26 de abril, 1986. Un reactor de la central nuclear de Chernóbil explota y produce una de las mayores catástrofes medioambientales de la historia. En decenas de kilómetros a la redonda, la tierra queda contaminada, los animales enferman y mueren con extraños síntomas y los seres humanos no saben cómo reaccionar. Los gobiernos soviéticos de Ucrania y Bielorrusia eluden responsabilidades y en el Kremlin se establece un pacto de silencio. No ha pasado nada. Un incendio. Todo controlado. Sin embargo, a la gente del lugar los ojos le lagrimean y las gargantas le escuecen, la radiactividad arde en la ropa, en el agua, en las paredes y en la piel de los que no fueron advertidos del peligro. Algo pasa. Algo no está bien. En pocos días, los efectos de la radiación empiezan a cobrar forma: pérdida de sensibilidad en las extremidades, fiebre, piel supurante, ampollas, debilidad, pérdida del cabello, hemorragias espontáneas. Y ante el espanto de una enfermedad que no se ve ni se puede curar, una enfermedad que arde en el agua, en la tierra y en el aire, la gente no sabe qué hacer ni qué decir. Los gobiernos callan. La gente calla. Una calamidad innombrable, sobrecogedora, peor que cualquier guerra, ha venido para quedarse. Porque las guerras pasan, acaban. Y esto vive en nosotros.
Aparte de la radiación, la gente de los alrededores de Chernóbil puede morir de muchas cosas: de frío, de hambre, de una fiera salvaje escapada, de soledad. Y de los propios pensamientos. Los habitantes de la ciudad evacuada echan de menos sus camas, sus cocinas, las puertas en las que, a lo largo de los años, fueron marcando con lápices de colores el crecimiento de sus hijos. Aún no saben que jamás podrán volver, ya que la radiación tardará, no décadas ni siglos, sino muchos miles de años en desaparecer del aire y los objetos. Los campesinos, en cambio, sí intuyen ese exilio definitivo al que el reactor incendiado los ha enviado y entonan un llanto colectivo y estremecedor por su querida tierra, ya para siempre envenenada.
Chernóbil ha resucitado el olvidado léxico estalinista. Parece que hemos vuelto a 1937. Se vuelve a hablar de héroes, de salvación nacional, de gestas heroicas del imbatible pueblo ruso. Una catástrofe de este calibre necesita héroes. La gente quiere figuras ejemplarizantes. No interesa la verdad. Se reprimen las noticias. Se clasifican los informes. La medicina y la ciencia se someten al dictado de la política, que no puede permitirse un pueblo informado, porque entonces cundiría el pánico. Se castigan las preguntas y las protestas con penas de cárcel y se trata a la población como si fueran niños pequeños, dando instrucciones minuciosas y ridículas sobre cómo lavarse o medir la radiación. Y así, el socialismo soviético vuelve a sus orígenes, a aquella esencia que la Perestroika de Gorbachov estaba dejando en el olvido, a su funesta mezcla de prisión y jardín de infancia.
Svetlana Alexievich |
Los comisarios políticos arengan a los miles de voluntarios que se han presentado para combatir el desastre. Liquidadores, los llaman. Y a eso van, a liquidar al enemigo. Hay que vencer, les dicen. Resistir y vencer. Y poco a poco, en grupos, y en turnos de pocos minutos para exponerse lo menos posible a la radiación, se suben a los tejados, retiran el grafito ardiente, cavan túneles, sellan fisuras. Allí donde los robots creados para reparar la central se paran, se averían y mueren con las entrañas quemadas, los fieles soldados soviéticos se afanan, corriendo con sus trajes inútiles y sus guantes de goma, funcionando sin problema. Hasta que vuelven a sus casas, tras meses de exposición constante al aire ardiente, y enferman. Y la fiebre les consume, en la cama. Y sus hijos les preguntan: papá, ¿qué ha pasado allí? Una guerra, hijo. Una guerra. Y quizá sigan oyendo las voces de los comisarios políticos lanzándolos al ataque: hay que vencer; resistir y vencer. Y quizá se pregunten: vencer, sí, pero ¿a quién? ¿Al átomo? ¿A la física? ¿Al cosmos?
Rusia no tendrá rascacielos como Estados Unidos ni seguros sociales como Europa, pero tiene héroes. Los pobres, tristes héroes de Chernóbil. Todos enfermos, desconcertados, todos vencidos por un enemigo invisible al que no se puede vencer. Un enemigo que ha penetrado en sus huesos y al que han pasado a pertenecer. Yo ya no soy bielorruso, dicen. Ni ucraniano. ni ruso. Soy de Chernóbil. Chernóbil, el estigma de una nacionalidad envenenada. De una guerra interminable.
Svetlana Alexievich ha escrito un libro coral compuesto de las voces de la gente que sufrió directamente la catástrofe de Chernóbil. Voces, voces, voces. Atronadoras, gimientes, enfurecidas, sollozantes, serenas, enloquecidas. Voces que componen un mosaico inmenso, inabarcable en la diversidad de sus quejas, insoportable en la intensidad de su dolor.
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