lunes, 29 de junio de 2020

UNA METAMORFOSIS IRANÍ

En 2006, el ilustrador Mana Neyestani dibujó una conversación entre un niño y una cucaracha en el suplemento infantil de una revista. En boca de la cucaracha puso inconscientemente una expresión común de origen azerí, una minoría étnica de origen turco oprimida por el régimen iraní. Algunos azeríes entendieron que con esa viñeta se les estaba llamando cucarachas y decidieron organizar una revuelta contra el gobierno. Y este, que necesitaba urgentemente echarle la culpa de las protestas a alguien, detuvo a Mana Neyestani y lo encerró en la cárcel. Así empezó esta pesadilla kafkiana: condenado a prisión por una viñeta infantil, el autor nos cuenta su periplo por las cárceles iraníes y su posterior huida por medio mundo cruzando los campos minados en los que algunos países convierten la libertad de expresión. 

Este es un cómic sobre la susceptibilidad identitaria. Sobre cómo un dibujo infantil intrascendente puede llegar a un pueblo oprimido como un insulto. Sobre las identidades ofendidas, dispuestas a encontrar ofensas a su comunidad por todas partes. Y también, sobre un régimen dictatorial que entiende la justicia como un instrumento más del que servirse para imponer su voluntad.

En esta historia, Mana habla (y se ríe, y se enfada) con los personajes que dibuja. Con un aparentemente sencillo sombreado en cuadrícula, crea un dibujo vibrante y enérgico que me ha mantenido en tensión a lo largo de toda la historia, en los aeropuertos de Dubai, de Turquía, de Malasia y de China, en esa odisea interminable y desesperante de las solicitudes de asilo. Mana Neyestani recorrió medio mundo junto a su mujer buscando protección y seguridad. Con pasaportes falsos, con la angustia constante de ser deportados a Irán, donde Mana sería sin duda encarcelado de nuevo. Y con la cucaracha de aquella viñeta infantil persiguiéndole en sus sueños, proyectando sombras amenazantes sobre sus sueños. 

Vivir en un mundo que interpreta el humor como un insulto es arriesgado. Mana Neyestani lo sabe mejor que nadie. Y aquí lo cuenta de forma insuperable.





jueves, 25 de junio de 2020

LOS FUEGOS DE OTOÑO

La bella guerra de los desfiles heroicos de 1914 se había transformado, cuatro años después, en una gélida máquina de aniquilación en masa. Y la compasión llevaba a los civiles a pensar que, a la vuelta del frente, los soldados serían felices con poco, que disfrutarían de la vida sencilla como si fuera un regalo. Que tras el infierno vivido, el simple hecho de estar a salvo les haría felices. Qué error. Para Bernard, la vuelta del frente tenía que conllevar un ajuste de cuentas con los que no habían sufrido, con los inconscientes del suplicio de tantos millones de hombres, con los que seguían pensando que aquellos cuatro años habían sido una heroicidad necesaria para seguir alimentando la gloria de la patria francesa. Bernard iba a querer recuperar esos cuatro años de sufrimiento estéril, de juventud perdida en el barro para nada. Con avidez y rabia, recuperar ese tiempo robado por una sociedad frívola y complaciente que nunca había intentado entender el sufrimiento indecible soportado por millones de hombres a unos cuantos kilómetros de sus casas. Recuperarlo a través del dinero fácil. De las mujeres fáciles. Del lujo brillante y efímero de esos descontrolados años veinte en los que él se vengaría apropiándose de la parte más suculenta del pastel que pudiera encontrar. 

Tras el fin de la guerra, los soldados franceses volvieron del frente a un país saturado de gloria y de sangre que llevaba ya mucho tiempo mirando hacia otro lado. Una sociedad en crisis, llena de miseria y oportunidades, que la guerra había dejado vulnerable y anhelante, con una cicatriz larga y sinuosa, descuidada y supurante. Una cicatriz en la que Bernard hurga con las dos manos, hambriento de vida, demasiado hambriento para permitirse el lujo de conservar escrúpulos. 

Irène Némirovsky retrató en esta novela una sociedad herida, reflejo de la que Vera Brittain describió tan bien en su Testamento de juventud. Al igual que en Los bienes de este mundo, la historia recorre tres décadas de la historia de Francia, desde unos años antes del estallido de la primera guerra hasta el inicio de la segunda, treinta años cuyos terremotos bélicos y financieros afectaron profundamente a la mayoría de franceses, como también refleja maravillosamente Pierre Lemaitre en su trilogía de entreguerras, de la que ya se han publicado las dos primeras: Nos vemos allá arriba y Los colores del incendio

La deshumanización que provoca la ambición política es uno de los temas recurrentes en las novelas de Némirovsky y en esta novela aparece en el personaje de Bernard con una dureza impactante. Hay una crítica feroz de la decadencia de los valores burgueses, siempre acompañada de una profunda compasión por las desesperanzas íntimas de las mujeres que desean amor, confianza, voluptuosidad incluso, y una vida tranquila y feliz que no pase por tener que humillarse al deseo violento y caprichoso de los hombres. Hay también una descripción dolorosa del abismo que separa a los hijos de sus padres cuando se dan cuenta de que los valores heredados ya no sirven para entender un mundo que ha renacido con otra cara de las cenizas de la guerra.

En fin, Némirovsky toca tantos temas con tanta profundidad e inteligencia en cada una de sus novelas que es imposible ir desgranándolos todos. Y además no hace falta. Tras la lectura de estos fuegos de otoño "que purifican la tierra y la preparan para nuevas siembras", he respirado una vez más, feliz y agradecido, por poder seguir leyendo la prosa asombrosa, llena de dolor y humanidad, de una de mis escritoras favoritas de todos los tiempos. 




lunes, 22 de junio de 2020

UNA TEMPORADA EN EL PURGATORIO

Constant bebe. Pero no como la mayoría de sus compañeros de instituto, a sorbitos con la copa inclinada, mirando a la chica de reojo mientras buscan inspiración en los reflejos dorados del alcohol. Bebe. Pero no para atreverse a sacar a la rubia del fondo a bailar, ni para desatarse la lengua y enarbolar discursos irresistibles como banderas al viento y ser ese otro Constant soñado que seduce, conquista y triunfa allá donde pisa. No. Constant bebe de un trago y sin saborear y pide otra antes de que le empiece a hacer efecto. Constant bebe con ansia y con necesidad, bebe para saciar una sed que se renueva cada mañana, para amansar a la fiera que le muerde las entrañas. Bebe para sentir el cosquilleo de poder en sus manos, para alimentar el brillo de violencia en sus ojos con el que luego seducirá a la rubia del fondo, la tumbará en su discurso heroico como una bandera y la golpeará para enardecer su deseo y marcar un territorio que a la mañana siguiente parecerá tierra quemada, pero que su padre y sus millones se encargarán de hacer desaparecer. Constant Bradley tiene diecisiete años, y el apellido, la fortuna y el talento para aspirar a ser presidente de los Estados Unidos de América.

Dominick Dunne es uno de los autores más sofisticadamente entretenidos que he leído. En un par de páginas de esta Temporada en el purgatorio o del anterior libro suyo que leí, Una mujer inoportuna, pasan más cosas que en novelas enteras. Siempre escribe sobre la corrupción de las clases altas norteamericanas en la segunda mitad del siglo veinte. Se nota que es un asunto que le obsesiona. Y en su prosa, esa obsesión se vuelve un milagro de fluidez, de ritmo y de diálogos hipnotizantes. 

¿Y quiénes son esas clases altas que tanto le obsesionan? ¿Qué hacen? ¿Por qué nos interesan? 
En un momento de esta novela, el protagonista compara a los Bradley con el Gran Gatsby: "Su amigo Nick dijo sobre los Buchanan, aunque podía haber estado refiriéndose a los Bradley: "Eran gente descuidada... Destrozaban cosas y criaturas y después se refugiaban en su dinero o en su vasta negligencia o en lo que fuera que los mantenía unidos y dejaban que otra gente limpiara el desorden que habían causado"". El desorden, claro está, podía llamarse robo, tráfico de influencias, extorsión o sencillamente asesinato. El poder ejerce un magnetismo especial, una fascinación irresistible en quienes no lo poseen. Y nos interesa porque todos lo ansiamos una parte, por pequeña que sea, de ese pastel. Aunque lo temamos. Aunque la felicidad que nos traiga sepa a veneno. Aunque nos rompa y nos desfigure. 

Dominick Dunne escribe, con su habitual bisturí psicológico, sobre cómo la magnificencia del éxito puede hartar y saturar y anular el talento. Sobre el peso de los remordimientos, sobre cómo el paso del tiempo entierra a menudo el sentido de la responsabilidad. Sobre el precio que hay que pagar por conservar la conciencia en una sociedad que alienta la hipocresía y el olvido. Algunos personajes secundarios aparecen en varios de sus libros, son hilos que ayudan a unir todavía mejor el tejido de su obra. Una obra dedicada a esa gente tan acostumbrada a la veneración pública que están profundamente convencidos de que el mundo se rige por dos leyes naturales: la que afecta a los demás, inamovible; y la que les afecta sólo a ellos, siempre adaptable a sus caprichos. ¿Quién no conoce a gente así? ¿Y a quién le deja indiferente?





viernes, 19 de junio de 2020

DE LA ENFERMEDAD

Desde siempre la literatura se ha ocupado mucho más de la mente que del cuerpo. No solamente los personajes de nuestras novelas favoritas casi nunca tienen hambre o sed y nunca nunca nunca orinan ni defecan, sino que es muy poco habitual que se pongan enfermos y describan su sufrimiento físico. ¿Cómo es posible? ¿Por qué la enfermedad es menos importante que el amor, la batalla o los celos? No hay una sola novela dedicada a la gripe. Ni un poema épico a la fiebre tifoidea. ¿Acaso no han sido ambas más letales que la mayoría de los ejércitos? ¿Acaso las enfermedades no han cambiado vidas e historias y determinado quiénes somos una y otra vez?

Pero no, el dolor del cuerpo nunca se sublima en literatura. Se queda en la suciedad de la memoria y en cuanto buscamos palabras para describir el sufrimiento, rápido lo barremos con la escoba del pudor y plantamos en su lugar una angustia de amor o una vulgar esquizofrenia. La enfermedad de la mente, sí. La enfermedad del cuerpo, nunca. 

En este breve ensayo Virginia Woolf escribe que "la literatura procura sostener por todos los medios que se ocupa de la mente; que el cuerpo es una lámina de vidrio por la que el alma ve de forma clara y directa". Y que la realidad es más bien lo contrario: el cuerpo es un cristal voluble que se curva y se empaña condicionando con sus impulsos y necesidades nuestra percepción de todo lo que nos rodea.

¿Por qué el cuerpo no va a tener su nobleza, su trascendencia? ¿Por qué no va a poder sublimarse, en sus más elementales y obscenas quejas, como un elemento central y definitivo de una obra de arte universal?

¿Y el lenguaje? Qué escasez de medios nos deja el lenguaje para expresar las exasperaciones del cuerpo. "Cualquier colegiala enamorada cuenta con Shakespeare o Keats para expresar sus sentimientos; pero dejemos a un enfermo describir su dolor de cabeza a un médico y el lenguaje se agota de inmediato".

Me ha gustado este texto de Virginia Woolf. Parece escrito de un tirón, y se lee así, como una larga parrafada, como una digresión que cautiva precisamente porque se va por las ramas. Con su prosa frondosa, rica en metáforas y frases sinuosas como senderos de un jardín botánico, defiende, un poco en la línea de Anatole Broyard en Ebrio de enfermedad, la incapacidad de la compasión para tender puentes de entendimiento y la soledad intrínseca de todo enfermo. "No conocemos nuestra propia alma, y mucho menos las almas de los demás. Los seres humanos no vamos todo el trecho del camino cogidos de la mano. Hay una selva virgen en cada uno; un campo nevado en el que se desconocen incluso las huellas de los pájaros".

La enfermedad nos obliga a desertar de ese incesante movimiento hacia el esfuerzo productivo. Los enfermos son desertores de la vida. Y en su deserción contemplan el cielo, escuchan las palabras y les encuentran significados ocultos que los sanos no perciben. Virginia Woolf estuvo enferma durante largos periodos de su vida. Y me la imagino así, tumbada al sol, mirando al cielo, pensando en su cuerpo y en su soledad y en su necesidad de ser comprendida y en las huellas de los pájaros del campo nevado que todos llevamos dentro. Su librito me ha abierto algunas ventanas sobre este tema infinito de la enfermedad. Me ha mostrado, no sé muy bien cómo, unas huellas diminutas en mi campo nevado. Me toca a mí ahora ir a descubrir qué las ha dejado. Y adónde ha ido. 



miércoles, 17 de junio de 2020

EBRIO DE ENFERMEDAD

La antesala de la muerte no es la enfermedad, sino el hastío. La falta de deseo, de entusiasmo, de curiosidad. Encogerse de hombros ante los colores de una vidriera gótica o no distinguir un nocturno de Chopin del ruido de fondo de la tele. Esa inclinación por hacer cosas mecánicas, por limpiar lo ya limpiado, volver a coser lo descosido, para evitar mirarse hacia dentro y afrontar el espanto de un vacío irremediable. De un espíritu apagado hace ya tiempo. 

Si la antesala de la muerte es el hastío, el deseo puede convertirse por sí mismo en una especie de inmortalidad. La elocuencia, en la llama que alumbra a pesar del dolor. Las palabras, en el último refugio. Así lo entendía Anatole Broyard, famoso crítico literario del New York Times, y así afrontó el cáncer de próstata que acabó con su vida en 1990, según se desprende de las páginas de este libro escritas pocos meses antes de morir. Con un tono apasionado, irónico y siempre elegante, nos habla de la necesidad de poder vivir la enfermedad como uno elija, con todo el dolor, la ira, la ironía o la guasa que uno desee. Y así, en la medida de lo posible, poder llegar a la muerte con el espíritu despierto, poder morir estando vivo. 

Cuando alguien enferma gravemente, a menudo es rodeado inmediatamente de un coro de compasión. La familia, los amigos y los conocidos adoptan esa mirada singular, ese silencio, ese repentino pudor que impide ponerle nombre a las cosas y seguir dejando abiertas las puertas de la ironía, de la sinceridad y de la rabia. Esa compasión, que no es otra cosa que una respuesta instintiva del amor, hace que se vuelva fuera de lugar bromear sobre la enfermedad, hablar de ella sin eufemismos o quejarse amargamente y maldecir la mala suerte y el gotero. Pero esa compasión, ¿de qué le sirve al enfermo? ¿Le compensa tanta solicitud a cambio de tanto silencio? Quizá porque todos los enfermos de cáncer se parecen pero cada uno sufre su enfermedad a su manera, Anatole Broyard sugiere que la compasión a menudo es el calmante de la conciencia de los sanos, y que los enfermos necesitan hablar y ser comprendidos más que ser compadecidos por un coro de caras preocupadas. 

Cuando el dolor de lo inmediato se vuelve avasallador, no hay mejor refugio que lo sublime. Un poema, una canción, un cuadro. Pero para ello es vital haber aprendido que el arte no sólo puede ser un espejo en el que mirarse, un marco agradable que embellece la vida, sino un hogar en el que resguardarse de la miseria de un cuerpo envenenado, un hogar que nos contenga, en el que podamos reconocernos, el arte como el as que nos guardamos en la manga para intentar engañar a la muerte y estirar el tiempo en la última partida. 

Para Anatole Broyard, tras una vida entera dedicada a disfrutar y analizar la literatura, las palabras fueron un escudo, un filtro ante la enfermedad: "Obliga al cáncer a pasar por mi carácter antes de que pueda llegar a mí". Es curiosa esta disociación entre carácter y materia, entre la libertad de resistencia del espíritu frente a la vulnerabilidad rendida del cuerpo. Él se dio cuenta muy pronto de que uno no puede controlar cómo avanza el cáncer por el cuerpo, pero sí puede elegir qué sentido puede darle a los últimos meses de una vida. Quiso escribir hasta la muerte para cerciorarse de estar vivo cuando muriera. Para que la enfermedad no acabara con su deseo antes que con su cuerpo. Este libro es la prueba de que lo consiguió. Y un regalo maravilloso para todos los que pensamos que la muerte es una parte del tejido de la vida que merece ser vivida con libertad hasta el final. 





lunes, 15 de junio de 2020

LA ENFERMEDAD Y SUS METÁFORAS

Hay miles de libros testimoniales sobre cuerpos enfermos. Susan Sontag, Oliver Sacks, Christopher Hitchens, Eve Ensler, Virginia Woolf. La bibliografía es interminable. Sin embargo, ¿novelas sobre cuerpos enfermos que se paren a describir la enfermedad? "La muerte de Ivan Ilich". Y pocas, muy pocas más. La ficción huye de los cuerpos enfermos. Pero, curiosamente, no de las mentes enfermas. Héroes neuróticos, psicóticos y bipolares: claro que sí. Héroes cancerosos, consumidos y purulentos: no, por favor. 

Las enfermedades aceptables son las que no se ven, las que inciden en el comportamiento, las que precisan de la imaginación para ser comprendidas. Las otras, las más comunes, las que se ven, se oyen y se huelen, esas preferimos mantenerlas alejadas, incluso de las ficciones narrativas. Un síntoma, quizá, de que los cuerpos enfermos no nos atraen ni transformados en historias. De que la enfermedad atenta contra esa idea tan extendida de que la salud es el privilegio de los optimistas.

Desde que empecé a interesarme por la literatura sobre la enfermedad, me encontraba a menudo con referencias a este ensayo de Susan Sontag. Parecía la fuente de inspiración de muchos autores, que habían encontrado en él una forma nueva de entender la enfermedad y la forma que tenemos de percibirla y de nombrarla. Desde Eve Ensler en De pronto, mi cuerpo hasta Begoña Huertas en El desconcierto, Susan Sontag planeaba como una lectura fundamental. Y por fin he llegado a ella para confirmar algo que ya intuía: este libro es un análisis inteligentísimo sobre nuestra forma de ocultar la naturaleza de las enfermedades mediante metáforas y sobre el dolor y la ignorancia que esto provoca. 

La enfermedad y la muerte son hechos biológicos que nos cuesta mucho asumir. Y sólo empezamos a asumirlos cuando los revestimos de significados. Es decir, de metáforas. Desde la psicología positiva, que plantea el cáncer como una "oportunidad", o incluso como una "bendición" que pone a prueba nuestra capacidad de superación, hasta la religión cristiana, con esa idea milenaria del sufrimiento como redención, pasando por nuestro capitalismo vitalista que insiste una y otra en comparar las epidemias con guerras, afrontamos las enfermedades con metáforas porque su propia naturaleza destructora de vida nos resulta intolerable. 

Toda enfermedad cuyo origen y tratamientos son inciertos genera mitos e intentos de explicarla mediante asociaciones creativas. Mientras que la tuberculosis (la enfermedad sin cura eficaz más importante del siglo XIX) se tendía a asociar con un exceso de pasión, muchos relacionan aún hoy el cáncer (la enfermedad sin cura eficaz más importante del siglo XX) con la represión de las emociones. En un ejemplo de hasta qué punto se puede llevar hasta el último extremo la interpretación de los procesos psicosomáticos, mucha gente sigue creyendo en el siglo XXI que un disgusto profundo puede provocar directamente la proliferación de un cáncer mortal. De ahí es fácil saltar a la creencia de que gestionar bien las emociones previene el cáncer. Y acabar concluyendo, según la misma lógica, que si tienes cáncer es porque no te has esforzado lo suficiente y, por lo tanto, tu sufrimiento es responsabilidad tuya. 

Este vínculo entre las emociones y las enfermedades lleva siglos arraigado en nuestra forma de pensar. Se basa, como cualquier explicación metafórica de la realidad, en la ignorancia de la patología. Y a pesar de haber sido refutado una y otra vez, caso por caso, sigue alimentando nuestra imaginación y nuestra forma de entender y de relacionarnos con la enfermedad. 

El objetivo de Susan Sontag en estos dos ensayos sobre la enfermedad y sus metáforas es arrebatar a la enfermedad una dimensión y un significado que no le pertenecen y que enturbia las relaciones entre sanos y enfermos y añade un sufrimiento innecesario a pacientes y acompañantes. Parece una perogrulloda, pero nunca está de más recordarlo: la enfermedad no es una metáfora, es un proceso biológico. Y como dice Susan Sontag, "el modo más sano de estar enfermo es el que menos se presta y mejor resiste al pensamiento metafórico". 



jueves, 11 de junio de 2020

AGNESE VA A MORIR

Una mujer vestida de negro en bicicleta. Un camino que se interna en agua pantanosa. Casas aisladas. Silencio, paisaje. La portada de esta novela no sólo me parece una maravilla estética, sino que contiene buena parte de los elementos que aparecen en ella y que le dan forma. Lo que no podemos ver es lo que lleva la mujer en las cestas de la bicicleta. Lo que uno va descubriendo es que lo que lleva la mujer en las cestas de la bicicleta siempre está hecho de una voluntad de resistencia que está ya más allá de la rabia y de la sed de venganza. 

Durante la ocupación alemana del norte de Italia, Agnese va a morir. Ya lo dice el título. Y aun así, a medida que me iba adentrando en la historia, no he podido dejar de desear ni un solo momento que fuera un truco de la escritora, una metáfora, un símbolo. Me moría de ganas de dejarme engañar y me habría tragado cualquier trampa para seguir pedaleando pesadamente con Agnese por esa laguna una y otra y otra estación más. Seguir desesperándome de sed en verano, seguir resbalando por un barro eterno en otoño, perdiéndome en las ventiscas de nieve en invierno y echando por fin a los alemanes de esta tierra bella e implacable en la dulce primavera de 1945. 

Agnese y Minghina son dos vecinas enfrentadas desde siempre. Enfrentadas por sus simpatías políticas y después enfrentadas por la guerra. Cada día se miran y se saludan, y tiran, "cada una de su lado, de la tensa cuerda de la amenaza". Así era la vida en muchos pueblos del norte de Italia durante la guerra: miradas torvas, cuchicheos en las esquinas, risas exageradas y secretos que podían llevar a la salvación inmediata o a la ejecución pública. Y en los alrededores, escondidos pero en boca de todos, los partisanos viven en una sociedad paralela, siempre al acecho, a la sombra de los convoyes alemanes. Tan invisibles que pueden pasearse por los pueblos a plena luz del día e incluso hablar tranquilamente con los alemanes en las tiendas. ¿Quién podría sospechar que de madrugada serían esos mismos los que dinamitarían un puente al paso de un camión alemán, o los que tomarían por asalto un depósito de armas dejando un reguero de uniformes ensangrentados a su paso?

Su vida es precaria y frágil. Caminan siempre al borde del precipicio, sin saber por dónde les puede llegar la muerte, si estarán vivos al día siguiente. Y Agnese, quizá por vengar a su marido, quizá porque las circunstancias no le han dejado otra opción, empieza a hacer de enlace, a cocinar para ellos, a volverse una ayuda imprescindible para esa sociedad clandestina que bulle de actividad escondida en la laguna. 

Me ha sorprendido la rabia glacial que se esconde en ciertas descripciones de esta novela. Los alemanes rara vez son personas: son bestias, monstruos que “estropean la era, el campo y el mundo con su aspecto mecánico e inhumano, casi todos de un mismo tono descolorido, con sus ojos pequeños y crueles, opacos como el cristal sucio”. Al leer el epílogo y saber la inmediatez con la que fue escrita, se entiende que no haya distancia ni concesión posible: humanizar a los alemanes era a menudo tan peligroso como tratar de razonar con ellos. Cualquier contacto con los ocupantes que no fuera a través de las armas acababa casi siempre con un partisano muerto. 

Me ha gustado mucho la descripción de la laguna, ese microcosmos implacable que marca los días de esta comunidad proscrita. Los juncos altos, el calor y el frío extremos, sus colores, los mosquitos, el barro y el agua ubicua que salva y condena. Me ha gustado la descripción fría de Agnese, con su cara grande e inexpresiva, roja y serena, su corpachón irresoluto siempre dispuesto a ponerse en movimiento, su corazón enorme latiendo en su garganta como un trueno o una campana. 

Agnese va a morir es una novela sin héroes ni exaltaciones. Una novela de personas huidas que la guerra convierte en compañeros, escrita con una rabia que hierve siempre bajo la aparente frialdad del relato, una rabia que lo único que anhela es defender la justicia y la dignidad para que nunca más venga un ejército extranjero a asesinar por una idea, un origen o un acento. 



jueves, 4 de junio de 2020

LA PIEDRA DE TOQUE

"Haber sido amado por la mujer más brillante de su época y haber sido incapaz de amarla le parecía, al echar la vista atrás, la prueba más hiriente de sus limitaciones; y la compasión que sentía ante ese recuerdo se complicaba con una sensación de irritación contra ella por haberle mostrado de golpe el alcance de su capacidad afectiva". 

No ser capaz de corresponder a un afecto que te parece valioso y pasarte toda la vida cargando con el peso de la traición a una mujer muerta son dos de los temas centrales de esta pequeña novela de mi admiradísima Edith Wharton. Ay, Edith Wharton. Siempre vuelvo a ella. Gracias a que los amigos de Contraseña y Alba siguen traduciendo en ediciones exquisitas sus novelas, cada pocos meses puedo disfrutar de su agudeza psicológica, vivaz y compasiva, y de historias cuyo alcance trasciende siempre la circunstancia histórica y reverbera con fuerza más de un siglo después. En ese sentido me recuerda a Stefan Zweig, otro autor siempre vivo en nuevas traducciones gracias a Acantilado cuya obra, contemporánea a la de Wharton, puede servir de espejo para cualquiera en cualquier época. 

"La privilegiada joven combinaba cierta timidez personal con una audacia intelectual que se asemejaba a una forma desviada de coquetería: daba la sensación de que, si hubiera sido más guapa, en lugar de ideas habría tenido emociones". 

Me encanta la ironía de la autora a la hora de describir los juicios machistas de la sociedad norteamericana de 1900. ¿De qué le sirve la inteligencia a una chica guapa si sabe sonreír? Qué desperdicio de mujer si después de tantas lecturas no sabe peinarse. La piedra de toque es un festín de metáforas psicológicas. Wharton se pasea por los laberintos emocionales de sus personajes como una botánica entusiasmada dando vueltas y vueltas por un jardín tropical inacabable. Y seguirla en su paseo deslumbra y embriaga y da ganas de quedarse a su lado tomando notas, escuchando, aprendiendo nuevas formas de pensar. 

El protagonista de esta novela decide vender, sin revelar su identidad, las cartas de amor que recibió de una escritora famosa ya fallecida para lograr sumar la fortuna necesaria para casarse con la mujer de la que está enamorado. Esta pequeña traición al recuerdo del amor de aquella mujer irá creciendo con el paso del tiempo y la posibilidad, cada vez más amenazadora, de que la sociedad descubra su identidad. Tras una vida percibida como noble, se arriesga a encontrarse vestido públicamente con un traje de deshonra. 

Los secretos innobles de nuestro pasado. Las esquinas de nuestras vidas que voluntariamente dejamos en la sombra. Los esfuerzos que hacemos por tratar de redimirnos ante nuestra conciencia. La culpa por no saber corresponder a una generosidad desinteresada. Y por último, la alegría de dar sin esperar nada a cambio, la alegría de entregarse aunque tu devoción no sea correspondida. Todos estos temas laten en esta novela con la fuerza y la exquisitez de una de las mejores escritoras de la literatura universal. 





lunes, 1 de junio de 2020

UNA TEMPORADA PARA SILBAR

Hay una literatura del oeste americano que me apasiona. Una literatura que trata de personas sencillas y valientes que emigraron hacia el interior de un inmenso país aún inexplorado buscando tierras fértiles e ignotas a partir de mediados del siglo XIX. La empecé a descubrir con Así de grande, de Edna Ferber, una preciosa novela ambientada en una zona rural cerca de Chicago a principios del siglo XX que me enamoró de un paisaje y de una fortaleza vital blindada de tesón y ternura. Seguí con las novelas de Willa Cather (Pioneros, Mi Ántonia, Uno de los nuestros), en las que siempre encuentro un profundo homenaje a esos pioneros que, generación tras generación, se hicieron un hueco en el fin del mundo y lo convirtieron en su hogar. Y ahora me he topado con esta novela de Ivan Doig, Una temporada para silbar, otra veta maravillosa para seguir explorando esa literatura de los colonos, del amor por una vida plena regida por una naturaleza agreste y generosa.

A lo largo de toda la novela suena una melodía imperceptible, tan leve que en realidad uno la percibe de verdad solamente cuando cesa: es Rose Lewellyn y su forma de silbar muy bajito mientras realiza sus tareas domésticas. Un silbido que es también una infancia, un hogar, una mano en la mejilla que dice: el mundo está lleno de posibilidades, y está aquí, para ti, esperando. Un silbido que colorea el silencio, y sin el cual este se vuelve vacío e incómodo. Rose Lewellyn, esa ama de llaves que "no cocina, pero tampoco muerde", es un personaje que por sí solo llenaría de vida y de felicidad cualquier novela. Y yo ya estaba contentísimo con ella de protagonista hasta que el bueno de Ivan Doig puso en escena a su hermano Morris. Y ahí ya definitivamente me enamoré.

Morris es... Ay, cómo describirlo. "Trabajar con él era a la vez estimulante y exasperante. Podría volverme loco con la leña, como si en vez de leños estuviéramos apilando diamantes, y al instante siguiente se embarcaba en una excursión mental que me dejaba sin aliento". Eso es, Morris es un hombre que te deja sin aliento. Ya sea hablando de leña, de Platón o de la rotación de los planetas ante una decena de niños con la boca abierta. Pero Morris no es sólo un hombre: es un hombre y su bigote. Cuando se lo acaricia, sonríe como si este le soplara las ideas, siempre con la misma expresión de complacida sorpresa, como si acabara de descubrir esa maravilla bajo su nariz. Morris es el maestro, el padre o el amigo que todos hemos soñado alguna vez con tener. 

Una temporada para silbar es un novela sobre lo que la educación puede hacer en la mente de unos niños despiertos y curiosos. Es sin duda el libro más feliz que he leído en mucho tiempo. Su música, su silbido, me acompaña todavía y cuando cierro los ojos y pienso en él, estoy allí, con Morris y Rose, viendo el cometa Halley desde las interminables praderas de Montana, saboreando una vida siempre renovada.