jueves, 27 de octubre de 2016

EL AMOR DEL REVÉS

De este libro me gustan muchas cosas, tantas que no sé por dónde empezar. Me gusta el arranque, con esa descripción de la educación católica y los estragos que puede causar en la sensibilidad de un muchacho homosexual. Me gusta la profundidad a la que ha llegado el autor buscándose a sí mismo, la disección sentimental de sus amores y sus desgracias. Me gusta la elegancia del ritmo de su prosa: si sus palabras fueran un hombre caminando por la calle, muchos volveríamos la cabeza subyugados al verle pasar. Pero sobre todo, me gusta la ternura. Esta es una historia contada con una ternura desarmante, ternura hacia las personas que desfilan por las páginas y, sobre todo, hacia sí mismo. Recordar el propio pasado y ser capaz de recorrer los pliegues más dolorosos con ternura me parece un don muy poco común. Y si además es a través de una prosa exquisita, entonces el libro se vuelve un privilegio. Luisgé Martín lo ha hecho. Leer su último libro es un privilegio. 

El autor entró en la adolescencia en los últimos años de la dictadura. En el colegio le enseñaron, como a la inmensa mayoría de adolescentes de su época, que el sexo era pecado si su fin no era la procreación. Que los pensamientos pecaminosos le acercaban a la condenación y que la homosexualidad era una perversión de la que nunca se recuperaría. A los quince años supo con certeza que era homosexual y se juró a sí mismo que nunca nadie lo sabría. Se sabía distinto. Enfermo. Extraviado. Portador de un secreto que, de desvelarse, podría arruinarle la vida. Se avergonzaba profundamente de su condición. Se sentía una cucaracha. 

Con el paso del tiempo su secreto fue perdiendo parte del peso y del terror, pero la culpa no terminaba de desaparecer. Ni siquiera al racionalizar su identidad sexual, al comprender que no existe ningún dios a quien repugnen sus amoríos ni pecado posible en su naturaleza, la culpa persiste. El hábito de esconderse. De fingirse otro. De estar siempre alerta, vigilante, a la entrada de cualquier bar nocturno de Chueca por si aparece alguien conocido, algún posible delator. Porque aunque tus amigos lo sepan, aunque tus padres lo intuyan y sonrían con benevolencia, aunque nadie te haya agredido nunca por la calle ni hayas estado tan solo y desesperado como para acercarte al borde de la locura o del suicidio, la sociedad nunca se cansa de recordarte, desde muchos frentes, que eres diferente. Que escondes, en alguna parte de tu cuerpo, una cucaracha. 

Este libro describe un círculo completo. La conversión de homosexual reprimido en homosexual militante. De cucaracha en ser humano. Un proceso vital en el que la búsqueda del amor es la guía que dirige los pasos del autor, por un camino lleno de baches y trampas, lleno de sobresaltos. El orgullo público, la transgresión que esconden actos tan cotidianos como besar a la persona que amas en un restaurante o andar de su mano por la calle, cuenta Luisgé, es la forma de despojarse de las últimas escamas de la cucaracha. Reivindicar que "estaba orgulloso de haber sobrevivido, de seguir teniendo sexualidad y razón de amor, de mantenerme en pie y no sentir vergüenza, de haber evitado la traición, el suicidio o la locura. Estaba orgulloso de haber ido descubriendo, a contracorriente, que todo aquello de lo que habían querido apartarme era lo único por lo que merecía la pena vivir". 

No sé cómo nació este libro. No sé qué lo impulsó. Tampoco sé cómo se puede salir indemne después de haberlo escrito. Aunque el autor haya ido contando partes de su vida en sus anteriores novelas, siempre estaba hasta cierto punto a resguardo. Protegido por nombres inventados, por el envoltorio dulce de la ficción. 
En estas páginas ha salido desnudo al escenario y la historia que ha venido a contarnos lleva su nombre real. Es él, Luisgé. Vestido únicamente con su historia. Y la ternura de sus palabras. 


Luisgé Martín




lunes, 24 de octubre de 2016

TODA PASIÓN APAGADA

Una de las magias de la literatura es que nos abre ventanas a otros lugares que no habíamos imaginado antes. Hace unos días disfruté de la lectura de A Virginia le gustaba Vita, de Pilar Bellver, del que escribí una reseña en este blog. El personaje de Virginia Woolf ha sido tan reconocido que ha eclipsado a Vita Sackville-West en su faceta de escritora, que yo desconocía. 

No sé si ha sido coincidencia la publicación en un espacio de dos meses de la novela de Vita Toda pasión apagada, cuando todavía resonaba en mi mente la relación tan interesante que mantuvieron estas dos mujeres en una época, los años 20 del pasado siglo, en la que la moral victoriana mojigata y misógina en Inglaterra hacía tan difícil que ideas liberales y humanistas como las del Grupo de Bloomsbury prosperasen. 

Abrí las primeras páginas de Toda pasión apagada con poca convicción de que me fuera a interesar. Más bien imaginaba un capricho de aristócrata millonaria que Vita quiso permitirse, influida por la intelectual Virginia, a la que admiró y amó toda su vida. Sin embargo, la sorpresa ha sido muy agradable. Es una delicia de historia, con un personaje femenino, Lady Slane, de 88 años, que nos cautiva y nos conduce con inteligencia y sensibilidad por la senda de la vida con una crítica visión de la clase alta social británica. Lady Slane rescata el placer de la libertad cuando se queda viuda y puede disponer de su independencia, aunque llegue tan tarde, porque la felicidad está hecha de esos pequeños detalles: una mirada que cincuenta años atrás había dejado huella, encontrar complicidad y admiración en personajes entrañables como su doncella francesa, el coleccionista millonario y excéntrico que se enamoró de ella cincuenta años atrás en la India, su casero y el maestro de obras. 

Una tarde lluviosa de sábado que las 225 páginas de este relato han convertido en un placer.


viernes, 21 de octubre de 2016

A VIRGINIA LE GUSTABA VITA

Pilar Bellver nos ha regalado una historia muy sorprendente. Yo quizá habría matizado mejor el título y le habría puesto "Virginia amaba a Vita", ya que eso es lo que se desprende de la correspondencia, incluida en este libro, entre estas dos mujeres: Vita, arrolladora, vitalista, valiente aristócrata que vivió como quiso sin atender a prejuicios y Virginia, intelectual, feminista, algo mística, con problemas de salud mental desde la infancia que se enamoró y supo enamorar a Vita, sin dejar de querer a su marido Leonard. Los amores diversos creo que todavía no han sido bien estudiados.

La falsa moral victoriana y la influencia de la Iglesia en la sociedad fueron dos temas que el Grupo de Bloomsbury al que perteneció Virginia trató por todos los medios de rechazar. Integraron este grupo muchos intelectuales y artistas entre los que destacan Bertrand Russell, Wittgenstein, Gerald Brenan, Katherine Mansfield, las hermanas Virginia y Vanessa Bell, Dora Carrington, el economista John Maynard Keynes...

En un juego literario de alta calidad, Pilar Bellver mezcla realidad y ficción e incluye un apéndice en el que una conversación en el momento actual entre tía y sobrina nos sitúa respecto a un tema que tanto va evolucionando en la sociedad actual: los amores diversos, que por ser amores jamás deberían haber sido estigmatizados, incluso hoy en muchos países.

Las especiales relaciones que unieron a estas dos mujeres con sus maridos respectivos, con los que mantuvieron una gran complicidad y un buen entendimiento, dan idea de la inteligencia de todos ellos para desarrollar convivencias satisfactorias, cada una de acuerdo con las necesidades que tenían. 

También es un reflejo de la sociedad inglesa en los primeros años del siglo XX, con todas las complejidades y características contra las que Virginia y el grupo de Bloomsbury se rebelaron ofreciendo criterios mucho más liberales y humanistas, especialmente en el tema del feminismo.



lunes, 17 de octubre de 2016

DUBLINÉS

¿Habéis leído el Ulises de Joyce? 
No, yo tampoco. 
¿Quién lo ha leído? 
¿Alguien? 
¿Alguien que no se encuentre en estos instantes preparando una tesis doctoral en una biblioteca?

Casi nadie lo ha leído. O mejor: casi nadie ha pasado de la página cincuenta. 
Junto con En busca del tiempo perdido de Proust, es una de esas obras que aparecen todos los veranos en los propósitos lectores de gente de todo el mundo para quedarse en eso: una línea no tachada en un cuaderno, una asignatura pendiente. 
Los que lo han intentado dicen que no se entiende. Que no hay forma humana de leerlo. También lo decían los mejores amigos y valedores de Joyce cuando lo estaba escribiendo: ¿pero qué locura es esta? 
Sin embargo, hay formas distintas de acercarse a ese libro impenetrable. Y una podría ser este cómic de Alfonso Zapico. 

Dublinés es una biografía de Joyce en viñetas. Por sus páginas aparecen multitud de nombres ilustres: Ezra Pound, Lenin, Jung, Svevo, Hemingway, Sylvia Beach, Virginia Woolf. Y combina maravillosamente los hechos biográficos más relevantes de la vida de Joyce con los detalles cotidianos que definían su carácter. Era un juerguista, un derrochador, un irresponsable con su mujer y sus hijos. Poseía un talento descomunal y una arrogancia hecha a su medida. Se pasó media vida dando clases particulares de inglés, cosa que odiaba, y sableando a su hermano y sus amigos para irse de copas. Su ambición era describir Dublín y no salir de sus calles, porque sólo desde una narración localista podía llegar a la universalidad. Y para asegurarse la inmortalidad literaria, llenó sus libros de enigmas y puzles, de forma que los expertos tuvieran material para pasarse décadas y décadas debatiendo sus verdaderas intenciones. 

Y es que Joyce no era en realidad un tipo serio. Odiaba la seriedad. Días antes de la aparición de Ulises, le confesó a Ezra Pound: "me atormenta pensar que quizá los lectores buscarán alguna moraleja en Ulises. O lo que es peor: se lo tomarán en serio."

Pocas cosas me parecen más actuales que esta preocupación del autor respecto a cómo leerá la gente su libro. Joyce jugaba con el lenguaje. Sus libros pueden tener pasajes melancólicos, incluso sombríos, pero no hay ni una línea escrita verdaderamente en serio. Ironía. Jocosidad. Juego. A mucha gente le cuesta entender que la literatura pueda alcanzar la excelencia mediante una serie de geniales tomaduras de pelo. Como si Shakespeare sólo fuera realmente bueno cuando pone una calavera en la mano de su protagonista para que filosofe o cuando llena el escenario de sangre y gritos desgarradores. Como si el arte tuviera que ser terrible y wagneriano para tener valor. O peor: como si el arte tuviera que enseñarnos algo. 

Joyce decía que Ulises era música. Que si la gente no lo entendía, probara a leerlo en voz alta. Quizá porque la música es el único arte del que no se esperan moralejas ni lecciones de vida. El único arte que no necesita filosofía para ser profundo ni drama para ser valorado. 

Gracias, Alfonso Zapico, por enseñarme la literatura de Joyce desde otro punto de vista. Creo que el próximo verano que abra el Ulises con la firme intención de pasar de la página cincuenta, le haré caso al viejo Joyce y no me lo tomaré en serio. Y probaré a leérselo a P., a las plantas y a nuestra gata. Estoy seguro de que todos lo disfrutaremos mucho más. 


miércoles, 12 de octubre de 2016

NADIE SE SALVA SOLO

Una pareja empieza a romperse cuando cada uno empieza a contar versiones distintas de su historia. Cuando de repente acuden a su pasado común por distintos caminos buscando una nueva interpretación que dé sentido a un presente frustrado o a un deseo insatisfecho. Y entonces ese pasado se vuelve también un campo de batalla, una plaza fuerte que hay que conquistar para enarbolar aquellos buenos tiempos en los que todo iba bien como bandera de lo deseable. Como antídoto contra desilusiones futuras. 

La pareja de este libro ha quedado para cenar en la terraza de un restaurante. Llevan un tiempo separados. Van a repartirse el tiempo con los niños durante el verano. Tras diez años de relación, están intoxicados, desencantados, han pasado por todos los tonos de gris de la insatisfacción y ya sólo atisban la alegría en las risas de sus hijos. Y a veces, ni eso. Llegaron a un punto en el que el peso de estar juntos era tan insoportable que se querían morir. O querían que el otro muriera para así poder quererse sólo en el recuerdo, sólo en la ausencia, sin la insufrible cotidianidad de la convivencia. Cómo llorarían. Cómo amarían al muerto, liberados por fin de la angustia de su relación. 

El germen de su destrucción ya estaba en la exaltación loca de sus inicios. Dos inconstantes repletos de agujeros emocionales, muy jóvenes, heridos de la infancia y de sus barrios, que se enamoraron para salvarse y no supieron calmar el fuego una vez pasado el enamoramiento. Saben que deberían haberse separado antes. Que prolongar la agonía sólo era añadir dolor y terminar de emponzoñar el recuerdo de los años buenos. Pero lo intentaron. Una y otra vez. Se decían que tenían que luchar. Al menos por los niños. "Pero nunca se consigue por los niños. Ellos saben que no cuentan, y se las apañan como pueden. Ponen las tazas para el desayuno, espían las miradas, los silencios. Dan besos aquí y allá, con el terror a equivocarse de momento, a equivocarse de mejilla. Esperan, ellos también. A que el amor vuelva".

Es un drama cotidiano. Lo vemos todos los días. Al hacer una factura detallada de libros de texto para intentar que el ex o la ex pague su parte. Al ver a un niño cruzar la calle, un domingo por la tarde, con la mochila del cole al hombro, y el coche aparcado que no se va hasta mucho después de que se ha cerrado la puerta del portal, quizá esperando que alguien descorra levemente una cortina en algún piso ahí arriba. Todos los días. Parejas rotas. Amor convertido en indiferencia, luego en violencia. Amor deshecho que acaba poniéndolo todo patas arriba: proyectos, convivencias, infancias. Personas que un día se amaron y que hoy ya no tienen nada que decirse, "sacos de palabras que fueron a parar a la basura". Se miran, en esa noche agradable de principios de verano, en un restaurante bonito, y no ven nada vivo en los ojos del otro. Se han vuelto inertes, como fotografías viejas cuyo contexto han olvidado. Su amor, como un viaje que ninguno recuerda. 

Se dan cuenta de que han perdido la capacidad de perdonarse sus defectos. Llegó un momento en que un plato torcido en la mesa les sacaba de quicio. Les enfurecía. Nunca aprendieron a sortear la frustración con benevolencia. Podrían haber esperado, a veces se dicen. Haberse conformado con la derrota, como tantas parejas con hijos que ya apenas se tocan, haber esperado a que el odio se diluyera en indiferencia. En una carga no más molesta que una hipoteca. Pero no. Aún querían vivir. Aspiraban confusamente a otra cosa. Creían merecer algo más. Se sentían demasiado jóvenes para dejarse vencer por esa resignación sombría. Querían volver a merecer la felicidad de los inicios, aquella carcajada de su hijo menor su primer día de playa, jugando con su hermano mayor a estirar la mozzarella de la pizza con los dientes. Esa forma de desternillarse de risa que hacía que toda la playa riese con ellos y que podría, debería, ser una forma válida y duradera de vivir. 

Una pareja empieza a romperse cuando cada uno empieza a contar versiones distintas de su historia. Sin embargo, como en este libro, a veces las versiones son casi coincidentes y ocurre que la pareja se va a pique en un extraño unísono. Con un mismo deseo frustrado. Con un mismo distanciamiento.

La autora se ha metido en las entrañas de cada uno, con un lenguaje descarnado y poético, cambiando el punto de vista, de ella a él, de él a ella, analizando los rencores y los anhelos de los dos, asistiendo a su derrumbe desde dentro, en un juego de perspectivas inmisericorde con sus bajezas, a la vez que compasivo con sus flaquezas. Sus protagonistas se sienten desvalidos. Nadie les dijo cómo aceptar la rutina, nadie les previno del cansancio de la pasión. Eran muy jóvenes y muy inseguros, y no tenían a nadie que les guiara por sus propios laberintos. Ahora, rota la posibilidad de un futuro, empiezan a darse cuenta de que nadie se salva solo.


Margaret Mazzantini


viernes, 7 de octubre de 2016

ME LLAMO LUCY BARTON

Este libro es un jarrón, uno de esos jarrones de porcelana que presiden la mesa del comedor de los suegros y que son bonitos y delicados pero pertenecen a otro mundo, otra cultura, otra generación. 
Es esa reproducción naranja de Rothko que tu pareja se empeña en colgar en el dormitorio y que te gusta, aunque haya días que la mires y no puedas entender cómo esas dos franjas de color pueden tener algún significado. 
Es esa amiga que queda contigo y te cuenta una historia larguísima sobre su madre poniendo esa cara seria y trascendente de las grandes confidencias, y cuando termina te quedas con la impresión de que ha estado a punto de contarte algo muy importante y profundo y conmovedor, algo definitivo que sin embargo se ha quedado al borde de las frases, sin lograr salir de sus palabras. 

Me llamo Lucy Barton es un libro bonito y agradable. Es como un jarrón de porcelana o como un Rothko naranja: estético y abstracto. Tiene todos los ingredientes para ser una historia que cause un impacto en las profundidades de cualquier persona sensible y, sin embargo, creo que se queda siempre a punto de lograrlo. Es como una canción a la que le falta esa última estrofa que armoniza y da sentido al conjunto. Como ese miembro de la familia que nunca habla en las comidas familiares pero que parece tan interesante, tan lleno de vivencias importantes, con una vida interior tan rica que nos gusta en su mutismo. 

Y sin embargo, nada de esto tiene que ser negativo. La ventaja de un jarrón de porcelana o de un Rothko naranja es que pueden dejar indiferentes o significarlo todo para quien los mira. Dejan un espacio enorme para que el espectador les añada capas y capas de significado. Y creo que esa es la razón por la que tanta gente admira a Elizabeth Strout: su escritura elusiva deja tantos huecos y es tan ampliamente sugestiva que permite apropiarte de la historia y rellenarla de una cantidad ingente de vivencias propias. El libro se vuelve tuyo, atraes su fragilidad a la tuya, la amarras a tu experiencia para que no se escape. 
Y es fácil amarlo. 
Quién no ama sus propias debilidades. 



lunes, 3 de octubre de 2016

DILO EN VOZ ALTA Y NOS REÍMOS TODOS (Firma invitada)

Hay muchas cualidades que acompañan y definen a Fernando J. López, una de ellas es la prudencia. Fernando es prudente porque con la sutileza del subtítulo de su último libro evita, entre otras cosas, el linchamiento. Aún recuerdo lo que le ocurrió hace unas semanas a la autora de un libro juvenil cuyo título empezaba con el peligroso sustantivo manual y que todo el mundo se tomó al pie de la letra. Fernando nos lo advierte ya desde la portada: ¡Ojo, es un manual gamberro, aquí entramos a pasárnoslo bien, aquí hay ironía y humor por doquier!

Y las expectativas se cumplen página a página. Porque Dilo en voz alta y nos reímos todos es, ante todo, un libro para reírse. Para reírnos de nosotros mismos ya seamos profesores, estudiantes, padres o el mismísimo ministro de Educación. En este libro hay mucha ironía porque solo desde ese recurso se puede hacer autocrítica sin caer en tremendismos y prejuicios anclados al pasado. 

Si hay un hilo común que atraviesa todo el libro es la referencia a Finlandia. Quienes nos dedicamos a la educación (y quienes no se dedican a ello) estarán cansados de oír que los estudiantes finlandeses son los que ocupan los primeros puestos en pruebas de nivel, éxito escolar, etc. Y siempre esgrimen el nombre de este país para compararlo y decir lo mal que estamos aquí. De eso también se ríe el autor con una buena dosis de ironía.

Fernando nos lleva de paseo por el mundo de la educación secundaria en un instituto cualquiera. Y como él ha sido profesor sabe perfectamente de lo que habla. Por eso lo retrata tan bien. Es una caricatura, dirán algunos. Sí, es posible que caricaturice a ciertos protagonistas del acto educativo, pero solo desde la caricatura uno puede a la vez verse y no verse identificado con lo que lee. Solo desde la caricatura uno sabe que está ahí aunque haya exageración. En el fondo, en toda caricatura hay algo de retrato de uno mismo.

Entrar en las páginas de este libro es como entrar en un museo de la Educación donde punto por punto se nos explica qué ocurre en una junta de evaluación, qué tipos de profesores componen los claustros, qué surrealismos impregnan los exámenes de los alumnos o qué frase es la perfecta para decir en una reunión de padres.

Desde el cariño hacia los estudiantes y los compañeros y con un humor sutil a veces y muy ácido otras, Fernando se despacha a gusto con una profesión que no deja de sufrir los embistes de leyes educativas consecutivas y cambiantes, recortes y situaciones del todo surrealistas.
Lo mejor de todo es que en el fondo subyace un amor profundo por una profesión que engancha, la pasión por un mundo que no tiene absolutamente nada que ver con las películas que estamos acostumbrados a ver sobre institutos, cosa que deja evidente en su primer capítulo, que es antológico. Ese amor y esa delicadeza que recorren todo el libro están presentes gracias a la energía que hace que por mal que los profesores lo pasemos cada año y por mal que estemos considerados públicamente, algunos seamos adictos a esto de enseñar... ¿Qué digo enseñar...? Pero si además de profesores también somos (y cito): "animadores socioculturales", "organizadores de festejos", "terapeutas de parejas", "psicólogos", "enfermeros", "canguros", "conferenciantes", "actrices", "traductores", "policías", "guías turísticos", "trabajadores sociales", "seguratas", "jefes de protocolo", "conductores y taxistas" y hasta "redactores jefe".

Este es un manual recomendabilísimo para afrontar el inicio de curso con buen humor y reconocer al estudiante que un día fuimos, al profesor o padre que hoy somos o al ministro de Educación que quizá algún día seamos.