jueves, 28 de octubre de 2021

LOS MUCHACHOS DE ZINC

De zinc eran los ataúdes en los que volvían los restos de los soldados soviéticos muertos en Afganistán. Ataúdes de zinc sellados, a veces rellenados con tierra ante la imposibilidad de recuperar los cuerpos. Ataúdes llegados de una guerra a la que la Unión Soviética no dejaba de enviar hombres, pero que no reconocía ni nombraba. Duró casi diez años, de 1979 hasta 1989. La URSS envió más de medio millón de soldados. Hubo más de medio millón de civiles afganos muertos. La versión oficial soviética fue que habían ido a llevar las bondades de la revolución comunista a sus hermanos del sur. En este libro, dando voz a los participantes soviéticos en la guerra, Aleksiévich se atrevió a cuestionar esa versión oficial. Y terminaron abriéndole un proceso judicial por manchar el honor nacional y la memoria de los héroes soviéticos. 

Y es que esa brumosa idea del honor y de la justicia es a menudo lo único que un soldado puede interponer entre el horror de la guerra y su cordura cuando regresa a la vida civil. Los soldados que volvían de Afganistán hablaban de la guerra como de un trabajo cualquiera en el que cobraban por matar. No veían a sus víctimas como seres humanos. Y si lo hacían, sencillamente les daba igual. No era su responsabilidad. Se limitaban a cumplir órdenes. Donde alguna vez latió la compasión y el horror ante la posibilidad de arrebatar una vida, ahora sólo quedaba un vacío. Un agujero. Pero se aferraban a la idea de una guerra justa y honorable y hasta heroica para dar sentido a todo aquello. Si la guerra no había servido para nada, como empezaron a decir algunas voces críticas tras el fin de la URSS, ¿qué sentido podrían darle a su sacrificio?

Este libro habla de cómo la experiencia de la guerra en los soldados y sus familias (sobre todo sus madres) les lleva al límite de sus fuerzas, de cómo tensa su capacidad de sufrimiento y la huella que deja en su salud mental esa lucha. Como en Voces de Chernóbil, los monólogos de algunas madres ponen los pelos de punta: "cuando lo supe, me empezó a dar miedo encontrarme con conocidos por la calle, me encerraba en el cuarto de baño esperando a que las paredes se me cayeran encima". 

El libro está escrito como un mosaico de voces anónimas (un soldado granadero, una enfermera, una madre) que hablan como en un monólogo interior. El objetivo de la autora, en sus palabras, es "capturar lo etéreo". "Por eso me gusta el lenguaje oral, no le debe nada a nadie, fluye libremente. Todo está suelto y respira a sus anchas, la sintaxis, la entonación, los matices, y así es como se reconstruye exactamente el sentimiento. Yo rastreo el sentimiento, no el suceso. Soy una historiadora de lo etéreo". "Eso es a lo que me dedico desesperadamente libro a libro: a disminuir la historia hasta que toma una dimensión humana". 

Con estas voces Aleksiévich puso el dedo en una llaga abierta: la de la responsabilidad de las autoridades en la guerra. ¿Quién pedirá perdón a todos los que estuvieron allí? ¿A todos los que volvieron destrozados y rotos? ¿A todos a los que obligaron a matar en nombre de una idea y se trastornaron cuando al volver dejaron de poder hacerlo? ¿A todos los que se acostumbraron a temer por su vida constantemente y al volver ya no pudieron dejar de ver amenazas en cada ruido y en cada esquina? 

Los soldados callan. Nunca hablan de la guerra con quien no ha estado allí. "Recordar es como meter la mano en el fuego". Pero cuando se deciden a hablar, muchos monólogos dan vueltas alrededor de la culpa y de la responsabilidad. No pueden vivir con lo que han hecho, pero aún menos pueden soportar que los que los enviaron allí se desentiendan de ellos y los castiguen si se reúnen y hablan sobre ello y reclaman sus derechos. "En la guerra nos instruían: "hay que amar a la Patria". Y la Patria nos recibió con los puños bien cerrados para dejarnos fuera de combate una y otra vez". 

Aleksiévich aboga por el "derecho humano a no matar. A no aprender a matar". La vida de las personas no debe verse desde la perspectiva del Estado, sino desde la perspectiva de quiénes son para sus madres, para sus parejas. Para sus hijos. En 1989, afirmar esto era revolucionario. Hoy, aunque las guerras ya nos vayan quedando cada vez más lejos, en muchos aspectos sigue siéndolo. 




lunes, 25 de octubre de 2021

UNA MUJER, UN VOTO

En esta historia hay hombres que dominan a sus mujeres a través del control de su dinero. Hay hombres que no aceptan que estas trabajen porque eso significaría que ellos no se bastan para mantener por sí solos a sus familias. Hay hombres que tienen el poder de conceder o negarles a sus mujeres el permiso para trabajar, para vender o comprar bienes o para sacar dinero del banco. Hay hombres que, respaldados por la ley, usan el dinero para someter a sus mujeres a su voluntad. 

En esta historia hay hombres que consideran que las mujeres no están preparadas para votar, porque no son capaces de pensar por sí mismas. ¿Para qué darles el voto si al final van a votar lo que les diga su marido o el cura en la iglesia? Hay hombres que defienden que las mujeres casadas no tienen que tener responsabilidad jurídica salvo para defenderse de una acusación en un juicio. Es decir, no pueden reclamar nada como víctimas, pero si son acusadas sí pueden defenderse independientemente de sus maridos, no vayan a cargar ellos con la culpa de sus mujeres. 

En esta historia hay hombres que no conciben que una mujer decente pueda tener relaciones sexuales con ellos y no querer casarse después. Hay hombres que piensan que es escandaloso que una mujer pretenda tener derecho a decidir sobre su maternidad en igualdad de condiciones. Hay hombres que no se cansan de acusar a las mujeres de ser volubles, histéricas, ignorantes e incapaces, desprecios con los que ocultan su necesidad de perpetuar sus privilegios sobre ellas y seguir tutelando sus vidas. 

Pero la persona más importante de esta historia no es un hombre, sino una mujer. Una mujer llamada Clara Campoamor, que participó en la comisión redactora de la constitución de la Segunda República y luchó por conseguir la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Gracias a ella, a su tesón y su capacidad de convencer a la mayoría de la Cámara, las mujeres españolas pudieron votar en dos elecciones, las de 1933 y las de 1936, antes de que llegara la dictadura de Franco y les arrebatara su legítimo derecho recién conquistado para condenarlas a cuarenta años de humillación y sometimiento. 

Las fuentes de este cómic son El voto femenino y yo, mi pecado mortal, de Clara Campoamor, y el Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la Segunda República. Recrea cómo se llegó a aprobar el voto femenino y entreteje la historia política con una historia individual de una mujer que desafía las convenciones de la época para criar a su hija sin depender de un marido. Con un dibujo sencillo que recuerda a una acuarela en blanco y negro, esta historia retrata una mentalidad machista que, gracias a la lucha de mujeres como Clara Campoamor, quedó desterrada de la mayoría de las leyes, pero cuyos ecos a menudo siguen rigiendo las relaciones privadas entre hombres y mujeres noventa años después. 



jueves, 21 de octubre de 2021

CHISPAS

"Mientras leas mi historia, te ruego que no te rías, que consideres que esto que me pasó es muy serio. Un secreto cósmico. 
-¿Cómico?
¿Cómo que cómico? Ya estamos en las mismas. El que tenga cera en las orejas que se las limpie. Cómico, no. ¡Cósmico!"

La historia de Chispas es una historia seria muy seria para doblarse de risa. Una historia tan seria que si la lees correctamente es posible que se te ponga un poco cara de mejillón peludo. Y que acudas a la Fuente del Habla cuando notes que te cuesta hablar cuando todo el mundo te escucha y necesitas que las palabras no se te pongan mustias en la boca. Una historia seria muy seria de un músico cósmico nada cómico que, cuando más serio se ponía, más hacía reír a la gente. Hasta que un día su vida dio un vuelco tan requetegrande que acabó viviendo en el fondo del mar. O en lo profundo de un bosque. Todo depende de lo que quiera imaginar la hermosa y enigmática Aux. 

Manuel Rivas ha escrito una historia muy loca. Muy seria, muy divertida, muy bonita y muy loca. Y en la librería la voy a recomendar sin dudarlo a cualquier niño o niña a partir de siete u ocho años que tenga chispas de risa en los ojos y sea capaz de tomarse seriamente en serio la cara más disparatada de la realidad. ¡Y que nunca nunca nunca piense que pueda ser sólo cómico un músico realmente cósmico!







lunes, 18 de octubre de 2021

VOLVER LA VISTA ATRÁS

Hay vidas anodinas que algunos escritores, a fuerza de trabajarlas y darles ritmo y profundidad con su talento, consiguen convertir en obras maestras apasionantes. Y luego hay vidas tan apasionantes de por sí que, para que se conviertan en obras maestras, los escritores tienen como que amansarlas y reducir todos sus relieves para que quepan en la estrechez de la literatura. La historia que contiene este libro es de las segundas. De las que se desbordan, de las que hablan y seducen por sí solas, y Juan Gabriel Vásquez ha tenido el talento y la sabiduría de acompañarla y guiarla en su novela para que nos llegue como si fuera la más exquisita ficción. Hacía mucho que no leía un novelón como este. Tan interesante y tan bien contado. Creo que en las próximas semanas no voy a dejar de recomendarlo. 

La historia comienza en la Barcelona bombardeada de la guerra civil. Pasa al exilio en Colombia, de la mano de la poesía y del teatro, aquellos "vientos del pueblo" por los que el padre del protagonista desea dejarse arrastrar. El compromiso político sacude el mapa y nos traslada a la China de Mao en los años sesenta, con el terremoto de la Revolución Cultural. Vuelve a la Colombia de las guerrillas comunistas en los setenta y luego abandona las turbulencias para centrarse en el cine. Hasta que a finales de siglo da otro giro brusco y se traslada al refugio de España para huir de amenazas de muerte en una Colombia bañada en sangre. Por último, la historia termina (si es que alguna historia termina de verdad) con los acuerdos de paz de Colombia en 2016, vividos desde la tranquilidad de una pacífica Barcelona, ciudad donde todo comenzó ochenta años antes. 

Este libro abarca toda la segunda mitad del siglo XX, un periodo que, tras las dos guerras mundiales parecía que iba a ser más pacífico, pero que en realidad fue un rosario de guerras y revoluciones en todo el mundo. Y en especial, en Latinoamérica, donde, como dice el narrador, "la historia era un lanzallamas, y seguía incendiando el continente como si el operario hubiera enloquecido y nadie hubiera tenido el coraje de detenerlo". 

Es una historia familiar, la del cineasta colombiano Sergio Cabrera, sus padres y su hermana. Es una historia de una utopía política que, tras convertirse en la razón de vivir de millones de personas, acabó enfangada en represión, totalitarismo y sangre. Y es una historia íntima, personal, un homenaje a un padre y a una época pasada, una historia sobre los caprichos de la memoria y la necesidad de compartir los recuerdos para mantener vivos los vínculos con las personas que queremos. 

"Los recuerdos eran invisibles, como la luz, y así como el humo hacía que la luz se viera, debía haber una forma de que fueran visibles los recuerdos, un humo que pudiera usarse para que los recuerdos salieran de su escondite, y así poder acomodarlos y fijarlos para siempre". 

Esta es la historia de un hombre que vivió varias vidas en una sola. Y que, al volver la vista atrás, "echa humo sobre sus recuerdos" para no perderlos. 



jueves, 14 de octubre de 2021

EL MÉTODO CATALANOTTI

Camilleri es casa. Lleva siéndolo toda la vida. Que yo recuerde, al menos. Ya era cuando metía sus primeras novelas de Montalbano en la mochila al irme de vacaciones, aquellas gloriosas vacaciones de dos meses que teníamos los estudiantes cuando no trabajábamos en verano. Recuerdo leerlas al sol, tirado sobre una toalla en un camping, y pensar: no quiero estar en otro sitio, no quiero hacer otra cosa, no quiero que esta sensación se acabe. Camilleri lleva siendo casa toda la vida. No sé si hay muchos escritores de los que pueda decir lo mismo.
Y es una casa que va cambiando. Como el inquilino, que soy yo. Ahora me fijo mucho más en la crítica social (¿o es que antes no la había?), en las diatribas de Montalbano contra los despidos masivos de las grandes empresas, la brutal represión policial de las protestas ciudadanas, la respuesta tan inhumana de nuestra querida Europa hacia los refugiados. Y disfruto como nunca el humor, que en esta novela está más presente que nunca (¿será que lo voy buscando más ahora?), y la ligereza de vivir que me transmite el tono de cada historia de Camilleri. 

En esta ocasión Montalbano está a dieta. Su querida Livia le ha cantado las cuarenta sobre su alimentación y el bueno de Salvo no deja de sentirse culpable por su proverbial glotonería. Adiós a la pasta 'ncasciata, los salmonetes fritos, los pulpitos, los cannoli y el alcohol. Pero un Montalbano a dieta no puede investigar nada con un mínimo de lucidez. Ni mantenerse sereno. Ni amar a gusto. Ni hacernos felices. 

La trama de esta novela, como siempre, es lo de menos. Tiene su femme fatale, sus platos exquisitos de Adelina, sus numeritos irresistibles de Catarella, y esa alegría de vivir tan llena de dudas y humanidad y ligereza que es la esencia de las historias de Salvo Montalbano. También tiene una traducción fantástica en la que no faltan giros como "no hubo tutía" o "salió de allí despepitada", y es una gozada poder leer con esa frescura y naturalidad que me recuerdan a las expresiones más bonitas de mi familia. 

Esta es su antepenúltima novela de Montalbano. Ya sólo quedan dos. Y me muero por leerlas y al mismo tiempo no quiero que se me terminen. No quiero llegar al final y saber que no va a haber ninguna nueva esperándome para meterse en mi maleta y detener el tiempo sobre cualquier toalla soleada. Y me temo que no me quedará más remedio que, llegado a la última página, volver a empezar desde el principio. Desde la primera novela. Y recordar aquellas vacaciones escolares de dos meses. Aquella toalla en aquel camping. Aquel tiempo detenido para siempre en una Sicilia mítica llena de luz y ligereza. 



lunes, 11 de octubre de 2021

VOLVER A DÓNDE

"Quería fijarme en lo específico de este tiempo nuevo, lo concreto, lo que se olvida porque nadie le da importancia, lo que no aparece en los libros de historia, lo que no puede recordar más que quien lo ha vivido". 

Los tres meses de confinamiento ("este tiempo nuevo") fueron una experiencia que compartimos la mayoría por igual. Uno podría pensar que nadie querría leer sobre lo que todos hemos vivido, que lo interesante de la literatura está en mostrarnos realidades que nunca llegaríamos a conocer fuera de ella. Sin embargo, Muñoz Molina consigue que lo experimentado por la mayoría cobre vida de una forma nueva, haciendo brotar de lo que hasta ahora nos había parecido irrelevante un pequeño y milagroso acontecimiento. Ese es el mérito de este libro, me parece. Convertir en diamantes esos trozos de existencia que siempre habíamos visto como carbón. 

Este libro está compuesto de pequeños capítulos que, como entradas de diario, van entrelazando reflexiones sobre el confinamiento con recuerdos familiares del autor. Lo he leído despacio, con cuaderno y bolígrafo siempre a mano para apuntar frases sueltas, fogonazos de clarividencia capaces de alumbrar las oscuridades más tenaces. Como Muñoz Molina, yo también sentí (y sigo sintiendo a menudo) "la necesidad de huir del ruido del mundo, y del otro ruido no menos confuso y dañino que hay tantas veces dentro de uno mismo". Como él, necesité parar para darme cuenta de muchas cosas y empezar a pensar de otra forma sobre mi entorno y sobre mí mismo. Y como él, contemplé con fascinación las ciudades deshabitadas y me lamenté de la ocasión perdida para convertirlas en lugares más habitables y saludables para todos. 

Mezcla de memoria familiar, meditación estética, reflexión filosófica y contemplación de la naturaleza, el ritmo pausado de cada capítulo me ha transmitido serenidad a la vez que me ha abierto los ojos a un mundo de repente cuajado de significados. En el autor parece que conviven dos mundos alejadísimos entre sí. El mundo familiar del campo, del cultivo trabajoso y las huertas que no dan suficiente para mantener a toda la familia. El mundo de la matanza, de los parientes que nunca han salido del pueblo excepto cuando fueron a Madrid o a Sevilla en su viaje de novios y se han pasado toda su vida partiéndose el espinazo, las manos ásperas y duras como corchos, sin conocer otras formas de vida, otra actividad que no fuera trabajar y trabajar. Y por otro lado, el mundo de la escuela, del latín y el griego y la literatura. De Madrid y la universidad. De Europa y Nueva York y del mundo entero a través de los libros que el autor, ya famoso, escribe y que aparentemente le alejan cada vez más de ese origen rural de un campo de Úbeda. 

En la memoria de Antonio Muñoz Molina conviven la huerta andaluza de sus padres con sus paseos en bicicleta por Riverside Park en Manhattan; las conversaciones con su tío Juan a la hora del aperitivo sobre esos tomates de "carne de doncella" que, con un chorreón de aceite y unos granos de sal gorda, son el manjar más exquisito que puedan imaginarse los dos, con las conversaciones con su amigo el doctor Bouza sobre los tejemanejes políticos que no hacen más que dificultar y precarizar la heroica labor de los sanitarios en los meses más duros de la pandemia. Dos mundos. Uno rural, otro cosmopolita; uno familiar y secreto, el otro público y mundano. Dos mundos que conviven en un mismo aliento en la voz de este libro tan cargado de memoria. 

Pensando en el título, se me ocurre que quizá aluda a que no hay lugar al que la memoria pueda volver. "Antes de la pandemia" es un tiempo que ya no existe. Los lugares de la infancia desaparecieron hace mucho. Un trauma, una huida, los desgajó de nosotros y ya sólo nos pertenecen cuando los reinventamos para convertirlos en relato. Y sin embargo, ahí está siempre el deseo de recuperar el tiempo pasado. De volver atrás para aprovecharlo mejor, quizá, para aliviarlo de sus cargas y sus errores. A pesar de todo. Pero la pregunta queda sin respuesta. Volver, sí. Pero a dónde. 




jueves, 7 de octubre de 2021

OBEDIENCIA A LA AUTORIDAD. EL EXPERIMENTO MILGRAM

He empezado la semana reseñando La servidumbre voluntaria, de Étienne de La Boétie, una reflexión escrita hace casi cinco siglos que nunca ha dejado de tener actualidad. Este libro me llevó directo al experimento que puso en práctica Stanley Milgram a principios de los años 60 en Estados Unidos para analizar hasta dónde podemos llegar en nuestra obediencia a la autoridad. Milgram convocó mediante anuncios en prensa a cientos de voluntarios para participar en un estudio psicológico que, tal y como se anunciaba, trataba sobre la memoria y el aprendizaje. El voluntario tenía que recitar una serie de palabras que otro voluntario aprendiz (en realidad, un actor) tenía que agrupar por significado. Si este fallaba, el experimentador le ordenaba al voluntario que le suministrara una pequeña descarga eléctrica al actor. En realidad las descargas eran simuladas, pero el actor fingía dolor para que el voluntario pensara que estaba provocando daño. Las descargas iban creciendo en intensidad a medida que se acumulaban los fallos y el objetivo del experimento consistía en ver hasta qué punto el voluntario estaría dispuesto a provocar cada vez más dolor en otra persona sólo porque la autoridad, en este caso el experimentador, se lo ordenaba. Y los resultados fueron aterradores. 

La mayoría obedecía. Obedecía aunque escuchara los gritos de dolor de su víctima. Obedecía porque consideraba que la responsabilidad no era suya, al fin y al cabo sólo estaba haciendo lo que le decían que hiciera. Estaba cumpliendo órdenes. En los mismos años que Milgram desarrolló este experimento de psicología social, Adolf Eichmann fue juzgado y condenado a muerte en Israel por haber contribuido desde su despacho a la muerte de cientos de miles de judíos durante la segunda guerra mundial. Hannah Arendt presenció el juicio y escribió un libro titulado Eichmann en Jerusalén en el que desarrollaba su idea de la banalidad del mal. Eichmann no era ningún monstruo. No estaba poseído por ninguna sociopatía ni era en definitiva esencialmente distinto a cualquier otro burócrata imbuido de una fuerte carga ideológica. Eichmann no se sentía responsable de sus actos porque, como no se cansaba de repetir, era un simple funcionario cumpliendo órdenes. 

A pesar de la evidente diferencia entre un experimento de una hora y la realidad de la Alemania nazi, Milgram defiende en este libro que su experimento ayuda a explicar la conducta de Eichmann no como un hecho aislado, sino como un patrón de conducta común a la mayoría de seres humanos de todas las épocas. A lo largo de la historia, la inmensa mayoría de crímenes se han cometido en nombre de la obediencia y no en nombre de la rebelión. Es decir, el hombre daña y mata mucho más y mejor cuando le dicen que lo haga que por instinto homicida. Y esto es así porque la obediencia anula la inhibición natural que todos tenemos ante la posibilidad de hacer daño a los demás. 

Curiosamente, explica Milgram, no se trata de que la obediencia a la autoridad anule en nosotros la conciencia moral, sino que la desplaza, desvinculándola de nuestra relación con la víctima. Ya no nos sentimos responsables del dolor que causamos, sino de cumplir bien con nuestro deber respecto de la autoridad. Ese es el foco de nuestra moral ahora, cumplir con las expectativas que la autoridad tiene de nosotros, ser dignos del pacto que hemos establecido con ella y no defraudarla. 

Stanley Milgram


La mayoría pensamos que seríamos incapaces de hacer daño a otra persona sólo porque nos lo dijera una autoridad. Sólo un sádico, alguien que estuviera mal de la cabeza, podría aceptar una orden así sin rebelarse, ¿verdad? Pero la realidad es que todos somos extremadamente propensos a la conformidad y a la obediencia del grupo, y Milgram explica de maravilla los mecanismos cotidianos que nos atan la voluntad y desvían nuestra conciencia moral. 

Y es que desobedecer es muy duro. La desobediencia nos enfrenta a la posibilidad de quedarnos aislados de los demás, de que la mayoría social nos repudie. Nos transmite la sensación de estar traicionando un pacto implícito con los demás, el miedo de vernos expuestos como diferentes, disruptivos, problemáticos, egoístas. En un mundo en el que obedecer es la norma, desobedecer nos aliena. Y, sin embargo, como demuestra Milgram, no hacerlo nunca acaba deshumanizándonos. 







lunes, 4 de octubre de 2021

LA SERVIDUMBRE VOLUNTARIA

"A nadie he conocido que en talento y luces naturales pudiera comparársele. [...] Si se me obligara a decir por qué yo quería a La Boétie, reconozco que no podría contestar más que respondiendo: porque era él, porque era yo. [...] Si comparo todo el resto de mi vida con los cuatro años que me fue dado disfrutar de la dulce compañía y del trato de este personaje, el otro tiempo de mi existencia no es más que humo, no es más que noche pesada y tenebrosa". 

Esto dejó escrito Michel de Montaigne de Étienne de La Boétie, con quien estableció una de las relaciones de amistad más intensas y célebres de la historia de la literatura. La Boétie murió en 1563 con apenas 33 años, en una época de expansión de los ideales renacentistas, pero también de fanatismo religioso, del auge del poder autoritario de las monarquías y de continuas guerras de religión. En ese contexto, escribió una reflexión sencilla y agudísima sobre una de las cuestiones filosóficas más universales que llevan conformando las sociedades humanas desde que se tiene constancia: la servidumbre voluntaria. ¿Cómo puede ser que no sólo obedezcamos a cualquier autoridad, sino que además lo hagamos "encantados y fascinados" y ataquemos sin piedad y condenemos al ostracismo a aquellos que ponen en duda la pertinencia de hacerlo? 

Uno solamente puede mandar sobre muchos si esos muchos lo aceptan. No hay forma de someter la voluntad de un grupo numeroso de personas sin su colaboración expresa, sin su obediencia voluntaria. Es aterrador pensar en el poder que han tenido a lo largo de la historia ciertos líderes para someter la voluntad de millones de personas. Pero más aterrador aún es analizar hasta qué punto ese poder ha dependido siempre de la complicidad de esos millones para servirlo de manera voluntaria, para preferir la obediencia antes que su libertad individual. 

La servidumbre voluntaria no solamente se da en grupos numerosos. No solamente es una cuestión filosófica y política. También es una cuestión psicológica. No sólo servimos voluntariamente con nuestro voto al político que nos roba, también servimos con nuestra fidelidad (o nuestro silencio) al marido que nos maltrata o al jefe que nos explota. Y lo hacemos, entre otras muchas razones, por miedo. Miedo a quedarnos solos. A no saber quiénes somos sin esa persona que decide por nosotros y nos manda. Miedo a enfrentarnos a nosotros mismos. Miedo a la libertad de no depender de nadie y tener que asumir la responsabilidad de nuestras propias acciones. 

Étienne de la Boétie ya lo dijo hace casi quinientos años de una forma tan sencilla que casi avergüenza: la libertad es una aspiración natural de cualquier animal y ser humano y nadie puede someter la libertad de otro, por muy buenas intenciones que tenga, sin causarle daño. Si miráramos un poquito lo que sucede en nuestras casas, en nuestros trabajos y en nuestras sociedades teniendo en cuenta la reflexión de La Boétie, si analizáramos hasta qué punto nos sometemos todos a distintas servidumbres voluntarias, quizá podríamos empezar a cambiar muchas de las cosas que nos atan al sufrimiento.