Tratar de entender la violencia es agotador. Es mucho más fácil quedarse al margen. Casi todos lo hacemos. La vemos. Y no reaccionamos. Nos unimos a la masa de indiferentes o de cobardes que representa la mayoría de una sociedad enferma como la nuestra. Nos refugiamos en el "yo no he sido", "le ha tocado a otro", "algo habrá hecho". Frases que nos cierran los ojos a lo evidente. Frases que nos arropan la conciencia mientras la víctima y el perpetrador permanecen fuera, a la intemperie, desmintiendo nuestra realidad.
El eco de los disparos (2015) es un ensayo sobre la complicidad de los que permanecen en silencio ante la violencia, y sobre la capacidad de nuestra imaginación para tratar de entender el dolor ajeno y cerrar las heridas. Defiende que la cultura, en especial la literatura, el cine y la fotografía, tiene un papel fundamental a la hora de luchar contra el pacto de silencio que se ha vivido en Euskadi. La cultura como "medio para transformar nuestra sensibilidad y hacer de nuestra sociedad una colectividad más cívica, responsable y activamente involucrada en el presente proyecto de paz".
Hoy en día, en Euskadi, la gente quiere olvidar. Pasar página. La inmensa mayoría de los vascos está harta de la violencia y del enfrentamiento. Pero, ¿cómo puede el olvido sanar las heridas? ¿Cómo se puede reconstruir una convivencia saludable si no hay una memoria común sobre el trauma de las últimas décadas? ¿Si ante cualquier mención a lo vivido la gente gira la cara y cambia de conversación? Hay violencias no resueltas. Traumas no digeridos. Un dolor enquistado tras décadas de represión y silencio. Y ahora, cuando el proceso de paz está empezando a destensar el nudo del miedo, al igual que en la Transición parece que predomina el deseo de olvidar y celebrar la victoria sobre la necesidad de reparar el daño infligido. Es tentador, el olvido. Pero para restaurar una imaginación dañada y contaminada por décadas de violencia es necesario conocer sus mecanismos, sus orígenes y qué papel ha tenido en la sociedad. Quedarse en el estupor, la incredulidad y llamar "monstruos" a los violentos es lo instintivo, lo fácil. Pero así, lo único que conseguimos es privarles de su humanidad y alejar de nosotros sus implicaciones. Si ellos son monstruos, no son como nosotros. No tienen nuestra lógica. Están mal de la cabeza. Y si no se nos parecen, entonces existen, pero menos. Y es más fácil odiarlos. Tacharlos de enemigos. De seres sin sentimientos, sin derecho a una familia. Sin derecho a nada. Más que a desaparecer.
Es relativamente fácil denunciar una violencia ocasional. La violencia normalizada, la que has aprendido a digerir de pequeño y ha pasado a formar parte de tu paisaje cotidiano, esa es la más difícil de parar. Ante esa violencia, la del vecino que te retira el saludo, la de la pintada con la diana en el portal, la de los compañeros de clase que te insultan o te empujan nombrando a tu padre, la mayoría de nosotros somos cómplices. Está ahí. La vemos. Y nos callamos. Nos quedamos fuera.
Este ensayo ayuda a pensar. Te obliga a pensar. Es difícil seguir viendo la realidad cotidiana de la misma forma después de leerlo y no detectar la violencia implícita que hay en ella. El mundo se vuelve más complejo e inquietante. Menos cómodo. Y ya no puedes vivir en él como antes. Con la tranquilidad propia de quien no se siente concernido de nada de lo que pasa alrededor. Este ensayo te impele a tomar partido, a no callar, a evitar seguir siendo cómplice con tu silencio para luchar contra la violencia allá donde se manifieste. Es una tarea agotadora, a veces. Pero, ¿cómo vivir en sociedad si no somos capaces de ponernos en el lugar de los demás, si los que nos rodean no son tan humanos a nuestros ojos, hagan lo que hagan, como nosotros mismos?
En El eco de los disparos, Edurne Portela defiende que no hay objetividad posible en la observación de la violencia. Desde el momento en que uno toma partido (callando o rebelándose), lo hace desde su subjetividad, desde su afecto, su ideología o sus simpatías. La mejor forma de explicarla para tratar de curarla es desde las emociones. Y en su novela Mejor la ausencia (2017) lo ha conseguido de una manera magnífica. Es un libro-bofetada, un libro-terremoto, un libro-herida. Y también, creo, es un libro-cicatriz. Una voz llamada Amaia se enfrenta desde niña a la violencia de un padre maltratador, a la violencia de las drogas en el cuerpo de su hermano y a la violencia del alcohol en la vida de su madre. Violencias superpuestas que crean un clima opresivo, denso y áspero en el que la voz de Amaia busca comprender, abrir espacios de luz en medio de tanta oscuridad.
Hay miedo en esta historia. Mucho miedo. Hay una madre que se pregunta si algún día su hijo será capaz de vaciar una pistola en la nuca de un asesino. Hay una niña que cada vez que su padre se acerca, tiembla y se encoge. Hay una sociedad que ve todo eso y calla, porque si hablan quién sabe si esa violencia no acabará hiriéndoles a ellos también. Aquí, Edurne Portela utiliza la violencia de ETA como marco para contar una historia de violencia familiar que transcurre entre los años ochenta y noventa, los años negros del conflicto vasco, y que hurga en las heridas íntimas de los personajes para revelar una sociedad enferma, incapaz de reaccionar ante lo inadmisible.
El ensayo es interesantísimo y la novela es espléndida. Dura y oscura. Es la historia de una niña que se empapa de violencia en su infancia, escapa de ella al final de la adolescencia y decide volver, veinte años después, para tratar de curar su memoria. ¿Cómo se repara la violencia? A veces (a menudo) no se puede. Pero quizá la única forma de lograrlo sea a través de las palabras. De ser capaces de contar historias como esta.
Me han entrado ganas de leerlos. Estupenda reseña. Puri
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