jueves, 28 de septiembre de 2017

EL ARTE DE VOLAR / EL ALA ROTA

Leí El arte de volar cuando todavía mi idea del cómic seguía anclada en Astérix, Tintín y Mortadelo. Hace unos siete años de aquello y recuerdo la sorpresa al encontrarme aquella novela brutal y desgarradora en un formato que yo asociaba a otros tonos. Tardé en recuperarme de la contundencia del aquel impacto y desde entonces siempre he ido buscando los ecos de aquella impresión: historias íntimas, sociales, potentes, que escarban muy dentro de los personajes para contar una vida que, en el fondo, puede ser la de todos. El arte de volar recibió el Premio Nacional de Cómic en 2010 y se reeditó en 2016 a raíz de la publicación de El ala rota. En el primero, el autor contaba la historia de su padre. El año pasado completó el díptico familiar con la historia de su madre. Ambos son dos de los mejores cómics españoles de este siglo. Hay pocos, muy pocos, que lleguen a su altura.

El arte de volar es la historia de un chaval llamado Antonio que huye del campo y de la brutalidad de su padre y se instala de forma precaria en Zaragoza a finales de los años veinte. Allí vive la ebullición política de la república hasta que la ciudad es tomada por los golpistas y, de repente, se ve obligado a esconderse de esas bandas de falangistas "que invaden bares, cines y lugares públicos cometiendo todo tipo de tropelías, señores de mierda que reinan sobre una ciudad amedrentada". En el ejército finge tener mala puntería para no verse obligado a matar a nadie. Ya recibió suficientes golpes y castigos en su infancia, está harto de las revoluciones. Es movilizado por las fuerzas de Franco, se cambia de bando jugándose la vida, y, partir de ese momento, y durante casi una década, se convierte en un hombre casualmente vivo. 

Cuando se convence de que los aliados no han llegado a Europa a luchar contra el fascismo, sino simplemente a vencer a los alemanes, se resigna y vuelve a España, cansado de trabajar en el mercado negro de Marsella, cansado de explotar a los pobres miserables que siempre se había jurado defender. Pero en España, a finales de los años cuarenta, la mera supervivencia exigía la adhesión incondicional al régimen. Cada vez más callado, con menos palabras y menos gestos, Antonio se casa, tiene un hijo y se va replegando hacia dentro. Entierra su dignidad y sus ideales para sobrevivir. Se exilia de sí mismo. Se va. Y acaba suicidándose en una residencia, cansado de vivir, de callar y de esconderse. 

Primero quiso volar para salir del mundo cerrado y hostil de su pueblo. Después, para perseguir un ideal de justicia social que combatiera la tiranía. Tras la derrota en la guerra, volar para huir de las represalias. De vuelta a España, volar para evadirse de la opresión moral y de la asfixia de la dictadura. Y por último, volar para dejar de sufrir, para dejar de ver cómo, día a día, la vida se acaba. 

El ala rota es la historia de la futura mujer de aquel chaval, una niña llamada Petra que nació matando y a las pocas horas de vida fue lisiada por su padre. Así lo cuenta: "cuando nací, mi madre murió en el parto, y mi padre, que estaba muy enamorado de ella, me quiso matar". Su brazo nunca llega a recuperarse del golpe y se queda para siempre flexionado, pero es tan hábil ocultándolo que nadie, ni su marido ni su hijo, se da nunca cuenta de que tiene el ala rota. Es una niña dócil, responsable, silenciosa. Como Antonio, también huye de su pueblo, escapando de la violencia y de la muerte. Tras la guerra, trabaja de gobernanta para un general que forma parte de una conspiración para apartar a Franco del poder y hacer volver a Don Juan para reinstaurar la monarquía en España. Ajena a los complots políticos, su vida la va curvando, obliglándola a servir a los demás, a ceder, a soportar el peso de los demás. De la amargura de los demás. 

Pertenece a una generación de mujeres acostumbradas al anonimato. Pero también es testigo de otra España, la de los vencedores, que, al igual que la de los vencidos, tuvo sus disidentes y traidores. Mientras que El arte de volar recoge el grito de un hombre desesperado por la pérdida de un ideal, El ala rota es la historia del silencio de una mujer que aprendió a callar desde niña y que, en su silencio, halló su resistencia. 

"En realidad, mi padre y mi madre no eran tan distintos en lo que a sus relaciones con el poder se refiere. Ella, de forma menos aparatosamente combativa que él, supo preservar un espacio propio, una parcela, si no de libertad, al menos de realización personal. (...) No soñó con altos vuelos, como mi padre, ni con disponer del cielo entero para surcarlo. Más modestamente, con su ala rota, se limitó a saltar de rama en rama. Puede que, de esa manera, llegara más lejos". 


jueves, 21 de septiembre de 2017

CONTRA EL CAMBIO

Cuanto más desarrollada está una sociedad, menos depende del clima. Hablamos del tiempo que hará mañana o que ha hecho ayer como quien comenta naderías: charla de ascensor. Es el tema de conversación ideal para los momentos en que no se quiere decir nada ni tampoco estar en silencio.
Antiguamente las sociedades dependían del tiempo para su supervivencia. Tanto es así que otorgaron a sus dioses poderes para controlarlo. Hoy en día nos importa tan poco que nos permitimos contaminar nuestro planeta, modificando el clima, sin preocuparnos. Nos hemos convertido en dioses saboteando su propia supervivencia a medio plazo. 

Esta podría ser la queja amarga de un ecologista. Y no le faltaría razón. "La deforestación del Amazonas es responsable del 25% de las emisiones de gases de efecto invernadero: produce, cada día, la misma cantidad de dióxido de carbono que ocho millones de personas que volaran desde Londres hasta Nueva York - en aviones". Para frenarla hace falta voluntad política. Que los gobiernos de Brasil, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Surinam y las Guyanas decidan que las selvas del Amazonas son pulmones y que la Tierra necesita esos pulmones para respirar. O, mejor dicho, para retener las emisiones de gases de los países más contaminantes. Que no son ni Brasil, ni Bolivia, ni Perú, ni Ecuador, ni Colombia, ni Venezuela, ni Surinam ni las Guyanas. De acuerdo, seamos solidarios, el planeta es de todos. Paremos la deforestación y salvemos nuestros pulmones. Pero ¿qué hacemos con la gente que vive - que ha aprendido, a la fuerza, a vivir - de talar y quemar bosques para comer? ¿Quién les va a enseñar a buscarse la supervivencia en otro lado?

En los países ricos no deforestamos, piensan los ecologistas. Tenemos una conciencia ecológica de la que carecen los países pobres. Hay que enseñarles. Hay que hacerles ver la importancia que supone la salud del medio ambiente para todos. No corten sus árboles, señores, que si no, nos ahogamos todos. Curioso discurso. Curioso, sobre todo, si pensamos que los países ricos ya hicieron su conquista de la naturaleza hace siglos, destruyendo su parte del planeta, cortando los pulmones que se interponían en su idea de progreso. Ahora urgen a los países pobres, Brasil, Bolivia, Perú, etc., a ser responsables, es decir, a respetar lo que ellos no respetaron, para salvar el planeta de todos. 

El concepto de cambio suele ser percibido como positivo. Dentro de cada cambio se esconde una oportunidad, dicen los psicólogos. Cambiar para mejorar. Hoy vivimos mejor que hace cincuenta, doscientos, quinientos años, porque hemos cambiado. Las mujeres votan porque cambiamos. La esclavitud prácticamente desapareció del planeta porque cambiamos. Sin embargo, el cambio climático es negativo. Quizá sea el único cambio que no admite réplica: a nadie le gusta. Es decir, mejor que nos quedemos como estamos, porque el medio ambiente va a cambiar para peor. ¿Es eso cierto? Quizá. Es una hipótesis plausible. Una hipótesis. El hecho es que el clima está cambiando. Es un hecho de perogrullo, el clima siempre está cambiando. En el siglo XVII el Támesis se helaba. Y en la Edad Media, Groenlandia era verde, de ahí su nombre. La hipótesis es que el cambio actual es culpa nuestra. 

A los que niegan esta hipótesis, los ecologistas los llaman "negacionistas". Vaya palabra de resonancia siniestra. Negacionistas, como los que niegan el Holocausto o la evolución de la especies. Sin embargo, negar una hipótesis es la base de la ciencia. Las hipótesis necesitan ser negadas, combatir la resistencia de la duda, para perseverar en la necesidad de demostrar su verdad. El uso de las palabras nunca es inocente. Hoy en día, negar que el cambio climático sea consecuencia directa del hombre es propio de nazis o de bárbaros fundamentalistas. Lo que convierte al ecologismo en un nuevo dogma, en algo incuestionable, indiscutible. 

La peor amenaza para cualquier ecosistema es el hombre. Pero no el hombre que vive en la naturaleza. No los pescadores polinesios que agotan la fauna marina ni los cultivadores de palma que deforestan parcelitas de selva. La peor amenaza para la naturaleza es el hombre de la ciudad. El que usa el coche, viaja en avión, produce kilos de basura semanales, deja el ordenador encendido. Tú, yo, él. El hombre que no teme por su supervivencia. El hombre acomodado. La única forma segura de preservar el ecosistema global es que la mayoría nunca pueda dejar de temer por su supervivencia. ¿Qué pasaría si los mil millones de hambrientos que habitan nuestro planeta accedieran a nuestro modo de vida, a nuestra comodidad, a nuestra contaminación acomodada? "No hay nada más necesario para la conservación ecológica que los pobres". 

Curioso, el ecologismo, ideología de la conservación. La pureza de la naturaleza, su tradición, su autenticidad, como ideales. Ideología, pues, conservadora. Contraria al cambio. A la incertidumbre del cambio. A sus enigmáticas posibilidades. "¿Por qué nos empeñamos en suponer que hay sociedades "tradicionales" que deberían conservar para siempre su forma de vida, y que lo "progresista" consiste en ayudarlos a que sigan viviendo como sus ancestros? Será, claro está, porque nosotros no quisimos cambiar y seguimos viviendo en chozas, viajando a caballo, reverenciando reyes e iluminándonos con la antorcha de un esclavo". 

"Si Pedro Picapiedra hubiera tenido estas ideas - si hubiera conseguido imponer estas ideas -, todos seguiríamos siendo Picapiedra".

El cambio climático suele presentarse como una responsabilidad común de la humanidad. Ningún científico ha sabido cuantificar el impacto humano en dicho cambio. Eso sí, como buenos cristianos, todos somos culpables. ¿De verdad, todos? ¿Contamina lo mismo un francés que un somalí? Es tan práctico colectivizar la culpa, así se diluye y dejamos de verla, tan bien repartidita entre todos. Un ejemplo: Texas (23 millones de habitantes) produce más emisiones de dióxido de carbono que todo el África negra (780 millones de habitantes). Sin embargo, repita conmigo: ¡Salvemos el planeta! 

"¿Qué planeta, el que ustedes arruinaron? ¿Qué planeta, el que ustedes se están comiendo, gracias a nuestra hambre? ¿Qué planeta, el de ustedes?"

Martín Caparrós
Estas son algunas de las ideas que Martín Caparrós recoge en este libro-viaje alrededor del mundo. En 2009 recorrió los cinco continentes buscando historias de primera mano de personas que pudieran contar cómo el cambio climático ha afectado a sus vidas y qué piensan de él. El cambio climático afecta siempre más a los más pobres. Pero en última instancia, es su pobreza - la casa de adobe y no de cemento, la imposibilidad de refugiarse, la escasez de reservas - lo que los arruina o los mata, no el ciclón o la sequía.
Los peores augurios vaticinan un incremento de las temperaturas de hasta tres grados centígrados y una subida de hasta un metro en los niveles de los océanos antes del 2100. Sí, el clima cambia. No es nada nuevo, siempre ha estado cambiando. Pero el apocalipsis que pregonan los ecologistas no parece tal. Existen medios para evitarlo. Y sobre todo, medios para procurar que afecte al menor número de personas. Eso sí, quizá habría que pensar la manera en que ayudar a la gente a que no se muera de hambre y acceda a niveles de vida parecidos a los nuestros no signifique el colapso de nuestro ecosistema. 

Martín Caparrós es un grande de la literatura y un cronista de excepción. Sus crónicas de viajes por el mundo para describir los estragos del hambre o las incógnitas del cambio climático inciden en preguntas fundamentales e incómodas sobre nuestra forma de vivir y de entender las vidas ajenas. Miran a los ojos, escarban en la duda, extienden la sonrisa y tratan de entender saltando con delicadeza y habilidad todos los obstáculos que la cultura, la ignorancia y los prejuicios colocan entre la boca que cuenta y el oído que escucha. Leo sus libros con pasión y con respeto, con la admiración que me inspira todo aquél que consigue demolerme prejuicio tras prejuicio y es capaz luego de reconstruir el vacío con todo un consistente y armónico bloque de dudas. 



lunes, 18 de septiembre de 2017

LOS COLORES DE NUESTROS RECUERDOS

Recuerdo una playa. En invierno. Una playa interminable, atlántica, batida por el viento. Una playa desde la que podría despegar un avión cargado de vida y calor para no volver. Una playa sin gente, sin voces. Arena y agua difuminadas por la distancia y el frío. Parecería un sueño, uno de esos recuerdos que no han nacido de una experiencia sino de un duermevela, un deseo impreciso o una premonición. Parecería una invención, un fotograma de una película convertido en algo mío por apropiación poética y sentimental. Parecería una playa imaginada, si no fuera por sus colores. La imaginación no tiene colores como esos. Grises, verdes, azules, amarillos, marrones, todos lavados y difuminados por el viento y el agua, pulidos como las piedras planas de los riachuelos, mezclados una y otra vez en finísimas líneas horizontales que apenas determinan el horizonte, el mar y la arena. Colores tan palpables como la caricia insistente de un niño, tan imprecisos como una sonrisa a cien metros de distancia. Colores que sonaban a viento y silencio, que tocaban mi piel con dedos de invierno y olían a mar y a soledad. Esos colores, anclados con una fuerza inquebrantable en mi memoria, me dicen que esa playa es real. Apuntalan el recuerdo. Lo sostienen. Son su corazón y su vida. 

En este ensayo autobiográfico, Michel Pastoureau nos lleva por anécdotas de su vida para enseñarnos hasta qué punto los colores transforman y estimulan nuestra memoria y nuestra vida. Es un libro lúdico, poético, nostálgico, lleno de ocurrencias sorprendentes. Los colores nos enseñan a recordar, a disfrutar y a soñar. Son lugares de memoria, fuentes de placer y una continua invitación a dejarse llevar por la fantasía. No sólo cambian la realidad. Además, ellos mismos, y nuestra forma de interpretarlos, están en perpetuo cambio. 

Cuando hablamos de colores cálidos, casi todos pensamos en el rojo, el amarillo, el naranja, incluso ciertos verdes. El azul, el violeta o el gris los consideramos colores fríos. Pero no siempre ha sido así. En la Edad Media el azul era un color cálido, no se asociaba con el agua, más vinculada al verde. Hasta el siglo XII el azul fue un color ignorado o, incluso, evitado. Ni los griegos ni los romanos tenían una palabra precisa para definirlo y lo consideraban de mal gusto, propio de bárbaros. Sin embargo, hoy en día, casi la mitad de la población occidental lo considera su color favorito. Que nuestro color favorito sea un color que consideramos frío, ¿dice algo de nosotros como sociedad?

Una de las cosas que más llaman la atención al llegar al África subsahariana es el color. La ropa, los carteles, los edificios, la explosión de color de las calles impacta brutalmente en cualquier retina occidental acostumbrada a otra luz. En comparación, la mayoría de ciudades europeas parecen lugares monocromos, asépticos, donde predomina la frialdad grisácea e impoluta de un quirófano o una sala de espera de un aeropuerto. Para muchos subsaharianos, además, los colores son lisos o rugosos, blandos o duros, secos o húmedos, y estos parámetros importan más que los matices de una tonalidad. Que vivan en un mundo lleno de colores cálidos y distingan en ellos esta variedad de matices, ¿dice algo de ellos como sociedad?

Michel Pastoureau

Los colores son símbolos. Como tales, están sujetos a todo tipo de interpretaciones. Y estas están determinadas por nuestra educación cultural. El rojo es Caperucita, la prohibición de los semáforos, los neones sexuales de Amsterdam o las políticas de izquierdas. El negro es el clero, los jueces, los árbitros, es decir, la autoridad, pero también el diablo de los cuentos, el mal fario de los pobres gatos, la ropa de duelo, la elegancia, la muerte. Los colores son conceptos, ideas. Los nombramos con palabras, etiquetas caprichosas y limitadas que varían en el tiempo y en el espacio y que a menudo tienen poco que ver con la realidad que describen. El color es luz, materia, percepción y sensación encerradas en una sola palabra. 

Una palabra. Una playa. Interminable, atlántica, batida por el viento. Un recuerdo que sobrevive gracias a la poderosa persistencia de los colores en la memoria. 



jueves, 14 de septiembre de 2017

CUENTOS DE BUENAS NOCHES PARA NIÑAS REBELDES

Estos cuentos, que no son tales, han nacido para estar en la mesilla de noche, no solo de las niñas y mujeres, sino también de los niños y hombres y de todos aquellos que hayan ignorado la realidad de tantas mujeres extraordinarias que cambiaron el mundo pero que no han sido suficientemente valoradas.

La periodista Elena Favilli y la escritora y directora Francesca Cavallo fundaron Timbuktu Labs, un laboratorio de innovación de medios de comunicación infantil comprometido con redefinir los límites de los medios de comunicación infantiles a través de una combinación de contenidos provocadores, diseños estelares y tecnología punta, desde libros hasta parques infantiles, juegos digitales y talleres interactivos. Con dos millones de usuarios en más de setenta países, doce apps para móvil y siete libros, Timbuktu está construyendo una comunidad mundial de padres y madres progresistas.

Cada una de las cien historias contenidas en este libro, acompañadas de una ilustración para cada página, son una inspiración que nos convence de que el mayor éxito es llevar una vida llena de pasión, curiosidad y generosidad. El mundo que estamos construyendo todas las mujeres algún día tendrá la repercusión que se merece, un mundo en el que el género no definirá el tamaño de nuestros sueños ni la distancia que podemos recorrer, y para conseguirlo lo primero que tenemos que hacer es reconocer la labor de las mujeres que nos precedieron, a pesar de tantas trabas impuestas por parte del mundo masculino. Este es un buen momento para que los hombres que hoy también están implicados en revocar las leyes y costumbres que nos relegaron conozcan a estas mujeres ejemplares.

Desde Ada Lovelace, matemática que en el siglo XIX inventó el primer programa informático, hasta Marie Curie, la única persona que ha recibido dos Premios Nobel, pasando por bailarinas, ciclistas, presidentas, aviadoras, inventoras, periodistas, pintoras, escritoras, políticas, activistas, directoras de cine, emperatrices, alpinistas, espías, diseñadoras, poetas, científicas, piratas, astrónomas, naturalistas, cantantes, deportistas y un largo etcétera. Una lectura apasionante que disfrutaremos como adultos buscando más información a partir de la brevedad de estos relatos y que tanto niños como niñas leerán como un cuento con la ventaja de que estarán aprendiendo páginas importantes de la historia. 

Una de las mejores cosas que se les podía haber ocurrido a estas dos estupendas escritoras italianas. ¡GRACIAS A LAS DOS! 



lunes, 11 de septiembre de 2017

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El abuelo del protagonista de la última novela de Paul Auster llega a Ellis Island el 1 de enero de 1900, proveniente de algún lugar remoto del este de Europa. Pide consejo a un compañero inmigrante con más conocimientos que él sobre el país al que ambos acaban de llegar y este le dice que con su nombre, ese nombre judío impronunciable, nunca triunfará en Nueva York. Rockefeller, le dice, diles que te llamas Rockefeller y ya verás como todo irá bien. Varias horas después, cuando le llega su turno frente al funcionario de aduanas, no consigue recordar qué nombre le había dicho su compañero y, dándose un golpe en la frente, exclama frustrado: Ikh hob fargessen! (¡Se me ha olvidado!). Y acto seguido, el funcionario saca su pluma y escribe en el libro de registro: Ichabod Ferguson.

¿Habría sido distinta su vida de haberse llamado Rockefeller? ¿Y de haber conservado su nombre impronunciable? El funcionario de Ellis Island convirtió a un judío eslavo en un Ferguson, un protestante escocés, y lo cierto es que ese nombre, para bien o para mal, determinó su vida. Así comienza esta novela, con un hombre rebautizado por un malentendido a su llegada al nuevo mundo y la historia de su vida, la de sus hijos, y sobre todo, la de su nieto, Archibald Isaac Ferguson, nacido en 1947, protagonista de las 957 páginas de esta novela prodigiosa. 

Ferguson, Rockefeller o un nombre impronunciable. Si la historia de un solo nombre genera tres posibles versiones, ¿cuántas versiones generará toda una vida al narrarla? No existen las verdades absolutas. Según el momento, el estado de ánimo o la persona con quien estemos, contamos una versión u otra, más o menos larga, más o menos precisa, de los hechos de nuestra vida. La verdad es múltiple y se puede (y se debe) contar de muchas maneras. Tenemos un padre y una madre, dos primos, un marido, hemos estudiado en tal universidad y vivido en tal ciudad, tenemos tantos años, pero todo lo que une y da sentido a los pocos hechos aislados y fijos de nuestra vida es una masa cambiante de sucesos que vamos interpretando a medida que vivimos y crecemos. Los recuerdos, las versiones de nuestra vida, están vivos. Cambian con nosotros. Y esta percepción de la vida como un cúmulo de historias posibles es la que creo que ha utilizado Auster en esta novela para escribir cuatro versiones de la historia de Ferguson, todas ciertas, todas imaginadas, todas partes de una misma vida inventada.

Paul Auster ha dicho en más de una ocasión que le gusta acumular tramas y subtramas en sus libros. Que por qué limitarse a contar una sola historia pudiendo contar muchas a la vez. La vida es múltiple, variada y no puede resumirse en una sencilla línea temporal. Y la verdad es que esta novela tiene historias para al menos veinte novelas más. Historias trepidantes, dramáticas, esplendorosas, comprometidas. Historias en las que yo, con mucho gusto, me quedaría para siempre a vivir. Por ejemplo, la historia del joven Archie de apenas veinte años, al que su madre envía un año a París en 1966 a casa de una seductora historiadora del arte para vivir en una buhardilla minúscula y dedicarse a leer los cien libros de literatura europea de la lista que le ha preparado su padrastro Gil, ver las películas francesas de moda, pasear por el Barrio Latino, descubrir y explorar su sexualidad múltiple y escribir un libro autobiográfico sobre la muerte de su padre soñando con que se convierta en un éxito espectacular. 

Pero también la historia de la revuelta estudiantil en la Universidad de Columbia a finales de los sesenta contra la política reaccionaria y dictatorial del rectorado, la segregación racial en las instalaciones y la complicidad de la élite universitaria con los crímenes estadounidenses en la Guerra de Vietnam. O el dilema de Archie ante la represión policial: responder o ser testigo, unirse a los que tiran los ladrillos o quedarse a un lado para ser el primero en escribir sobre el origen de la rabia de los que los tiran. Ante la duda, sus simpatías estarán siempre con el ladrillo, más que con la ventana, pero ¿dejaría la libreta para mancharse las manos o se quedaría al margen? ¿Participaría en la revolución o se limitaría a contarla?

Y es que 4 3 2 1 es una novela tan empapada de la realidad social y política del momento (la década de los sesenta en Nueva York) que ninguna de sus historias se entiende sin el ritmo que marcan los acontecimientos históricos: el discurso de Martin Luther King, el asesinato de Kennedy, el inicio de la Guerra de Vietnam, las manifestaciones en contra por las calles de Manhattan, el movimiento contra-cultural, las revueltas estudiantiles, la Primavera de Praga, mayo del 68, Nixon, y, siempre omnipresente, el azar que lleva las vidas de Archie Ferguson por caminos inesperados, acelerando, siempre acelerando a pesar de los bandazos y los giros bruscos e inesperados, siempre hacia delante, hacia la literatura, el cine, el deporte, el amor, el sexo, París, los amigos, los libros y Nueva York, las calles y el ruido y la vitalidad asombrosa de Nueva York como centro del universo. 


lunes, 4 de septiembre de 2017

TRILOGÍA COUGHLIN

Todo empezó con una novela portentosa titulada Cualquier otro día. Parecía una mezcla de novela histórica y novela negra, pero era mucho más que eso. Ambientada en Boston en 1918, describía la efervescencia de los primeros grupos anarquistas estadounidenses, el nacimiento del FBI y la lucha de los negros por su dignidad a través de unos personajes de una fuerza impresionante. De hecho, a las pocas páginas, uno descubría que era un alegato descomunal contra el racismo, en una época en la que ser negro significaba ser sospechoso de todos los crímenes posibles; un grito por un poco de justicia social en los años en que cualquiera que hablara de los derechos de los trabajadores, del sufragio femenino o de la pobreza extrema de los inmigrantes era considerado un anarquista-comunista-terrorista-enemigo-de-los-Estados-Unidos-de-América; y también un apasionado homenaje a la ciudad de Boston a finales de los años diez, cuando el país (y buena parte de Europa) era un hervidero de revueltas sociales que reclamaban condiciones de vida, no ya de bienestar, sino de mera supervivencia. 


Novelón redondo donde los haya, parecía difícil que pudiera tener continuación. Pero unos años después, Dennis Lehane retomó la historia con Joe Coughlin, el hermano del protagonista de Cualquier otro día, para escribir Vivir de noche, una estupenda novela de gangsters en la Florida de los años de la Ley Seca. ¿Quién iba a pensar que un hijo y hermano de policías y fiscales terminaría controlando el negocio ilegal del ron en buena parte del sur de Estados Unidos? Aunque, visto desde su perspectiva, tampoco había demasiada contradicción. La mayoría de los policías y los fiscales vivían de la corrupción, en connivencia y gracias a los banqueros. Y la única diferencia que Joe veía entre los banqueros y los ladrones era un diploma universitario. Y que los primeros rara vez iban a la cárcel. 

Y ahora nos llega el cierre de esta trilogía con el final de la vida de este gangster, ya medio retirado, cuyo pasado le sigue persiguiendo allá donde va. Su vida, muy a su pesar, ha estado salpicada de codicia y castigo, y los que, como él, eligen vivir de noche, rara vez mueren plácidamente en su cama, rodeados de su familia. Los gangsters viven prisioneros de sus pecados, son rehenes de sus propias fracturas. Y a veces se conceden pequeñas melancolías, se sientan en una playa desierta y piensan en todos esos mundos en los que quizá serían recibidos con los brazos abiertos, como hombres nuevos, puros, inocentes, mundos que quizá un día estuvieron a su alcance pero que hoy han desaparecido para siempre. 

Cualquier otro día es prodigiosa. Aunque las siguientes son más modestas, las tres forman una trilogía de intriga histórica espectacular.