jueves, 30 de noviembre de 2017

EL FIN DEL "HOMO SOVIETICUS"

Qué lejos queda la Unión Soviética. Desapareció cuando yo estaba en primaria y ni siquiera imágenes de telediarios recuerdo. Veintiséis años han pasado del fin de aquel sueño fallido. Y a pesar de nuestra cultura democrática, de nuestra escala de valores, tan opuesta a la soviética en tantas cosas, aquel ideal de igualdad sigue estando presente en discursos e intenciones de un sector amplio de la izquierda española. Estoy convencido de que si leyeran este libro, muchos de los que piensan que la revolución rusa es una inspiración indiscutible para cualquier lucha por la emancipación, contra la explotación y por la igualdad, matizarían su nostalgia y alejarían sus afectos de un régimen político que arrebató la libertad a su pueblo a cambio de una utopía.

Al igual que en sus libros anteriores (escribí una reseña de Voces de Chernóbil hace dos años, a raíz de la concesión del Premio Nobel), Svetlana Aleksiévich se sirve de la voz de decenas de hombres y mujeres nacidos en la URSS para armar un relato coral sobre la tragedia que supuso el comunismo soviético y cómo creó un tipo de hombre, el "homo sovieticus", condenado a desaparecer tras el fin de la utopía. Son los damnificados por el sueño perdido, los humillados y ofendidos por décadas de represión: madres deportadas con sus hijos, hombres que regresan tras quince años en el Gulag con la fe en su camarada Stalin increíblemente intacta, entusiastas de la apertura a occidente de Gorbachov que asisten anonadados a los estragos de la irrupción del capitalismo en los años noventa. Todos ellos hablan del dolor de haber vivido en un sueño, en una fe en un futuro glorioso que nunca llegó. Les quitaron la libertad, la capacidad de crítica, la justicia, la palabra, a cambio de un ideal. Se aferraron a ese ideal como náufragos a un madero. Y cuando el ideal desapareció, se quedaron flotando a la deriva, sin saber cómo vivir sin su amado partido, sin su brújula mural, sin su orgullo, sin su logro.

La caída del comunismo le robó a mucha gente su fe, su patria, su idea de sí mismos construida a lo largo de siete décadas. Dejaron de sentirse especiales. Y entonces llegó el resentimiento. Sus sueños de grandeza fueron sustituidos por un enorme supermercado. Y no se explicaban que todo hubiera acabado sin gloria, sin guerra, sin sangre. "Fuimos un gran imperio que abarcaba de mar a mar, desde el círculo polar hasta los trópicos. ¿Qué ha sido de aquel imperio? Lo vencieron sin arrojar una sola bomba. Sin su Hiroshima. ¡Su Alteza el Embutido ganó la guerra!"

Al mismo tiempo, con las primeras elecciones democráticas, hubo un brote de euforia. Los que estaban hartos de la dictadura pensaron que la democracia llegaría con edificios nuevos de colores diferentes al gris hormigón, con pizzas, dinero, buenas carreteras, humor y libertad para ser felices sin tener que plegarse ante ninguna autoridad. El país era un hervidero de esperanza. La gente se sentía llena de energía. Pero, ¿qué hacer con ella? No lo sabían. Sabían que, de repente, eran libres. Pero nadie les había enseñado qué hacer con esa libertad.

Nunca ha habido juicios ni condenas por los crímenes soviéticos. Los verdugos del Gulag, los millones de cómplices que hicieron posible el Estado policial, han vivido tranquilos hasta el fin de sus días cobrando su pensión. No ha existido un movimiento ciudadano que presione para provocar un arrepentimiento en todos aquellos que colaboraron con el terror. El pasado soviético es una gloria repleta de sangre, miedo y atrocidad. Una enfermedad de la que los rusos nunca se han curado. Y ahí sigue, pendiendo sobre sus cabezas, amenazante como "el hacha que sobrevive a su dueño".

Svetlana Aleksiévich
El fantasma de la revolución se pasea de nuevo por Rusia. Desde 2011, los actos públicos en homenaje al pasado comunista se suceden por todo el país. Tras veinte años de "libertad", resurge el culto a Stalin. La mitad de los jóvenes entre diecinueve y treinta años considera que Stalin fue un "gran dirigente político". Los rusos están acostumbrados a vivir por una causa, algo grande que los trascienda como individuos. Anhelan un gobierno fuerte, una autoridad que les devuelva parte de la "grandeza" perdida. Muchos viven de la limosna de los recuerdos, protegiendo el ideal caído en espera de que se vuelva a levantar y gobernar sus vidas. Y han encontrado en Putin, ese "zar de pacotilla", una respuesta a muchos de esos anhelos.

Del capitalismo aprendieron que "nadie se forra haciendo un trabajo honesto". Y de los movimientos independentistas de las repúblicas caucásicas, el placer de sentirse importantes de nuevo a través de la xenofobia. ¡Rusia para los rusos!, se escucha a menudo en las calles de Moscú. Y proliferan las mismas consignas, los mismos gestos fascistas nacidos de la exacerbación del nacionalismo que vemos en Austria, en Francia y en España estos últimos años. Los rusos necesitan sentirse especiales. Antes, con la URSS, iban a ser los salvadores del proletariado mundial. Ahora les vale con tener a miles de tayikos haciendo por sueldos de miseria los trabajos que ellos nunca harían para mirarlos por encima del hombre y sentirse superiores.

En este libro, Svetlana Aleksiévich pregunta a sus interlocutores sobre el amor, sobre su infancia, sus peinados y sus calcetines, sobre la música que escuchaban y los desayunos en familia. Trata de los que encuentran belleza en el sufrimiento, de la crueldad que puede encerrar el entusiasmo por una idea. Trata de una época en la que ya no se mataba por Dios sino por el Partido, sin que el resultado cambiara lo más mínimo. Trata de mujeres hermosas y de historias de amor, y del dolor ajeno que acecha en cada esquina de un país enloquecido por sus ideales. Su objetivo es componer un retrato humano múltiple con las vidas de gente corriente, las víctimas, los verdugos, los cómplices y los resistentes. Las emociones humanas también forman parte de la historia. Sin ellas, los hechos históricos serían meras estructuras vacías, arquitectura vacía, casas sin hogares.

El fin del "Homo sovieticus" trata de explicar un país y su tragedia colectiva a través de sus gentes. Y ojalá que sirva para explicar el comunismo soviético a esos jóvenes rusos (y de todo el mundo) que lucen con orgullo sus camisetas con la hoz y el martillo o con el rostro de Lenin y celebran el centenario de la revolución como si fuera un ejemplo a seguir. La revolución y su recuerdo nunca debería servir de ejemplo, sino de advertencia. Millones fueron las víctimas de aquella hermosa utopía. Este libro encierra algunas de sus historias.




lunes, 27 de noviembre de 2017

BRUJARELLA

Suelo leer con calma. Por ejemplo, sentado en un sillón, con una taza de té y una mantita. No me preocupa pensar que dentro de cuarenta o cincuenta años, si mi cuerpo y mis ojos consienten, seguiré leyendo de la misma forma. Ensayos, novelas, cómics, todos los libros se adaptan a mi forma de leer. Hay gente que lee en cualquier sitio. Bancos del parque, paradas de autobús, oficinas de Correos. Hay gente que lee andando por la calle o en un bar donde atruena la retransmisión de un partido de fútbol. Yo no. No puedo. Necesito silencio y la calma de un sitio que no se mueva. Aunque a veces, de la manera más extraña e imprevisible, quien trae el ruido y la tormenta es el libro. Y entonces ya dan igual la taza de té, el sillón y la mantita, dan igual la calma y la introspección (propias, quizá, de una edad que no es la mía), porque al internarme por sus páginas mis pies se ponen a danzar, el sillón sale volando por la ventana, el té se lo bebe un pájaro travieso y el mundo se vuelve disparatado y loco y lleno de un ruido maravilloso. 

Brujarella. Ay, Brujarella. Cómo me gustas, con tus calcetines a rayas blancas y negras, tu escoba voladora, tu verruga con su pelo y tus zapatitos envidiosos. Me has tenido danzando como loco durante una hora y media, volando con un lobo y un pingüino por un bosque en plena tormenta en busca de un calcetín perdido y me temo que ya nunca más podré olvidarte, brujita malvada y encantadora. 

Este libro me enamoró desde el primer momento que vi su portada. Las ilustraciones de Iban Barrenetxea, que también es el autor del texto, son delicadas, expresivas, divertidas y están llenas de detalles y de fantasía. Al igual que la historia, mezclan el hiperrealismo con la fantasía de la manera más natural y así, una bruja de cabeza enorme y zapatitos minúsculos, acompañada de un pingüino, una urraca y un lobo enorme, entra en un Rolls Royce en el que va sentado un marqués que parece un cruce entre Dalí y Scott Fitzgerald. Vamos, la bomba. 

Brujarella me ha recordado a Shrek por la diversión bruta e ingeniosa, a Sherlock Holmes por la perspicacia jocosa y a Harry Potter por la fantasía aventurera. Cada vez que Brujarella dice "esto me huele a misterio", me la imagino con su voz cavernosa, guiñando un ojo malicioso y retorciendo su dedo índice en el aire, convirtiendo al mundo entero en sospechoso de la desaparición de su calcetín. Y tiene razón en andarse con ojo, porque ya se sabe: "bruja descuidada, ¡bruja chamuscada!"

A partir de ahora, cuando me pidan recomendación para niños y niñas a partir de ocho años, cogeré este libro, me agacharé, y, en voz baja, le diré al futuro lector: cuidado, este es un libro mágico. ¿Es divertido? ¿Aterrador? ¿Fantástico, absurdo, emocionante? ¡Sí! Pero no sólo. Es especial, tanto que para hacerse una idea de cómo es, habría que meter todas esas palabras en un caldero de bruja, añadir una pizquita de rana y cocerlo todo a fuego lento durante años, años y años... Tantos años que dejaríamos de contarlos de puro cansancio. Y tal vez esas nuevas palabras que saldrían humeando del caldero se acercarían a describir esta maravilla de libro. Tal vez. 






jueves, 23 de noviembre de 2017

NADA PUEDE ASUSTAR A UN OSO

- Miramiramira -, me dijiste, y señalaste con el dedo-. ¿Has visto esta familia de osos? ¿No son para comérselos? 
Estábamos de librerías por Madrid, porque el vicio por los libros siempre se disfruta más en el tiempo libre. Y mirábamos cuentos. 
-Osito tiene miedo, ¿ves? Ha oído en sueños un fuerte... ¡Rugido! "¡Socorro! - grita asustado -. ¡Hay un monstruo ahí fuera!"
- ¡Qué chulo!
Te sonreí y me quedé pensando. Monstruos. Sí, hay monstruos ahí fuera, osito. No lo sabes tú bien. Monstruos de todas las formas y colores. Se pasean por las calles vestidos de etiqueta y sonríen mientras les roban el futuro a los demás. Instigan, presionan, seducen, conquistan, y asustan precisamente porque nunca los ves venir. Hay monstruos ahí fuera, osito. Vaya que sí. 
¿Ves? - me cogiste de la mano -. Papá oso es la bomba, ha salido con un farol para demostrarle a osito que no tiene nada que tem... ¿Me escuchas? 
- Sí, perdona. Estaba distraído.
- ¿Sí?
- Pensando en monstruos. 
- Pues vuelve, vuelve, que estos seguro que molan más. Mira, y además está en verso, o bueno, casi, pero todo rima. ¡Es para...
- ...comérselo!
- Sííí.
- Jajaja. Me parto contigo. ¿Y cómo acaba? ¿Qué era ese rugido?
- Pues eso es lo mejor. El rugido era...- Te acercaste a mi oído, vergonzosa, y me lo dijiste en voz baja. 
- ¡No! 
- Sí. 
- Qué fuerte, al final osito se te va a parecer en todo...
- Tonto. 
- Guapa.
Y salimos riéndonos. 
Madrid se quedó reluciente. Con una familia de osos comestibles y libros infantiles por todas partes, en todas las esquinas, ahuyentando monstruos. 



lunes, 20 de noviembre de 2017

EL CUADERNO PROHIBIDO

Valeria baja un domingo a por tabaco para su marido y, cediendo a un impulso irrefrenable, decide comprar un cuaderno de tapas negras que ha visto en el escaparate. Un cuaderno para ella. Para contar sus secretos. Sus días. Sus esperanzas. Tiene cuarenta y tres años, dos hijos ya mayores y un marido que le dedica un cariño despistado. Todos tienen sus cosas, sus lugares privados, su espacio. 
¿Y ella? 

"Al caer en la cuenta de que en toda la casa no había un cajón, un armario que pudiera llamar mío, me propuse hacer valer mis derechos desde ese mismo día". Como Virginia Woolf con su habitación propia, Valeria decide conquistar el derecho a su propia intimidad escribiendo su cuaderno a escondidas de su familia, por las noches, cuando no hay nadie en casa, en los escasos ratos robados a las interminables tareas que le esperan todos los días cuando llega de la oficina. Estamos en Roma, en 1950, y aunque ya no es una deshonra que las mujeres trabajen, sigue siendo inconcebible que los maridos colaboren en las tareas domésticas. 

Roma, 1950. Italia ha salido de la guerra tambaleándose. Los hijos quieren libertad y diversión, ya no creen en sus padres de la manera en que estos creían en los suyos. La solidez moral se resquebraja, han perdido una brújula moral que Valeria sí tuvo. Una brújula moral que la convirtió en esclava de la familia y de la casa, sin tiempo para leer un libro o pasear por la ciudad, pero que, a la vez, le dio fuerza para resistir penurias y desilusiones, la ayudó a distinguir claramente lo que está bien de lo que está mal y a perseverar en unos valores tras los que se protege. Unos valores que la salvan y la encierran, que conforman los barrotes de la jaula invisible en la que vive. 

Antes no pensaba mucho en las cosas. Olvidaba con facilidad. Así, sin darle vueltas a los disgustos y las discusiones, la vida pasaba más rápido, fluía mejor. ¿Qué sentido tiene intentar ser feliz si no olvidamos las ofensas? Ahora, a través de las palabras que escribe en su cuaderno, ya no es tan fácil olvidar. Todo está ahí, negro sobre blanco: las conversaciones, las dudas, los anhelos sofocados tras una vida de abnegación que nadie le agradece. A través de las palabras, Valeria comienza a comprender cosas que nunca había sospechado, empieza a acercarse al significado íntimo y profundo de su condición, y la frontera entre lo que está bien y lo que está mal empieza a desdibujarse. 

"Deseaba contar la tranquila historia de nuestra familia en este cuaderno". Pero el cuaderno va revelando las grietas que se esconden tras la aparente normalidad de sus vidas, le abre una ventana a un mundo nuevo lleno de posibilidades. De aterradoras posibilidades. Sus propias palabras le enseñan cómo abrir la jaula en la que ha vivido, y la posibilidad del espacio exterior, de la libertad vertiginosa e infinita lejos de sus barrotes, la embriaga y la aterra a partes iguales. 

A la muerte de su suegra, su marido empezó a llamarla "mamá". Primero como una broma, como un gesto de reconocimiento, quizá, a su labor en casa y con los hijos. Pero luego como un hábito. Y qué triste, y cómo quebranta su condición de mujer ese apelativo que, incluso para su marido, la reduce a una madre. A una cuidadora. Una servidora. Encerrada en una jaula de costumbres, reglas sociales, religión y prejuicios. Y aunque sonría y acepte y siga con su vida de cuidados, en secreto se niega a aceptar que "esa cosa indefinible que vuelve rebeldes a nuestros hijos forme ya para mí parte del pasado". 

Alba de Céspedes (1911-1997)

Su marido y ella se tratan como si el tiempo no hubiera pasado. Con la misma idea del otro de hace diez o quince años, cuando sus hijos eran pequeños y el apasionamiento de recién casados había quedado hacía tiempo enterrado entre pañales, obligaciones y estrecheces económicas. Una idea del otro petrificada en el tiempo. Y ya no se ven. No se miran a los ojos. No se les pasa por la cabeza la posibilidad de que han cambiado, de que ya no son los mismos, de que es un error no intentar ver a los demás sin la máscara de la costumbre, sin la insidiosa pátina de cansancio que recubre ya todos sus gestos de afecto. Como si fueran viejos. Como si su vida, una vez que sus hijos están a punto de marcharse de casa, hubiera agotado sus posibilidades. 

El cuaderno prohibido ha despertado su sed y su hambre. Le ha devuelto las palabras y las ideas. Su identidad de mujer. La posibilidad de un futuro. Quiere vivir sin avergonzarse de sus sentimientos, vivir sin contenerse, sin defenderse a diario de esos anhelos que su moral le ha enseñado a identificar como pecados y que no son más que vida e ilusiones. Si las cosas sólo pueden hacerse de una forma, si amar es un asunto de familia y educar es disciplina y obediencia, ¿qué pasa cuando se decide vivir de otra manera? Valeria ve cómo su hijos adoptan actitudes que no reconoce, defienden ideas que no entiende. Sus mentes han soltado amarras y las ve alejarse del puerto seguro que ha sido ella para ellos hasta ahora con un sentimiento de pérdida descorazonador. Se siente desvalida. Sola. Y necesita de nuevo ser una mujer, desprenderse de la vieja piel de madre abnegada y dejar de vivir en la sombra. Tiene cuarenta y tres años y quizá, para su sorpresa, toda la vida por delante. 

Esta espléndida novela es un retrato fascinante de las costumbres familiares de una época que, en muchos aspectos, no es tan distinta de la nuestra. A mi alrededor veo con frecuencia a mujeres condicionadas por las tradiciones que luchan por salir de la jaula de las convenciones para conquistar el derecho a actuar como ellas quieren y necesitan, y no como les han enseñado a querer. Tienen miedo de decepcionar a sus padres, o a sus parejas. Sienten un alivio liberador ante la satisfacción de los demás, por el miedo a que sean infelices y puedan culparlas a ellas. La culpa, esa amenaza constante, esa terrible condena. Y Valeria encarna la lucha universal de las mujeres, que desgraciadamente nunca pierde vigencia, por conseguir un espacio propio para ser ellas mismas, no la madre, la esposa o la hija de nadie. Ellas mismas, sin la necesidad de complacer a los demás, sin sentirse culpables por su necesidad de libertad. 


jueves, 16 de noviembre de 2017

UNA COLUMNA DE FUEGO

La continuación de Los Pilares de la Tierra y Un mundo sin fin no sólo no decepciona: te apasiona, no puedes soltarlo. Nos trasporta al conflictivo siglo XVI, cuando las guerras e intrigas en Inglaterra y en Francia demostraron una vez más la intolerancia, la violencia y las injusticias tan virulentas que siempre ha desatado la Iglesia católica. 

El personaje más importante que transita a través de esta novela es la reina Isabel I de Inglaterra, cuyo perfil desmonta la imagen que durante el siglo XX nos ofrecieron de ella los libros de texto en España. Felipe II siempre era retratado como el valedor de la justicia, e Isabel, como la malvada reina que defendía una religión equivocada. Ken Follett da la vuelta a esta dualidad, señalando la voluntad de la reina inglesa de que bajo su reinado nadie muriera por expresar su religión. Había tantos motivos para renovar una Iglesia como la católica, corrupta, conservadora y sanguinaria a través del brazo torturador de la Inquisición... La Reforma protestante pretendía regenerar prácticas tan poco edificantes, aunque algunos de sus métodos, y sobre todo el radicalismo de Calvino en Ginebra, desprestigiaron en buena medida su proceso. 

Hay que agradecer a Ken Follett, y a la tarea de documentación que siempre realiza en sus novelas históricas, que nos haya ofrecido una imagen tan perfilada e íntima de dos personajes tan controvertidos como la reina Isabel I y María Estuardo, mitificadas a través de la literatura, el cine y el arte en general. 

Dadas las conspiraciones continuas por parte de todos los países europeos para derribarla del trono, Isabel I establece un servicio secreto para investigar posibles invasiones e intrigas. Y Ned Willard, el protagonista de esta novela, se convertirá en uno de sus espías más perseverantes y leales, teniendo que enfrentarse con el hermano de Margery, la mujer que ama, conspirador desde Francia contra Isabel.

Es espléndido el relato de las intrigas que la familia de Guisa, defensora de María Estuardo, maquina en la corte francesa para imponer el catolicismo más recalcitrante en un país donde durante casi medio siglo los herederos de la corona se suceden sin pausa a consecuencia de enfermedades y reyertas. Las anécdotas de la primera boda de María con el príncipe heredero francés, un muchacho de 14 años con el que se había educado y con el que la unía una gran amistad, son antológicas.

Una lección de historia fascinante que no puede dejar indiferente a nadie. 



lunes, 13 de noviembre de 2017

ARDALÉN

Qué belleza. 
He tardado cinco años en leer este cómic. Desde que se publicó a finales de 2012, lleva esperándome en la sección de cómics de la librería, con la bendita paciencia de los libros que saben que, tarde o temprano, serán leídos. Estoy aquí, ya vendrás, parecía decirme cada vez que pasaba por delante, acariciaba su lomo y escogía otro cómic para llevármelo a casa. En todo este tiempo, de alguna manera, la expectativa iba creciendo. Lo reservaba para una lectura de placer seguro, como receta para reconciliarme con una buena historia tras alguna lectura decepcionante, como el abrazo cálido e interminable que te rescata de cualquier día difícil. Cinco años. Y no sólo no ha decepcionado ninguna expectativa, sino que las ha superado todas. 
Qué belleza. 

Fidel sale de su casa en los días de viento y recorre los montes gallegos escuchando a los árboles. Llegado a un prado, se sienta y espera. Espera la lluvia y el aire salado que viene del mar. Espera a los recuerdos, a que se arremolinen en torno a su cabeza, como pececillos que jugaran con su pelo desordenado. Los recuerdos de otros lugares en los que el mes de noviembre no anunciaba niebla, otoño y penumbra, sino sol, primavera y bailes en la playa. Recuerdos que a veces parecen prestados, venidos de otras vidas para embellecer los suyos, recuerdos que se mezclan en su memoria y, verdaderos o inventados, conforman su identidad. Espera sentado a que el viento salado del mar cante su melodía en el bosque profundo, y entre los troncos de los eucaliptos, salgan de su letargo las ballenas. 

"Vivir consiste en construir futuros recuerdos", dice un personaje de Sábato. Pero no sólo de vida está hecha la memoria. También de imaginación. Sobre todo, quizá, de imaginación. De ballenas que bailan entre los eucaliptos. De naufragios en el mar y de amores caribeños. De pequeños delfines de madera que caben en la palma de la mano y de vientos húmedos que limpian la vida. De lo que fuimos y de lo que quisimos ser. De anhelos y derrotas y sueños volubles que se nos pegaron a la piel y que definen quiénes somos, cómo sonreímos, qué abrazos buscamos. 

Esta maravilla de libro, Premio Nacional de Cómic en 2013, trata sobre la memoria. Sus dibujos tienen una expresividad cálida y conmovedora, parecen habitados por un dinamismo cinematográfico pero, al mismo tiempo, transmiten calma y emociones profundas con una paleta inacabable de tonalidades de color. Los peces vuelan y las hadas susurran y los barcos naufragan entre los troncos de los eucaliptos, y todo parece extraordinariamente real a través de la mirada melancólica de Fidel. Real como los recuerdos. Como la fantasía necesaria para que sobrevivan al olvido y dibujen nuestra identidad.

Cuando alguien objete que los cómics son literatura menor, que carecen de profundidad, que son propios de niños o vagos, sacaré este libro. No diré nada, no defenderé las capacidades expresivas de este género, porque son muy evidentes y ya están debidamente demostradas. Sacaré este libro y hablaré del ardalén, el viento gallego que sopla del suroeste de esta historia, templado y húmedo, y que, junto al sabor del mar, es capaz de mezclar recuerdos, construir pasados y hacer que las ballenas bailen entre los eucaliptos una danza tan bella que haga llorar. 






jueves, 9 de noviembre de 2017

PROHIBIDO NACER

Os presento un relato ligero tratado con un sentido del humor conmovedor. Las vivencias que nos cuenta son tan graves, tan trascendentes y tan trágicas, que, al disfrazarlas con ese humor tan característico, su autor las hace digeribles.

Hace 33 años, Trevor Noah nació con todas las de perder. La unión de su padre blanco con su madre negra en la Sudáfrica de los años ochenta estaba penada por ley, así que él fue un hijo prohibido por su país. Continuamente durante la lectura del libro me recordaba la edad de este chico para apreciar mejor esta historia personal que, afortunadamente, ha acabado en el éxito de este joven comediante, estrella de la televisión norteamericana. Hoy en día, utiliza la ironía y el humor para hacer comedia política y se ha convertido en el azote de Donald Trump. Divertido, irresistible, con esa sonrisa de niño bueno, ha escrito estas memorias que, además de una denuncia del racismo del Apartheid, escrito minuciosamente, son un homenaje a esa madre coraje que ha tenido la suerte de disfrutar.

A pesar de que su madre le pegaba a menudo, él consideraba que lo merecía y sabía que el amor entre ellos era de tal magnitud que los malos tratos jamás fueron una barrera entre ellos. En cambio, la violencia de su padrastro, que llegó a disparar a su madre después de haberla maltratado durante años, está descrita de forma tan detallada que es como una disección.
También las continuas denuncias en la comisaría, que nunca fueron atendidas, nos retrotraen a otras épocas aquí en España, cuando perdías el tiempo si ibas a denunciar cualquier violencia machista. Yo doy prueba de ello.

Es fascinante el humor con el que nos cuenta, por ejemplo, que cuando tenía cinco y seis años sus parientes maternos no le pegaban, a pesar de sus trastadas infinitas, porque decían que no sabían pegar a un niño blanco, aunque él fuera mestizo. Para ellos, que eran negros, mestizos y blancos eran lo mismo. Incluso, cuando le llevaban en el coche, siempre le sentaban en el asiento trasero y le llamaban "señor", como hacían con los blancos. ¡Qué terrible lo que trastornó sus mentes el apartheid! Me pregunto muchas veces para qué sirven las instituciones internacionales que tenemos si no pueden prevenir, prohibir o castigar actitudes tan graves como las que se han producido hace menos de cincuenta años y se siguen produciendo.

Son infinitos los detalles que demuestran la inteligencia superior de esa madre que tiene Trevor, y me cuesta comprender su fanatismo religioso en alguien que ha demostrado reiteradamente su valor, su clarividencia y su buen hacer. Fue una autodidacta íntegra y quizá la falta de una educación que le proporcionara más conocimientos sea la causa.

En un momento dado le dice a su hijo, que no la ha mirado al saludarla: "¡No, Trevor! Mírame, salúdame. Demuéstrame que existo para ti, no me veas solamente cuando necesitas algo". Una situación que quizá vivimos muchas madres.

Otra de las reflexiones de esa madre independiente y fascinante, cuando se refiere a su marido maltratador: "El hombre tradicional quiere que su mujer sea sumisa, pero nunca se enamora de mujeres sumisas. Le atraen las mujeres independientes, es como un coleccionista de aves exóticas. Solamente quiere mujeres libres porque sueña con meterlas en jaulas".

En otro momento le dice a su hijo, a quien siempre se ha dirigido como si fuera un adulto: "El amor es una acción creativa: cuando amas a alguien, creas un mundo para él".

Un testimonio valioso y necesario que nos recuerda los valores por los que debemos luchar. Además es una lectura divertida, amena y enriquecedora.



lunes, 6 de noviembre de 2017

LA MUERTE DE LA MARIPOSA. ZELDA Y FRANCIS SCOTT FITZGERALD

Ansiaban ser felices. Vivir a base de momentos. Subirse a rayos de luz que los llevaran al éxtasis, a los brazos abiertos de su público, que siempre estaba sediento de literatura y amor. Bailaban y sonreían porque la vida era dulce, ligera como un foulard al viento, bella como la luz del amanecer en Montmartre un lunes cualquiera después de una fiesta. Gritaban por la calle de puro entusiasmo, corriendo como adolescentes embriagados de amor, eran Zelda y Scott, la pareja del momento. Elegantes, encantadores, bellísimos, se les caían los billetes de los bolsillos, chapoteaban en las fuentes vestidos y se bebían los cócteles al ritmo desenfrenado de la música y el baile y las luces de la noche. Su vida era una novela, la de los felices años veinte, fastuosa y extravagante. Y la mariposa volaba despreocupada, irradiando luz y y belleza, inconsciente de la fragilidad de sus alas. 

Esta breve biografía de Zelda y Francis Scott Fitzgerald es un prodigio del género. Se centra en los vaivenes de su relación, en cómo su forma de vivir fue el paradigma de una época jovial de libertad, y en lo dolorosa que fue su caída tras haber estado en la cima del éxito y el amor. Cuenta poco del Fitzgerald escritor. Apenas cuatro o cinco páginas sobre el torpe A este lado del paraíso o el brillante Suave es la noche. Dos trazos para París, un trazo para la Costa Azul y sus amigos, y el resto del cuadro para las dos figuras principales, Zelda y Scott, y su angustia vital, siempre al borde del abismo, tratando de apresar lo inapresable. 

Siempre fueron conscientes, hasta cierto punto, de vivir en una novela. Necesitaban intensidad y luces cada día. No soportaban obligaciones ni rutinas. Drama, querían drama, y si no lo tenían, se lo inventaban. Esa era su vida, emociones a todo volumen en movimiento continuo, y disfrutaban y sufrían a la medida de su ambición, ambos víctimas de su ilimitada y morbosa imaginación. "Pelea tras pelea, copa tras copa, derroche tras derroche, Zelda y Scott perdieron la paz y la salud, abusaron de su amor, lo hirieron, lo desgarraron, lo hicieron trizas, antes incluso de que la locura los arrollara". 

Zelda y Scott Fitzgerald a principios de los años veinte

Su vida era una perturbación continua. Pero cuando se trataba de escribir, Scott se volvía responsable, voluntarioso y disciplinado. Seguía luchando contra su desequilibrio pero la literatura le permitía vencer, salir victorioso, aunque fuera en la ficción. Sus libros se alimentaban de su vida, hasta el punto de reproducir en ellos fragmentos de cartas y telegramas de Zelda. Trataba de salvar en la literatura lo que no lograba salvar en su vida real. Y aunque sabía que el esfuerzo era inútil, que las palabras no curan, el éxito arrollador entre el público y la admiración de sus compañeros de generación le impulsaban a seguir ficcionalizando su vida. Era optimista, hasta el punto de pecar de ingenuidad. Su mente candorosa pretendía fijar para siempre lo perdido, a la vez que trataba de alcanzar una paz inalcanzable. Tenía una fe romántica en la irrealidad y cada vez que se derrumbaban sus ilusiones sentía que no había suelo bajo sus pies, que no había nada sobre lo que sustentar su ilusión, su razón de vivir. 

Zelda sufría crisis de esquizofrenia. A partir de 1929, tras varios intentos de suicidio, estuvo ingresada en numerosas clínicas psiquiátricas y algo en su interior se rompió para siempre. Se sentía vieja, sin haber cumplido aún treinta años. Se sentía sola, abandonada, a merced de su dolor y de su derrota. Había soñado con tenerlo todo, con ser la mejor bailarina de París, la mejor pintora de Nueva York, con el éxito y la fama y el amor del mundo entero, y ahora se veía recluida en una habitación aséptica a orillas del Lago Lemán, rodeada de una belleza sin vida, petrificada, sin expectativas, lejos de Scott y de su hija, exiliada de su pasado y con un futuro escamoteado por la locura. 

Y es aquí cuando la escritura de Pietro Citati, maravilloso biógrafo de grandes de la literatura como Goethe, Kafka, Leopardi o Mansfield, brilla en su elegancia, intercalando extractos de las cartas de Zelda y Scott con su propio relato, en una prosa lírica y extraordinariamente fluida. Se nota que no es insensible a la fascinación que ejerce esta pareja y trata sus vidas con sensibilidad y delicadeza, indagando con cuidado en los laberintos amorosos y vitales de su dolor.

Creo que, en su brevedad, este libro es la mejor forma de adentrarse en el mundo de dos personas excepcionales, enamorados de sí mismos, que quisieron cortejar al mundo entero y su realidad sin peso no soportó la enfermedad y el paso del tiempo. La mariposa se quedó sin fuerza para volar, sus alas perdieron el polvo y la luz, y las últimas palabras de El Gran Gatsby quedaron flotando como advertencia para las siguientes generaciones de soñadores: "Y así, seguimos remando, botes contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado". 



jueves, 2 de noviembre de 2017

NOCTURNOS

De Kazuo Ishiguro leí hace mucho tiempo Nunca me abandones. Me gustó. Me gustó la película, también. Me gustó sin dejarme poso, como una canción que escuchas en la calle y te hace sonreír durante medio minuto, un rastro de humedad en la piel que al poco se seca. Y ahora, después de la concesión del Premio Nobel, vuelvo a Ishiguro con estas cinco historias de música y crepúsculo. Y vuelvo a sentir el bienestar de leer una prosa fluida y flexible, similar al de una conversación con un tipo suave y elegante que te hace sentir a gusto desde el saludo y es capaz de hablar durante dos horas sin aburrirte ni un solo segundo. 

Al leerlo, he recordado muchas cosas. Un Bed & Breakfast en Finsbury Park con una buhardilla del tamaño de dos salones grandes, el suelo de madera y llena de sillones, mesas bajas y libros, libros, libros por todas partes. Al fondo se recortaba el skyline de Londres y recuerdo la luz ámbar del atardecer proyectando sombras interminables y coloreando los objetos con tonos irreales. El viaje era para asistir a unas clases de música de cámara con una profesora de cello y, aunque no recuerdo nada de las clases, sólo tengo que cerrar los ojos un segundo para ver el color de la madera del cello de Bea, sentirlo bajo los dedos, un color pulido, cálido, sólido, un color que huele a casa y a Brahms. Y después, los parques. Mientras Bea estudiaba mis pies se perdían bajo las hojas doradas de octubre y nos reíamos porque para ella todos los parques son iguales (¡pero si sólo hay árboles y caminos!) y para mí, cada uno sigue siendo un mundo virgen por descubrir. Recuerdo el viento. Una explosión de fa mayor en mis dedos, que se mueven con espasmos diminutos respondiendo a las melodías que surcan mi cabeza. Recuerdo Londres en otoño, la luz ámbar, el color del cello, los parques, Brahms. 

También la sensación de entrar en un jardín. Con cada viaje, con cada pieza estudiada e interpretada ante un público, la sensación de internarme por un jardín lleno de obstáculos, un jardín frondoso y agotador pero repleto de aplausos y sonrisas y esfuerzo y recompensas. "Un jardín como no había visto otro en mi vida", como dice uno de los personajes de Ishiguro, un jardín cuya cancela cerré un día y que ahora admiro desde fuera, desde los recuerdos que me traen libros como este, con el aplauso apagado pero el fa mayor de Brahms todavía latiendo en los espasmos de mis dedos. 

Estas historias tienen una capacidad evocadora fulminante. Música y crepúsculo, sí. Pero un crepúsculo plácido, sin dramatismos. Un crepúsculo enigmático y sutil que despierta recuerdos. Y creo que este libro es muy valioso, no tanto por lo que muestra, sino por lo que es capaz de despertar en la mente de quien se asoma a él. Leerlo ha sido como darme una vuelta tranquila por una galería de recuerdos. Y luego, al cerrarlo tras cada historia, mientras iba a trabajar o hacía la compra o preparaba la comida, volvía a ellos, enumerándolos, disfrutándolos, como una canción ligera y bonita escuchada en la calle, como un rastro de humedad inesperado en la piel.