jueves, 30 de mayo de 2019

TENER UN CUERPO

Empiezo a leer y es como abrir una ventana. Aspirar los olores, dejarse inundar por un mundo desconocido y familiar a la vez. Abrir una ventana y tomar la mano que me tiende la narradora para seguirla hasta su piel, hasta su cuerpo. Su cuerpo de niña que no es consciente de su sexo. Su cuerpo de chica que rechaza instintivamente que las curvas en las que vive deban definirla. Su cuerpo de madre que se desdobla en un bebé que es también parte de ella. Su cuerpo de mujer que se observa y se dibuja una y otra vez para acostumbrarse a ser quien es. Para familiarizarse con sus contradicciones, para aceptarse y tomar posesión de sí misma a través de la escritura. 

Este libro de Brigitte Giraud me ha recordado a Diario de un cuerpo, de Pennac. Qué tendrán los franceses con la sensibilidad corporal y esa tendencia a sublimarla en la literatura. Aquel, creo, era más exhaustivo, más extrovertido en sus descripciones. Este es más pudoroso y me ha emocionado más, quizá porque he tenido la sensación, desde la primera página, de estar muy cerca del relato, a esa distancia de susurro sólo apta para confesiones muy íntimas o muy profundas. 

Me ha gustado el saludable ejercicio de mirarse hacia dentro y describir lo que uno ve. Pensarlo. Procesarlo. Enumerar las preguntas. Improvisar unas respuestas. Indagar en los misterios. Me ha gustado cómo la narradora afronta lo desconocido armada de metáforas y buen humor. Cómo convierte el propio cuerpo en un relato-espejo en el que otros nos podemos mirar. 

Me ha hecho pensar, por ejemplo, en que a veces fatiga tener tanta superficie de piel, tantos centímetros disponibles para el picor, la quemazón, la aspereza, el dolor. A veces no estaría mal poder descansar de tanta sensación. Armarnos de poesía y, quizá, "quitarnos la piel y tenderla en una cuerda". Me ha fascinado la descripción del cuerpo desde el punto de vista de una niña. Y he pensado en cómo la primera vez que uno mira su cuerpo como un objeto sobre el que puede (y debe) tener incidencia puede convertirse en el principio de una tortura interminable. Esa idea insidiosa de que la belleza es fruto de la voluntad, inoculada en generaciones y generaciones de mujeres a lo largo de la historia. 

Tener un cuerpo no es una novela al uso. Está construida con pequeños párrafos autónomos que se encadenan con fluidez en el conjunto, pero que son a menudo autosuficientes y brillan con luz propia. Pequeños párrafos como cuadros, imágenes detenidas, dosis de poesía en cucharaditas. Tiene una cadencia poética que arrulla e hipnotiza. Es un monólogo interior reflexivo, clarividente, que demuestra una capacidad de observación abrumadora. Una ventana a una vida entera a través de las sensaciones de un cuerpo siempre alerta.

Después de leer este libro soy consciente, de una forma nueva, de que tengo un cuerpo. La autora ha conseguido que lo obvio, lo cotidiano, incluso lo banal, se convierta por momentos en una revelación revolucionaria. 



lunes, 27 de mayo de 2019

SILENCIO ADMINISTRATIVO

Cada vez me encuentro más a menudo esa idea de que los ricos obtienen su riqueza mediante el trabajo y que, por lo tanto, los pobres son pobres porque no se esfuerzan lo suficiente. Esta idea justifica la desigualdad social y sirve para el discurso político que ataca cualquier tentativa de subir los impuestos a las rentas altas.

Dicen: Si los ricos contribuimos más con nuestros impuestos haremos que los pobres nunca se esfuercen por salir de su pobreza.
Cualquiera diría que insinúan que atajar la desigualdad mediante impuestos perjudicaría la capacidad laboral de los pobres.

Este argumento lo he leído en declaraciones de políticos, lo he escuchado en la librería y aparece con frecuencia en las redacciones de los chavales en los institutos. Y da igual que les respondas con cifras: que si el 26% de la población española está en riesgo de pobreza y exclusión, que si más de dos millones de personas sobreviven con menos de 342€ al mes... Vagos todos, responden. Parásitos todos. La única solución es que se pongan de una vez a trabajar, como hacemos todos.

Todo esto se puede rebatir desde un punto de vista lógico y desde un punto de vista emocional. Pero si la desigualdad empieza a considerarse no sólo inevitable sino incluso deseable, si cambian los valores hasta el punto de que el bien común ya sólo se asocie, como máximo, con una comunidad de vecinos, entonces quizá la lógica y la empatía no sean suficientes y haya que idear nuevas estrategias para poder seguir viviendo en sociedades habitables para la mayoría.

En esta breve crónica personal, Sara Mesa cuenta la historia real de una mujer discapacitada y pobre que no logra la ayuda social a la que tiene derecho debido a las trabas burocráticas de un sistema laberíntico e inhumano. Demuestra que "la administración y algunos medios de comunicación contribuyen indirectamente a la existencia de la aporofobia al crear una imagen distorsionada y magnificada de las ayudas y partidas públicas destinadas a erradicar la pobreza, al tiempo que silencian o maquillan sus graves limitaciones y deficiencias". Y mete el dedo en una llaga invisible para la gran mayoría que no para de crecer.

Es un libro que advierte sobre la deshumanización de los excluidos y la crueldad de una administración cuya burocracia niega lo que sus representantes se enorgullecen de ofrecer. Es un libro urgente, visceral, que incendia por dentro. 




jueves, 23 de mayo de 2019

CONTRA LAS ELECCIONES

En todo el mundo existe una inclinación tan favorable hacia la noción de democracia que parece que ya no concebimos otra forma de gobierno. Sin embargo, en este principio del siglo XXI, cada vez confiamos menos en las instituciones que la sustentan. Basta con preguntar al vecino qué opina de la justicia, de la educación o de la política para que broten como la mala hierba expresiones de rechazo. 

"En la actualidad, entre dos tercios y tres cuartas partes de la población europea recela de las instituciones más importantes de su ecosistema político". Mientras tanto, en los últimos años ha aumentado el interés por la política, espoleado por las redes sociales, hasta el punto de convertirse en frustración diaria. Si el recelo, mezclado con un entusiasmo frustrado, se asienta y degenera en aversión, es posible que la salud de nuestras democracias, o incluso su supervivencia, empiecen a estar seriamente amenazadas. 

Para conjurar esta amenaza y tratar de salvar el que quizá sea el menos malo de los sistemas políticos conocidos, David van Reybrouck propone en este ensayo cambiar las elecciones por otros sistemas de participación ciudadana más efectivos. Porque, aunque pensemos que las elecciones son nuestra forma de controlar a los gobiernos y de participar en la vida política de nuestro país, lo cierto es que nuestro voto tiene una influencia muy limitada. Lo elegimos en virtud de unas promesas que a menudo no se cumplen, confiando en unos candidatos que traicionan nuestra confianza una y otra vez. 

"Nuestro fundamentalismo electoral adquiere la forma de una nueva evangelización mundial. Las elecciones son el sacramento de esa nueva fe, un ritual esencial cuya forma tiene más importancia que su contenido". Vivimos en democracias oligarquizadas. Elegimos a representantes que detentan todo el poder. Debido a la distancia abismal entre gobernantes y gobernados, nuestro sistema electoral fomenta el monopolio del poder, la corrupción y el eterno descrédito de la clase política. 

El objetivo inicial de las elecciones siempre fue excluir a la ciudadanía del poder mediante la selección de una élite que decidiera en su lugar. Y lo hemos interiorizado como el único sistema posible de participación. Pero durante la mayor parte de los tres mil años de historia de la democracia, las elecciones no existían y los cargos se repartían mediante una combinación de sorteos y voluntariado. 

Si el sistema actual demuestra claros síntomas de fatiga, ¿por qué no buscar en el pasado otras formas de participación ciudadana que hayan funcionado? 

Mediante comparaciones agudas y pintorescas, con un estilo conciso y brillantemente pedagógico, David van Reybrouck expone modelos de participación que ya se están usando en Canadá, Islandia, Irlanda, Holanda y otros países para demostrar que hay otras formas de gobierno posibles, más participativas, más inclusivas, más pacíficas, que, a la vez que fomentan una mayor igualdad de oportunidades y justicia social, educan a sus participantes en la convivencia y la responsabilidad ciudadana. 

"Dos siglos de sistema representativo electoral han instalado en nuestra mente la creencia de que los asuntos de Estado sólo pueden ser derimidos por una élite de seres excepcionales". ¿Cuántos políticos incapaces, cuántos fracasos estrepitosos en la búsqueda del bien común tenemos que soportar para darnos cuenta de que dejar tanto poder en manos de unos pocos durante tanto tiempo no puede ser la solución?


David van Reybrouck



lunes, 20 de mayo de 2019

UNA HISTORIA DE AMOR Y OSCURIDAD

Este libro me ha ido tentando a lo largo de mucho tiempo. Lo había ojeado, había leído algún capítulo suelto y siempre me había quedado con la sensación de que tenía que esperar el momento oportuno para dedicar toda mi atención a sus setecientas páginas. Me parecía demasiado importante para tratarlo como un libro más, sentía que era algo especial.

Ahora ha sido el momento y ha merecido la pena la espera. Ay, Amos Oz, qué lástima que muriera el año pasado con setenta y nueve años, podía haber seguido aportándonos tanta sabiduría, tanto conocimiento sobre la realidad de Israel. Fue un lector compulsivo desde la niñez y consiguió esa riqueza humana e intelectual que proporcionan las buenas lecturas. Nos habla de la influencia que tuvieron en él tantos libros (Veinte mil leguas de viaje submarino, La isla misteriosaEl señor de las moscas, Peer Gynt), y nos menciona decenas de escritores que enriquecieron su vida (uno de mis preferidos, Stefan Zweig, también fue uno de los suyos).

Me gusta la reflexión que hace sobre las lágrimas de Miguel Strogoff, las que le salvaron del hierro candente que le aplicaron a sus ojos, las lágrimas que también le salvaron a él y a toda Rusia porque permitieron que llegara a su destino: "¡Pero en casa las lágrimas estaban prohibidas a los hombres! ¡Eran una deshonra! El llanto era propio única y exclusivamente de las mujeres y los niños. Con cinco años ya me avergonzaba llorar y con ocho o nueve aprendí a ahogar el llanto para poder ser admitido en la orden de los hombres... y resulta que Miguel Strogoff, un héroe impertérrito, un hombre de hierro capaz de superar cualquier adversidad y tormento, cuando de pronto piensa en el amor, no se contiene: llora. No de miedo ni de dolor, Miguel Strogoff llora por la fuerza de sus sentimientos... y así ese hombre, el más viril de los hombres, venció a todos sus enemigos gracias al "lado femenino" que surgió de lo más profundo de su alma en el momento decisivo y ese "lado femenino" no anuló ni debilitó su "lado masculino" (algo con lo que en aquella época nos lavaban el cerebro) sino todo lo contrario, lo completó y se reconcilió con él." 

Su madre, personaje muy importante en este libro que acabaría suicidándose con 39 años, le contaba de niño leyendas sobre milagros y demonios, misterios, la Caja de Pandora, en las que, tras todas las desgracias, aún había esperanza en el fondo de la desesperación. Su primera maestra, la Maestrazelda como la llamaban y el profesor Mijaeli ya en la secundaria también le aportaron un sistema de valores opuesto de principio a fin al racionalismo de su padre, un erudito.

Con ocho y nueve años vivió la creación del estado israelí y cuenta el día a día de aquel acontecimiento que podía haber sido el inicio de un ejemplo de convivencia entre israelíes y palestinos. Una convivencia que nunca se materializó por la violencia que hasta hoy sigue instalada en todo Oriente Próximo, especialmente en los territorios ocupados en los que Israel, por la fuerza, cada día va restringiendo y atenazando la vida de millones de personas aprisionadas en guetos como cárceles.

Amos Oz escribe, aludiendo a la oportunidad que en 1947 tuvo Israel: "Me conduelo por lo que nunca existió, por los bellos cuadros que nos hacíamos y que ya se han borrado, por un Israel que ya no existe y que posiblemente nunca existió más que en nuestros sueños juveniles".

Hablando de los palestinos, un compañero del kibutz donde estuvo trabajando más de treinta años le dice: "¿Asesinos? ¿Pero qué esperas de ellos? Desde su punto de vista, nosotros somos extraterrestres que hemos aterrizado aquí y hemos invadido su tierra, poco a poco hemos ido apoderándonos de ella y, mientras les asegurábamos que habíamos venido para ayudarlos, para curarles la tiña y el tracoma, para liberarlos del atraso y la ignorancia y del yugo de la opresión feudal, con artimañas nos íbamos quedando con su tierra pedazo a pedazo. Así pues, ¿qué pensabas?  ¿Que nos iban a agradecer nuestra bondad? ¿Que iban a salir a recibirnos con tambores y cámaras fotográficas? ¿Que nos iban a entregar respetuosamente las llaves de todo el país solo porque nuestros antepasados estuvieron alguna vez? ¿Qué tiene de raro que se hayan alzado contra nosotros? Y ahora que les hemos infligido una derrota aplastante y cientos de miles viven en campos de refugiados, ¿qué quieres? ¿Esperas quizá que compartan nuestra alegría y nos deseen lo mejor?

Amos Oz
Tuvo a un magnífico profesor, "que con su acento alemán-checo caminaba por la lengua hebrea no con naturalidad y propiedad sino con cierta solemnidad festiva, como un pretendiente feliz cuya amada por fin lo correspondía y ya podía enorgullecerse y demostrarle que no se había equivocado con él. Casi el único tema que trataba nuestro maestro en los encuentros privados que tenía con nosotros era la pervivencia del alma, o la posibilidad, si es que existía alguna posibilidad, de una existencia después de la muerte... A veces nos pedía nuestra opinión y escuchaba atentamente, no como un maestro paciente vigilando los pasos de sus alumnos, sino como alguien que estuviera oyendo una obra musical muy compleja y entre todos los sonidos tuviese que localizar uno especial, menor, y determinar su autenticidad".

Una joya de libro en cuya lectura hay que demorarse, necesita de un lector atento, dispuesto a encontrar entre sus líneas pequeños diamantes que, distribuidos en su camino, nos proporcionan intensos momentos de felicidad.




jueves, 16 de mayo de 2019

NUEVO DESTINO

En uno de los relatos de este libro, un personaje es contratado por el ejército para proferir por un altavoz insultos en árabe lo suficientemente soeces y ofensivos como para que los insurgentes iraquíes se cabreen de verdad, salgan de sus escondites y mueran abatidos por los francotiradores estadounidenses. Sin apretar un gatillo, sin sostener un arma, sin acercarse demasiado a ningún peligro, este hombre sin rostro es responsable de decenas, quizá centenares de muertes a través de sus palabras. 

¿Qué hace en una persona un trabajo como ese? 
¿Qué hace la guerra con las personas que la llevan a cabo?

Esta es la pregunta que sobrevuela este magnífico libro y que Phil Klay, exmarine durante la guerra de Irak, trata de responder desde la multitud de puntos de vista que pueblan estos relatos de ficción.

Con algunos relatos he recordado los primeros capítulos de la primera temporada de Homeland y el regreso del marine protagonista a Estados Unidos tras muchos años en Irak. La manera en que el contraste de formas de vida altera su percepción de la realidad. La mucho que les cuesta acostumbrarse a la ausencia del peligro. Lo difícil que les resulta salir a la calle y no buscar francotiradores en las esquinas del centro comercial, bombas improvisadas en las bolsas de basura que descansan juntos a los contenedores. Lo desnudos y frágiles que se sienten sin el peso reconfortante de un arma en la mano. Lo inútiles sin la posibilidad de salvarles la vida a los compañeros. La impotencia de saber que ya nunca más podrán decidir si otro ser humano debe vivir o morir. 

Siempre me ha llamado la atención la avidez con la que consumimos la guerra como entretenimiento en occidente. Esa fábrica de héroes. De acciones legendarias. El subidón que nos produce ver cómo unos hombres llevan al límite la resistencia humana para defender una causa vendida como justa. Sin embargo, basta leer libros como este para darnos cuenta de que la guerra a menudo es sentarte en una oficina a cinco kilómetros de los tiroteos y pasarte siete meses rellenando formularios; trabajar diez horas diarias seis días a la semana asfaltando carreteras; pisar una mina al empezar tu primera patrulla y terminar volviendo a casa, cinco meses y cincuenta operaciones después, con el cuerpo desfigurado por el fuego y la metralla mientras todos te aclaman como a un héroe. 

Phil Klay
La guerra es un infierno. Una locura, una droga. Una profesión, también, que no tiene nada de heroica. Está llena de hombres que, equipados para la batalla, se convierten en guerreros aterradores. Sin embargo, en el dolor siguen siendo niños asustados que sólo desean que todo acabe cuanto antes. 

La guerra es un infierno. Bien lo sabía Wilfred Owen, uno de mis poetas favoritos, cuando escribió sus poemas de trinchera, describiendo la muerte del entusiasmo guerrero. Bien lo sabe Phil Klay, como lo demuestra en estos relatos. 




lunes, 13 de mayo de 2019

TERROR

Un terrorista secuestra un avión con ciento sesenta y cuatro pasajeros a bordo y anuncia que lo va a estrellar contra un estadio en el que hay más de setenta mil personas. Un piloto es enviado con un caza a interceptar el avión y, al no conseguir cambiar su rumbo ni hacer desistir al terrorista de su intención, decide abatir la aeronave. Ha matado a ciento sesenta y cuatro personas para salvar a setenta mil. ¿Qué pensáis? ¿Su decisión es correcta o equivocada?

Muchos responderemos de manera inmediata y esa será nuestra opinión. Sí o no. Así de rápido solemos formar nuestro criterio sobre casi todas las cosas. En la librería lo vemos casi todos los días. La gente tiene muy claro qué está mal y qué está bien sin necesidad de plantearse nada. Y más si hablamos de política, de creencias o de moral. La conversación se reduce a un mundo bicromático, a dos bandos opuestos, a dos ideas. Los matices han desaparecido. 

Esta obra teatral de Ferdinand von Schirach no da ninguna respuesta, no toma partido por ninguna idea. Se limita a plantear un dilema moral, antiguo como el mundo: ¿es lícito acabar con ciento sesenta y cuatro vidas para salvar de una muerte probable a setenta mil? Y sus variantes: ¿dispararías si en el avión viajaran tu mujer y tu hijo? ¿Es lícito matar a personas inocentes en un caso de extrema necesidad? ¿Pueden la moral o la conciencia estar por encima de la ley? Si partimos de la idea de que todas las vidas humanas tienen el mismo valor, ¿cómo podemos decidir acabar con unas pocas para salvar a otras muchas?

La inmensa mayoría de nosotros seríamos incapaces de matar con nuestras propias manos. Sin embargo, ¿no nos resultaría más fácil pulsar un botón para matar a unos pocos, si con ello salváramos a muchos más?

Una cuestión que parece sencilla se complica desde el mismo momento en que empezamos a pensar en ella y profundizamos en su alcance. Es algo que deberíamos hacer todos los días con muchas cuestiones pero que, por pereza, falta de hábito o conformismo, generalmente no hacemos. Esta pieza expone un problema para el que todas las respuestas parecen erróneas. Y me ha gustado precisamente porque me parece vital para la salud mental de todos que podamos convivir alegremente con dilemas morales.

No existe la certeza en cuestiones morales. No puede existir. Por eso son tan necesarias estas cuestiones. Porque obligan al debate. A plantearse qué lugar ocupamos en relación con el mundo y los demás.

Ferdinand von Schirach ya me encandiló con Crímenes, un libro de relatos cortos inspirados en su profesión de abogado criminalista. Con Terror propone al lector subirse al escenario y formar parte de un jurado popular para tratar de resolver este dilema sobre la vida, la dignidad y la muerte. Para ejercitar nuestra conciencia crítica. 


jueves, 9 de mayo de 2019

LA HIJA DE LA ESPAÑOLA

"En aquel país en el que todos estaban hechos de alguien más, nosotras no teníamos a nadie".
Se tenían a sí mismas. Pero ahora ya ni eso. La madre ha muerto y la hija se ha quedado sin hogar en esa ciudad llamada Caracas que sigue en llamas, empeñada en seguir hundiendo en sus entrañas los cuchillos del hambre, la violencia y la impunidad. 

"Todos nos convertimos en sospechosos y vigilantes, travestimos la solidaridad en depredación". La ciudad es una fiera que se devora a sí misma, y devora a todos aquellos que pretenden seguir viviendo en ella ignorando la violencia. Vivir es encerrarse en casa y sellar las ventanas para que no se cuele el gas lacrimógeno. Vivir es tirar un cadáver por la ventana e incendiarlo. "Vivir se había convertido en salir a cazar y regresar vivo". 

El vínculo entre la madre muerta y la hija está descrito con ferocidad. La intensidad del relato es una cuerda tensa que descarna al tacto. Esa prosa sin florituras, áspera, destilada en la inmediatez y la rudeza, brilla sin embargo con vetas poéticas y se ilumina en instantes aislados con una dulzura inesperada, como cuando la narradora recuerda a su madre, "esa mujer discreta y sin lágrimas que al abrazarme levantaba un paraíso entre ambas". 

Qué novela. No sé muy bien qué esperaba, pero sin duda no esta sacudida. Este borbotón de densidad literaria y de vida herida. Me ha impresionado la pasión desesperada de muchas páginas, la descripción de ese "país mestizo y extraño, hermoso en sus psicopatías", país literario y a la vez real, sumido en la oscuridad y en los lamentos de los desposeídos: "en medio de la oscuridad, peino con una escoba mi propia tierra hasta hacerla sangrar". 

Abrirle la puerta a esta novela entraña cierto riesgo. Su voz, esa voz de una conciencia que relata la crónica de un derrumbe social, araña y desgarra, no se está nunca quieta. Permanece en la memoria, una vez acabada la historia, como el lamento profundo y universal de los supervivientes. 

"Vivir, un milagro que aún no llego a entender y que muerde con la dentellada de la culpa. Sobrevivir es parte del horror que viaja con quien escapa. Una alimaña que busca derrotarnos cuando nos encuentra sanos, para hacernos saber que alguien merecía más que tú seguir viviendo". 



lunes, 6 de mayo de 2019

IRMINA

Si hubiéramos respondido aquella carta que llegó en el momento más inoportuno. 
Si hubiéramos aceptado aquella ausencia como otra forma de amar más sutil e igual de válida.
Si hubiéramos hecho menos caso a las convenciones y más a lo que sabíamos íntimamente que era correcto. 
Si hubiéramos...

Este es un cómic sobre las posibilidades perdidas. Sobre los "qué habría pasado si..." que pueblan la biografía de todos nosotros y que en algunos casos determinan quiénes somos y en qué nos convertimos. 

Irmina, la joven alemana protagonista de esta historia, se enamora de un universitario negro llamado Howard en el Londres de los años treinta, y ve cómo la situación política de su país, junto a su situación personal, la alejan con fuerza de él. Cuando un día el correo le devuelve la última carta dirigida a Howard, se da por vencida y, poco a poco, empieza a dejarse llevar por el torbellino social de su país. Hasta entonces nunca se había interesado por la política. Había decidido no querer ver ni saber las consecuencias del terror nazi. Se había puesto la venda que voluntariamente se pusieron millones de alemanes hasta el final de la guerra para no tener que cargar después con el peso del horror del que de alguna manera habían sido cómplices. 

El personaje de Howard, estudiante negro de Oxford, muestra que la Alemania del Tercer Reich formaba parte de una Europa que nunca fue tan blanca (ni tan aria ni homogénea) como los nazis la imaginaban. Y a través de Irmina la historia profundiza en las razones de ese pacto de silencio tras la guerra de una sociedad incapaz de aceptar su parte de responsabilidad en lo ocurrido. 

Irmina está inspirado en la historia de la abuela de la autora. Indaga en cómo personas corrientes se dejaron llevar por la deriva sangrienta de su país y posibilitaron con su silencio la muerte de tantos millones de personas. Es una historia interesantísima potenciada, además, por unas ilustraciones sencillamente maravillosas. Ante algunas me he quedado embobado, totalmente inmerso en una calle londinense inundada de bruma y oscuridad, o subido a la bicicleta de Howard, con Irmina, agarrado a su cintura mientras el viento de la excitación y lo desconocido me hace volar de alegría.

Pocas veces se encuentra tanta fuerza narrativa acompañada de un lápiz y una acuarela tan expresivos y delicados.