Hay gente a la que da gusto escuchar. Empiezan a hablar y uno se queda un poco embobado ante la fluidez de su discurso, ante esas frases bien construidas que se enlazan unas con otras con elegancia y que dicen lo que quieren decir con la sencillez de quien ha nacido para expresarse con soltura. Dan un poco de envidia, hay que admitirlo. Esa capacidad de encontrar las palabras justas que trencen un pensamiento desde la primera palabra hasta la última sin un solo titubeo es algo extraordinario, y que no siempre apreciamos en su justa medida porque a menudo viene disfrazado de una naturalidad engañosa.
Algo así me ha pasado con esta novela de Jonathan Coe. Parece haber sido escrita sin ningún esfuerzo, del tirón, sin tachaduras ni dudas. Sus largos diálogos llenos de vida fluyen como si el autor ya tuviera todos los intercambios en la cabeza, o mejor, como si una vocecita siempre inspirada le fuera dictando al oído cada frase, en un orden y con un tono precisos, sin que sobre o falte una palabra.
Estamos en 2010. Benjamin, un hombre en la cincuentena, vive en una casa al borde de un río que parece sacada de un cuadro de John Constable, y la reciente ruptura con el amor de su vida parece que le está sentando de maravilla. Vivir en el campo armoniza de alguna manera con su necesidad de paz, de retiro espiritual lejos del ruido de la gran ciudad, de las turbulencias sociales y de la política. Lo que aún no sabe es que es en ese corazón de Inglaterra donde se está empezando a quebrar poco a poco la convivencia, y a formar el resentimiento hacia la élite política por parte de una clase media que pensaba que su bienestar iba a durar para siempre si seguían trabajando y pagando y respetando las normas como hasta entonces.
Me ha encantado la descripción de ese corazón de Inglaterra, que une y desune las vidas de Benjamin y sus familiares y amigos. Esa Inglaterra profunda, destilada en la música de Elgar, en las cabinas de teléfono rojas, en las plazas adoquinadas con jardines, en las miles de tonalidades de verde, en los paisajes pulcros y relucientes trazados con compás, y en esa alegoría tan potente de Tolkien que representaba el carácter de la campiña inglesa en el idílico paisaje pastoral de la Comarca, y en la terquedad y bonhomía de esos hobbits "intrépidos y estrechos de miras, dados a la somnolencia y la autocomplacencia cuando se los deja a su aire, pero fieros cuando los provocan y los mejores compañeros cuando hay una crisis que resolver".
El tema de la novela es el Brexit. Pero al final el Brexit es, creo, sólo el detonante de un descontento más profundo que no es exclusivo de Inglaterra. Cualquiera puede reconocer en la España de 2020 ese permanente estado de crispación, de ira contenida, en mucha gente que necesita encontrar diariamente un culpable en el que descargar su frustración. Y como la ira es demasiado indefinida, como está provocada por demasiadas pequeñas frustraciones distintas como para aplacarse con un solo objetivo, la disparan contra todo lo que les irrita, desde los radares de las carreteras hasta los políticos de los partidos tradicionales, pasando por los inmigrantes, la comida vegetariana, el ruido de las ciudades o el portero del equipo contrario.
Y a pesar de toda la bronca, de esa moda de buscar pelea y hacer callar a gritos a todo el que piense diferente, una leve ironía recorre toda la novela. A veces se inclina hacia la risa, otras hacia la melancolía, otras hacia el discurso de la rabia, pero siempre está presente, como un aroma imperceptible, como una base de color sobre la que se va dibujando toda la historia.
El corazón de Inglaterra es un ejemplo fantástico de cómo hacer buena literatura con un tema político de candente actualidad sin caer en la demagogia, en el panfleto o en la simple denuncia. Es una instantánea sutil y muy nítida de un país quebrado por la xenofobia y el miedo a un futuro incierto, un espejo incómodo en el que cualquiera puede reconocerse.
El corazón de Inglaterra es un ejemplo fantástico de cómo hacer buena literatura con un tema político de candente actualidad sin caer en la demagogia, en el panfleto o en la simple denuncia. Es una instantánea sutil y muy nítida de un país quebrado por la xenofobia y el miedo a un futuro incierto, un espejo incómodo en el que cualquiera puede reconocerse.
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