jueves, 28 de mayo de 2020

LA TRANSPARENCIA DEL TIEMPO

P. y yo teníamos previsto un viaje a Cuba en 2020, pero con este mundo patas arriba, quién sabe si podremos hacerlo. De momento, yo he decidido hacer una primera incursión en el país de la mano de Leonardo Padura, un escritor al que hacía ya tiempo que le tenía ganas. Y aunque viajar desde el sillón no es lo mismo que viajar de verdad, esta novela policiaca ha sido una estupenda puerta de entrada a La Habana, y gracias a ella he sentido el calor pegajoso en la piel, el sabor del aguacate con sal en la lengua, los ritmos caribeños en las calles y la pobreza sin horizontes en el corazón. 

Me ha llamado la atención la homofobia cubana, desde la época de la revolución hasta ahora mismo. En la novela, un personaje denuncia cómo en los años setenta muchos gays eran considerados casi como delincuentes, una lacra no sólo social sino también ideológica, y encarnaban una extraña especie de traición a la ética nacional. Hoy en día, aunque se haya suavizado esta fobia, parte de la discriminación sigue latente, quizá un poco como en el resto del mundo, España incluida. No es nada raro en escritores hombres ya mayores encontrar todavía cierta tendencia a enfocar la homosexualidad como una identidad global, y no sólo sexual y afectiva, de un individuo. Y aunque ya no la critiquen, el hecho de pensar que la identidad sexual es tan determinante como para describir por sí sola la totalidad de un personaje, en lugar de normalizarla, le deja intacto el estigma. La homosexualidad sigue siendo lo exótico, lo llamativo, lo extraño, aunque ya no se la persiga. 

Me ha gustado mucho adentrarme en La Habana de La transparencia del tiempo. Una ciudad cosmopolita, vibrante y refinada que convive con su doble decadente, marginal y degradada. Mario Conde, el investigador protagonista, se siente un poco un extranjero en su propia tierra, y a través de su mirada crítica y pesimista vemos un país en el que la lógica se rige por leyes desconocidas y que, si bien no querría volver a tiempos pasados, mira hacia atrás con altas dosis de nostalgia. También es el retrato de una generación alérgica a la tecnología, con una visión fatalista de la vida, "siempre al borde de la penuria económica y oteando en el horizonte un futuro cada vez más estrecho e incierto en el cual ya les resultaría imposible reciclarse". 

El tono es bronco y tierno, lúcido e irónico, socarrón e inteligente, lleno de matices sabrosos que consigue que con una palabra o una expresión uno esté inmediatamente ahí, en el barro, en la playa, en los callejones oscuros donde se tejen y destejen los misterios de esta novela. 

No sé si al final podremos cumplir nuestro propósito de viajar a Cuba este año. Lo que sí sé es que volveré a Padura para seguir saboreando La Habana y conociendo más este personaje dado a la filosofía y alérgico a la violencia, cuyo sueño incumplido es escribir, un poco como Salinger o Hemingway, historias "escuálidas y conmovedoras" que hagan de dique contra el paso del tiempo. 




lunes, 25 de mayo de 2020

JAN KARSKI. EL HOMBRE QUE DESCUBRIÓ EL HOLOCAUSTO

Cuando en 1939 la Alemania nazi ocupó Polonia, el gobierno polaco se exilió en Londres y encargó al joven Jan Kozielewski de informarle de lo que ocurría en Polonia y de hacer de enlace con la resistencia. Fue hecho prisionero por los rusos y enviado a un campo de trabajo en Ucrania. Más tarde fue también prisionero de los alemanes y torturado por espía. Escapó varias veces de una muerte segura, se infiltró en el gueto de Varsovia, se hizo pasar por vigilante de un campo de concentración y pudo ver con sus propios ojos el destino de los judíos polacos en los trenes de la muerte. En 1943 denunció los horrores del holocausto en Inglaterra y Estados Unidos, pero tanto Churchill como Roosevelt tenían otras preocupaciones más urgentes y quizá no se terminaron de creer la historia disparatada de este joven partisano polaco que había esquivado tantas veces la muerte y había estado en tantos lugares improbables en tres años. 

Este cómic cuenta brevemente la vida de Jan Kozielewski, alias Jan Karski, desde el momento en que es reclutado para el ejército polaco en los albores de la guerra, hasta que su testimonio es recibido con incredulidad y un dolorosísimo silencio en los países aliados. Poco tardarían los medios de comunicación de estos países en sacar en portada los horrores que denunciaba Karski: en la primavera de 1945, tras la liberación aliada de los campos de exterminio austriacos y alemanes, no se hablaba en el mundo de otra cosa que de la destrucción de los judíos europeos. 

Con un dibujo afilado y expresivo, trepidante y preciso como la historia que narra, Marco Rizzo y Lelio Bonaccorso resumen una vida que, trasladada a la ficción, rozaría los límites de la verosimilitud. La segunda guerra mundial provocó un terremoto en la vida de millones de personas. La vida de Jan Karski es un ejemplo de una extraordinaria capacidad de supervivencia y de lo que alguien es capaz de hacer para denunciar la injusticia ante el mundo entero. 

Para quien quiera ampliar la información sobre Jan Karski, recomiendo su libro Historia de un estado clandestino (Acantilado, 2011), escrito en 1944, en el que cuenta su experiencia en primera persona. 



jueves, 21 de mayo de 2020

UNO DE LOS NUESTROS

Claude Wheeler detesta la manera en que los hombres devotos aceptan dócilmente la corta lista de placeres permitidos. Él anhela estudiar, aprender lenguas remotas, viajar a ciudades a las que no pueda llegar su carromato. Presiente que el mundo de interminables praderas y cultivos de trigo no está hecho para él. Ese mundo fértil de esfuerzo sobrehumano es una prisión para su espíritu libre. Y los espíritus libres nacidos a finales del siglo XIX en Nebraska no lo tienen nada fácil. 

Su familia pertenece a un mundo en el que las ideas no tienen importancia. En el que no se cuestionan los juicios ni los rumores. Un mundo en el que los hombres llegan de trabajar cada noche agotados como caballos, demasiado cansados para pensar. Nadie nunca le ha enseñado que los sentimientos pueden tener un significado. Que los enfados, las humillaciones o el pudor son nudos en su cabeza que, con las palabras adecuadas, uno puede aprender a deshacer. Ha aprendido que para todo hay una forma correcta y otra incorrecta, y que la mejor manera de distinguirlas es mediante la costumbre y la religión. ¿Cómo algo puede estar mal hecho si siempre se ha hecho así y además es voluntad de Dios?

Un día conoce a una familia de emigrantes alemanes, los Erlich, que representa lo opuesto a su familia: son vitalistas, relajados, entusiastas y aman la cultura. Junto a ellos la vida le parece más interesante y atractiva que en ningún otro lugar. En las veladas asombrosas que pasa en su casa descubre que existen palabras para expresar asombro y entusiasmo, y que a través de ellas sus emociones profundas pueden emerger a la superficie y, lejos de provocarle vergüenza, hacerle inmensamente feliz. 

Con veinte años, Claude tiene la sensación de no haber empezado aún a vivir. De que la vida es eso que les ocurre a los demás. Quiere huir de la rutina de sus padres y vecinos, una rutina marcada por el recelo a que algo malo suceda en cualquier momento y que encumbra a la seguridad y la protección como los valores fundamentales que rigen la existencia. Con veinte años, Claude quiere huir. Y la entrada de Estados Unidos en la primera guerra mundial será una inesperada vía de escape. 

Uno de los nuestros puede parecer una novela sobre la guerra pero no es una novela bélica. Trata sobre personas prisioneras de unas normas rígidas que luchan por deshacerse de ellas para vivir en libertad. Trata sobre la cultura y las ideas, y cómo los pensamientos pueden convertirse en un refugio interior, un reducto inviolable en un mundo que desprecia la costumbre de cuestionarlo todo. 

Willa Cather

Por la descripción preciosista del paisaje, por la delicadeza en la expresión de las emociones, por esos personajes humildes que salen adelante tras vencer mil adversidades, por la cultura del esfuerzo y del logro individual en esa América profunda tan salvaje y bella y llena de posibilidades, Uno de los nuestros me ha recordado a otra novela prodigiosa ambientada y escrita en la misma época y lugar titulada Así de grande. Tanto Edna Ferber, su autora, como Willa Cather, tuvieron un talento especial para escribir novelas conmovedoras y universales inspiradas en un territorio casi inexplorado. Y nos enseñaron que algunas personas pueden reconciliarnos con el mundo y hacernos encajar, por fin, con la forma en que necesitamos vivir nuestra propia vida, libres del miedo a evadirnos de la cárcel de las costumbres. 



lunes, 18 de mayo de 2020

NO SOMOS REFUGIADOS

Refugiados. Llevamos muchos años desgastando esta palabra. Cada vez que un político se la tira a otro desde su bancada para tratar de conseguir rédito político la araña un poco más, le rompe una esquina, la adelgaza. En España en 2020, ¿qué significa? Poco a poco se ha ido convirtiendo en una etiqueta, como pobres, migrantes, extranjeros, una etiqueta que deshumaniza a las personas que designa, señalando su diferencia con nosotros. Nosotros (españoles, occidentales) somos sobre todo personas. Ellos (extranjeros, desplazados) son sobre todo refugiados. 

La verdad es que no los entendemos. Muy pocos occidentales sabemos qué significa perder el lugar al que llamamos casa y no poder recuperarlo. La mayoría de refugiados ni son nómadas ni se consideran refugiados. No saben lo que significa vivir en tránsito más que tú o que yo. Son sedentarios, como tú y como yo, que pierden su casa, su forma de vida y su modo de subsistencia y tienen que viajar a la fuerza, huir con sus raíces arrancadas en la mano, aprendiendo que quizá, aunque no quieran, tengan que encontrar otro lugar donde volver a plantarlas. La desaparición del hogar es lo que define al refugiado, no el cruce de una frontera ni mucho menos que su solicitud de asilo sea aceptada. Muchos no son refugiados porque no se identifican con una palabra que los estigmatiza. La mayoría no son refugiados porque los países occidentales ni siquiera les dan la oportunidad de serlo. 

La palabra "refugiados" esconde una realidad incuestionable: son personas. Cuando decimos que son personas no sólo las igualamos a nosotros en su condición humana sino que les devolvemos su identidad esencial frente a su identidad de refugiados, les quitamos esa etiqueta (esa careta) que todo lo ocupa y nos arriesgamos a convertirlos en espejos donde reconocernos. 

Otra forma de señalar su diferencia es describirlos como víctimas. Cuando insertamos la lente de la compasión en nuestra mirada solidaria, a menudo nos centrarnos en sus traumas y los alejamos de nosotros. Fomentar la pena es tan perjudicial como fomentar la desconfianza. Y descuida los aspectos esenciales de las vidas de las personas refugiadas, que son los que todos, tengamos o no un hogar al que volver, compartimos. Unos de esos aspectos, por ejemplo, es el tedio. Ser refugiado, la mayor parte del tiempo, es de un tedio insoportable. Las colas de los campamentos, la lentitud de la burocracia, el tiempo detenido de los confinamientos. Ojalá tras nuestra experiencia occidental con la cuarentena entendamos mejor que la desesperación y el trauma vienen tanto del sufrimiento como de la impotencia por no poder salir a la calle, trabajar y vivir libremente en sociedad. 

Salwah, protagonista de una de las historias de este libro, fue herida por un francotirador en Alepo y se quedó en silla de ruedas. Mayo de 2013. Fotografía de Anna Surinyach, incluida en el libro. 

Este libro de Agus Morales recorre cuatro continentes, desde El Tibet hasta El Salvador, y las historias de decenas de personas que han tenido que huir de sus casas por la violencia y cuyo mayor deseo casi siempre es que esa violencia cese para que puedan volver. El autor subraya este deseo, que muchas veces olvidamos los occidentales, con nuestra omnipresente superioridad moral: muchos refugiados no quieren ser asimilados, no quieren quedarse a vivir en la fría Europa o en los hostiles Estados Unidos, porque siguen soñando secretamente con volver a donde fueron felices, ese hogar de la infancia donde siguen sus raíces. La profunda crisis de solidaridad y hospitalidad en la que vivimos, intoxicada por la infamia de los que cada día relacionan a los refugiados con criminales, no ayuda a que estos quieran trasladar sus raíces a nuestras tierras. 

No somos refugiados me ha recordado mucho a El Hambre, de Martín Caparrós, por su forma de acercarse a los protagonistas de sus historias y su precisión al apoyar el dedo en las llagas precisas. Me ha ayudado a deshacerme de algunas ideas preconcebidas sobre las migraciones y a enfocar mejor mi mirada sobre los refugiados. Algunas de sus historias ofrecen respuestas a preguntas que ni siquiera sabía que existían. Pero la gran pregunta que siempre me he hecho sigue sonando insistentemente en mi cabeza, sin respuesta: ¿cómo podemos seguir cerrándoles la puerta a aquellos cuya última opción ha sido pedirnos ayuda? 




jueves, 14 de mayo de 2020

EL FATAL DESTINO DE ROMA

Toda la vida leyendo libros de historia, convencido de que casi todo lo que les pasa a las personas está provocado por decisiones humanas, y tiene que llegar este virus (y este ensayo) para darme cuenta de que no. Lo peor que le ha pasado a la especie humana son dos pandemias de peste que redujeron la población europea a la mitad (mediados del siglo VI) y a dos tercios (mediados del siglo XIV), y en las que difícilmente habría podido intervenir. Conclusión: los humanos nos hemos matado mucho (hasta el siglo XX), pero la naturaleza nos ha matado mucho más. Conclusión bis: los humanos conseguiremos prosperar y proliferar como dioses hasta niveles aterradores, pero sólo la naturaleza puede darnos tanto miedo como para hacer que la mitad de la población mundial se encierre en casa dos meses seguidos. 

El fatal destino de Roma cuenta el papel que tuvieron el cambio climático y las epidemias en la caída del Imperio Romano, es decir, en la mayor regresión de la historia de la humanidad. La ciudad de Roma pasó de más de medio millón de habitantes a finales del siglo IV a apenas veinte mil a mediados del siglo VI. Uno de cada dos europeos murió de peste en apenas veinte años. Las crónicas que hablan del fin del mundo no son cuentos excéntricos de unos fanáticos asustadizos: si hoy murieran treinta millones de europeos de una enfermedad incontrolable también nos volveríamos apocalípticos. Y si lo hiciera la mitad de la población europea, como ocurrió a mediados del siglo VI, sería literalmente el fin de nuestro mundo tal y como lo conocemos. 

No sólo las fuentes escritas, la arqueología, la economía, la religión o la sociología nos permiten reconstruir los procesos históricos. También la biología y la genética nos dan pistas determinantes. Podemos documentar los cambios climáticos analizando los glaciares, los fondos de los lagos o los anillos de los troncos de los árboles. También los huesos humanos, por su tamaño, forma y cicatrices, preservan un sutil registro de salud y enfermedades. La tecnología nos está permitiendo descubrir el impacto de la naturaleza en la historia, algo que quizá nuestro antropocentrismo, nuestro afán por ser siempre protagonistas de lo que nos ocurre, nos ha impedido hasta ahora reconocer. Nuestro planeta no es un telón de fondo estable e inerte para la historia. Al contrario. Como dice Kyle Harper, siempre ha sido "tan inestable como la cubierta de un barco en una borrasca violenta". A partir del siglo II, esa borrasca empezó a azotar el Imperio Romano. Primero de forma intermitente, con epidemias brutales aisladas en el tiempo. Y después, a partir del siglo V, con una brutalidad sostenida que desbarató la civilización tal y como se la conocía en todo el continente. 

El fatal destino de Roma es un ensayo apasionante (y, hay que reconocerlo, por momentos muy denso) sobre un aspecto quizá poco tratado y conocido del final del Imperio Romano. Pero plantea una cuestión que va mucho más allá de un periodo concreto de la historia, y que es lo que más me ha interesado de su lectura: "El auge y la caída de Roma nos recuerda que la historia de la civilización humana es, en su totalidad, un drama medioambiental". 

En esta época nuestra de crisis climática, agravada por el azote de una pandemia que nadie se esperaba, ¿empezaremos a estudiar el pasado y el presente sin olvidarnos de que la naturaleza puede convertirse en cualquier momento en un agente de cambio mucho más determinante que cualquier decisión humana?




lunes, 11 de mayo de 2020

SEIS DE CUERVOS y REINO DE LADRONES

Leí la primera parte de esta estupenda y taquicárdica bilogía de literatura fantástica en febrero y me estaba reservando la segunda para las vacaciones de semana santa cuando llegó el parón obligatorio y el confinamiento y decidí que un caramelito así era demasiado perfecto para una evasión de urgencia y que no podía esperar. Seis de cuervos y Reino de ladrones son las dos partes de una historia de un grupito de seis rufianes postadolescentes que siempre se guardan unos cuantos ases en la manga (a veces da la sensación de que se sacan barajas enteras vete tú a saber de dónde) para escapar de los embrollos más disparatados, y que acabas adoptándolos como esos amigos desquiciados y entrañables a los que siempre se les quiere a pesar de su locura. 

Nada más empezar a leer, todo parece una especie de Ocean's 11 pero con magia, un cruce extraño entre Harry Potter y Matrix. Lo sé, suena bien. O no, suena horrible. En fin, que no se puede explicar comparando, hay que leerlo. 

Lo que sí puedo decir es que mientras la acción sucede a toda velocidad sin darte tiempo ni para respirar, la perspectiva de cada personaje tiene complejidad afectiva y una profundidad psicológica y emocional que sorprende. Sus historias personales ahondan en las cargas del trauma. Los motivos por los que uno es capaz de arriesgarlo todo (a saber: el dinero, el amor, la venganza) siempre son universales. Y siempre los mismos. Pero en las manos de Leigh Bardugo adoptan nuevas formas espectaculares e inquietantes. 

Y como casi siempre ocurre en las mejores novelas fantásticas, los entresijos del argumento dejan espacio para su dosis de crítica social, por ejemplo a la esclavitud y a la explotación sexual y a los que se lucran con el trabajo precario de los demás, y también a los fanáticos borrachos de su propio poder que extienden sus redes clientelares eligiendo a chavales valientes y sencillos y alimentándolos  con odio, silenciando su conciencia con prejuicios y la promesa de una gloria vana que no está más que en su cabeza.

La embriaguez del riesgo. La excitación del peligro. Tratar de no morir es la mejor distracción posible para estos seis insensatos que se juegan el pellejo de mil formas para tratar de encontrar un equilibrio en sus vidas a la deriva. 




viernes, 8 de mayo de 2020

MADRE SOLTERA

Quedar embarazada por error es una forma de quedar embarazada. ¿Y qué es un error? Una cosa que no estaba en los planes, quiere decir que nadie se la había imaginado. Algo que se lamenta después de que sucede, o un deseo tan profundo que no se sabía, y el cuerpo se adelanta y lo realiza. 

Me resulta fácil elegir los libros de poesía. Tengo un método. Un método expeditivo y un poco cruel. Leo tres poemas, o tres fragmentos largos, y en un minuto dicto sentencia: me gusta o no me gusta. No hace falta que me gusten los tres poemas. Con que encuentre algo en ellos que resuene en mi interior me vale. Con este librito de la argentina Marina Yuszczuk me pasó algo raro. Me gustaron los tres poemas. Y el cuarto. Y el quinto. Y ahí me senté, agarré un marcapáginas y me preparé porque se avecinaba un acontecimiento. No me equivocaba. 

Es difícil cuidar a un bebé porque va contra toda costumbre y aceleración, contra las ganas de que todo el tiempo pase algo, o de tener algo que contar. El bebé aprende cosas que se cocinan en un tiempo muy lento, lentísimo mientras dura pero que en la totalidad de la vida es un relámpago. 

El pasado no existe. El tiempo tampoco. Pero cobra vida cada vez que uno lo recuerda. Cuántas veces fuimos a aquella playa. Cuántos veranos. Uno tiene la sensación de que de niño veranearon allí siempre, pero sólo hay fotos de un año. La madre dice que apenas se acuerda. Pero uno está seguro de haber ido una y otra vez. De que ese pasado que se escurre en la memoria compartida sucedió muchas veces. No puede ocupar tanto espacio algo que sólo sucedió una vez. ¿O sí? 

¿Dónde empieza un cuerpo, y dónde termina? ¿De quién es la teta en la boca de mi bebé? ¿Y de quién es ese hueco que siento, o que me siento cuando no está en mis brazos?

Marina Yuszczuk usa la poesía para reflexionar sobre la maternidad. Sobre el hueco físico que deja su hijo en su cuerpo cuando se separa de él. Esa ausencia, como la de un miembro fantasma. Para reflexionar sobre la realidad, sobre cómo se dispersa y se expande y se disgrega en múltiples posibilidades que siempre desembocan en la imaginación. ¿Cómo usar el lenguaje para contar lo innombrable? ¿Y cómo contarlo sin metáforas? Y también: ¿cómo recurrir a artificios lingüísticos para algo tan profundo, tan esencial? ¿Cómo recurrir a juguetitos del lenguaje que lo convierten todo en una representación estética, en una máscara bonita hecha para todos los gustos? 

Una se esfuerza por decir su verdad, por mantener cierta fidelidad a la experiencia, pero yo parto de la base de que todo lo que está pasando no se puede escribir. Y sin embargo quiero decir algo. Vivo en el mundo de la infancia de mi hijo, en un año sin lenguaje. "Poner el cuerpo" no alcanza para decir este estado, que es hacerme sólida cuando hace falta y después suave y después licuarme, sacar cosas nuevas del cuerpo que parece agotado, correr el límite, exprimir todavía un poco más. 

¿Dónde está el límite? La maternidad se vuelve una búsqueda de la frontera de lo que una es capaz de hacer, de lo que el cuerpo es capaz de entregar. Y la necesidad de ser el bálsamo para la herida, la calma para el grito, la paz para un cuerpo en permanente revuelta. 

Algo se rasgó para él
que lo expresa gritando
también, algo se rasgó para mí
pero yo, en cambio, no grito
mi función es mantener la paz
o ser la paz
ser una calma con los brazos abiertos
listos para recibirlo.

Yo no sé nada de lo que cuenta este libro. Me asomo a él como a un barco fantasma. A un mar cuyas olas bañan y muerden ferozmente la orilla de tantas personas pero que se retirará en cuanto mis pies traten de acercarse. Yo no sé nada de lo que cuenta este libro. Y esa ignorancia me resulta fascinante. Me adentro en sus poemas como un explorador en una selva virgen. Y me maravillo ante cada escena y asiento y sigo sin tener ni idea. Pero para eso está la escritura, ¿no? Para plasmar lo que uno no acaba de entender (ni acabará de entender nunca, probablemente) y dejar constancia del asombro que provoca.