lunes, 27 de febrero de 2023

LOS INCOMPRENDIDOS

Esta es una historia sobre padres e hijos, sobre madres e hijas. Sobre las palabras que un buen día dejan de funcionar para salvar la distancia que les separa. Sobre esa distancia que, sin que se den cuenta ni se expliquen por qué, de repente se vuelve abismo. Se vuelve silencio. Se vuelve incomprensión. Esta es una historia sobre incomprendidos. Incomprendidos los padres y las madres en su agotador intento de comunicarse con sus hijos. E incomprendidos los hijos y las hijas en su agotador intento de comunicarse con sus padres. 

Inés es una adolescente que vive con miedo. Miedo al futuro, a lo que piensen de ella, a que no la quieran, a que no le dejen su espacio, a que la controlen, a que la hagan daño. Vive con miedo a ser mala persona. Pero el peor miedo es el que no tiene objeto distinguible. El que viene sin avisar y se instala en el estómago y repta hasta la garganta como una fiera posesiva. Vive presa en un laberinto llamado adolescencia, "esa edad de doloroso alumbramiento, de abrir puertas que chirrían, de cerrarlas, de llamar con los nudillos y que no te abra nadie, de tirarlas abajo a patadas". 

Javier, su padre, se crio en un barrio popular muy distinto de Boadilla, donde ahora viven. Un barrio que le dio una educación terrible y honesta, brutal y dulce, en una familia que rendía tributo a la austeridad como a una diosa hermosa y necesaria. Se crio en el entrenamiento feroz de apañarse con poco, de ser feliz con menos, para tratar por todos los medios de que lo importante, la dignidad y la felicidad, no dependieran de llegar holgadamente a fin de mes. Y ahora, ¿qué le dice a su hija que no ha vivido esa escasez? ¿A su hija, que parece que lo tiene todo, y cuya glacial indiferencia a veces ha terminado por agradecer, porque al menos no es la inquina y el odio y el ojalá te mueras?

Esta es una historia que va de adolescentes que no hablan. "De las interminables horas con la puerta cerrada de su dormitorio, de los mutismos, de los malentendidos, de la mecha de la rabia siempre ahí, de su frustración y también de la nuestra, del brillo de sus ojos y también de su silencio". De adolescentes que cuando por fin se dignan salir de su habitación para cenar, se sientan a la mesa como si sus padres les debieran algo, como si fueran las víctimas eternas de un agravio antiguo e inabarcable, una deuda que no entienden cómo es posible que sus padres sigan sin pagar. 

"Cómo hablar con el otro si el otro ahora no quiere porque ya es tarde. Cómo darle cariño si el otro lo desprecia, si el otro tira tu cariño por el retrete como una sopa que se ha puesto mala". 

Y la infancia de repente parece un árbol soñado del que el niño brutalmente se cae. Y se queda ahí, tirado en el suelo, convertido en un adolescente que no encuentra otra forma de crecer que apoyándose en un rencor difuso, más despiadado que cualquiera precisamente porque no se sabe de dónde viene, qué culpa terrible e irreparable pueden tener de un día para otro esos padres que eran tus dioses y ahora son tus peores enemigos. Y esos padres se miran dolidos, dolidos con cada portazo y cada desprecio, y se preguntan en silencio, cada uno por su lado, cuál es el precio de un abrazo, a qué valor prohibitivo cotizan ahora las sonrisas de su hija, qué tendrían que hacer para volver a sentirse en casa, sentirse a salvo, cuando están juntos. 

Pedro Simón consigue una ternura especial en la descripción de la infancia, de "esa edad en que los tesoros todavía no se buscan fuera de casa, sino dentro". Y a pesar de la pérdida de la inocencia, mantiene en todo momento esa capacidad de cuidar de sus personajes, de todos los incomprendidos que pueblan esta novela, para que no se extravíen, para que al final consigan, de alguna forma u otra, encontrar el camino que les salve de la oscuridad. 



jueves, 23 de febrero de 2023

POESÍAS COMPLETAS. MANUEL ALTOLAGUIRRE

Leer ciertos libros es como mirarse en un espejo, ¿no?, me dice un chico después de un ratito hablando de poesía. Asomarse a ese abismo. Somos tantas cosas distintas... Se queda callado un momento y me lo quedo mirando con curiosidad y un punto de diversión: me encanta cuando gente que no conozco se suelta a hablarme de cosas profundas, porque me imagino que no se las cuentan a nadie y eso me eleva de repente a mí, librero anónimo, a una categoría de público privilegiado. Somos tantas cosas distintas. Somos todos los libros que hemos leído, los lugares donde hemos estado, los idiomas que hablamos, las personas que hemos querido. Y el futuro, también somos el futuro, somos las cosas que ansiamos, los proyectos que tenemos, las ilusiones, somos las ilusiones, todo está ahí, en ese espejo mientras leemos. Hay un poema que me chifla de Altolaguirre, un poeta que nadie lee, que dice que cuando nos miramos en un espejo vemos retratos olvidados de nosotros, "pétalos de una belleza antigua", o algo así, y yo pienso sí, claro, es eso, y no solo antigua, somos pétalos de una belleza nueva, cada día nueva, renovada, ¿no? Con cada libro que leemos, cada viaje que hacemos, cada amor o proyecto o ilusión nueva nos salen pétalos nuevos y nuevos motivos para seguir haciendo todo eso. ¿Tiene sentido algo de esto que te digo? No, ¿verdad? Bueno, tú eres librero, seguro que entiendes de estas cosas. Tú me entiendes. 

Se ha ido feliz de haber hablado un ratito de poesía, feliz, quizá también, de haber sacado un poquito de todo eso que llevamos dentro y que si no recibe algo de aire fresco de vez en cuando se mustia y se nos queda atravesado. Y me he quedado pensando en qué serán esas cosas que entiendo por ser librero y si de verdad las entiendo y qué más da si lo importante es lo que disfruto escuchándolas y ha entrado más gente y ya no he pensado en nada más pero qué maravilla cada día este trabajo.

A Manuel Altolaguirre no lo lee nadie, pero tiene su hueco reservado en nuestra sección de poesía. Poeta andaluz y circunspecto, alto y reservado, acompañado por esa fuerza de la naturaleza que era Concha Méndez en su proyecto loco y precioso de editar en su revista a los mejores poetas de su generación. Quién sabe si de no ser por el esfuerzo y la dedicación de esta pareja tan especial, habría florecido la generación del 27 como lo hizo. No lo lee nadie, pero ahí está su poesía completa, en un volumen modesto que cabe en cualquier bolsillo, cruzando las fronteras de la imaginación y dejando "pétalos de belleza antigua", y nueva, y renovada, en los lugares donde uno menos se lo espera. 


Manuel Altolaguirre





lunes, 20 de febrero de 2023

EL ANCHO MUNDO

"A veces fuerza un poco los perfiles de los personajes y su forma de escribir roza la caricatura, pero siempre lo salva a través de la ironía. Tiene una ironía irresistible y muy malvada, además, que me encanta". 

Esto me contaba el otro día una clienta sobre Lemaitre y no puedo estar más de acuerdo. Todos sus libros son una locura. Por sus personajes, por sus tramas, por sus giros alucinantes. Con todos, en más de un momento te quedas con la boca abierta diciendo ¡no! ¡No es posible! Ya sea porque una viejecita adorable ha sacado un arsenal para volverse mercenaria y disfrutarlo de lo lindo, ya sea porque una entrevista de trabajo se convierte en una enloquecedora toma de rehenes, Lemaitre siempre convierte lo cotidiano en extremo sin renunciar a esa ironía un puntito ácida que lo hace tan único. 

En este caso, nos vamos al Beirut de 1947, ciudad cosmopolita y abierta desde la que los cuatro hijos de Louis Pelletier viajan al Saigón francés, por un lado, y a París, por otro, para independizarse de unos padres quizá demasiado posesivos. Me  ha fascinado el retrato de la vida en Saigón, una ciudad corrupta, decadente y llena de vida, asediada por los comunistas del Viet Minh. Un mundo salido de la segunda guerra mundial, presa del colonialismo, que no terminaría de encontrar la paz hasta tres décadas después, tras la derrota estadounidense. También he disfrutado mucho con un París en ebullición, marcado todavía por las huellas de la ocupación nazi, sacudido por huelgas reprimidas por el ejército, una inflación galopante, paro, miseria y un clima vibrante de transformación tras la euforia de la liberación. 

Como en casi todas las novelas de Lemaitre, el corazón de la trama es la corrupción. En esta ocasión, corrupción de los agentes de aduanas franceses en Saigón que trafican con los cambios de moneda y las repatriaciones de los franceses por la guerra. Ahí está el acento, en el tráfico de influencias, y en cómo Francia, involuntariamente, acabó financiando a las propias guerrillas vietnamitas que diezmaban sus ejércitos. La guerra de Indochina duró de 1946 a 1954 y fue un conflicto triste y sin salida, seguido sin ningún apoyo ni interés real por parte de la población francesa, "una guerra en la que Francia lo intentó casi todo sin lograr casi nada y en el que se vio condenada a improvisar constantemente". 

Como siempre con Lemaitre, la sorpresa pone la historia patas arriba, aunque no la voy a contar aquí, porque sería un spoiler de proporciones mayúsculas, en especial para los que hayan leído sus libros anteriores. Pero al leerla, al enterarme del giro espectacular del guion que vertebra la novela, pegué un brinco que casi le provoca un infarto a P., que leía tranquilamente su libro a mi lado. Así que lo dicho, una locura de libro. Pero qué bien escrito, qué ironía torrencial, qué mala leche y qué maravilla. La continuación, dentro de un añito largo. Ya estoy esperando el próximo brinco, y P. ya sabe que si leo a Lemaitre más vale guardar las distancias. ¡O brincar conmigo!




jueves, 16 de febrero de 2023

CARTAS SOBRE LA EDUCACIÓN ESTÉTICA DE LA HUMANIDAD

He llegado a este libro de la mano de Andrea Wulf y su espléndido ensayo Magníficos rebeldes, sobre el Círculo de Jena y los primeros románticos. Reconozco que no he entendido ni la mitad, hay una abstracción filosófica para la que no estoy entrenado. Pero aunque Schiller daba vueltas a la pista a toda velocidad mientras yo correteaba a ratitos a su lado, ha sido un correteo feliz e iluminador que me ha hecho pensar en muchas cosas. Aquí van algunas. 

Dice Schiller: "La utilidad es el gran ídolo de nuestra época, y a él deben complacer todos los poderes y rendir homenaje todos los talentos". Y dos siglos después, seguimos en la misma situación. Se ve claramente en las nuevas leyes educativas, que priman las competencias sobre los contenidos, es decir la utilidad práctica sobre la adquisición del conocimiento, y que tienden a relegar cualquier materia puramente abstracta (desde el latín y el griego, pasando por la filosofía, hasta el estudio de las artes) al baúl de lo inútil y lo prescindible. También la utilidad se ve en el consumo industrial del arte, arte concebido por la gente como una mera distracción, una película elegida al azar para pasar el tiempo hasta que a uno le entre sueño, un libro ligero que evada y sobre todo no haga pensar en nada, una música que suene de fondo pero sobre todo no moleste y no exija que se le preste nunca verdadera atención ni sienta uno curiosidad nunca por saber quién la ha compuesto o quién la interpreta.  

"En esta vil balanza, las virtudes espirituales del arte no tienen ningún peso y, al quedar privadas de todo reconocimiento, desaparecen del bullicioso mercado de nuestro siglo". ¿Qué son las virtudes espirituales del arte? Probablemente, hoy en día pocos que no hayan desarrollado alguna actividad artística podrían responder a esta pregunta. El arte se percibe como cosa de elitistas. Y, al mismo tiempo, a través de la música, la literatura, el cine y la fotografía, el arte está tan omnipresente en nuestras vidas que apenas lo valoramos. Que alguien toque el piano es un adorno un puntito estrafalario, o friki, o elitista (si solo toca a Chopin), pero en cualquier caso es un adorno, un pasatiempo, una cualidad similar a cocinar comida tailandesa o hacer escalada. No hay nada espiritual, nada trascendental, en el arte que nos rodea. Porque no le concedemos la capacidad de empaparnos, porque no imaginamos el grado de profundidad y complejidad que exige y pasamos por alto la importancia de la belleza en nuestras vidas. No solo la mayoría nos hemos educado en familias emocionalmente analfabetas, sino también estéticamente analfabetas. De las emociones no se habla porque no tenemos palabras para manejarlas. De la belleza no se habla porque no le damos importancia. Belleza y emociones, cualidades asociadas tradicionalmente a lo femenino, y por ello, también, relegadas a la esquina de lo superfluo, lo vulnerable y lo débil. 

"Por mucho que beneficie a la totalidad del mundo el desarrollo aislado de las facultades humanas, es innegable que para los individuos ese fin universal es una maldición". Desde pequeños nos inculcan que si somos buenos en algo, tenemos que potenciarlo. Potenciarlo para competir, para sobresalir, para satisfacer la ambición de nuestros padres y la nuestra propia, construida a base de recompensas. Pero potenciar un talento implica, a menudo, ignorar otros posibles talentos que uno pueda tener, y esa especialización suele conllevar una cruel amputación de la diversidad de opciones de realización personal que conviven en cada uno de nosotros. La dedicación exclusiva a un único fin obedece a la finalidad de ser útil. El talento se pone al servicio de ganar dinero, de superar a los demás en alguna prueba, de servir al progreso de la sociedad. Pero qué progreso es ese si necesita castrar en las personas la capacidad innata de tener talentos múltiples. 

"El camino de la belleza conduce a la libertad". La belleza puede ser un ideal social, e incluso político. Lo que parece claro es que puede dotar de sentido a la vida liberándola de las cadenas de sus deberes y obligaciones. Tras toda una jornada dedicada a aquello que no podemos eludir, saber disfrutar de un momento de belleza es una forma de elevarnos de la brutalidad de la rutina y reclamar un espacio de percepción exclusivamente nuestro, para nosotros, una habitación propia en nuestra mente en la que respirar, cuidarnos y coger fuerzas para volver a la lucha cotidiana. A veces basta una canción, tres versos, el aleteo de un pájaro o una flor rosa en tu salón para que el mundo se reordene y recupere el sentido. Pero no todo el mundo sabe percibir la belleza que le rodea, y por eso es tan necesaria una educación estética que nos haga no solo más felices, sino mejores personas. 

Educar en la belleza es educar en la percepción simbólica del mundo. Para ello, es necesario acumular toda la experiencia del mundo sensorial que sea posible. Una flor rosa en nuestro salón nos gusta porque nos hace pensar en la primavera, en las cualidades táctiles, visuales y olfativas de las flores. Nos gusta, por lo tanto, no solo por sí misma sino por lo que proyecta en nuestra imaginación. Nos gusta por comparación. Si sabemos, además, el nombre de la flor, o que es originaria de Japón, si da la casualidad de que hemos estado en Japón y hemos leído algún haiku que la menciona cuyo contenido hemos compartido con una persona amada, entonces el placer de nuestra percepción de esa flor rosa se multiplica. Nuestra capacidad de percibir la belleza depende directamente de la variedad de nuestras experiencias. Y lo que limita nuestras experiencias, y por lo tanto sabotea nuestra educación estética, no solo es la ignorancia: es el miedo. El miedo a salir de lo conocido, a diversificar los gustos aprendidos, a salir de nosotros mismos para incorporar lo desconocido a lo que somos. En este sentido, la educación estética es una educación humanística, pues se basa en la necesidad de acoger al otro, con sus diferencias y sus necesidades, de abrazar lo ajeno para ampliar nuestra realidad y nuestra capacidad de pensar y de sentir. La belleza conduce a la libertad porque es lo contrario del miedo, lo contrario de la represión, y también, por su capacidad para trascendernos, lo contrario de la muerte. 



 
 

lunes, 13 de febrero de 2023

EL IMPERIO DEL DOLOR

Las personas que están convencidas de que sus actos ayudan a los demás y parten de un sincero afán de hacer el bien casi nunca admiten que ese afán puede descarrilar y acabar provocando daños terribles e incurables. Pasa con las personas que, por amor, les dicen a sus parejas lo que deben hacer hasta el punto de privarles de todo poder de decisión sobre sus vidas. Pasa con los empresarios que, en el nombre de la eficiencia y la tecnología puntera, pagan sueldos de miseria y condenan a sus trabajadores a vidas precarias y humillantes. Y pasa con familias multimillonarias como los Sackler, protagonista de este libro, que, convencidos de estar devolviendo sus vidas a millones de personas con dolor incapacitante, provocaron la muerte de cientos de miles de personas por sobredosis de opioides. 

Patrick Radden Keefe es un genio. Ya me deslumbró su anterior libro de investigación, No digas nada, sobre el pacto de silencio en el conflicto de Irlanda del Norte a lo largo de medio siglo, un verdadero thriller de no ficción con el que aprendí muchísimo y que cambió mi forma de entender la memoria histórica y las huellas de la violencia en la memoria colectiva. Con este libro mantiene ese ritmo de lectura endiablado que hace que te bebas las seiscientas páginas en un suspiro, y viajamos de Irlanda a Estados Unidos para seguirles la pista a tres generaciones de la familia Sackler y al imperio económico que construyeron sobre el dolor de millones de personas. 

Las grandes fortunas en Estados Unidos siempre han recurrido a financiar cultura para inmortalizar sus nombres. Con el tiempo, los orígenes de sus fortunas y los medios con que las han adquirido caerían en el olvido, mientras que sus nombres grabados en piedra permanecerían para siempre en los museos, bibliotecas, universidades y colecciones de arte. Esa era su aspiración. Ser recordados como filántropos siempre ha sido la guinda del sueño americano. La inmortalidad ligada a lo que nunca se olvida: el arte. Pero no nos engañemos: detrás de cada donación se esconde una trampa. La filantropía no es beneficencia. No es un regalo, es un negocio, con sus calculadísimas desgravaciones fiscales, y sus condiciones de visibilidad en contratos con cientos de cláusulas. A cambio de dinero, se obtiene respetabilidad. Fama. Influencia. Para que todo el mundo lo vea. 

Arthur M. Sackler

136 muertes diarias por sobredosis de opioides. Esa es la cifra que registraba Estados Unidos en 2019. Pero para contar cómo se ha desatado esta crisis de salud pública hay que remontarse a 1996, cuando el OxyContin salió al mercado. Y para contar cómo la familia Sackler se volvió experta en publicitar fármacos de manera agresiva con información engañosa, nos tenemos que ir hasta los años cincuenta, cuando el patriarca, Arthur M. Sackler, se hizo de oro vendiendo valium en todo el mundo, promocionando medicinas a los médicos igual que otros presentaban bañadores o automóviles al consumidor general. Era la época dorada de la publicidad, tan bien reflejada en la serie Mad Men, en la que cualquier estrategia comercial era lícita si conseguía vender el producto. Aunque fuera potencialmente dañino. 

Investigar en los orígenes de la familia es lo que hace Radden Keefe en este libro, rastrear las técnicas que permitieron a estos vendedores convertir en adictos a decenas de millones de compatriotas con tal de llenarse los bolsillos de miles de millones de dólares. 

El autor describe a Richard Sackler, el artífice del OxyContin, como un hombre que siente una "devoción absoluta por sus propias ideas, y una glacial conciencia de superioridad moral". Este es un rasgo muy común entre narcisistas grandiosos, extendidísimo entre muchos multimillonarios que piensan que todo lo que tienen es producto de su talento y que son totalmente incapaces de ver el daño que producen. Él y su familia siempre se han defendido acusando a las víctimas de sus fármacos de sus adicciones. Al igual que los fabricantes de armas proclaman que las armas no matan, son las personas que aprietan el gatillo las responsables de cualquier muerte, los Sackler no se han cansado nunca de insistir en que el OxyContin es un fármaco perfecto, y si provoca adicción es porque la gente abusa de él. 

Richard Sackler

Por la descripción del poder que ejerce la clase alta norteamericana y su falta de escrúpulos a la hora de perseguir su ambición, me ha recordado a las novelas de Dominick Dunne. Y por su calidad como periodismo de investigación y capacidad para que te hierva la sangre leyéndolo, sin duda me ha hecho pensar en Fariña, de Nacho Carretero, sobre los narcos gallegos. Y es que no hay tanta diferencia, al final, entre un cártel de droga y una empresa farmacéutica como la de los Sackler. A Richard se le llegó a conocer como el Pablo Escobar del nuevo milenio. Se quitaron las placas con el nombre de su familia de multitud de universidades y museos. El oprobio cayó como una losa desde multitud de frentes y de juicios. Y aun así, se fueron con la cabeza bien alta, con su farmacéutica en quiebra, pero con todos sus miles de millones en paraísos fiscales y su negativa, bien firme, a disculparse por nada. 

Esta es una historia de ambición, filantropía, crimen e impunidad. Una historia de médicos que hicieron suyo el juramento hipocrático, añadiéndole, eso sí, una coletilla irrenunciable: "ante todo, no hacer daño, a menos que nos podamos forrar con ello". 






jueves, 9 de febrero de 2023

SOÑAR CON UNICORNIOS

Desde hace un par de semanas tengo este libro en el mostrador de la librería. Lo pedí por las ilustraciones de Lisa Aisato, que siempre me encantan (su libro La vida ilustrada tiene un lugar vitalicio y bien visible en la librería). La portada es muy bonita, y las ilustraciones interiores me parecen hermosísimas. Cada una daría pie a varias historias. Cada una es un mundo es sí misma. A simple vista parece un cuento infantil. Y lo es.

Trata del cáncer infantil, les digo a las personas que me preguntan por él. Y esas dos palabras deben de tener una magia especial, porque es decirlas y provocar un espanto inmediato en cualquiera. Dejan el libro como si quemara y se les cierra la expresión. Se quedan calladas, incómodas, como si hubiera dicho una obscenidad. A quién se le ocurre escribir un cuento para niños sobre el cáncer infantil. ¡Y ponerlo en el mostrador!

Hay cosas de las que no se habla. Las violaciones, los abortos, las enfermedades terminales. Todo lo que impacta de manera negativa en nuestros cuerpos y nos genera emociones complejas se bloquea, como si hablar de ello fuera de mal gusto o contagiara algo indeseable. Quizá por eso tengo este libro en el mostrador. Porque me parece una belleza de historia y de ilustración. Y porque si hablar del cáncer infantil, aunque solo sea con dos frases, entreabre unos segundos esa puerta blindada de la represión emocional en la que todos nos hemos educado y que tan fieros guardianes sigue teniendo en todas las familias, pues ya habrá merecido la pena. 

Esta es una historia de una niña ingresada con leucemia en un hospital. Una niña a la que hacen daño, a la que duermen, a la que aíslan. Una niña aburrida de no poder jugar con nadie, de no poder ver a nadie. Una niña encerrada en una cárcel que la envenena para poder salvarla. Es una lógica cruel difícil de entender. A veces la visitan unos payasos que hacen trucos de magia y de repente la realidad se colorea. Las paredes ya no son tan blancas, los pitidos no suenan tan alarmantes y las ventanas parecen que dejan entrar un poco más del mundo exterior. Ese mundo que sigue mientras ella está aquí dentro, en un tiempo detenido que parece que no va a ninguna parte. 

Esta es una historia de una niña que sueña con unicornios. Aunque toda la comida le sepa a rayos, ¡incluso el chocolate! Nunca tiene hambre. A veces se fuerza a comer, aunque solo sea para que su madre no esté tan preocupada. Le dan náuseas, pero su madre sonríe, así que merece la pena. Es la historia de una niña normal. Una niña que tiene cáncer. Y que sueña con curarse pronto para volver a su vida. Es la historia, dolorosa y mágica, terrible y cotidiana, de una niña normal. 





lunes, 6 de febrero de 2023

MAGNÍFICOS REBELDES

A pesar de que la mayoría de matrimonios mayores siguen pensando su unión como una inevitable claudicación de su libertad personal, y no se imaginan que puedan ejercer su derecho al libre albedrío para decidir su vida por sí mismos sin la tutela y el consentimiento de su cónyuge; a pesar de que buena parte de las nuevas generaciones de adolescentes siguen pensando, como sus bisabuelos, que los celos en una pareja justifican la vigilancia y el control y que el contrato amoroso implica dependencia y pertenencia; a pesar de que casi nadie usamos nuestra libertad para salirnos del rebaño y pensar por nosotros mismos y reclamar lo que creemos que es mejor para nosotros y para los demás al margen de las convenciones y las ideologías; a pesar de que damos por hecho la libertad y la usamos mucho menos de lo que deberíamos, somos libres. Somos libres de decidir por nosotros mismos. Somos libres de expresar nuestras ideas y de reivindicar nuestra individualidad frente a los demás. Y esto es así gracias, en buena medida, a un grupito de magníficos rebeldes que coincidieron en una pequeña ciudad alemana llamada Jena en los últimos años del siglo XVIII para regalar al mundo la invención del yo. 

Hasta entonces, la individualidad de las personas había sido una idea difusa, siempre sometida a los caprichos de algún gobernante. Los reyes, duques y electores tenían el poder de enrolarte en sus ejércitos por la fuerza, de impedirte salir de sus dominios, de autorizar o no tu matrimonio o de censurar cualquier idea escrita. La revolución francesa convirtió a los súbditos en ciudadanos con derechos y sembró una idea de libertad individual que hoy en día mueve y da sentido a cualquier sociedad avanzada. 

Pero ya antes de 1789 la libertad individual era un tema en boca de muchos. Una de las novelas más famosas de aquellos años, Werther, contaba la historia de un amante desesperado que acaba suicidándose. "Miré dentro de mí y me encontré con un mundo entero", dice el protagonista. Afirmación que condensa las bases del romanticismo y que se convirtió en el faro de toda una generación. Fue la mayor aportación de Goethe al movimiento que situaba los sentimientos, las emociones y lo irracional en un lugar predominante y nació como respuesta rebelde al orden y la objetividad de la Ilustración. Esta rebeldía fue el combustible que alimentó las ideas del Círculo de Jena, en el que Goethe participó muy activamente desde la vecina ciudad de Weimar, y que tuvo un impacto incalculable en el arte, la ciencia, la filosofía y nuestra forma de entendernos a nosotros mismos y nuestro lugar en el mundo. 

Andrea Wulf, autora de La invención de la naturaleza, una maravillosa biografía de Alexander von Humboldt (científico famoso que también aparece en el Círculo de Jena), describe la vida en la década de 1790 con una prosa cautivadora, capaz de atraparte en un solo párrafo para siempre. Hueles el barro de la ciudad, la fragancia de los campos sembrados que recorre Goethe a caballo para ir de Weimar a Jena a ver a su amigo Schiller, y sientes el calor sofocante del verano remitir en el sudor de tu piel al pasar bajo la sombra de un pequeño bosque. Sus descripciones coloridas, vivaces y expresivas de esta sociedad apasionante te atrapan desde la primera página. Nunca la filosofía tuvo más amena embajadora. Y pone en el centro del grupo a la incomparable Caroline Michaelis Böhmer Schlegel Schelling, una mujer formidable y arrebatadora, filósofa, escritora, traductora y alma de cualquier fiesta, verdadera estrella alrededor de la cual giraban todos los hombres y mujeres del Círculo de Jena. 

Ya desde las primeras páginas del libro, con la captura y encarcelamiento de Caroline por su afinidad con los revolucionarios franceses, Andrea Wulf capta muy bien el ambiente del momento. "La fuente de toda realidad es el yo", exclama Fichte desde su tribuna en la universidad de Jena, inoculando a sus alumnos las ideas de autonomía y libre albedrío que habían estallado en toda Europa a raíz de la revolución francesa. Era la época de la revolución, de la osadía de pensar diferente, de idear mundos nuevos, de confiar en un futuro en blanco por escribir. La época en la que, a través de la poesía y la filosofía, Schiller, Goethe, Novalis, Schelling, los hermanos Schlegel y la ubicua Caroline defendieron que romantizar el mundo es hacernos ver la magia y la maravilla que contiene. Percibirlo como un todo interconectado. Ver lo extraordinario en lo ordinario. La poesía romántica era rebelde, viva, dinámica y siempre cambiante. Una visión del mundo abierta y en constante metamorfosis, imposible de acomodar en normas rígidas. Los románticos desafiaron las convenciones sociales, la monogamia, la institución del matrimonio, la intolerancia religiosa, así como los límites entre la ciencia y la filosofía, la humanidad y la naturaleza, el individuo y la sociedad. 

Los pilares del romanticismo son la imaginación, el asombro y la belleza. Con la imaginación creamos el mundo, nos dijeron los primeros románticos desde Jena. Y esta revolución de la mente modificó nuestra perspectiva de quiénes somos y qué podemos hacer, y definió nuestro lugar en el mundo. Nos dio una libertad infinita para conocernos a nosotros mismos, y así poder conocer y amar mejor a los demás. Una libertad para ser quienes queremos ser. Aunque la usemos menos de lo que deberíamos. 




jueves, 2 de febrero de 2023

HIMNOS A LA NOCHE

Yo también quiero caminar "a cinco centímetros del suelo, con los labios entreabiertos y llenos de música", buscando la luz, el asombro y el oleaje azul que nos envuelve. Novalis lo hacía, allá por 1796, cuando amaba a Sophie von Kühn y el mundo era una idea de belleza en la palma de su mano. Suenan en la librería los preludios de Chopin, fragmentos de ansia y revelación, el espejo musical donde se miran y reconocen estos himnos a la noche. 

Chopin compuso sus preludios a finales de la década de 1830, unos cuarenta años después de que Georg Philipp Friedrich von Hardenberg, alias Novalis, escribiera sus Himnos a la noche. Pero es que las vanguardias musicales casi siempre llegan tarde, cuando las demás artes ya han desbrozado el camino e inventado nuevos lenguajes y abierto el mundo para que los compositores lo conquisten. Chopin nació nueve años después de la muerte de Novalis, pero algo en la música interna que ambos oían me dice que se habrían entendido. 

"La melancolía pulsa las cuerdas del pecho. Quiero derramarme en gotas de rocío y mezclarme con la ceniza". Ya es 1797 y Sophie ha muerto. Acababa de cumplir quince años y, más que una chica o una mujer, era una idea en la mente de Novalis. El centro de su mundo. Un mundo que traspasaba las fronteras de la carne y la voz y que estaba más cerca de los cuentos de hadas, del firmamento y las estrellas que de cualquier tacto terrenal, sucio y enfermo. 

Sophie ha muerto y la luz desaparece. Sophie ha muerto y el poeta se vuelve hacia la noche. "La luz armó en otras tierras sus carpas de alegría". Qué queda de eso ahora. Noche oscura. Abismal. Fragmentada en intuiciones de un absoluto. Una pena absoluta. Una belleza absoluta. Fragmentada como estos preludios de Chopin, esbozos de ideas, algunas de apenas un minuto de duración, revelaciones de una belleza que, así, multiplicada en piezas diminutas, como las teselas de un mosaico, aspira a captar y reproducir los misterios más profundos del alma y de la naturaleza. 

Cada pieza nace y muere. Cada frase es el ciclo completo de una vida. Una luciérnaga. Un fogonazo en la oscuridad. Vivir es comenzar a cada instante. Y la muerte no es más que la oscuridad que nos permite ver la luz. El contraste que permite la vida. Que la ensalza. Que la eleva y que le da sentido.