. Jefe de la policía secreta de Fernando VII, fomentó la buena costumbre de encerrar y ahorcar a demócratas, a la vez que reprimía a los absolutistas que osaban desafiar a su rey, lo que le granjeó un odio generalizado en todos los partidos. Pero piano, piano, vayamos por partes. 

La historia comienza en una Zaragoza que tampoco conocía, desaparecida tras la destrucción que trajo consigo la Guerra de Independencia. Una Zaragoza de la que salió Goya hacia Madrid poco antes de que llegara el joven Calomarde, y que a finales del siglo XVIII era una urbe en efervescencia, con tradición universitaria y editorial, "que mezclaba toda la mugre y el apelotonamiento de las villas medievales con la pujanza saneada y reformista de los nobles ilustrados".

Desde esta ciudad hoy desaparecida llega a Madrid el joven Calomarde a finales del siglo XVIII. Arribista y funcionario corrupto, fue también un hijo del siglo de las luces, una mente que, al menos en su juventud, también buscaba racionalizar la agricultura y tratar de optimizar una economía anémica. Le tocó vivir una época convulsa, el final del Antiguo Régimen y el inicio de algo que todavía no se sabía muy bien qué era en una España "que no sabía ni por dónde empezar a organizarse, liada en una red densísima de instituciones medievales dirigidas por nobles seniles, la mitad de las cuales ni siquiera se sabía para qué servían ni qué administraban".

Tras la guerra, fue despreciado por los liberales aragoneses de Cádiz, que veían en él no al reformador que pretendía ser sino a un advenedizo desclasado a la sombra del traidor Godoy, y fue entonces cuando se convirtió en el personaje siniestro por el que sería recordado. Sus máximas fueron patria y religión. Teología en lugar de filosofía. Nada de Voltaire ni de ínfulas democráticas. Creó las primeras escuelas de tauromaquia, y fue cómplice de El ángel exterminador, sociedad secreta que usaba la violencia para acabar con los liberales y afianzar el absolutismo, y que conocemos bien los que hemos seguido la serie El Ministerio del Tiempo.

Sin duda, en el Madrid de 1820 se tuvo que cruzar con Goya, del que es probable que sintiera una envidia peligrosa: "de origen similar, educados en la misma Zaragoza, frecuentadores de los mismos personajes, Goya era una gloria admirada y ya casi mitológica, mientras que él era un delator, una serpiente, una ratilla de covachuela". Por momentos, este Calomarde de "modales reptilianos y susurrantes" me ha recordado al Fouché que descubrí en la biografía de Zweig, otro político capaz de sobrevivir a todos los cambios de régimen sembrando a su paso cadáveres de oponentes. 

Por último, me ha gustado saber que a Calomarde le reprocharon su origen humilde tanto o más que su crueldad. Ya entonces pasaba algo parecido a lo que ocurre hoy con el prejuicio de clase de la política española: el poder siempre es más legítimo si proviene del barrio de Salamanca que si sale de la chusma de Vallecas. 

He terminado este librito feliz y entusiasmado. Gracias, querido Sergio, por saber despertar mi fascinación desde el primer párrafo y por ese desparpajo que me encandila. ¿Para cuándo el siguiente villano de la historia?



jueves, 6 de febrero de 2020

HIJOS DEL ANCHO MUNDO

Leí esta novela por primera vez hace diez años, y al releerla ahora, me he dado cuenta de hasta qué punto la había olvidado. ¿Cómo es posible olvidar algo tan bueno? Recordaba imágenes sueltas: la imagen de una Etiopía desconocida, desde la ocupación italiana en los años treinta hasta la independencia de Eritrea en los setenta, y cómo la turbulencia política influye en el microcosmos del hospital; algún rasgo de algún personaje; algo de ese parto prodigioso del que nacen los hermanos protagonistas y que se prolonga durante casi ochenta páginas. Pero me había olvidado de lo esencial, del talento de Abraham Verghese para construir personajes inolvidables con cariño e ironía, y hacerte reír, pensar, llorar y sentir en cada página. 

Marion y Shiva nacen con sus cabezas pegadas por una fina membrana que el médico corta tras sacarlos del vientre de su madre. De padres médicos, el hospital Missing es su hábitat natural, y la práctica de la medicina, la vocación de sus vidas. Inseparables desde siempre, cuando se tocan sus cabezas sienten seguridad y plenitud, es un hogar en el fin del mundo. Se mueven y responden como un solo organismo. Cuando uno corre sin el otro a su lado se nota extraño, como si le faltara algo. Como si fuera desnudo.

Estamos en los años cuarenta y la madre de los gemelos es una enfermera misionera india que ha viajado hasta Etiopía para llevar la curación y la palabra de dios adonde más las necesitan, porque ha aprendido que el hogar no es de donde eres sino donde te necesitan. La India está muy presente en toda la historia, a través de la nostalgia por el hogar de varios de los personajes, y de los aromas a especias que salen de las cocinas. Ya sólo esta mezcla de dos culturas tan distintas, junto a la propia historia de Etiopía, con su pasado imperial y la ocupación italiana, darían para una novela interesantísima. Pero lo mejor de Hijos del ancho mundo no es el contexto histórico, por apasionante que sea, ni la mezcla cultural, ni siquiera el amor por la práctica de la medicina. Lo mejor de Hijos del ancho mundo son sus personajes. 

Ghosh, Hema, Marion y Shiva tienen tanto magnetismo, tanta fuerza vital, que resulta imposible no incorporarlos a tu vida, no hacerlos tuyos, no sentir lo que sienten, vivir lo que viven, ansiar lo que desean. Esta es una novela de personajes, porque ellos son tan poderosos que logran eclipsar cualquier tema. Podríamos quitar las convulsiones políticas y sociales de Etiopía, podríamos olvidar la India, los exilios y hasta la medicina, y Ghosh, Hema, Marion y Shiva seguirían siendo una familia a la que cualquiera desearía con todas sus fuerzas pertenecer. 

Abraham Verghese
Aunque más de la mitad de la novela transcurre en Etiopía, a través de los ojos de los protagonistas también vemos otros lugares en los que ni la medicina ni la muerte se perciben de la misma forma. En Etiopía, nos cuenta Marion, la gente iba al hospital sabiendo que el resultado más probable era la muerte. Por eso la sorpresa era que los médicos curaran. En Estados Unidos, sin embargo, la gente iba al hospital confiando ciegamente en la curación. Por eso la sorpresa era que los médicos no pudieran hacerlo. En el país africano la muerte era la norma. En Estados Unidos, como si fueran inmortales, la muerte era la sorpresa.

Me alegro mucho de haber olvidado tanto esta novela. Ojalá mi olvido trabaje con la misma eficacia en los próximos años y en 2030 pueda volver a ella para disfrutarla de nuevo con una mirada virgen y asombrada ante las sorpresas y los matices. Y, como Hema, sentir la felicidad como dos ojos relucientes como diamantes y las manos con las palmas alzadas al cielo, dando gracias.



lunes, 3 de febrero de 2020

LA LLAMADA DE LO SALVAJE (Firma invitada)

¿Qué puede haber más salvaje que las condiciones atmosféricas extremas, el recuerdo de los ancestros o un aullido doliente en medio de la oscuridad más profunda? Ese ronroneo insistente, ese pálpito es el que atraviesa al personaje de la novela desde las primeras páginas.

¿Qué se dice de un clásico publicado hace 117 años y que mantiene intacta la universalidad y la atemporalidad? ¿Qué puedo yo, semiurbanita de una ciudad residencial de Madrid, encontrar en una novela tan alejada de mí en su ambientación geográfica y temporal? ¿Qué son para mí la fiebre del oro, los veinte grados bajo cero de la tundra canadiense, la conducción de trineos y las riñas por la supervivencia entre perros? Creo que no hay nada más alejado de mi realidad, de mi presente, y aun así, mantienen para mí una actualidad insólita. Quizás, he creído mientras me adentraba en la historia de Buck, porque ha sacado de mí a la niña sedienta de aventuras que llevo dentro.

¿Por qué he esperado veintimuchos años –los que llevo conociendo las letras y sus misterios– para leer un clásico de lo que hoy llamamos nature writing y que editoriales tan queridas como Volcano o errata naturae han traído de nuevo a las mesas de novedades? Quizás una mira en las estanterías de clásicos y se siente de algún modo alejada de su realidad. A veces me olvido de que la etiqueta "clásico" es lo que hace que los libros no estén nunca alejados de nuestra realidad. Y podrían haber pasado otros tantos años si no hubiera visto el trailer de la adaptación cinematográfica recién estrenada y que tiene como protagonistas indiscutibles a Buck (el perro que será ya para siempre mi favorito) y a John Thornton, interpretado con un rostro todo bondad por Harrison Ford.

Jack London.
La curiosidad me llevó al estante de los clásicos y rescaté de él un ejemplar de La llamada de lo salvaje publicado con el mimo que caracteriza siempre a Nørdica, una editorial que ya se ha convertido en un referente para los clásicos con ilustraciones y se ha hecho imprescindible para algunos títulos. Los tonos azulados de las ilustraciones de Javier Olivares y los dibujos afilados de las siluetas de hombres y animales otorgan a la novela el frío que recorre sus páginas y esa llamada silenciosa a los ancestros, al recuerdo ya borrado tras siglos de domesticación.

La aventura de Buck por encontrarse a sí mismo, utilizando un sintagma muy de moda en estos tiempos, es la aventura de la vida de cada uno de nosotros. Y mi yo infantil se ha regocijado y ha disfrutado de lo lindo de viaje en viaje, al calor de las hogueras de campamento y con el amor profundo de un perro moribundo por su salvador.

Si aún no habéis leído este clásico, no lo dejéis pasar ni un año más. Es fantástico.