lunes, 31 de julio de 2023

VIVIR PEOR QUE NUESTROS PADRES

¿Recordáis las direcciones de todas las casas en las que habéis vivido? Alguien lanzó esta pregunta hace poco en una cena familiar y algunos tratamos de hacer memoria, a duras penas, mientras que otros dijeron que desde luego que no, eran demasiadas ya. Pensando en el nomadismo de nuestra generación, asentimos, rememorando el dolor de espalda y la sensación de fracaso de las sucesivas mudanzas. Hubo varios, sin embargo, que permanecieron callados, mirándonos, quizá con extrañeza, desde la atalaya de su generación: ¿cómo no iban a recordar las direcciones de sus casas si solo habían vivido en dos: la de sus padres, en la que crecieron, y la suya propia desde su matrimonio?

He recordado esta anécdota trivial al leer este breve ensayo de Azahara Palomeque, poético y filosófico, que habla de nosotros, millennials de los ochenta y principios de los noventa, que llegamos como la generación más preparada de la historia de nuestro país para acabar siendo la más estéril. La más precaria. La de las muchas casas. Tantas, que ya ni siquiera recordamos sus direcciones. La que aprendió a considerar inconcebibles los pilares que han sustentado la forma de entender la vida de la generación de nuestros padres: un matrimonio para siempre, un trabajo para siempre, una casa para siempre. 

No pudimos salir de casa de nuestros padres hasta que no tuvimos trabajo. Pero, teniendo trabajo, nuestros padres nos dijeron que esperáramos, que pagar un alquiler era tirar el dinero, y que mamá nos seguiría haciendo la comidita y subiéndonos los bajos del pantalón hasta que reuniéramos lo suficiente para la entrada de un piso. Nos dijeron que tuviéramos hijos, que querían ser abuelos, mientras no dejaban de tratarnos como niños, riñéndonos como si tuviéramos diez años y no supiéramos navegar la vida sin su ayuda, juzgando cada decisión nuestra, cada comentario, cada novio o regalo de cumpleaños o elección de vestido de noche, como si necesitáramos que nos indicaran el rumbo a cada paso, todos los días: como si la única vida aceptable y segura estuviera bajo el ala de mamá. 

Somos una generación coleccionista de expectativas, y luego de frustraciones. Nuestros padres nunca reclamaron para sí mismos la libertad que sí quisieron para nosotros, y nunca entendieron los sueños frustrados que nos desvelaban por las noches. Desearon para nosotros lo que ellos no tuvieron, dando por supuesto que lo que sí tuvieron -hipotecas cortas y asequibles, trabajos estables, perspectiva de progreso ilimitado- nos vendría dado sin esfuerzo. Nunca pensaron que tendríamos que afrontar tantas dificultades, que los sueldos no subirían a la par que el precio de las cosas y que vivir de alquiler quizá sea tirar el dinero pero también es, a menudo, acceder a una vida propia independiente a la edad adecuada para ahorrarnos a largo plazo unos apegos familiares basados en la dependencia y la infantilización.

"Hicimos prácticamente todo lo que nos dijeron, fuimos obedientes, y la fórmula ya no funciona porque las reglas han cambiado". Y es que no hay lugar al que volver, por mucho que añoremos la estabilidad económica y laboral de nuestros padres. No hay lugar porque la fiesta del capitalismo se acabó, el crecimiento constante se demostró una falacia pueril, una falacia que seguirá asesinando nuestro planeta si no le ponemos freno. No tiene sentido volver a los marcos vitales de la generación de nuestros padres, "esa tupida tela de araña familiar que lo mismo ahoga que da cobijo". Son fósiles que ya no nos sirven para movernos en el mundo cambiante en el que vivimos. 

Azahara Palomeque escribe sobre esta fractura generacional. Y, aunque yo no la he vivido en casi ninguno de sus aspectos, la reconozco por todos lados a mi alrededor. No hay envidia, no hay nostalgia, eso se lo reservamos para la reacción conservadora: hay distanciamiento y recelo ante la idea de permanencia. Ansiamos la permanencia de aquello que nos dé calidad de vida, pero no a costa de restringir nuestras experiencias a lo mínimo para evitar sorpresas. La generación de nuestros padres pensó que casarse y trabajar era, por usar una metáfora de Palomeque, como poner un jarrón en la vitrina: un logro que se quedaría allí para siempre. Una única pareja, un único trabajo, una única vivienda, un único destino vacacional. Una vida basada en la repetición ad infinitum de una misma rutina en la que la satisfacción, al final del día, no es haber vivido o descubierto algo nuevo sino no haber tenido ningún sobresalto. Una vida pensada para durar para siempre, rodeada de muebles sólidos y aparadores de la dictadura, que se creía a sí misma tan eterna que ni siquiera concebía la posibilidad de afrontar la finitud de sus cuerpos, aunque solo fuera para nombrar la muerte y preparar a los suyos para el duelo. 

Nuestros padres nos educaron con una promesa: la promesa de la abundancia. Una promesa que no solo se reveló falsa, sino que fue la venda en los ojos que nos hizo creer que no pasaba nada por destrozar nuestro futuro porque ya habría otro después. Pero no lo había. No lo hay. Y mientras ellos se quedaron con los restos agónicos del suyo (su patrimonio, su pensión, su Imserso, su acceso sanitario ilimitado), nosotros tenemos que pensar qué vamos a hacer para construir un futuro en el que dejemos de vivir peor que ellos. 

"Vivir mejor que nuestros padres pasa por rescatarnos de un paradigma obsoleto que ha perdido toda legitimidad, ha fallado en la distribución de derechos que prometía, ha dilapidado una naturaleza de la que somos parte, y ha engendrado una soledad patologizada desde la que es difícil elevar cualquier esperanza". Pero es imprescindible sanar la fractura generacional que describe Azahara Palomeque en este breve ensayo y construir lo antes posible nuevos relatos que propicien sociedades mejores para todos, también para los que se contentan con el bienestar en quiebra que nos han dejado. 



 

jueves, 27 de julio de 2023

EL LEGADO

Como te despistes un poco, al final siempre acabas leyendo lo mismo. Historias escritas por occidentales, la mayoría hombres blancos acomodados, publicadas por editoriales grandes que te cuentan variantes (eso sí, a veces excelentes) de la misma historia de siempre. Salirse de esa burbuja requiere cierto esfuerzo. Mirar más allá de los grandes escaparates y de la publicidad en los grandes medios y apostar por otras literaturas, otros autores, otras formas de ver el mundo. A veces, simplemente leer a autores y autoras por igual exige un esfuerzo consciente. Lo dicen los datos: en 2022, el 62% de los libros publicados en español los firmaron hombres. Si a eso añadimos que solo el 25% de la literatura se publica en editoriales independientes y que, por defecto (es decir, por pereza) todos tendemos a decantarnos por aquello que nos resulta familiar, la posibilidad de que sin pretenderlo acabemos leyendo una historia ambientada en Singapur escrita por una autora singapurense y publicada por una editorial independiente que solo publica literatura asiática se vuelve muy muy remota. 

Así que llegué a esta novela guiado. Guiado por nada menos que la propia editora de Amok, que tuvo la amabilidad de venir hasta la librería para presentarme su proyecto y que me sedujo con su pasión por traer a las mesas de novedades españolas historias que aquí apenas se encuentran. Y, como llevo años siendo consciente de que o hacemos un esfuerzo por salirnos de lo de siempre o el mundo se queda reducido a un gigantesco Corte Inglés de pensamiento único, me propuse darle un pequeño espacio a sus libros. Esta es mi primera experiencia Amok. Y no será la última. 

Estamos en Singapur, desde los años sesenta hasta finales de los noventa. Tres décadas largas que transformaron el país de una manera radical hasta volverlo apenas reconocible. En esa sociedad en pleno cambio, Amrit es una adolescente que se rebela contra las normas establecidas, especialmente contra aquellas "que solo se hacen explícitas una vez que ya las ha roto". Es rebelde y temeraria. Impulsiva, hipersensible y de humor cambiante (en esto me ha recordado a Cara o cruz, un cómic maravilloso sobre la ciclotimia). Condenada a la mala reputación por salir sola de noche, beber y mezclarse con desconocidos. Pero algo en su interior la empuja a salirse de los márgenes que su cultura y su familia han trazado para ella. Una familia tradicional que no cuenta con que pueda tener problemas que no han previamente imaginado para ella. Que no entiende nada de lo que le pasa porque no la ven a ella, solo ven la hija o la hermana que debería ser. 

"Ahí fuera. Tu madre está llorando. Está ahí sentada, llorando y preguntándose: ¿Por qué? ¿Por qué actúa así mi hija? Cuando tantas otras hijas son buenas, ¿por qué la mía tiene que avergonzarme? ¿Es que nunca encontraré descanso?"

"En mi época no había la necesidad de buscar la raíz de cada problema", dice el padre. Se lo dice a Narain, su hijo díscolo, femenino, frágil. Su hijo que, ya mayor, un día le confiesa que es homosexual, y el padre se le queda mirando como si no entendiera la palabra, como si esa palabra no encajara de ninguna manera con ninguna realidad comprensible. En su época bastaban las explicaciones sencillas e inapelables para cuestiones complejas. Qué fácil era vivir sabiendo que si no conseguías sacar siempre buenas notas era simplemente porque eras un vago. Que si engordabas, era porque no te cuidabas. Que si te costaba concentrarte, eras un poco tonto. Y si no encajabas en el modelo que tus padres habían construido para ti, terminarías siendo un fracaso y una vergüenza. 

El legado es la historia de dos personajes heridos por una sociedad que clasifica a las personas por su idoneidad para ser ciudadanos ejemplares. Dos personajes definidos por lo que no son, por lo que nunca podrán ser, en un Singapur donde el gobierno, con el objetivo de crear un estado social y económico avanzado y lo más perfecto posible, con el fin de "hacer avanzar al pueblo de Singapur a la misma velocidad con que van creciendo los rascacielos", pretende controlar y juzgar los aspectos más íntimos de sus ciudadanos y limitar todo aquello que se salga de la ortodoxia que se han marcado. 

Es una historia de amor y fragilidad. De homosexualidad y salud mental. Dos temas tabúes en el Singapur de finales del siglo XX. Y en tantísimas familias de nuestra España de 2023. 


Balli Kaur Jaswal








lunes, 24 de julio de 2023

BABEL

Buah, qué historión. He tenido que buscar en internet varias veces para asegurarme de que la autora de verdad lo escribió con tan solo veinticuatro años. ¡Veinticuatro años! ¡Que yo con veinticuatro años escribía poemas malos llenos de tachones sobre amores postadolescentes y encima estaba casi orgulloso! Qué barbaridad. Esta novela es una barbaridad. Y con cada búsqueda en internet para confirmar la edad de la prodigiosa Rebecca F. Kuang me he quitado un sombrero. Uno detrás de otro. Y seguiré haciéndolo cada vez que la recomiende. Que será muy a menudo. (Vaya trajín de sombreros). 

Este es un libro de fantasía histórica anticolonialista. Ya, yo tampoco tenía ni idea de que eso existía hace una semana. No sabía que un libro de fantasía pudiera estar ambientado en un Oxford real en la década de 1830, y que entrelazar historia y fantasía y manifiestos revolucionarios pudiera resultar en una historia tan fascinante. Lo he leído pensando a cada rato: qué cosa más increíble. Impresionante. Impresionante. Y seguía leyendo, entre ofuscado y maravillado por no encontrar más palabras para describirlo. 

"El robo, la matanza y la violación, a estas cosas las llaman imperio y, allí donde crean un desierto, lo llaman paz". Esta cita del Agricola de Tácito es una buena descripción de lo que han hecho los imperios a lo largo de la historia con los lugares que colonizan. Y de lo que se propuso hacer el imperio británico en concreto tras la pérdida de sus colonias norteamericanas a finales del siglo XVIII. Había que diversificar la economía. Y la India y China podían ser los perfectos súbditos semiesclavos que sustentaran el afán de riqueza inagotable de las élites gobernantes. Y sí, las citas latinas son habituales en esta novela. Y la erudición. (Más trajín de sombrero). 

Babel nos cuenta la visión de un joven chino políglota en un Londres victoriano cuyo poder está asegurado y protegido por sus reservas de plata mágica. La Ciudad de Plata, la llaman. Porque nada funcionaría realmente sin ella. Es la historia de un grupito de extranjeros elegidos por su don para los idiomas, condenados a vivir al margen, a ser la diana de todas las violencias, a pesar de su aparente privilegio. Es una historia del poder del lenguaje para cambiar la realidad. Porque la magia reside en las palabras, "más concretamente en esa parte del lenguaje que las palabras son incapaces de expresar. Eso se pierde cuando pasamos de un lenguaje a otro. La plata atrapa aquello que se pierde y lo manifiesta en el mundo real". 

He estado una semana de viaje por un Oxford real y mágico a la vez. Viviendo en una torre fabulosa en la que conviven todos los idiomas del mundo y que esconde un oscuro propósito. He acogido un amor profundo e inmediato, un dolor difuso y furioso, un ansia de justicia y rebeldía. He escuchado con admiración a unos chavales sin raíces afirmar que "la historia no es un tejido prefabricado que nos toca sufrir, un mundo cerrado sin salida. Podemos darle forma. Crearlo. Sólo tenemos que decidir hacerlo". 

Voy a recomendar mucho esta novela. Quitándome un sombrero tras otro ante su autora (¡veinticuatro años!) y ante una historia que me ha resonado dentro como si hubiera una barra de plata de por medio. Por la magia, por Oxford, por la lucha por un mundo mejor y porque la buena literatura siempre trae palabras nuevas de otro mundo para que pasen a pertenecer al tuyo. Y es que "en eso consiste la traducción. En eso consiste hablar, en escuchar al otro e intentar ver más allá de tus propios prejuicios para llegar a entender qué quiere decirte. Mostrarte al mundo y esperar que alguien te entienda". 




jueves, 20 de julio de 2023

UMBILICAL

Los clientes me recomiendan libros. Pasa muy a menudo. Algunos lo hacen para devolver el favor: tú me recomiendas a mí y yo te recomiendo a ti. Otros quizá por afán de instrucción: tú lo que tienes que hacer es leer esto si quieres estar al día de lo importante. Y otros, los menos, me recomiendan libros como un acto de amor. Con luz en los ojos, en el tono de voz con el que se cuentan secretos y se arman conspiraciones. Así me recomendó una mujer este libro de Andrés Neuman. Y fui inmediatamente a por él. A esa luz en los ojos yo nunca me resisto. 

Me imagino a Andrés Neuman escribiendo este libro, a ratitos, como quien mira por la ventana y echa a volar. Son capítulos muy cortos. Como pequeños poemas. Uno alza la mano, flexiona los dedos y ahí está, la pompa de agua. Brilla, gira. Y explota. Dura un segundo. Dos, tres. La belleza es eso. Un presente que se evapora. Y las palabras de este libro, una fotografía de lo que la belleza refleja en la sensibilidad del autor. 

Como quien mira por la ventana. De una casa, de un hospital. Pensando en la fragilidad del mundo. En cómo se tiende un diálogo con quien solo mira y manotea y se asombra. Pensando en cuál es la consistencia de ese diálogo, de ese puente. Cómo se cruza y adónde lleva. "No me atrevo a invocarte antes de tiempo, por si desapareces. ¿O la superstición trabaja en el sentido inverso, y nombrarte te confirma? Pendes de un hilo pero no eres frágil, porque aún desconoces tu fragilidad: eres más bien la nuestra. Voy naciendo al decirte". 

Uno alza la mano, flexiona los dedos y ahí está, la pompa de agua. La cabeza blanda de un niño que balbucea. Sonidos "con hambre semántica" que no dicen nada y aspiran a nombrarlo todo. Y ahí están los dos, probando vocales, "dos enamorados con todo su lenguaje por delante". 

Los clientes me recomiendan libros. Y cuando lo hacen con luz en los ojos, casi siempre aciertan. Vaya si acertaste, querida C. 



jueves, 13 de julio de 2023

GOZO

Cuando voy de viaje compro marcapáginas. Uno por viaje, dos como máximo. Algunos los pierdo y no me entero. Pero otros me acompañan siempre, cada año más ajados, en la mayoría de los libros que leo. Tengo poquísimos recuerdos físicos en casa. Pero sé que los objetos importan. Son testigos de mi memoria. Huellas de lo vivido cuyos contornos solo yo percibo. Y aunque todo se transforma y procuro saborear el presente sin aferrarme al pasado, cada día un pedacito de Manhattan, de Giverny o de Viena se cuela entre las páginas de los libros que leo. Y la memoria despierta y brilla de nuevo.

Sobre la memoria y el tiempo trata este libro de Azahara Alonso, que ha resonado profundamente en mi sensibilidad lectora. Me ha hecho pensar que, a veces, el objeto, el contenido de las cosas que hacemos y decimos es lo de menos. Y lo importante está en el gesto. En la intención. En cómo formulamos una frase, en el adjetivo preciso, en la sonrisa tímida con la que esbozamos una caricia. El gesto, la intención, es lo que después queda sellado para siempre en la memoria, mientras que el objeto queda relegado al olvido de las cosas útiles que creemos necesitar para vivir, y que no son más que andamios provisionales que desaparecen una vez queda alzado el palacio invisible de la emoción y su recuerdo.  

Gozo cuenta la estancia de su autora en la pequeña isla de Gozo, al lado de Malta. Está escrito en fragmentos breves, con la calma de quien se toma una copa o un té inglés muy despacio, alargando la tarde y prolongando el placer en cada largo intervalo entre sorbo y sorbo. Azahara Alonso estuvo largos meses en la isla sin propósito concreto, más allá de observar el paso del tiempo y tomarle las medidas con palabras, como un sastre a sus telas. Y el traje resultante es este libro, escrito con mimo, con cuidado, con la delicadeza y la perseverancia de los que encuentran tesoros constantemente allá donde la mayoría no vemos nada. 

El gozo es lo que ocurre entre dos interrupciones. La libertad del tiempo que no se dedica a otra cosa que al presente, desvinculado de un calendario y de un objetivo. Nada define mejor a las personas que lo que deciden hacer con su tiempo cuando este no está sujeto y definido por obligaciones. Este libro es un homenaje a la vida improductiva, no regida por horarios ni por utilidades, y a la felicidad y plenitud que puede provocar en una persona capaz de disfrutar de su propia compañía. Porque no tener nada que hacer te acerca peligrosamente a ti mismo. Es una forma de mirarse hacia dentro y de pactar con ese vacío para que del silencio de las horas sin objeto brote algo que les dé sentido. 





lunes, 10 de julio de 2023

MEMORIA DE LA MELANCOLÍA

Patricia y yo nos propusimos a principios de año leer durante todo este 2023 un libro al mes de alguna autora española de la primera mitad del siglo XX, la mayoría tan olvidadas. Para el mes de junio elegimos a María Teresa León, quizá la escritora más abiertamente política de su generación y su Memoria de la melancolía, una autobiografía poética que abarca toda su vida hasta los últimos años de su exilio en Roma. Escribe desde allí, desde esa orilla sin hogar que es casi siempre el exilio para los que tuvieron que marcharse de su país para no volver en décadas. En ese sentido me ha recordado a Geografías de Mario Benedetti, ese relato maravilloso sobre dos señores ya mayores que se sientan en los cafés parisinos a ver desfilar sus recuerdos de Montevideo "para de algún modo convencerse de que no se están quedando sin paisaje, sin gente, sin cielo, sin país". 

Como Benedetti, María Teresa León comparte el desarraigo y el cansancio. Dice: "Estoy cansada de no saber dónde morirme. Esa es la mayor tristeza del emigrado. ¿Qué tenemos nosotros que ver con los cementerios de los países donde vivimos? Habría que hacer tantas presentaciones de los otros muertos, que no acabaríamos nunca. Estoy cansada de hilarme hacia la muerte. Y sin embargo, ¿tenemos derecho a morir sin concluir la historia que empezamos?"

"Todo está distinto, dicen unos. Todo está igual, contestan otros. Me golpeo el pecho. Tengo una rabia en mi corazón que ya no se conmueve". A su casa de Roma llegan muchos españoles buscando la leyenda de sus nombres: María Teresa León y Rafael Alberti. Nombres que resuenan en la memoria del antifascismo, de aquella lucha que dio sentido a sus vidas y que a finales de los años sesenta en España parecía tan lejana, tan perdida. "¿Cómo preguntar a los que entran en mi casa y se sientan a mirarnos como piezas de museo?"

"Y la niña vuelve a pasar los dedos por las hojas que le han traído, deletreando, y en ninguna de ellas encuentra los relieves de la palabra patria". Esta Memoria de la melancolía parece estar escrita como en trance, sonámbula, sin orden aparente. Un fluir de conciencia, un grifo abierto de la memoria que borbotea sin parar y empapa los recuerdos de melancólica poesía. Hay un juego de narradoras que bascula entre la primera y la tercera persona. Es el reflejo de un corazón partido en dos. El yo del exilio frente al ella del pasado cuando todavía era una y no estas dos mitades desgajadas para siempre. 

"¿Tendremos que contar siempre con la muerte para solucionar los problemas de España? ¿Nunca con la justicia?". Efectivamente, solo la muerte nos libró de Franco y su dictadura y la justicia se hizo a un lado para que la transición incluyera un pacto de olvido en el que víctimas y verdugos empezaban una nueva historia de cero, como si nada hubiera pasado. Y María Teresa León, que había pasado cuarenta años soñando con ese regreso, volvió con la mente deshilachada por el Alzheimer, con los ramos de su memoria soltándose poco a poco y dejando el suelo perdido de flores, señalando el camino del olvido. 




jueves, 6 de julio de 2023

MI FEMINISMO ES GITANO. MONOGRÁFICO PIKARA

Desde La gitanilla, la novela de Cervantes, pasando por la Esmeralda de Víctor Hugo en Nuestra Señora de Notre-Dame, hasta la Carmen, de Merimée, popularizada por la ópera de Bizet, la literatura universal ha presentado a las mujeres gitanas cortadas por el mismo patrón: siempre han sido la seductora, la pícara, la traicionera y la ladrona, un arquetipo de mujer turbia y fatal que crea en el imaginario popular la idea de que las gitanas son mujeres radicalmente distintas a las demás, pertenecientes a un pueblo malvado, sucio y escandaloso, que aprovecha la oscuridad para trapichear y hasta para robar niños rubios de ojos azules, un pueblo inferior al que hay que mantener apartado de la sociedad y al que se le desprecie y se le teme. Y del miedo al odio, ya se sabe, siempre hay un paso muy pequeño. 

El estereotipo antigitano cumple una misión fundamental: justifica el sistema de opresión étnica que lleva sufriendo el pueblo gitano durante siglos. Con la invención y la leyenda se pretende dejar a los gitanos fuera de lo humano. En Estados Unidos, donde apenas hay gitanos, lo gipsy alude a menudo a algo más cercano a criaturas de los bosques, gnomos y hadas que a seres humanos. Incluso el gitanismo positivo y ensalzador de Lorca, ese que con su Romancero gitano defiende que "el gitano es el más elevado, el más profundo, el más aristocrático de mi país, y el que guarda el ascua, la sangre y el alfabeto de la verdad andaluza y universal", solo contribuye a seguir construyendo el mito del mundo gitano como algo legendario, poético, literario, espiritual, una comunidad extraordinaria fuera del mundo real de carne y hueso, radicalmente distinta a la experiencia cotidiana, a las amigas que salen de copas y se quejan de los problemas de siempre y son normales en su sencilla e integrada normalidad. 

Las creaciones estereotípicas no solo crean una ficción: impactan en la vida real de las mujeres gitanas y la destrozan. De esto tratan los textos de Silvia Agüero reunidos en este monográfico de Pikara magazine. De cómo la lactancia prolongada, el porteo, la educación en tribu o el parto no medicalizado se han vuelto a reivindicar en las dos últimas décadas como prácticas saludables que refuerzan la salud y el bienestar de las familias, con un claro sesgo antiguo como el mundo: si lo hacen mujeres blancas occidentales, nueva tendencia natural que hay que seguir; si es lo que llevan haciendo toda la vida las mujeres gitanas, costumbres bárbaras e incivilizadas que hay que erradicar. 

Estos textos llaman a luchar contra esa eterna mirada moralizante de superioridad paya que determina la vida de las personas gitanas desde las instituciones públicas y se retroalimenta en las comidas familiares, en los grupos de whatsapp, en las redes sociales y en las escuelas. El antigitanismo es el racismo blando, el que mejor se tolera. Hacer un chiste de gitanos es el recurso que les queda a los que ya no se atreven a hacerlo de negros o gays. Estos textos instan a que nos revisemos los prejuicios, que leamos las obras de Cervantes, Victor Hugo, Merimée y Lorca como lo que son: invenciones que han sustentado prejuicios muy profundos que señalan y marcan y hacen daño, invenciones preciosas que nunca deberían salir del mundo de la literatura, y mucho menos para justificar el maltrato. 





lunes, 3 de julio de 2023

MATAR AL ÁNGEL DEL HOGAR. LA TORRE INCLINADA

La igualdad de género ya existe. Eso dicen la mayoría de los hombres y casi la mitad de las mujeres en las encuestas. Es decir, los hombres ya participan en las tareas de casa, y si todavía las mujeres cargan con más trabajo doméstico y de cuidados que ellos es porque quieren, y no porque no puedan trabajar fuera o hacer otras cosas. Muchas mujeres se defienden. Dicen yo lo hago casi todo en casa por decisión mía. Y, además, mi marido me ayuda. Piensan que son libres. E iguales. La igualdad de género ya existe, afirman. Y tienen razón. Ya existe en la ley. Pero todavía no ha terminado de llegar a sus costumbres. Al espacio en sombra de la vida doméstica. De la vida más real que existe, la que vivimos todos los días, y en la que decidimos, todos los días, con los platos que preparamos, la lavadora que ponemos o la extraescolar a la que llevamos a los hijos, cómo de libres e iguales e independientes queremos ser. Y es en esa vida, la de todos los días, donde sobrevive con una resistencia asombrosa aquel "ángel del hogar" del siglo XIX que mitificó la esclavitud doméstica femenina, y donde la desigualdad sigue encadenando a millones de mujeres a una servidumbre impuesta y, lo que es peor, muchas veces autoimpuesta. 

Hace algo más de un siglo ya que Virginia Woolf decidió que, si quería ser libre, tenía que matar al ángel del hogar que vivía en ella y que había aprendido desde pequeña. No quería definirse por las tareas domésticas, los cuidados o las dependencias familiares. Quería tener una habitación propia, física y mental, en la que pudiera ser ella misma, sin ataduras ni obligaciones, y desde la que pensar el mundo y expresarse sin los estereotipos que condenaban el discurso de las mujeres a la prudencia y al recato. Su ángel del hogar, como el de tantas y tantas generaciones antes y después de ella, era el fantasma de una mujer simpática y encantadora, intensamente altruista, que se sacrificaba diariamente por los demás. "Si había pollo, tomaba el muslo; si había una corriente de aire, se sentaba en su trayectoria; en resumen, estaba hecha de tal modo que nunca tuvo una preocupación o un deseo propio". Y Virginia Woolf decidió matar a esta voz angelical en defensa propia, por pura supervivencia. Con ella dentro nunca habría podido pensar por sí misma, argumentar una idea, cuestionar una costumbre. Nunca habría podido ser escritora. Nunca habría podido hablar de sexo, de traumas, de feminismo o de locura, nunca habría podido decir su verdad sobre nada, porque el ángel del hogar no permite que la mujer que habita sea otra cosa que madre, esposa, hermana o sirvienta, no permite que la mujer se defina más que por la relación que establece con las personas por las que se sacrifica. Si no hubiera matado a su ángel del hogar, esa dama sonriente y exquisita que en la profundidad de la conciencia tiraniza y castra cualquier educación emocional, Woolf nunca habría podido liberar la mente del bozal de los prejuicios que el ángel del hogar necesita para fingir su encanto. 

La torre inclinada recoge una conferencia que Woolf dio en 1940, diez años después de las dos que reúne Matar al ángel del hogar. El tema central es la influencia de la clase social de los autores en los libros que escriben, y cómo una sociedad más igualitaria podría cambiar radicalmente la literatura que leemos. Lo que inclinó la torre de privilegios y aristocracia desde la que escribieron la inmensa mayoría de escritores hasta principios del siglo XX fue el estallido de la primera guerra mundial y la crisis económica y moral que provocó. Los escritores empezaron a escribir bajo la amenaza de un terremoto. Notaban que los cimientos de sus vidas se estaban moviendo, que su torre se estaba inclinando y había otras clases sociales llamando a sus puertas que nunca habían visto, otras formas de entender el mundo y el arte y la literatura que estaban clamando por derribar la torre y conquistar la literatura desde lugares a los que nunca parecía haber llegado. Esta nueva generación de escritores posterior a 1918 "no tenía nada firme que mirar, nada pacífico que recordar, nada cierto en su porvenir. Durante los años más impresionables de sus vidas, fueron aguijoneados en la conciencia: en la conciencia de sí mismos, en la conciencia de clase, en la conciencia de las cosas que cambian, de las cosas que caen. La mente interior estaba paralizada porque la mente superficial estaba siempre deslomándose". 

Mi generación ha vivido exactamente eso con la crisis de 2008. Hemos aprendido a vivir con incertidumbre. Asumiendo que lo sólido y perdurable iba a morir y que seguiría muriendo siempre, una y otra vez, y que ese estado de eterna provisionalidad y decadencia iba a convertirse en la norma. Y así seguimos: precarios y sin el envidiable abanico de certezas de generaciones pasadas. Pero también más libres. Más deseosos, necesitados de "pisotear las flores" y aplastar y arrancar mucha hierba vieja que nos asfixia, muchos ángeles del hogar que parecen venir del siglo XIX a dictarnos cómo vestir, cómo amar, cómo hablar y cuánta libertad e igualdad e independencia podemos permitirnos. Con Virginia Woolf, afirmamos que "la literatura no es propiedad privada de nadie, la literatura es terreno común". Sin torres, sin fincas exclusivas, sin cánones ni dictados. La literatura nos pertenece, igual que nuestras vidas. Y si no podemos proyectarlas al futuro con una razonable seguridad, al menos podemos reivindicar un presente radicalmente libre, siempre en lucha, en el que luchar contra cualquiera que pretenda volver a meternos en la jaula invisible de los prejuicios, contra cualquier ángel seductor que nos hable de represiones con voz meliflua. Contra un pasado de torres y desigualdad que no puede volver.