jueves, 30 de julio de 2020

MARCH. UNA CRÓNICA DE LA LUCHA POR LOS DERECHOS CIVILES DE LOS AFROAMERICANOS

Hay palabras que llegan como una liberación. A un chico negro con ansia de libertad a finales de los años cincuenta, escuchar a Jim Lawson o a Martin Luther King podía cambiarle la vida para siempre. Palabras como resistencia, no violencia, paz, amor, derechos o igualdad, quemaban como un grito y se inflamaban en pancartas creando vínculos por todo el país. Uno ya no era la víctima aislada de una mirada de odio, de un empujón por la calle o de una amenaza. Cualquier agresión era una agresión a un hermano y a una hermana, a una comunidad cada día más fuerte y unida por un deseo común. El deseo que continúa alimentando una lucha que está lejos de acabar: mientras haya racismo habrá millones de personas luchando para erradicarlo.

Este cómic cuenta la historia de un chico negro con ansia de libertad que a finales de los años cincuenta quiso entrar en una universidad de blancos. Aunque pronto aprendió que antes tenía que conseguir entrar en las cafeterías de blancos. O parar en una gasolinera y no temer ser linchado por algún grupito de hombres blancos que no podían ver a un negro solo conduciendo un coche sin pensar que lo había robado. 

A través de la vida de John Lewis (1940-2020), uno de los principales activistas por los derechos civiles de los afroamericanos, este cómic es una crónica espléndida sobre aquellos que se levantaron contra la segregación en los estados del sur de Estados Unidos y pagaron su viaje con sangre, consiguiendo remover la conciencia nacional y despertar el corazón y la mente de toda una generación.

Por la defensa de John Lewis de la protesta pacífica, esta historia me ha recordado al ensayo de Mark Kurlansky No violencia, que describe las técnicas de este activismo político para acabar con la discriminación y que tanto éxito ha tenido en todo el mundo a lo largo del siglo XX. También, cómo, no, me han venido reminiscencias de las memorias de Maya Angelou, Yo sé por qué canta un pájaro enjaulado, y su admirable tenacidad para afrontar el racismo con valor e imaginación. 

John Lewis murió el 18 de julio de 2020. Su lucha es la de todos. Y aún continúa.

"They say that freedom is a constant struggle
They say that freedom is a constant struggle,
Oh Lord, we struggle so long, we must be free
we struggle so long, we must be free".




lunes, 27 de julio de 2020

LA CASA DEL PADRE

Lo más fácil es mirarlo todo de lejos. Desde la distancia prudente de la ventana del salón. Desde el pudor receloso de las señoras mayores que otean bien por la mirilla antes de descorrer las cuatro vueltas de la cerradura blindada para salir a la calle. Cuando te acercas al mundo real te quedas sin ventanas que te hagan de parapeto, te quedas sin mirilla y sin puertas blindadas, y te asustas y de repente todo tiene un borde afilado que hace daño y que no puedes esquivar.

Esta novela trata sobre esa cercanía perturbadora que nuestra educación tradicional basada en el pudor nos ha enseñado a evitar. Trata sobre un escritor bloqueado, "atrapado en un tempo antiguo", en un miedo paralizante que le recluye en su estudio y en el borrador de una novela en la que no acaba de creer. Espera algo. Algo que desconoce. Un mensaje en una botella. Algo que le acerque a sus personajes y a su vida cotidiana, que ya sólo es capaz de vivir de lejos, desde una distancia insalvable. 

Trata también sobre una mujer que retoma la escritura, tras veinte años de limitarse a corregirle las pruebas a su marido escritor. Y descubre que lleva un dolor dentro pugnando por aflorar, y que en las palabras escritas va a encontrar las pruebas de ese dolor, las evidencias de ese trauma que ella piensa que es un sueño. Un sueño compartido con millones de mujeres, un trauma hecho realidad cada día, cada hora. 

"¿Cómo escribir del sufrimiento sin dejar el corazón en cada palabra?"

La casa del padre es una novela seca, contundente, poética. Su rotundidad me ha hecho pensar en otras novelas de autores vascos que me dejaron una huella profunda, como Mejor la ausencia, de Edurne Portela, o Patria, de Fernando Aramburu. Karmele Jaio explora los rincones en sombra de las relaciones familiares, las grietas profundas en las relaciones de pareja por las que se cuela todo aquello que en su día no expresaron en voz alta y que ahora ya no se atreven a decirse, ni siquiera a sí mismos. Describe una familia con multitud de puertas cerradas. De bisagras duras y oxidadas que chirrían por falta de uso. De silencio. "Un silencio largo, un silencio tan fino que se ha colado por las rendijas de las puertas, por las ventanas entreabiertas, por los agujeros del fregadero, hasta inundar la casa como un gas lacrimógeno. Un silencio afilado, peligrosamente doméstico". 

"Nadie te enseñó cuándo hay que dar un abrazo, cómo hay que darlo, o qué tienes que hacer con el cuerpo cuando te abrazan".

Karmele Jaio
Cómo no reconocer en esta novela a mujeres que conocemos. Mujeres que se pasan la vida haciendo cosas. Nunca quietas, nunca ociosas, siempre preparando, limpiando, colocando. Siempre haciendo, nunca simplemente estando. Y cuando ya está todo hecho, todo limpio, todo guardado, entonces se ponen a pensar en lo que habrá que hacer, limpiar y guardar mañana, controlando el tiempo como si este pudiera ceder ante su mirada imperiosa para tener la vida atada y bien atada. Sin descansar nunca del todo, sin dejarse llevar nunca, sin estar nunca entregadas al ocio y a lo imprevisto. 

Y cómo no reconocer también en ella a hombres que nos rodean. Hombres para los que la vida consiste en hacer, trabajar, producir. Para los que las cosas pasan y ya está. Hombres que no tratan de buscar explicaciones a lo que sienten y que no sospechan que los sucesos puedan estar cosidos por las emociones, por los sentimientos. Hombres que no se preocupan por encontrar una forma satisfactoria de contarse a sí mismos porque las historias son palabrería sin sentido, ruido de hojarasca, cosas de mujeres. 

La casa del padre es una novela impresionante. Es capaz de tocar muchas fibras sensibles en cualquier lector que se deje empapar por su historia. Sus frases son como linternas que alumbran una cueva oscura, muy oscura. Una cueva en la que todos hemos estado, que visitamos de vez en cuando, en la que algunos, quizá muchos, quizá sin saberlo, vivan permanentemente.



jueves, 23 de julio de 2020

EL ENCUENTRO

En 1605 Inglaterra y España firmaron un acuerdo de paz en Valladolid, sede de la corte. En la delegación inglesa aparecía un nombre, William Shakespeare, aunque no sabemos a ciencia cierta si al final llegó a viajar. Lo que sí sabemos es que Cervantes se encontraba en Valladolid en aquella ocasión, así que, de haber acudido el maestro inglés, la posibilidad del encuentro pasa de conjetura calenturienta de filólogo a un hecho histórico más que posible. Quizá nunca lo sepamos. Y quizá tampoco importe, mientras tengamos recreaciones tan estupendas como esta de Jesús Ruiz Mantilla para hacer volar nuestra imaginación y soñar con lo que podrían haberse dicho en ese encuentro dos de los mayores genios de la literatura universal. 

Shakespeare y Cervantes. William y Miguel. ¿Os lo imagináis? ¿De qué hablarían?

Pues de teatro, por supuesto. De la gloria del inglés y de la pasión frustrada del español. De sus eternos rivales, de Marlowe y Lope, de cómo la admiración se nutre de la envidia y de cómo uno debe aprender también de los que siempre le harán sombra. De los comediantes y su público, también, de atreverse a romper la simpleza del vulgo y confiar en que este sepa acompañarles en los vuelos de sus plumas. De qué y para qué escribir, de la Iglesia y su hipocresía, de Erasmo y Montaigne, Aristóteles y Ovidio. 

También de Juan de Austria como inspiración de héroe shakespeariano, de las pacientes mujeres que esperan a los dos escritores en sus casas lejanas, de la crudeza necesaria para captar al público y del conocimiento que es preciso saber meter en su dura mollera. De qué es mejor, si la novela o el teatro, para expresar las más hondas emociones del ser humano. ¿Qué es juicio y qué es delirio? ¿Acaso no estamos todos locos aparentando cordura para vivir en sociedad? ¿Acaso el teatro -y la novela- no sirven para desatarnos los nudos de esa cordura y mirarnos en un espejo más honesto?

Quizá no estuvieran de acuerdo en muchas cosas. Pero no cuesta encontrar muchas otras en las que es probable que coincidieran. En la importancia del humor y de las paradojas de las que estamos hechos. Y lo fundamental que resulta resaltar las dudas (sí, que tanto en Inglaterra como en España, para certezas ya van los dos servidos de cadalsos e inquisidores). En que la literatura viaja igual de bien en verso que en prosa y puede alcanzar las mismas alturas ya sea en un escenario o en la tinta imperecedera de los libros. 

La serie El Ministerio del Tiempo ya prendió hace tres años, en uno de sus mejores capítulos, la mecha de la posibilidad de este encuentro. Y es que tan sólo de imaginarlo se me alborota el entusiasmo. Shakespeare y Cervantes bajo el mismo techo, compartiendo cordero y vino tinto y hablando de lo divino y de lo humano, de Hamlet y de Quijote, de pérdidas y logros, en idiomas distintos y con sensibilidades dispares, pero quizá sin darse cuenta dándole vueltas al mismo molino, amando a dos musas que comparten el mismo nombre. 




lunes, 20 de julio de 2020

LAS VENCEDORAS

Solène es una abogada de éxito en el París actual que conoce la palabra precariedad como todo el mundo, por los medios de comunicación, pero que nunca se ha aproximado a su realidad. Blanche es una dirigente del Ejército de Salvación que, en 1925 y tras una vida entera dedicada a ayudar a los pobres, decide comprar un inmenso edificio en el centro de París para que sirva de refugio a mujeres excluidas de las sociedad. Este edificio pasará a llamarse el Palacio de la Mujer, y acogerá ininterrumpidamente hasta hoy en día a miles de mujeres que han sufrido alguna forma de precariedad. Allí, en sus pasillos interminables, en sus más de seiscientas habitaciones, confluyen las vidas de estas dos mujeres que, a pesar de sus diferencias, comparten un deseo común: tender una mano a las mujeres que lo necesiten.

La pobreza asusta. Separa a la sociedad en dos trincheras: los que tienen para comer y los que no. ¿Cómo mirar a los ojos a una mujer sin hogar cuando te vibra el iphone de última generación en el bolsillo? ¿Cómo entender la violencia que ha sufrido si tú formas parte de la indiferencia social que las condena? 

Como ya hizo en su anterior novela, La trenza, Laetita Colombani enlaza dos historias de dos mujeres a las que une una sensibilidad y un propósito común. Ambas perciben la suerte (y la condena) de sentirse una caja de resonancia del sufrimiento ajeno. Y la incomodidad del confort. Del dinero que les permite no pasar frío ni hambre ni tener miedo. A veces lo único que pueden decir es "estoy contigo, te acompaño", tender la mano, no irse, no mirar para otro lado, no dar lecciones ni consejos, sólo acompañar, estar ahí. Parece poco. Pero quién lo hace.

En este sentido, Las vencedoras me ha recordado a Estoy contigo, de Melania G. Mazzucco: a veces ayudar consiste en bajarse del pedestal de la compasión caritativa y simplemente estar ahí, escuchar, poner el hombro y tender la mano, para lo que haga falta. 

Me ha gustado especialmente la descripción de ese enorme edificio parisino que no conocía, el Palacio de la Mujer. Una fortaleza, un palacio laberinto, una ciudad dentro de París, un microcosmos. Pasillos interminables con cientos de habitaciones, patios interiores con luz natural, inmensas salas de recepción adonde llegan mujeres que han sufrido todo tipo de violencias. Mujeres que han perdido la cuenta de cuántas veces han sido violadas. Y también mujeres que llevan la cuenta (veintiséis veces, cincuentayocho veces) porque recordar es resistir. Mujeres que tratan de recuperar los trozos rotos de su dignidad y de su amor propio entre los muros de este palacio que es un hogar y un escudo y una posibilidad de un futuro mejor.




viernes, 17 de julio de 2020

LA RUTA DEL CONOCIMIENTO

Me encantan los libros que se enlazan entre sí. En este ensayo, cuando leía sobre la influencia del cristianismo en la destrucción de la cultura clásica, escuchaba ecos de La edad de la penumbra, de Catherine Nixey; cuando me asombraba de la despoblación brutal de las ciudades y el caos de la Antigüedad tardía, me acordaba de El fatal destino de Roma, de Kyle Harper, con su incidencia en las epidemias y en la naturaleza como agente de cambio de la historia. Y cuando seguía la pista de los libros que, de copia en copia y de ciudad en ciudad fueron manteniendo la llama del conocimiento a lo largo de la Edad Media, no podía dejar de pensar en El infinito en un junco, de Irene Vallejo, y en sus descripciones apasionadas sobre cómo los libros, a lo largo de la historia, nos han hecho ser quienes somos. Todos estos libros se nutren y se complementan, y van formando poco a poco en mi cabeza un bosque de lecturas sobre el fin del imperio romano gracias al cual me voy haciendo una idea de la historia de la que viene nuestra cultura. La ruta del conocimiento trata de todo esto, y especialmente de qué afortunada manera y a través de qué peligrosos caminos nos han llegado hasta nuestros días las ideas científicas principales de la cultura clásica. 

Tras la caída del imperio romano, "el mundo de la erudición se trasladó gradualmente desde la esfera pública y secular a los silenciosos claustros de los monasterios". La vida política, social y religiosa cambió por completo. El mundo sufrió una transformación radical. Un romano del año 390 apenas habría reconocido no sólo su ciudad, sino toda su forma de vida, en 550. Probablemente se produjeran más cambios en esos ciento cincuenta años que en los quinientos anteriores o en los quinientos posteriores.

Debido al caos político, a la inseguridad y a las epidemias, las ciudades se despoblaron, perdiendo hasta un 90% de su población en apenas un siglo. El comercio se derrumbó debido a que dejó de haber una fuerza armada que mantuviera la seguridad de las comunicaciones. La geografía europea se disgregó y se parceló en pequeñas áreas de poder que enseguida empezaron a guerrear entre sí.

Las ideas del mundo clásico nos han llegado por muchas vías, cristianas y musulmanas, que se complementan y enriquecen. Y fue en las ciudades mixtas y fronterizas (Córdoba, Palermo, Toledo) donde a menudo se produjo el florecimiento cultural necesario para que las ideas de los más grandes científicos de la antigüedad fueran preservadas y desarrolladas.

La guerra del cristianismo contra la cultura clásica y sus centros de saber provocó la desaparición de toda una sabiduría, de cuyas cenizas se pudieron rescatar pequeños restos, que, copiados y traducidos una y otra vez a lo largo de los siglos nos han permitido conocer el mundo antiguo. Se hizo de noche para toda una cultura, y gracias a unos pocos valientes llevando de un lado para otro antorchas solitarias, nos ha llegado un reflejo de su luz hasta nuestros días.

La ruta del conocimiento es un viaje fascinante de miles de kilómetros por siete ciudades a lo largo de mil años, que sigue la pista de las ideas que han definido nuestra cultura occidental y explica cómo sobrevivieron al fanatismo religioso, la inclemencia del clima y el paso del tiempo. 




miércoles, 15 de julio de 2020

LA GEOMETRÍA DEL TRIGO

"Beatriz.- ¿Por qué no me lo dijiste?
Antonio.- ¿Cómo iba a decírtelo? ¿Con qué palabras?"

En estas tres frases está condensada buena parte de esta obra de teatro. Y de la vida, en general. 

Nombrar el dolor sirve para mitigarlo, o al menos, para volverlo visible. Palpable. De repente esa nebulosa que nos hacía la vida imposible se vuelve corpórea, y decimos ahí estás, te pillé, ahora me perteneces, aunque no tenga ni idea de qué hacer contigo. La mayoría nos pasamos la vida buscando nombrar el dolor, ponerle coto mediante palabras. Es un esfuerzo que dura toda la vida, un aprendizaje constante que nos permite abrirnos paso por la jungla de la felicidad y, si tenemos suerte, encontrar en ella un claro donde sepamos vivir. 

Nombrar el dolor sirve para volverlo visible, pero a veces no acertamos a encontrar las palabras. A veces ni siquiera sabemos si hay palabras para nosotros, para nuestro dolor. En esta obra, Antonio no sabe qué palabras usar, no sabe si existen palabras para su dolor, palabras que él sepa pronunciar y que Beatriz, su mujer, pueda entender. No sabe quién es. Quién quiere ser. Y en el silencio que sigue a esa aceptación de su ignorancia irrumpen años de distancia, de hojas, de barro y de polvo. 

Alberto Conejero siempre parece encontrar las palabras adecuadas. Ya sea para retratar a aquel amante de Lorca, probable destinatario de sus últimos sonetos de amor en La piedra oscura, o para sacar a la luz la vida eclipsada de Josefina Manresa, la viuda de Miguel Hernández, en su estremecedor monólogo Los días de la nieve. Alberto siempre sabe encontrar las palabras que les faltan a sus personajes para comprenderlos, para traerlos a la luz y retratarlos con una piedad y una ternura que me conmueven y descolocan. 

"La gente muere y sólo queda su nombre. El amor muere y sólo queda su nombre. Por eso yo no hago más que repetir palabras, palabras como otros abrazan reliquias. Desde este lugar, desde esta luz que nunca se termina porque no puede terminarse". 

Palabras para cuidar de los vínculos que nos hacen felices. Para protegerlos del paso del tiempo. Unas palabras oscuras, dichas en voz baja, pero tenaz. Una llama que vibra frágil en la oscuridad. 




lunes, 13 de julio de 2020

AMIGAS

"Érase una vez un árbol que daba manzanas y amigas para siempre".

Las cuatro amigas de este cuento se ven muy parecidas, aunque cada una tiene el pelo diferente. Una es rubia leona, otra morena como la noche, otra tiene el pelo rizado y otra lo tiene liso como la lluvia. Las cuatro amigas de este cuento crecen junto a este árbol, que les da manzanas y juegos y cobija todas sus historias. Sus secretos, sueños y preocupaciones se enredan entre sus ramas como los mejores abrazos, y sus vidas toman caminos muy distintos que, sin embargo, siempre eligen trenzarse bajo la sombra protectora del árbol de su amistad.

Un cuento para peques a partir de tres o cuatro años sobre el valor de la amistad y los árboles que protegen los mejores vínculos. 

jueves, 9 de julio de 2020

TODO ESTO EXISTE

Ucrania, años ochenta. Un director de escuela recién separado. Una adolescente que huye de un maltrato. Una decisión imposible que, sin embargo, se toma como si fuera la única posible. Y un accidente nuclear que precipita un mundo hacia el infierno. 

La prosa de Íñigo Redondo sacude e hipnotiza. Se detiene en las formas cambiantes del vaho exhalado en la gelidez de una mañana de invierno; en cómo un hombre y una mujer se alejan de la escuela, él gesticulando con violencia, ella bajando la cabeza; en la mirada del hombre que los observa desde la calidez del aula, bebe un sorbo de café frío y empieza a atar cabos. 

Hay una poesía íntima y cincelada en cada página. Una fuerza profunda y dolorosa que se convierte en un torrente descontrolado que arrolla la historia y al lector. Hay silencios tensos como finas capas de hielo que cubrieran un dolor abismal e indecible. Hay frío, mucho frío, y una delicadeza prudente, y palabras como hogares llameando en la oscuridad: fuera de ellos sólo habita lo desconocido, lo que no tiene forma ni se puede ver, el aliento de una sombra que asusta y amenaza. 

¿Cómo de inabarcable puede llegar a ser la culpa que el mero hecho de seguir viviendo se convierta en una afrenta inadmisible, en una desfachatez?

El primer capítulo de esta novela noquea, y a partir de ahí es una cuesta abajo sin frenos portentosa y escalofriante. Aunque el argumento es diáfano, es imposible contar de qué va. Y no tendría ningún sentido, pues la prosa de Íñigo Redondo trasciende la acción para detenerse en lo que queda más allá de lo visible, fuera del alcance de la luz y de la inteligencia y de la imaginación. Y que sin embargo es tan real como la realidad iluminada. 

Aunque esté más allá del punto de fuga, más allá de la luz y del dolor, lo que habita en esta historia existe. Y se queda temblando en la memoria, como los traumas que enseñan a vivir y que guardamos siempre a una distancia prudencial. Gracias a Íñigo Redondo, todo esto existe. Aunque quizá uno desearía que no existiera. 




lunes, 6 de julio de 2020

EN EL PAÍS DE BIDASOA

Qué gustito debe de darle a los escritores que leamos sus libros varios años después de su publicación, cuando ya empiezan a desaparecer de las librerías y las editoriales asumen su olvido publicitario. Y que escribamos reseñas elogiosas cuando ya nadie las escribe, y los recomendemos y vivan de nuevo nuevas vidas subidos en nuestro entusiasmo cuando ya ni ellos esperaban nada más que una lenta agonía en bibliotecas.
Sólo por provocar ese gustito (y también para rebelarme contra el ritmo enloquecedor de producción literaria), a veces me espero meses para leer los libros que más me apetecen. Libros como este de Sergio del Molino sobre Baroja. 

"Mi idea de lo civilizado lleva chaqueta y paraguas, una dignidad como de lector de periódicos, algo pasado de moda y un poco inglés". 
Y ya está. Una frase. Una frase le basta a Sergio del Molino para meterme bajo su paraguas civilizado y tenerme todo oídos (todo ojos) ante su historia. Su prosa es un espejo en el que me reconozco siempre y del que nunca dejo de aprender. Y da igual de lo que trate. Este libro, por ejemplo, es sobre Baroja. Ya en el prólogo Sergio nos advierte que presupone cierto interés del lector por el mundo barojiano y que por ello no se va a poner a explicar ese mundo, sino su relación personal e íntima con él. Y yo, que lo único que me une a Baroja es una lectura despistada y obligada de La busca de hace más de veinte años, he devorado estas setenta páginas con pasión de incondicional. Y confieso: si el libro hubiera estado dedicado a, qué sé yo, la tortilla de Betanzos en vez de al bueno de Don Pío, creo que me habría gustado igual. 

El país de Bidasoa, esa zona situada entre Navarra, Euskadi y el País Vasco Francés, es un refugio al que P. y yo acudimos casi todos los años. Y lo mejor es que lo hacemos casi sin proponérnoslo. De una o de otra forma, siempre acabamos internándonos en los bosques navarros, cruzando esa frontera difusa que nunca ha separado del todo una misma forma de construir casas, de madurar quesos y de recibir a los forasteros con una alegría ligeramente desconfiada. Y me ha encantado descubrir ese refugio personal nuestro en este libro sobre Baroja, igual que ya lo hice en las fantásticas crónicas ciclistas pirenaicas del gran Ander Izagirre. 

En las páginas de este libro he cruzado a Francia por el paso de Ibardin, junto a tantos personajes de Baroja, y he descubierto esa frontera invisible que la primera guerra mundial definió: al norte quedaban los chapelaundis "que se hicieron franceses entregando a sus hijos en el barro de las Ardenas"; al sur, los chapelaundis primos de aquellos, que de pronto suspiraron de alivio y de extrañeza, al notar cómo la paz española les salvaba la vida a la vez que los alejaba de su comunidad natural. 

Baroja percibió una pureza en ese país de Bidasoa y la trasladó al papel con inocencia y encanto. Ese paisaje, filtrado por la mirada de Baroja, llega a Sergio, que a su vez lo filtra con sus recuerdos de adolescencia vasco-francesa y me llega a mí, enriquecido por todos esos filtros y los míos propios, hechos de viajes repetidos y de una fascinación que se renueva constantemente. Fascinación por unos paisajes, unos sabores y unas costumbres que ya forman parte no sólo de aquello en lo que me he convertido, sino de aquello que quiero llegar a ser. Algo que no sé si tiene un aire inglés, pero que sin duda se viste con chaqueta y siempre tiene un paraguas cerca, y que disfruta siempre del placer de interponer entre la piel desnuda y el mundo una tela que abrigue y proteja de su aspereza.





jueves, 2 de julio de 2020

TIRAR DEL HILO

"Un país en el que la gente se divide entre defensores de la culpabilidad o de la inocencia ajenas con la misma intensidad con la que los hinchas animan a su equipo en el estadio".

Este país es Italia, pero podría ser también España, Grecia, Inglaterra, Francia... En fin, cualquiera de los que tenemos más cerca. La nueva novela de Camilleri que ha traducido Carlos Mayor para Salamandra es una de las más políticas de toda la serie de Montalbano. Empieza con un desembarco de inmigrantes en las costas de Sicilia y el ritmo de toda la historia lo marca la llegada diaria (nocturna, mejor dicho) de cientos de refugiados que huyen de una vida rota e imposible buscando en Europa la salvación.  

Camilleri escribió esta novela en 2016, ya ciego y en plena crisis de los refugiados. Me ha parecido maravilloso encontrarme con esta faceta del autor italiano, la más comprometida y social, que ya asomaba en novelas anteriores pero que en esta aflora con rabia y lucidez, sin contemplaciones. 

Y por supuesto, sin perder nunca el buen humor y las carcajadas que siempre siembra en las intervenciones del inigualable Catarella, o el placer de la buena mesa en la ya mítica trattoria de Enzo, descrito por alguien para el que un buen plato de caponata y unos salmonetes fritos es sinónimo de paraíso. No falta de nada, ni siquiera el aire juguetón que aparece en ese gato blanco que se pasea majestuoso por la frontera entre la realidad y el sueño. 

Camilleri murió el año pasado, y después de tantas horas de lectura siguiendo la pista de su comisario Montalbano, leer esta primera novela publicada en España después de su muerte ha sido como mirar la foto de un familiar querido al que he perdido hace poco tiempo. Nostalgia. Pena. Pero también alegría. Alegría por su compromiso y su forma disfrutona de vivir. Por las novelas que todavía quedan por traducir y que disfrutaré una a una, con la delectación especial y lenta que se le presta a aquello que no va a durar para siempre.