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jueves, 25 de abril de 2024

LOS NIÑOS DE WINTON

«Si fueran mis hijos, ¿qué haría? ¿Los mantendría aquí conmigo, bajo mi atenta mirada, poniendo su vida en peligro, o los alejaría mientras haya tiempo, dejándolos en manos de desconocidos, en un futuro que nunca veré?»

Este dilema atenazó la vida de millones de personas centroeuropeas en 1938 ante la expansión militar de la Alemania nazi. También estaba presente en España ese mismo año en muchas ciudades amenazadas por el ejército golpista. Y lo sigue estando en Gaza, en Ucrania, en Sudán, en Afganistán, y en tantos lugares asolados hoy en día por la guerra y la violencia. En Checoslovaquia, en 1938, un grupito muy pequeño de personas decidieron que el dilema podría tener una solución, que lo que parece imposible puede dejar de serlo, y consiguieron trasladar a Inglaterra a más de seiscientos niños antes de que estallara la guerra y se cerraran definitivamente las fronteras. Esta novela cuenta la historia de esta hazaña en tiempos convulsos, de gente corriente arriesgando su vida por hacer lo correcto. 

Nicholas Winton era un joven corredor de bolsa británico cuando llegó a Praga a finales de 1938 y entró en contacto con la red de asistencia a refugiados checos. Esta novela trepidante recrea la labor de Winton en Praga y resalta las figuras de Doreen Warriner y Trevor Chadwick, artífices de la maquinaria que consiguió poner a salvo a miles de refugiados y organizó los trenes llenos de niños, muchos de ellos judíos, que cruzaron toda Europa en un momento de máxima tensión política, luchando contra un sinfín de adversidades, bajo la amenazante mirada de la Gestapo. 

Lo que consiguieron estas tres personas y todos sus colaboradores en Praga fue dar una respuesta extraordinaria a una emergencia que desde entonces no ha dejado de repetirse, hasta hoy día. Cientos de niños se salvaron gracias a su valentía, pero miles se quedaron sin poder salir de Praga cuando el 1 de septiembre de 1939 se cerraron las fronteras. Nunca se supo nada más de ellos. De la misma forma que nada se sabe de los niños que mueren a diario en Gaza, en Ucrania, en Afganistán, en Sudán. Niños hambrientos, abandonados, encarcelados, asesinados. Niños que dependen del coraje de personas como Winton, Warriner o Chadwick para sobrevivir. 

«La humanidad siempre está distraída mientras ocurren las tragedias». Las debacles de la humanidad nos dejan indiferentes. Las vemos y pasamos a otra cosa, son un impacto visual más al lado del anuncio de cremas, el resumen del partido de anoche y las fotos de la playa de la cuñada. Ocurre hoy y ocurría mientras Hitler conquistaba países y gaseaba judíos. ¿Cómo pudo pasar?, nos preguntamos cuando leemos sobre las atrocidades del pasado. De la misma forma que ocurre hoy en día delante de nuestros ojos. ¿Cuántos Winton, Warriner y Chadwick hay en el mundo? ¿Cuántos harían falta para socorrer a todos los niños que lo necesitan? ¿Quién estaría dispuesto hoy en los países occidentales a organizar la expatriación de niños palestinos para rescatarlos de una muerte probable? 

A Nicholas Winton le gustaba decir que «si algo no es imposible, entonces debe de haber una forma de hacerlo». Mientras Europa persigue y criminaliza a quien salva vidas en sus fronteras, a veces es tan fácil como empezar desde ahí. 




lunes, 17 de junio de 2019

JONAS FINK

Le decía a Patricia el otro día que este es un cómic para los que no leen cómics. Tiene un dibujo clásico y expresivo, con un colorido que recuerda vagamente a los años cincuenta y sesenta, la historia avanza a toda máquina sin dejar por ello de detenerse en pequeños detalles emocionantes y no puede ser más universal en sus temas: represión, injusticia, amor eterno, revolución y los libros y la cultura como tablas de salvación para un sociedad deseosa de liberarse de la dictadura. 

Sí, es un cómic que recomendaría a cualquiera que no esté acostumbrado al género. Porque lo tiene todo para gustar a cualquiera y a la vez es una de las obras gráficas más ambiciosas y apasionantes que he leído nunca. "Una de las cumbres del cómic europeo", dicen los críticos. Pues no me extraña. 

Jonas Fink es hijo de un médico condenado a prisión por negarse a ser cómplice de la dictadura comunista que se impuso en Checoslovaquia a partir de 1949. Expulsado de la escuela, condenado a trabajar para escapar de la miseria, pronto encuentra en los libros una forma de evasión y de traer a casa un sueldo de subsistencia. Entabla amistad con un pequeño grupo de chavales que se reúnen en un parque para leer en voz alta libros prohibidos, sin ser del todo consciente del peligro que eso supone en una Praga atenazada por la represión y la paranoia de las delaciones. 

Vittorio Giardino ha dedicado a esta obra más de veinte años de su vida. Una obra sobre la historia de Praga desde 1949 hasta 1968, sobre los muros que los hombres levantan entre países y entre personas, por miedo a que su idea del mundo pueda ser puesta en entredicho. Los políticos checos decían: "Los individuos pueden equivocarse, pero el Partido nunca". Y esta historia es un ejemplo magnífico de la sombra que esta religión soviética extendió sobre los países de Europa del Este a partir de 1949 y que destrozó la convivencia y la esperanza en el futuro de tres generaciones. 

Por último, es un homenaje a las librerías como focos de resistencia. Librerías como refugios, como trincheras desde las que defender la palabra y la idea de futuro. Y me ha gustado pensar que esta pequeña librería madrileña en la que trabajo, y desde la que leo y escribo, es de alguna forma heredera de la librería praguense que aparece en este cómic. Heredera en promover la libertad de expresión, en enarbolar la bandera del compromiso contra cualquier tipo de censura y en tratar de combatir, década tras década, la ignorancia y el autoritarismo. 



lunes, 26 de septiembre de 2016

MENDELSSOHN EN EL TEJADO

Jiri Weil aparece afable en la mayoría de fotos que se conservan de él. Gafas redondas de profesor, sonrisa discreta, aire frágil. Sin embargo, las vicisitudes de su vida y el tono de su literatura desmienten esta impresión. Vivió en Rusia, tradujo al checo las obras de los escritores rusos de vanguardia, aunque su afinidad con la revolución comunista se enturbió tras pasar por un campo de reeducación en Kazajistán. Durante la ocupación alemana trabajó en el Museo Judío de Praga y evitó su deportación al campo de Terezin de la manera más novelesca posible: dejó su cartera en un puente con su documentación y una nota de despedida. Como nunca volvió a su domicilio, las autoridades se creyeron su suicidio y se olvidaron de él. Pasó la guerra escondido y después dedicó su maltrecha salud a recopilar los dibujos de los niños judíos de Terezin desde su puesto en el Museo Judío y a escribir una de las mejores obras sobre la ocupación nazi de Praga y el holocausto que existen. 

Mendelssohn en el tejado es fascinante. El título alude a la estatua de Mendelssohn (compositor de origen judío que se convirtió al catolicismo) que unos funcionarios del ayuntamiento deben retirar de la cornisa de un edificio porque ofende la sensibilidad aria del mismísimo Heydrich, el "carnicero de Praga". Pero, ¿alguien sabe qué pinta tiene el tal Mendelssohn? A Heydrich no se le puede preguntar, por mucho menos acaba uno convertido en humo. ¿Qué hacer? El músico es judío así que tendrá la nariz larga, ¿no? Pues quitemos la estatua con la nariz más grande. Y por poco acaba la comedia en tragedia, ya que la nariz más grande de la cornisa era ni más ni menos que la Wagner. 

La novela empieza burlesca pero poco a poco el tono se va volviendo más amargo. Por sus páginas desfilan los judíos del Consejo, los operarios checos del ayuntamiento, los suboficiales alemanes temerosos de que por un desliz los envíen al frente ruso y las niñas judías escondidas en sótanos, piezas de un puzle que reconstruye la vida en Praga durante la guerra, una ciudad gris y sucia, llena de violencia y hostilidad hacia su ocupante. También caben los hechos históricos, como el asesinato de Heydrich en plena calle por paracaidistas checos, una escena maravillosa narrada con un ritmo demencial, y la posterior represalia de los altos mandos alemanes, que empapelaron toda la ciudad con listas de condenados a muerte. Y aun así, como constata el autor, "como ya calentaba el sol, había bañistas en la orilla del río saltando y riendo, porque la vida era más poderosa que la muerte, porque la gente necesitaba dormir, comer y hacer el amor". 

Jiri Weil
Hay muchas escenas memorables en este libro. Yo me he quedado con una de ellas. Una estatua de yeso que representa la Justicia es confiscada por la Gestapo en una casa de judíos recientemente deportados. El departamento de confiscaciones la vende a un marchante que mercadea con los bienes de las víctimas. Al cabo de poco tiempo, la misma estatua es confiscada de nuevo y vuelve al mismo almacén de la Gestapo. Los alemanes, convencidos de que la estatua les persigue y que seguirá volviendo a sus manos una y otra vez, renuncian a volver a venderla y acaban haciéndola pedazos para que la Justicia no pueda volver a molestar a nadie más.

Jiri Weil murió de leucemia en 1959. Dejó terminada más de una docena de libros. Los amigos de la editorial Impedimenta anuncian la próxima traducción de Vida con estrella, una novela sobre la ocupación nazi por la que los comunistas de la postguerra le tacharon de "enemigo del pueblo". Espero que no tarden mucho. Estoy deseando leerla.



lunes, 30 de noviembre de 2015

DE VIAJE POR EUROPA DEL ESTE

En 1957 tenía veintinueve años y apenas había publicado nada aún. Lucía unos bigotes magníficos que a los europeos seguramente les recordaban a Pancho Villa, porque no dejaban de tomarle por mexicano. En Frankfurt, sin nada provechoso que hacer, aburrido de ver películas alemanas en alemán, conoció a un corresponsal italiano y a una diagramadora francesa, y juntos decidieron probar a cruzar la frontera con Alemania Oriental, el famoso Telón de Acero. Y hacerlo, además, sin avisar, de incógnito, porque "a los países, como a las mujeres, hay que conocerlos acabados de levantar." Los meses que pasaron recorriendo Europa del Este quedaron retratados en esta estupenda crónica, rescatada ahora del olvido, en la que un jovencísimo y casi desconocido Gabriel García Márquez anotó sus impresiones de ese mundo vasto y desconocido regido por el comunismo soviético.

Lo primero que le llamó la atención al joven Gabo fueron las autopistas: después de haberse tenido que abrir paso entre las multitudes de automóviles americanos de último modelo para salir de Frankfurt, las autopistas de la RDA parecían fantasmales. Kilómetros y kilómetros de asfalto vacío, desierto, como de una civilización extinguida.
Después, la gente. Cuerpos desarrapados, deprimidos, convalecientes de una guerra que parecía no querer terminar dentro de su cabeza, doce años después. Y lo más sorprendente: su tristeza. ¿Cómo era posible que un pueblo que había tomado el poder y los medios de producción, que por fin era dueño de su soberanía y había accedido a una sociedad de derecho igual para todos, se hubiera convertido en un pueblo tan triste? El trío de periodistas occidentales no salía de su asombro y vagaba por las calles desconcertado por este mundo nuevo, en pleno centro de la revolución, en el que todas las cosas parecían "anticuadas, revenidas y decrépitas".

Mientras que en Alemania Oriental se notaba inmediatamente que la revolución había sido injertada desde Rusia de una forma brutal y chapucera, en Praga la vida se parecía mucho a la de cualquier capital capitalista. No había signos visibles del servilismo oficial hacia el Kremlin, tan palpable en Berlín Este o en Hungría, ni la ropa o las costumbres de la gente parecían anacrónicas. De hecho, García Márquez tuvo serias dificultades para encontrar gente asustada o rincones de pobreza en la población checa. Hasta que, una madrugada, al salir de una fiesta, observó que una mujer se quitaba las medias en plena calle y se las guardaba en el bolso, antes de volver a casa. "Hay que cuidarlas. Las medias de nylon cuestan un dineral." Y sonrió, al contemplar los detritus de la revolución, con el mismo alborozo que al descubrir la suciedad de las playas de Niza en la que remojan sus pies los millonarios. Nunca hubiera pensado que encontraría la sombra del comunismo en unas medias de nylon. 

Gabriel García Márquez

Cuando oyen hablar de los soviéticos, los polacos se desatan en improperios. Es una cólera temerosa. Resentida. Alimentada por siglos de masacres, expolios y traiciones. Los polacos, tan antiamericanos como antisoviéticos, fervientes socialistas, marxistas puros, filo-franceses, intelectuales, elitistas, católicos, introvertidos y susceptibles, son un pueblo inmanejable. Entre la militancia comunista y la militancia católica, viven "atascados en definir matices doctrinarios mientras la situación económica adquiere proporciones dramáticas." Y mientras reconstruyen ciudades arrasadas por los nazis que el Ejército Ruso dejó agonizar y muestran los horrores de Auschwitz con una imperturbabilidad escalofriante, conviven con su miseria con una elegante e inalcanzable sobriedad emocional. 

Los soviéticos son, para el autor, el pueblo más interesante. "Un poco histéricos al expresar sus sentimientos, se alegran con saltos de cosacos, se quitan la camisa para regalarla y lloran a lágrima viva para despedirse de un amigo. Pero en cambio son extraordinariamente cautelosos y discretos cuando hablan de política." En la Unión Soviética no había ninguna dificultad en encontrar las sombras de la revolución. El aislamiento de décadas impuesto por el gobierno, a menudo hacía que su pueblo quedara en ridículo frente a los extranjeros sin saberlo. Al no tener ninguna noticia del exterior, los obreros soviéticos estaban convencidos de haber inventado muchas cosas que en Occidente llevaban décadas en uso. Vivían paralizados por la burocracia, hasta el punto de que la palabra "burócrata" se había convertido en uno de los insultos más graves. Las librerías eran escasas y apenas se encontraban obras de autores nacidos en países capitalistas. Hasta ciertas obras de Dostoiesvki, como "El idiota" o "El jugador", estaban censuradas por considerarse "degeneradas y derrotistas". Por supuesto, no había ni un solo libro de Kafka disponible en la Unión Soviética. Y García Márquez se lamentaba, puesto que probablemente no habría habido mejor biógrafo de Stalin que el checo. 

Por último, Hungría. Budapest en 1957 era una ciudad paralizada por el miedo y la desconfianza. Diez meses después de la revuelta aplastada por los tanques soviéticos, el colombiano llegó con la primera delegación de corresponsales extranjeros autorizada a entrar al país. También autorizada a ver sin tocar, ver sin preguntar, sin hablar, sin andar por las calles ni comprar el pan. Ver lo que las autoridades quisieran mostrarles, y volverse. Todos los intérpretes de la delegación estaban tensos. Como advirtió el delegado francés, no solamente iban armados: estaban muertos de miedo. Dispuestos a impedir cualquier movimiento no planificado, cualquier contacto extranjero con una población aterrorizada por una represión gubernamental feroz. Budapest no parecía una ciudad. Parecía un campo de refugiados. Calles andamiadas. Gente cabizbaja. Pobreza y miedo. 

Budapest 1956

Un crónica estupenda, decía. Sin artificios, sin ínfulas de pedagogía, sin excesivo desencanto, García Márquez nos pasea por la Europa del Este a través de la mirada de la gente, de la que se atreve a hablar y de la que se esconde en las sombras, y nos muestra cómo la revolución, además de un orgullo ideológico basado en una idea falsa de progreso, no aportó a la gente más que censura, pobreza, rabia y miedo. 


sábado, 27 de septiembre de 2014

EL DEBER

Novela antidictadura, novela moralista, novela de suspense, novela de ideas, novela psicológica, El deber puede ser muchas novelas a la vez. Ludwig Winder la escribió en 1943, desde el exilio, y el lenguaje austero y calmado del relato no hace sino acentuar la apasionada defensa del compromiso político frente a la barbarie. 

El protagonista, Josef Rada, es un burócrata cincuentón, eficaz, humilde y sin ambiciones, cuyo único interés es hacer bien su trabajo y cuidar de su familia. Se dedica a establecer los horarios de los trenes en todo el país para regular de la manera más eficaz los traslados militares alemanes. Baja la cabeza ante los desfiles nazis, procura no llamar la atención, nunca habla de política ni de resistencia y controla su miedo intentando pasar totalmente desapercibido. El instinto de proteger a su familia es mucho más fuerte que el instinto de rebelarse contra los atropellos. Si tuviera que elegir entre la vida de su hijo Edmund y la libertad del pueblo checo, probablemente elegiría la primera, siendo la segunda un concepto ajeno a su comprensión del mundo. Josef Rada no tiene madera de héroe, simplemente es un padre de familia deseoso de darle un buen futuro a su hijo. 

Un día de finales de 1939, después de repetidas protestas estudiantiles en Praga, tropas de las SS ocupan y clausuran todas las universidades, matando a decenas de universitarios y enviando a miles a campos de concentración. Ese día, Edmund no vuelve a casa. Ni al siguiente. Y es en ese momento cuando la vida de Rada se tambalea, cuando el deber que había gobernado su vida, el deber de velar por el bienestar de su familia y desempeñar escrupulosamente su profesión, empieza a resquebrajarse. Su hijo había luchado por una justicia en la que creía, no sólo para él, sino para todos los checos. Su hijo había protestado contra la ocupación alemana y había reclamado su derecho a seguir estudiando medicina y poder aspirar a ejercer su futura profesión en un mundo libre. Y ahora, un nuevo deber más duro se abría paso en el interior de Rada, desplazando su anterior deber de manera tenaz e implacable.
No podía seguir contemplando cómo otros se sacrificaban mientras él, por consideración a su hijo, rehuía cualquier sacrificio. Edmund no quería esa consideración, la despreciaba. Era despreciable si estaba muerto; y también era despreciable si estaba vivo. Los ejecutados cuyos nombres leía Rada cada día en el periódico se lo decían a gritos. Se lo decían con la voz de Edmund. Todos ellos eran Edmund.
Ya no podía proteger a su hijo. Estuviera vivo o muerto, su prudencia no podía salvar ya a nadie. Pero en su trabajo tenía acceso a una información que, en las manos adecuadas, podía, si no cambiar el curso de la guerra, sí causar daños considerables en la maquinaria bélica alemana. 

Ludwig Winder

El deber trata de la transformación interior de un personaje ante una situación límite. Trata de las cosas que podemos tolerar y del momento en que uno decide trazar una línea para decidir cuánta brutalidad puede seguir soportando. Josef Rada es un burócrata gris, anodino y extremadamente meticuloso y obstinado en su trabajo. Y esa meticulosidad y obstinación se convertirán en un arma peligrosísima una vez decida hacer caso a su indignación y la ponga al servicio de una causa colectiva. Liberado del miedo a poner en peligro la vida de su hijo, Rada sentirá que la resistencia activa contra los nazis se ha convertido en una forma de resucitar de entre los muertos, su nueva razón de ser, lo que da sentido a la amargura y al vacío. Impregnado de su nuevo deber, sentirá que su vida, aunque más expuesta a la muerte que la de un soldado en primera línea, se ha vuelto más segura, porque habiendo escapado al peligro de no reconocer su propósito, ya nada terrible o inesperado puede sucederle.