lunes, 6 de febrero de 2023

MAGNÍFICOS REBELDES

A pesar de que la mayoría de matrimonios mayores siguen pensando su unión como una inevitable claudicación de su libertad personal, y no se imaginan que puedan ejercer su derecho al libre albedrío para decidir su vida por sí mismos sin la tutela y el consentimiento de su cónyuge; a pesar de que buena parte de las nuevas generaciones de adolescentes siguen pensando, como sus bisabuelos, que los celos en una pareja justifican la vigilancia y el control y que el contrato amoroso implica dependencia y pertenencia; a pesar de que casi nadie usamos nuestra libertad para salirnos del rebaño y pensar por nosotros mismos y reclamar lo que creemos que es mejor para nosotros y para los demás al margen de las convenciones y las ideologías; a pesar de que damos por hecho la libertad y la usamos mucho menos de lo que deberíamos, somos libres. Somos libres de decidir por nosotros mismos. Somos libres de expresar nuestras ideas y de reivindicar nuestra individualidad frente a los demás. Y esto es así gracias, en buena medida, a un grupito de magníficos rebeldes que coincidieron en una pequeña ciudad alemana llamada Jena en los últimos años del siglo XVIII para regalar al mundo la invención del yo. 

Hasta entonces, la individualidad de las personas había sido una idea difusa, siempre sometida a los caprichos de algún gobernante. Los reyes, duques y electores tenían el poder de enrolarte en sus ejércitos por la fuerza, de impedirte salir de sus dominios, de autorizar o no tu matrimonio o de censurar cualquier idea escrita. La revolución francesa convirtió a los súbditos en ciudadanos con derechos y sembró una idea de libertad individual que hoy en día mueve y da sentido a cualquier sociedad avanzada. 

Pero ya antes de 1789 la libertad individual era un tema en boca de muchos. Una de las novelas más famosas de aquellos años, Werther, contaba la historia de un amante desesperado que acaba suicidándose. "Miré dentro de mí y me encontré con un mundo entero", dice el protagonista. Afirmación que condensa las bases del romanticismo y que se convirtió en el faro de toda una generación. Fue la mayor aportación de Goethe al movimiento que situaba los sentimientos, las emociones y lo irracional en un lugar predominante y nació como respuesta rebelde al orden y la objetividad de la Ilustración. Esta rebeldía fue el combustible que alimentó las ideas del Círculo de Jena, en el que Goethe participó muy activamente desde la vecina ciudad de Weimar, y que tuvo un impacto incalculable en el arte, la ciencia, la filosofía y nuestra forma de entendernos a nosotros mismos y nuestro lugar en el mundo. 

Andrea Wulf, autora de La invención de la naturaleza, una maravillosa biografía de Alexander von Humboldt (científico famoso que también aparece en el Círculo de Jena), describe la vida en la década de 1790 con una prosa cautivadora, capaz de atraparte en un solo párrafo para siempre. Hueles el barro de la ciudad, la fragancia de los campos sembrados que recorre Goethe a caballo para ir de Weimar a Jena a ver a su amigo Schiller, y sientes el calor sofocante del verano remitir en el sudor de tu piel al pasar bajo la sombra de un pequeño bosque. Sus descripciones coloridas, vivaces y expresivas de esta sociedad apasionante te atrapan desde la primera página. Nunca la filosofía tuvo más amena embajadora. Y pone en el centro del grupo a la incomparable Caroline Michaelis Böhmer Schlegel Schelling, una mujer formidable y arrebatadora, filósofa, escritora, traductora y alma de cualquier fiesta, verdadera estrella alrededor de la cual giraban todos los hombres y mujeres del Círculo de Jena. 

Ya desde las primeras páginas del libro, con la captura y encarcelamiento de Caroline por su afinidad con los revolucionarios franceses, Andrea Wulf capta muy bien el ambiente del momento. "La fuente de toda realidad es el yo", exclama Fichte desde su tribuna en la universidad de Jena, inoculando a sus alumnos las ideas de autonomía y libre albedrío que habían estallado en toda Europa a raíz de la revolución francesa. Era la época de la revolución, de la osadía de pensar diferente, de idear mundos nuevos, de confiar en un futuro en blanco por escribir. La época en la que, a través de la poesía y la filosofía, Schiller, Goethe, Novalis, Schelling, los hermanos Schlegel y la ubicua Caroline defendieron que romantizar el mundo es hacernos ver la magia y la maravilla que contiene. Percibirlo como un todo interconectado. Ver lo extraordinario en lo ordinario. La poesía romántica era rebelde, viva, dinámica y siempre cambiante. Una visión del mundo abierta y en constante metamorfosis, imposible de acomodar en normas rígidas. Los románticos desafiaron las convenciones sociales, la monogamia, la institución del matrimonio, la intolerancia religiosa, así como los límites entre la ciencia y la filosofía, la humanidad y la naturaleza, el individuo y la sociedad. 

Los pilares del romanticismo son la imaginación, el asombro y la belleza. Con la imaginación creamos el mundo, nos dijeron los primeros románticos desde Jena. Y esta revolución de la mente modificó nuestra perspectiva de quiénes somos y qué podemos hacer, y definió nuestro lugar en el mundo. Nos dio una libertad infinita para conocernos a nosotros mismos, y así poder conocer y amar mejor a los demás. Una libertad para ser quienes queremos ser. Aunque la usemos menos de lo que deberíamos. 




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