lunes, 30 de octubre de 2023

EL AFFAIRE ARNOLFINI

En segundo de bachillerato no me fiaba de mi profesora de Lengua. Me parecía una antoñita la fantástica de mucho cuidado. Todo empezó con una clase sobre los poemas de Lorca. Me pidió salir a la pizarra a recitar el Romance de la pena negra y aquello nos puso la piel de gallina a todos (a todos los que no iban a clase a dormir, claro). No porque yo lo hiciera especialmente bien, sino porque algunos versos parecían traer incorporado un altavoz de amenaza y escalofrío. Por ejemplo, aquello de ¡Qué pena tan grande! Corro / mi casa como una loca, / mis dos trenzas por el suelo, / de la cocina a la alcoba. / ¡Qué pena! Me estoy poniendo / de azabache carne y ropa. Era decirlo y ver entrar una sombra. En invierno. A las ocho de la mañana. Brrr. El caso es que Lorca no se podía quedar en una sensación. Desgraciadamente no bastaba con que proyectara en nuestra imaginación esos halos de misterio y aprensión. Tenía que decirnos más cosas. Y aquella profesora estaba dispuesta a instruirnos. Después del poema, se puso a escribirlo en la pizarra. Y verso a verso, adjetivo a adjetivo, empezó a interpretarlo, desglosando capa a capa cada símbolo y significado hasta que aquello quedó lleno de flechas y corchetes como si fuera un ejercicio de matemáticas. Con ella aprendí que la literatura puede significar muchas cosas, y que a menudo las capas de significado, según quién las interprete, pueden desembocar en un galimatías loquísimo. Lorca había empezado la clase rodeado de un halo de seducción oscura y misteriosa para terminar tendido en una mesa de disección, iluminado cruelmente con la tiza blanca de aquella profesora. ¿Qué le queda al arte cuando le robas sus misterios?, pensé. Matemáticas. Y despojo de forense. 

Pero también es verdad que a menudo el arte, y más todavía aquel cuyo lenguaje no está codificado con palabras, está hecho de símbolos sin los cuales se reduce a un esqueleto, a una mera función estética. Y no solo el arte, la vida en general tiene sentido en función del significado que le demos. De los matices ocultos, las dobles intenciones, los guiños y trampantojos, los secretos celosamente guardados y un sinfín de capas simbólicas que nos enriquecen la imaginación y nos elevan como humanos. 

Sobre el significado del arte trata este pequeño libro, y sobre el posible significado de un cuadro en concreto, El matrimonio Arnolfini, de Jan van Eyck, de 1434. Jean-Philippe Postel despliega una labor detectivesca, al más puro estilo Sherlock Holmes, para guiarnos por los detalles del cuadro que encierran algún secreto, que son casi todos. Nos enseña a mirar preguntándonos, cuestionándonos lo que creemos ver para mirar más profundo, más lejos, para que la vista no nos engañe con las apariencias y podamos penetrar en una realidad más compleja y más apasionante. 

¿Qué representa este cuadro tan conocido? ¿Un juramento, una boda, una aparición, un epitafio? "No son los elementos los que determinan el conjunto, sino el conjunto el que determina los elementos". Y nos podemos quedar mirando el cuadro y pensando en esta frase un buen rato, dándole vueltas a lo que significa, a las expresiones de los rostros, a ese espejo misterioso del fondo, a los detalles, a la luz. Y qué más da si nos gusta o no nos gusta, lo de menos es eso, lo de más... Lo de más es la fascinación. 

El affaire Arnolfini me ha recordado a El retrato del señor W. H., en el que Oscar Wilde elucubraba con erudición irresistible sobre la enigmática identidad de la persona destinataria de los sonetos de Shakespeare. Al final, estas investigaciones, cuya minuciosidad las hace coquetear con la fantasía, resultan tan atractivas porque nacen de la fascinación de sus autores por el misterio del arte. No hay nada más fascinante que dejarse contagiar de la fascinación ajena. Eso sí, siempre que el misterio no se convierta nunca en verdad diseccionada ni se quede sin sitio para seguir volando libremente, y tanto la pena negra, como el amor de Shakespeare y los supuestos Arnolfini sigan siendo inabarcables e infinitos como el material del que están hechos los sueños. 





viernes, 27 de octubre de 2023

LA GRAN BALLENA

Hablemos de cosas bonitas. De historias bonitas. 
Hablemos de ballenas y niñas que las miran. De una casa al borde del mar y una abuela que cuenta historias. 
Hablemos de un día lejano, hace mucho mucho tiempo, en el que una niña conoció a una ballena y se hicieron amigas. La niña tocaba la flauta y la ballena cantaba. Y hubo una tormenta muy grande muy grande y la niña tuvo que marcharse en un barco muy grande muy grande rojo y azul que podía con todo.
Hablemos de un nuevo comienzo y de sol y de playa. Y de una casa que viaja pieza a pieza de un lado al otro del mar. 
Hablemos de ballenas que nos quieren y nos abrazan desde las páginas de un cuento. 
Hablemos de abuelas que cuentan una historia y de repente todo mejora.
Hablemos de historias, de historias bonitas. 
Historias como esta. 




 
 

lunes, 23 de octubre de 2023

LA DOBLE JORNADA

La familia, ay, la familia. Hablemos de la familia. La familia siempre ha sido el organismo de bienestar para los hombres trabajadores. Estos sabían que, por larga que fuera su jornada laboral, al llegar a casa no tendrían que seguir trabajando. La familia, es decir, las mujeres, siempre han sido las trabajadoras sociales de sus maridos. Pero a partir de los años sesenta la cosa empezó a cambiar. Las mujeres se fueron incorporando cada vez más al mercado laboral y el modelo de familia tradicional empezó a resquebrajarse. Era una auténtica revolución. Un salto histórico sin precedentes. ¡La liberación de la mujer, aleluya! Pero, desgraciadamente, fue una revolución que solo vivieron las mujeres. Una revolución estancada que, a día de hoy, sigue sin despegar. La mayoría de los hombres miraban desde el arcén cómo sus mujeres trabajaban. Y sonreían, muy modernos, ellos. Yo encantado de que trabajen, decían, mientras la cena siga estando lista cuando yo llegue a casa. Pero, ay, amigo, te has casado con una mujer, no con una superwoman, y si ella trabaja las mismas horas que tú y para ella el día tiene las mismas horas que para ti, ¿por qué narices tiene que prepararte la cena? Ya, ya sé que es difícil de gestionar. Para ayudar a la digestión, recomendamos un pastillita diaria de feminismo. ¡Remedio infalible! 

Cuando una dinámica siempre ha sido igual no se describe. No se le ponen palabras. La mujer cocina, friega, limpia, ordena, administra, cuida de niños y mayores, recibe a los invitados, mantiene los vínculos sociales, recuerda cumpleaños y fiestas, intercede, disculpa y mantiene unida a la familia. El hombre se ocupa del coche, de las herramientas, de arreglar lo que se rompe, de bajar la basura, de cargar peso, de conducir, de pagar en público, de liderar en público, de sentar cátedra, de aconsejar. Un esquema parecido a este se repite en millones y millones de familias en todo el mundo. Es lo normal. Lo de siempre. Lo de toda la vida. Es tan obvio que ni se menciona. Hasta que le pones palabras a la desigualdad que provoca, y entonces las vergüenzas del sistema afloran como cánceres que nos siguen arruinando la posibilidad de vivir en libertad. 

Palabras a la desigualdad. Palabras como doble jornada. Brecha de ocio. Brecha salarial. Carga mental. Trabajo doméstico no remunerado. Discriminación de género. Palabras como estas. Mujeres sirvientas de sus maridos. Sí, sirvientas, llamemos a las cosas por su realidad comprobable. Mujeres-madres, mujeres-hermanas, mujeres-esposas, mujeres-hijas, nunca mujeres sin más, mujeres por sí mismas, sin dependencias, sin sometimientos. Siempre mujeres dependientes, mujeres sometidas, encerradas en jaulas invisibles, mujeres esclavas de sus propios vínculos. 

"Las mujeres que hacen una primera jornada en el trabajo y toda una segunda jornada en casa no pueden competir en las mismas condiciones que los hombres". Lo que sucede en casa también es trabajo, aunque no remunerado. Sin ese trabajo, abrumadoramente feminizado, el mundo se paralizaría. Para empezar, los hombres dejarían de alimentarse, así de sencillo y así de ridículo. La cantidad de hombres que todavía hoy, sin sus mujeres en casa, no son capaces de subsistir por sí mismos me hace avergonzarme de la especie humana. Y lo peor es que muchas veces su privilegio es protegido por las mismas mujeres que lo sufren. 

Y es que lo que queremos no siempre se refleja en lo que hacemos. Hoy en día, si les preguntas sobre el reparto de tareas domésticas, la mayoría de hombres y mujeres responderán que lo ideal es que sea igualitario. Y que ya es igualitario, dirán muchos. Ahora, cuando bajamos a los detalles de quién hace qué, quién lleva la iniciativa y soporta la carga mental de las tareas, quién "ayuda" a quién y cómo se realiza ese reparto, llegan las excusas: no, es que a mí se me da mejor cocinar y a él reparar cosas (como si una actividad diaria con horario fijo pudiera compensarse con otra ocasional sin horario); no, es que yo soy más resolutiva y si cocino pues ya hago la lista de ingredientes, planifico los menús y hago la compra; no, es que a las mujeres nos han educado para saber hacer estas cosas y a los hombres no, y no me voy a poner a enseñarle a coser a estas alturas, estaría bueno; no, pero mi marido me ayuda muchísimo con todo, pone la mesa, pela las patatas, barre, tengo una suerte, si vieras a los maridos de mis amigas, bueno, ¡un disparate!

Arlie R. Hochschild


Yo tengo mucha suerte, mi marido me ayuda, dicen las mujeres "afortunadas". Afortunadas, porque cuando un hombre "ayuda" a su mujer a hacer un trabajo cuyo resultado redunda en un beneficio común, parece que está haciendo algo generoso, algo poco habitual. ¿Hablan los maridos de sentirse "afortunados" cuando sus mujeres soportan la mayor parte de la carga del trabajo doméstico no remunerado? ¿Se alegran alguna vez de que sus mujeres les "ayuden" con las tareas? 

Este ensayo amenísimo, lleno de ejemplos concretos de parejas a las que la socióloga Arlie R. Hochschild acompañó durante años en su día a día, pone el foco en la importancia de los afectos y de los cuidados en nuestra sociedad, así como en la gratitud cotidiana como forma igualitaria de relacionarse. También relaciona directamente la armonía conyugal con un reparto equitativo de las tareas domésticas, y, por tanto, la desigualdad de género en casa con una fuente inagotable de conflictos y de incapacidades. La lentitud glacial con la que va cambiando nuestra idea sobre lo que es "un hombre de verdad", sobre lo que asociamos a lo femenino y a lo masculino, hace que a menudo muchas parejas lleguen a un punto en el que tengan que decidir entre una relación estable o una relación igualitaria. Conseguir una relación estable que a la vez sea igualitaria parecía el unicornio de finales del siglo XX. Y en 2023 no parece que nos estemos acercando de verdad a esa utopía, cuando todavía el 70% de las horas dedicadas al trabajo doméstico no remunerado recae en las mujeres (Instituto Europeo para la Igualdad de Género). 

Este libro trata sobre planchar y cuidar de los niños, sobre limpiar los baños y cocinar. Qué apasionante, ¿verdad? ¡Un ensayo académico sobre las tareas domésticas! Una mujer tenía que escribirlo. Efectivamente. ¿Qué hombre iba a dedicar su carrera a algo más importante que lo que nos define como seres humanos? Pues sí, el reparto de tareas domésticas que haces con tu pareja define tu idea de entender el género, la igualdad, la economía familiar, la independencia, la libertad personal y, bueno, tu lugar en el mundo en general. En definitiva, que limpiar o no limpiar el baño puede ser el desencadenante de una vida digna... o lo que la encadene para siempre a la indignidad de la dependencia y el sometimiento. Quién lo hubiera pensado. 





jueves, 19 de octubre de 2023

LAS PALABRAS QUE IMPORTAN

Las palabras que importan es un ensayo ameno y accesible sobre la comunicación constructiva en situaciones difíciles, centrado sobre todo en el ámbito de la medicina, pero aplicable a cualquier situación cotidiana gracias a la variedad de ejemplos de conversaciones reales e imaginarias que plantea la autora. Kathryn Mannix escribió un libro anterior sobre el duelo, Cuando el final se acerca, en el que hablaba de la importancia de hablar de la muerte, sobre todo para preparar a las personas cercanas para tu propia ausencia, y decía que "los relatos son nuestra mejor manera de comprender la muerte y la pérdida". Hay que empezar a construir ese relato antes de que llegue la muerte. Hay que prepararse, hay que imaginar. Dónde estaré, qué haré, con quién hablaré, cómo se organizarán los trámites, qué tendré que hacer para honrar los deseos de la persona muerta. Si uno no empieza a preparar el terreno para el duelo antes de tener que afrontarlo, la muerte de un ser querido puede ser un vendaval violento que te deje una herida terrible para siempre y te impida estar, escuchar y acompañar en el momento de la despedida, y te prive de los recursos para sobrellevar su ausencia. Por eso, siempre le agradeceré a mi madre, que sigue viva y sana como una hermosa lechuga (mamá, pon aquí la verdura con la que más te identifiques), haberme hablado de su propia muerte desde hace ya muchos años, en varias ocasiones, y haberme dado unas instrucciones precisas y preciosas, pensadas para aliviarme a mí, hijo único, la abrumadora carga burocrática y hacer que el proceso sea en la medida de lo posible un momento de emoción intensa, de recuerdo, de homenaje y, como no podía ser de otra manera en el caso de mi madre, de celebración. 

Este ensayo trata sobre las palabras que elegimos para relacionarnos entre nosotros. Usar un imperativo o una pregunta indirecta para pedir algo puede convertir tus palabras en una agresión psicológica o en un vínculo duradero. Y me ha hecho pensar en el consentimiento en la comunicación. Ahora que el término ocupa portadas y protagoniza debates en relación a las agresiones sexuales, ahora que por fin empieza a calar en las conductas humanas la necesidad de respetar a los demás como iguales, quizá podríamos hablar también de consentimiento en las conversaciones que tenemos todos los días con nuestro entorno. 

¿Cuántas veces hemos sido un público cautivo de una persona que nos habla sin vernos, que no nos deja participar en la conversación porque no presta atención a lo que decimos? Cuando las personas ocupan el espacio de los demás con sus palabras casi siempre lo hacen sin pedir permiso. Sin consentimiento. Sin preguntas que tanteen el terreno. Y la relación desigual que se establece es un tipo de abuso psicológico muy extendido y muy invisible. 

"Escucha. Guarda silencio, concede espacio, presta atención. Es un esfuerzo compartido". Esto propone Kathryn Mannix, esto que parece tan obvio. Esta actitud a la hora de conversar, que expuesta así quizá no le suene extraña a nadie, no la practica de forma habitual casi ninguna de las personas que conozco. Resulta abrumador constatar la cantidad de gente que se relaciona con los demás dominando o sometiéndose. Que habla con los demás siempre desde una posición de poder, instruyendo a los demás sobre cómo solucionar sus problemas o vivir su vida en general; o de obediencia, sometiéndose a los dictados ajenos. Para conseguir igualdad en la comunicación es imprescindible saber escuchar y elegir las palabras que permitan al otro sentirse tratado como un igual. Tener más curiosidad por sus comentarios que ganas de apostillarlos, más interés en escuchar que en meter baza, más disposición para ayudar a que el otro encuentre por sí mismo una solución que necesidad de decirle lo que tiene que hacer. 

Es muy habitual que la primera reacción ante el sufrimiento de alguien cercano sea culparle de su dolor. Las madres (los padres también, pero quizá en menor medida) lo hacen constantemente con sus hijos pequeños mediante regañinas. ¿Por qué te has subido ahí, eh? ¡Te lo tengo dicho, es que no me escuchas! El sufrimiento de sus hijos lo sienten como propio y no poder controlarlo las exaspera.  Muy a menudo, cuando sus hijos crecen y se convierten en adultos siguen haciendo lo mismo. Señalar, regañar, culpar, en vez de escuchar, acompañar y tratar de comprender.

El impulso por tomar el mando de la conversación a menudo es irresistible. Vemos la solución ahí, delante, y nos parece tan fácil que la soltamos, sin pensar que nosotros no somos el otro, que lo que nosotros haríamos en su lugar no tiene por qué funcionar en otras personas. Nos encantaría que los demás vivieran su vida y arreglaran sus problemas de la manera en que nosotros vivimos y arreglamos los nuestros. Pero eso solo funcionaría si todos fuéramos iguales. Si todos tuviéramos la misma sensibilidad, los mismos pensamientos, las mismas emociones, las mismas conductas y las mismas necesidades. Aceptar que nosotros no somos la medida de nada más que de nosotros mismos libera de la tentación de ir diciéndoles a los demás lo que les conviene para vivir sus vidas. 

Ver a los demás. Verlos. Cuántas veces en la vida siento que la gente me habla a mí sin verme. Yo podría ser cualquiera. Yo, con mi actitud de escucha, soy solo la excusa para que el otro me explique cosas, sin preocuparse, por supuesto, si a mí me interesa realmente escucharlas, si yo tengo intención o ganas o voluntad de participar en la conversación, en definitiva, si yo consiento en ese intercambio. 

Porque una conversación es un intercambio, no es un frontón. El otro no es una pared contra la que tirar tus palabras para que reboten. Hablar es compartir. Si no, es imposición. Un acto de dominación en el que solo importa lo tuyo, lo que tienes que decir, y nada lo del otro. Usar la atención del otro para aliviar tu necesidad de hablar requiere de un consentimiento. Si no, es un tipo de violación. Violación del espacio, del tiempo, de la atención. Sin consentimiento, hay gente que va violando espacios, atención y tiempo todos los días pensando que está en su derecho y que no hay ningún problema en ello. 

Escuchar. Guardar silencio, conceder espacio, prestar atención. Quizá el objetivo sea que al hablar con alguien tus palabras reflejen también a la otra persona, contengan sus ideas, incorporen sus comentarios, sus sensaciones y su sensibilidad. Que respondan a un estímulo compartido, que contengan una intención en la que os reconozcáis los dos. Que tus palabras sean únicas y exclusivas de esa conversación, que no las puedas usar sin más con otra persona, igual que no puedes cortar ramas de un árbol para hacer crecer otro. Una conversación es un proyecto común. Es algo que se construye entre dos, que crece y se ramifica con las aportaciones de los dos. Como dice Kathryn Mannix, una conversación es un baile. Hay pocas cosas más invasivas e incómodas que obligar a bailar a alguien que no se quiere mover. 

Escuchar. Escuchar, no para responder, sino para comprender. Para construir un espacio seguro en la conversación. Para disfrutar de un baile sincronizado. Este ensayo propone formas de encontrar las palabras que construyan espacios seguros donde podamos relacionarnos en igualdad y con consentimiento. Se me ocurren pocas cosas más útiles y necesarias en nuestra vida cotidiana. 



 

lunes, 16 de octubre de 2023

DESMESURA

"En mi soledad he visto cosas muy claras que no son verdad". 
Creo que en estas palabras de Antonio Machado estamos todos. Los locos y los cuerdos. O, mejor dicho, los locos cuerdos y los cuerdos locos. ¿Dónde está la frontera entre la locura y la cordura? ¿De verdad existe tal frontera? Hacia el final de este cómic, el autor describe las señales que preceden a la desmesura de la psicosis, y algunas de ellas me resultan familiares. Otras son patrones que rigen las vidas de personas que me rodean, todas ellas supuestamente muy cuerdas. Y luego he pensado en las voces que todos escuchamos en la oscuridad. Si os asusta la palabra voces, podéis llamarlo pensamientos. Ideas obsesivas. Construcciones de lo que es la realidad, de lo que fue y, sobre todo, de lo que quizá pueda ser en un futuro. Proyecciones de miedos, de paranoias y de prejuicios. Fantasías que no durarían en pie ni un segundo expuestas a la realidad, pero que moldean nuestras expectativas, determinan nuestras emociones y condicionan nuestras vidas hasta límites enloquecedores. Literalmente. 

En nuestra soledad todos hemos visto cosas muy claras que no son verdad. Saberlo ayuda a tender la mano a aquellas personas cuya soledad tiene voces muy chungas, voces violentas y monstruosas que amenazan con arruinarles la vida. Y no es solo una cuestión de suerte ni de química neuronal. Es soledad y humanidad. Una humanidad compartida. 

Tendemos a pensar que si un problema es individual requiere soluciones individuales ("págate esta terapia, trágate esta pastilla, cómprate un libro de autoayuda"). Una voz en tu cabeza, una pastilla para acallarla. Pero ¿y si esa voz en tu cabeza estuviera amplificada por problemas colectivos? ¿Y si la precariedad laboral, el aislamiento social, la falta de apoyo familiar o el ruido constante de tu barrio fueran altavoces para esa voz? ¿Y si tu problema no es tan individual como parece? Entonces, quizá, pensar en soluciones colectivas adquiere una lógica nueva. Parece evidente que nuestra salud está condicionada por el medio que nos rodea, pero pocos especialistas en salud mental lo tienen verdaderamente en cuenta en "este mundo miope donde los problemas colectivos atraviesan la vida de los individuos y emergen como problemas personales". "Plantear soluciones individuales a problemas colectivos solo hace que todo siga igual. Todo no, claro. Se crea un mercado. El dinero cambia de manos. El mundo sigue girando". 

"Toda esta larga pelea no ha sido sino una acumulación de desobediencias, un lento y meticuloso entrenamiento en el arte de decir "no". Cada vez que logro desobedecer a una de mis voces me hago un poco más fuerte. Solo un poco. Lo suficiente. He perdido buena parte de mi impaciencia. La resistencia es fértil y hay que darle tiempo. La resignación, por el contrario, ofrece la inmediatez de lo que ya está muerto. Desafiar la propia servidumbre voluntaria y matar al juez que llevamos dentro es un acto elevado y exquisito. Supone adquirir el control tantas veces arrebatado". 

Es increíble la cantidad de niveles en la que me resuenan estas palabras. Escribiendo sobre su psicosis y sus propias alucinaciones auditivas, Fernando Balius me habla de la vida, de la vejez de una generación resignada a la jaula de su decadencia, Me habla de la duda y de la resistencia. De cuestionárselo todo siempre, de luchar por mejorar, por desembarazarse de lo que nos viene dado, de lo que dictan las expectativas familiares o los diagnósticos médicos. Me habla de una forma de resistencia que ilumina el futuro y que es un motivo poderosísimo para seguir luchando.  Vengas de donde vengas, seas quien seas. Oigas las voces que oigas. 

Hay tantas cosas que comentar de este cómic. El estigma de la locura que proviene para empezar de la propia familia, cuya incomprensión te aísla y te culpa de tu dolor. La idea tan tóxica de que tu condición atenta contra su normalidad y es tu deber ponerle remedio. El tabú de la salud mental que ni siquiera hace falta ocultar, porque ya se encargan los demás de no hablar de ello y hacer como si no existiera. El humor como salida del laberinto, como andamio para apuntalar la serenidad. Al final, me quedo con la capacidad de la solidaridad, la amistad y el amor para "dinamitar la rigidez del sufrimiento y abrirle paso a la vida". La red de gente que nos salva puede construir espacios donde hablar de lo que nunca se habla. 

Este cómic me lo recomendó P., que este año está trabajando con alumnado que sufre diversos problemas de salud mental e intenta ser un eslabón de esa red para salvarles del estigma y de los monstruos que violentan sus cuerpos. Su trabajo es un ejemplo de que escuchar y acompañar, sin juzgar, es el camino para vivir vidas que merezcan la pena. Porque "solos tenemos mucho más miedo". 





lunes, 9 de octubre de 2023

LECCIONES DE QUÍMICA

Pues ya tenemos nuestro libro feliz del año. Y mira que son difíciles de encontrar, los libros felices. Los buenos libros felices. O, mejor dicho, los libros cuya felicidad intrínseca tenga la calidad literaria y un contenido lo suficientemente interesante como para no ser solo un barniz, una capita de azúcar glas que se esfuma al cerrar la puerta como la sonrisa de un vendedor de enciclopedias. 

Lecciones de química es un libro feliz. Y, como todo buen libro feliz, está lleno de desgracias. ¿Qué es la felicidad sino el contraste con lo que duele, la luz que emerge del dibujo y solo se ve porque a su lado hay un color oscuro que la hace aparecer? Está lleno de desgracias, contadas todas ellas con estoicismo y un punto de ternura, con ironía y rabia, con ganas de cambiarlas, incluso las más inamovibles. Porque, como Elizabeth Zott sabe muy bien, la química es transformación y la vida es química. Por lo tanto, la vida es cambio, cambio constante. Y eso predica desde Cena a las seis, su programa de televisión.

Estamos en los años cincuenta en California y la vida no es fácil para las mujeres. Especialmente, para las mujeres científicas que quieren estudiar en la universidad y trabajar en laboratorios, igual que sus colegas hombres. Elizabeth Zott no entiende por qué los hombres, en lugar de dirigirse a ella como una igual, pretenden tocarla, dominarla, controlarla, acallarla, corregirla o decirle lo que tiene que hacer. ¿Tan difícil es que te traten simplemente como a un ser humano?

Tras una serie de laberintos llenos de curvas peligrosas, Elizabeth termina dirigiendo, muy a su pesar, el programa de cocina más influyente de la televisión. Decide que la cocina es química, y la química es un asunto muy serio. Así que se va a dirigir a las mujeres con seriedad. Las va a tratar con la dignidad que se merecen. Sin poses seductoras, sin infantilismos. Les va a hablar de ciencia. De responsabilidad. Porque está harta de estupideces. Y no está dispuesta a perpetuar el mito de que las mujeres son unas incompetentes, o peor, unas menores de edad a las que solo se las puede tratar con paternalismo. 

Lecciones de química es un canto jovial y entusiasta a la igualdad de género. Todas "esas varas de medir con las que tratamos de determinar nuestra valía (sexo, raza, religión, patrimonio, política, nacionalidad, lengua, estudios) son inútiles. Cena a las seis, por el contrario, se basa en lo que tenemos en común, en nuestra química". "Son treinta minutos, cinco días a la semana, de lecciones de vida. Pero no sobre lo que somos o sobre la materia de la que estamos hechos, sino sobre nuestra capacidad para transformarnos". 

Si la química es transformación y la vida es química, la vida es cambio. Así que tratemos de cambiar todos los días, nos dice Elizabeth. Y cómo no hacerla caso, si nos hace tan felices. 





jueves, 5 de octubre de 2023

NO LO HARÉ BIEN

"Los hombres tienden a atribuir sus éxitos a sus capacidades, mientras que las mujeres suelen hacerlo a causas externas como la suerte, o a causas temporales, como el esfuerzo". Mientras leo este libro de Emma Vallespinós le pregunto a P. si esto lo ha visto en sus clases del instituto. Sí, me responde. Constantemente. Por regla general, las chicas piensan que van a sacar peores resultados de los que sacan. Y los chicos piensan que van a sacar mejores resultados. Las chicas se subestiman. Los chicos se sobreestiman. Es un desequilibrio estructural que hunde sus raíces en los estereotipos de género y en la violencia implícita que nos rodea y con la que nos educan desde que nacemos. Esta expresión castradora del patriarcado es el tema de este libro amenísimo, mordaz y ocurrente que se lee del tirón y que te hace reír mientras te despierta la rabia. ¿Solución? Muy fácil. Feminismo, feminismo y más feminismo. 

Cuando las mujeres aspiran a ocupar un espacio que nunca les ha pertenecido, una voz interior salta: pero tú adónde vas, pero qué haces, pero tú quién te crees que eres. Es la voz que te dice que no puedes, la misma voz que convenció a la brillantísima Clara Schumann de que dejara de componer, porque si no había habido nunca mujeres compositoras, es que las mujeres no podían hacerlo. Inciso: sí las había habido, bastantes y muy buenas (Anna Beer lo cuenta muy bien en Armonías y suaves cantos), pero en 1840 ni Clara Schumann ni nadie sabía de ellas porque los hombres que se ocupaban de establecer los cánones despreciaban todo lo que hubieran creado las mujeres. 

He leído este libro pensando todo el rato en la importancia de escuchar y validar las experiencias, las emociones y los logros de los demás para no ir por la vida dañando autoestimas. Desde un plato de lentejas hasta un concierto de piano, desde el aluvión de tristeza tras una ruptura hasta el entusiasmo por un tono de azul en un cuadro de Vermeer. Escuchar y valorar. Decir lo bueno para potenciarlo, y callar lo malo, a menos que sea para ayudar a mejorarlo. Y me he acordado de todas esas personas que a lo largo de tantos años de carrera estaban convencidas de que la mejor forma de enseñarme a tocar mejor el piano era señalar el error y nunca el acierto, en una pedagogía cruel que fabrica máquinas frágiles que no solo no toleran la mínima desviación de su idea de perfección, sino que casi nunca disfrutan verdaderamente con lo que hacen. 

La falta de validación provoca inseguridad e incapacidad y castra el desarrollo personal de cualquiera. Si en tu entorno familiar, laboral o social te dan a entender no solo que no tienen grandes expectativas sobre tus capacidades, sino que es mejor que esto o aquello no lo intentes porque no vas a conseguir hacerlo, entonces probablemente terminarás aceptando que, efectivamente, no podrás hacerlo y ni siquiera lo intentarás. "Nos construimos a través de la mirada del otro: de lo que se espera de nosotras, de la confianza que se nos deposita, de cómo se nos juzga". Da vértigo pensar en la cantidad de talento destruido por culpa de todos esos reproches aparentemente intrascendentes, esas burlas divertidas con las que pensamos que educamos mientras castramos la autoestima ajena. 

Si esto que me pasaba a mí me ha creado un rastro de inseguridad del que es probable que nunca consiga deshacerme del todo, no quiero ni imaginarme lo que provocó en mis compañeras de conservatorio. Al final, era una simple cuestión de expectativas infladas y desfiguradas. "Estar a la altura de las expectativas de los demás es complicado. Estar a la altura de las expectativas de una misma es todavía peor". Y es que a menudo la vida de las mujeres se parece a un centro de alto rendimiento en el que "la culpa siempre es mía, pero del mérito solo me corresponde una porción. Y pequeñita, que engorda". Leo esto y un sinfín de mujeres que conozco empiezan a saludar en mi cabeza (sí soy, sí soy). ¿Os pasa también?

"No lo haré bien" es el mantra que resulta de todo esto. Pero también, a la vez, hay otro más insidioso todavía, porque no trata sobre capacidad, sino sobre identidad: "no estaré bien". Ni todo lo guapa, delgada, depilada, morena, tersa y lozana que hay que estar. La presión estética que se ejerce sobre el cuerpo de las mujeres crea una tupida red de complejos e inseguridades (que pueden fácilmente derivar en trastornos graves) de la que es muy difícil desasirse. Más cuando esa presión no solo la ejercen la publicidad o el cine o las tallas de ropa, sino las personas más cercanas que más deberían validarnos como somos, y no como piensan que deberíamos ser. 

"¿Cuánto nos determina lo que aprendemos que es "lo normal" en lo que acabamos siendo?"
Si alguien no tiene oportunidad, es muy difícil que demuestre su talento. Casi todos los músicos tuvieron padres que les apuntaron a clases, escuchaban música en casa e invirtieron en su educación musical. ¿Cuántos padres apuntan a sus hijas a ajedrez, a fútbol o a percusión? Y luego pensamos que si apenas hay mujeres ajedrecistas, futbolistas o percusionistas es porque esos campos no les interesan. 

Este es un libro sobre el síndrome de la impostora, un síndrome extendidísimo que yo apenas conocía, aunque todo en él me sonaba conocido. "Las impostoras buscaremos diecinueve maneras de justificarnos: no fue tan complicado, prácticamente no hice nada, me ayudaron mis compañeros, la idea fue de otro, tengo un buen maestro, no le dediqué mucho rato o, bueno, la verdad, no es para tanto. Con lo fácil que sería levantar la cabeza, sonreír y decir: gracias, me esforcé mucho". 

Gracias, Emma. Has ordenado en mi cabeza puzles que estaban hechos un desastre. No sabes lo que he aprendido leyéndote. 




 

lunes, 2 de octubre de 2023

YEGUAS EXHAUSTAS

He terminado esta novela (¿de verdad es una novela, Bibiana?) con muchas ganas de que continuara. Quería seguir ahí, con la narradora. Quería saber más de su madre, más de su carrera de Filología, más de su relación con sus alumnas, del vértigo de hacer lo que hace y ser lo que es viniendo de donde viene. He terminado esta novela deseando que estas yeguas exhaustas de tanto galopar se tomen un descanso, porque lo merecen, y después que me vuelvan a llevar al galope por la continuación de esta historia. Porque el hilo que me ha hecho internarme por este laberinto no se puede acabar tan pronto. 

El laberinto de esta historia está hecho de precariedad y nos cuenta cómo haber nacido entre los de abajo lo determina prácticamente todo en tu vida. Y el hilo que nos guía por él es una historia de maltrato físico y psicológico contra el que la narradora carga con todas las fuerzas de su inseguridad, su ironía y sus ganas de que su historia no esté determinada por la sombra alargada de lo que se supone que puede conseguir. 

Es una historia universal y no conozco a nadie de mi generación que no le resuene. Creo que casi todos nos hemos educado, sobre todo los que crecimos en esa cada vez más precaria y engañosa clase media, en la idea de que podríamos conseguir todo aquello que nos propusiéramos. Que bastaba con querer, con esforzarse. Con desearlo muy fuerte y sudar la camiseta. Pero nadie nos habló del impacto de la herencia familiar en nuestra vida. Nadie nos dijo que las expectativas de nuestros padres marcarían tan profundamente nuestro camino, y que lo que ellos no fueran capaces de imaginar nos costaría el doble poder apropiárnoslo como forma de vida. Nadie nos dijo que la meritocracia era un mito. Y cuando abrimos los ojos y nos dimos con el techo de hormigón de nuestras limitaciones heredadas, empezamos a entender la vida de otra manera. 

La narradora de esta historia nos habla de su inseguridad, de su incapacidad para aspirar con naturalidad a lograr lo mismo que sus supuestos iguales, de las expectativas capadas por el conformismo endémico aprendido en casa (eso no es para gente como nosotros). Nos habla de la vergüenza que a menudo siente por sus orígenes, una vergüenza no provocada por sus orígenes en sí, sino por el impacto que supone darse cuenta de que esos orígenes la señalan y la aíslan. Nos habla de la incomunicación con los padres que no entienden nada de lo que es y de lo que hace, de la dificultad para moverse en ambientes nuevos con soltura y naturalidad, del síndrome de la impostora (que me ha llevado a leer inmediatamente No lo haré bien, de Emma Vallespinós, benditas lecturas que se ramifican en mi cabeza), un síndrome que a casi ninguna mujer le sonará ajeno y que lleva, por ejemplo, a sonreír con orgullo cuando alguien con poder se apropia de tus ideas en lugar de protestar por la usurpación. 

Cada página me ha resonado de formas muy diversas. Por ejemplo, cuando habla de que nosotros somos nuestros más eficaces censores. "La dictadura del miedo a perder el sustento nos hace quedarnos calladitos". Y sigue: "Esa cultura de agachar la cabeza se hereda y yo no podía evitar agacharla como lo hacía mi madre, aunque no me cansara de despotricar contra el sistema laboral en la barra del bar de turno". Cuántas veces nos habrán dicho a mi madre y a mí que por qué no somos más prudentes, que de cara al público hay que cuidar lo que decimos o lo que escribimos en redes, que a ver si vamos a perder clientes y que en realidad somos libreros para vender y ganar dinero y nada más, a ver qué nos vamos a creer, locos imprudentes. 

En Yeguas exhaustas hay rabia, hay furia, pero también hay ternura y una atención especial al autocuidado, a tratar de no lastimarse más de lo que ya lastima la vida. Es una literatura coloquial y poética, bella y dolorosa. Una historia que resuena e ilumina.