jueves, 16 de mayo de 2024

CONTRAPASO. LOS HIJOS DE LOS OTROS

Qué descubrimiento. Cómo me ha gustado este cómic. Han sido dos horas de inmersión absoluta en esa posguerra española tan retratada en tantas novelas (ay, Almudena Grandes) que, en los dibujos de Teresa Valero cobra un dinamismo y una fuerza impresionantes. Un periodista cascarrabias con un pasado misterioso, un joven aspirante a gacetillero venido de la modernísima Francia y una ilustradora de revistas con ganas de aventura forman el trío protagonista de este thriller histórico trepidante con sus muertes, sus enigmas y, sobrevolándolo todo, la censura dictatorial de un régimen que, no por mezquino e incompetente, dejaba de ser menos amenazador. 

Debía de ser complicado trabajar en la sección de sucesos de un periódico y tener que lidiar con la censura del régimen. ¿Cómo cubrir la noticia de, por ejemplo, un asesinato de una prostituta si en la nueva España no había "mujeres de mala vida"? ¿Y si la víctima era lesbiana? ¿O un niño robado que, movido por la ira al enterarse de su origen, actuaba contra sus padres adoptivos? Nada de eso existía oficialmente en la gloriosa patria franquista. Y, sin embargo, ¿cómo ocultarlo? La verdad siempre acaba buscando la luz. Y ciertas personas no pueden dormir tranquilas si no se empeñan en hacer que ocurra. 

Por esta historia aparecen psiquiatras que pretenden "curar" la homosexualidad o demostrar el peregrino vínculo entre marxismo y enfermedad mental, es decir, que la ideología izquierdista solo anida en cerebros poco desarrollados y que basta con liquidar a las mentes menos preclaras de la sociedad para erradicarla; policías que interrogan brutalmente a jóvenes detenidos en los sótanos de la Puerta del Sol, edificio que veinte años más tarde pasaría de sala de tortura a sede de la Comunidad de Madrid sin una mísera placa para la memoria histórica; y una alianza tenebrosa de médicos, monjas y familias pudientes que arrebató decenas de miles de bebés de las manos de sus madres (pobres, con mala suerte o contrarias a la dictadura) para hacerles vivir una vida robada que no era la suya a esos hijos de los otros. Violencia esta especialmente cruel y muy extendida en otras dictaduras, como por ejemplo la argentina, como bien lo contó Federico Bianchini en Tu nombre no es tu nombre. 

El dibujo de Teresa Valero me ha parecido muy expresivo, lleno de color y plasticidad, y matices y pequeños detalles muy bonitos, como la escena en el café Fuyma donde trabajó de joven el padre de la autora, lugar del que no se conserva prácticamente ningún documento gráfico, y que Teresa Valero ha reconstruido principalmente con los recuerdos cambiantes de su padre y una ayudita del azar. Ojalá más historias con estos personajes, se merecen una serie solo para ellos, para seguir transitando por los márgenes de la dictadura e iluminar con fogonazos clandestinos la sofocante oscuridad de aquellos años. 





lunes, 13 de mayo de 2024

EL FAMILIAR

Luzia tiene un don. Es un regalo o una maldición, o ambas cosas a la vez todo el tiempo. Mira hacia arriba y para dentro y solo ve un muro: ¿es una cárcel o un palacio lo que la habita? ¿Puede una capacidad excepcional ser a la vez los barrotes de una jaula y la llave que la abre?

Luzia es una criada de origen judío a la que persigue la sombra de la hoguera. La gran armada, esa que llamaban invencible, acaba de naufragar y el rey se revuelve contra cualquiera que sirva de diana de su frustración, ya sea Antonio Pérez, su secretario, o todos esos sospechosos de no tener pureza de sangre que persigue la Inquisición. Luzia lo sabe y prefiere no hablar más que lo indispensable, no llamar la atención, no atraer las llamas de ese fuego, aunque ya esté más que familiarizada con la ceniza y con la desdicha. 

Ha nacido deseando demasiadas cosas: «una cama blanda, ropa de calidad, la barriga llena, un rato de descanso y algunas cosas a las que era más difícil ponerles nombre». Un disparate para su origen humilde. Una quimera para su origen judío. Pero no puede evitarlo, vive con unas ganas locas de «salvarse a sí misma del peso agotador de la humildad». En su joven cabeza bulle un delicioso carácter díscolo y desafiante. Sabe lo que significa bajar la cabeza y rebajarse. Volverse invisible para tratar de evitar los conflictos, los reproches, los gritos. Pero es peligroso convertirse en nada. Confías en que nadie te mire, y un día, cuando te buscas, de ti no queda nada que puedas rescatar. 

«Los milagros eran cosa de la Iglesia, y quienes los obraban eran sus santos, no las criadas de apellido impuro». Pero ¿qué cosa son si no esas melodías que nacen de su cabeza y a veces moldean la realidad? Ella no es santa, por mucho que vaya a la iglesia sus pensamientos giran en órbitas ajenas a cualquier religión. Y, sin embargo, lo que los cristianos llaman milagros en sus manos pueden cambiar el mundo. 

Con una prosa imaginativa y vibrante, Leigh Bardugo nos transporta a finales del siglo XVI en una novela trepidante donde la magia y la historia se entrelazan para formar un cuadro cautivador. Me ha recordado por momentos a Babel, de R. F. Kuang, por la mezcla de historia y fantasía. Y me ha hecho sonreír más de una vez al pensar en el poder invisible de las criadas a lo largo de la historia. «¿Quién ostenta más poder en una casa que la mujer que remueve la sopa, hace el pan y friega el suelo, la que llena el brasero de carbones, organiza tus cartas y amamanta a tus hijos?» Esas mujeres en la sombra de las que siempre han dependido todos los grandes hombres que ilustran con sus gestas los libros de historia. 






jueves, 9 de mayo de 2024

MIEDO

El refranero español es un compendio de sabiduría popular... y de nuestras miserias morales más cotidianas. "Piensa mal y acertarás" es la gasolina mamada desde la cuna que alimenta los motores de las mentes conspiranoicas, tan en auge en todo el mundo. Yo tuve la inmensa suerte de criarme con una madre ingenua (ahora voy con el melón de la ingenuidad), así que no puedo hablar de las delicias de haber crecido con la idea de que la desconfianza tiene premio y de que sospechar constantemente de la mala intención ajena es propio de la gente de bien. A mí me educaron para preguntar y descubrir y cultivar la curiosidad siempre. Para ser bueno y mirar con ojos de niño. Para sentirme aludido por otro refrán (otra perla), "de tan bueno, tonto", y reivindicar mi aspiración a la bondad aunque sea tonta, con el orgullo de quien está convencido de que, por mucho que corra el riesgo de que me engañen, es una forma honesta y constructiva de estar en el mundo. 

La ingenuidad me parece un valor imprescindible. Hay pocas facetas de un carácter más antipáticas que la de quien cree que se las sabe todas y va por la vida advirtiendo a los demás de las posibles mezquindades ajenas. La ingenuidad, como la inocencia, es una membrana frágil que se rompe con facilidad. Y cuesta un mundo recomponerla. Por favor, cultivémosla y cuidémosla como se merece. Nos va la salud, la alegría y hasta la capacidad de convivencia en ello. 

Patricia Simón escribe sobre la ingenuidad como una actitud capaz de crear el mundo cada mañana, de inventar un nuevo principio para cada historia y recorrer cada día un nuevo camino. Es un antídoto poderosísimo contra el miedo. Me ha gustado darle vueltas a esta idea. Ver cómo vuela en mi imaginación. Pensar en mi madre, una gran ingenua y la persona menos miedosa que conozco. Y en esas otras virtudes que nos pueden servir para contener la epidemia de miedo que brota de nuestra incertidumbre más profunda y aspira a gobernar el mundo. Virtudes como la confianza (piensa bien y acertarás), el asombro, la bondad, el buen trato, el civismo, la empatía, la generosidad, la hospitalidad. Y la ligereza, esa cosa con plumas que nos ensancha los pulmones y en la que P. me educa todos los días. «A mayor ligereza, menor miedo», escribe Patricia Simón, y no puedo dejar de asentir. Así lo siento yo. 

La retórica del miedo distingue dos vulnerabilidades enfrentadas: la nuestra, que hay que proteger a toda costa; y la de los demás, que no importa. Y así, rompe nuestra humanidad común y nos hace ver a los demás como enemigos, como agresores potenciales cuyo dolor no importa. «El dolor es real solo cuando consigues que otro crea en él. Si no lo logras, tu dolor es locura». Escuchar el dolor de los demás, prestarle atención y otorgarle la dignidad que merece. A eso aspira Patricia Simón, y en este libro lo transmite maravillosamente bien. 

Qué rápido nos hemos olvidado de lo dependientes que somos de los parias de la globalización. Esas personas con trabajos que durante la pandemia llamamos esenciales. «Esenciales, pero que el sistema siempre ha considerado prescindibles, intercambiables, desechables: los trabajadores y trabajadoras del campo, de la ganadería, de los mataderos, de la pesca; cajeras, reponedoras, limpiadoras; basureros, repartidores, transportistas; cuidadores y cuidadoras en el sentido más amplio de la palabra». Y cómo mejoraría nuestra humanidad si algún día fuéramos lo suficientemente humildes y generosos para asumirlo y reconocérselo. 

Para poder sentir las palabras que describen horrores, para leer «Se iban a morir igual» o «Más de diez mil niños palestinos asesinados por las bombas israelíes en seis meses» y no pasar a otra cosa como si nada, es necesario cultivar la sensibilidad, la mirada atenta y el esfuerzo por comprender que el sufrimiento de los demás también nos atañe a nosotros. Ahora y siempre. 

Patricia Simón ha escrito un libro que lleva a muchos otros libros, que abre muchas ventanas de emociones, de valores morales y de horizontes de humanidad hacia los que caminar. Un libro sobre el miedo, esa jaula que asfixia la vida de tanta gente. Un libro «sobre qué nos atenaza, por qué y quiénes se lucran de la fragilidad que nos provoca estar dominados por esta emoción». 





lunes, 6 de mayo de 2024

CENIZA EN LA BOCA

Léeme despacio, me dicen las mujeres de esta historia. Léeme despacio, que nuestro veneno tiene que inocularse de a poquito. Léeme despacio, despacio, como acariciarías a una fiera de ojos inquietos que no sabes si te puede morder. Y eso hago. Leo despacio. Aunque la historia es urgente y me pide prisa, cierro el libro cada poco y me alejo de la fiera, digiero el veneno. No tiene sentido pasar corriendo por encima de todo este dolor. 

En el corazón de este dolor hay una niña rota por las ausencias de su mamá. Y una mamá rota por la desgracia de una vida sin horizontes, una mujer fea, flacucha, sin gracia, «fea de la voz, fea del sentido del humor», que «nadie en su sano juicio la iba a querer embarazar». Un enigma en torno a esa frase. Un precipicio de silencio. 

«La vida es así: las mamás queriendo abrazar a sus hijas lastimadas y las hijas lastimadas que no se dejan abrazar». No se dejan abrazar porque saben, quizá, que dentro de ese abrazo ha venido siempre la herencia del daño. 

La abuela le dice a la niña: 
«¿Para qué quieres saber quién es tu papá, para qué? Y yo bajaba la cabeza porque no sabía, pero quería saber. No sé qué quiero saber, pero quiero saber, le decía. Y entonces ella volvía al tema: Yo creo que la violaron, yo creo que eso fue lo que pasó, pero ya ves que tu mamá no dice nada y no suelta prenda y no quiere y no va a decir nada». 

En el corazón de esta historia late la xenofobia cotidiana de cada día. Las miradas que dicen: ¿de dónde eres?, ¿de qué país?, como forma educada y amable, e incluso bienintencionada, de dejar claro que tú eres de los otros, de los extranjeros, que tú no eres como el resto, que mientras tengas ese aspecto y hables así, tu origen siempre te va a impedir ser de aquí.

En el corazón de esta historia están las que les limpian el culo a tus padres cada día mientras tú tan feliz con haberlos aparcado en la residencia y verlos dos veces al mes y gracias. Son las que usan el transporte público y rompen las zapatillas de caminar cuando el bus no llega. Son las clandestinas, las de nombres invisibles porque el Estado español no las reconoce ni admite que se asienta sobre su trabajo precario y humillante. Son las que quieres que te agradezcan los trabajos que no les desearías nunca a tus hijos. Son las que no tienen derechos, las de piel oscura, cara distinta, andar esquivo, acento cálido. Son las que sostienen el engranaje de los cuidados, las indispensables durante la pandemia y tan intercambiables y desechables y siempre invisibles antes y después. Son los espejos de nuestro racismo cotidiano, nuestro clasismo espontáneo, los espejos de nuestras miserias en los que hemos aprendido a mirarnos sin ver. 

En el corazón de esta historia vive una familia con su México natal amputado. México no como país, sino como luz, como sabor, como baile y música a todo volumen, como vocabulario perdido en las brumas monocordes de Europa. 
«Yo te amaba, pero tú amabas el mar. ¿Quién llorará por mí si todos están ocupados llorándote a ti?»
Y, planeando toda la historia, todo el dolor, como un ave migratoria huyendo de la vida, está el salto al vacío, el impulso de romper con el dolor, de tragar todo el veneno de golpe, de buscarle los colmillos a la fiera a ver si es que muerde de verdad. Planeando toda la historia, la tentación del vacío: el miedo de que el dolor acabe triunfando sobre la propia voluntad.