jueves, 21 de marzo de 2024

IDEAL ESTANDARIZADO

Jo, no me esperaba que me gustara tanto este cómic. Me ha sentado tan bien su ligereza y su crítica, esa forma sutil que tiene de mezclar lo simpático con la reivindicación, que ahora mismo solo quiero leer más historias de Aude Picault para animar mi activismo con amabilidad. 

Claire es una mujer de treinta y dos años que encadena una relación efímera tras otra buscando una solidez, un ideal que no termina de encontrar. Su madre se exaspera, no lo entiende: ¿otra vez habéis roto? Cualquiera diría que no sabes lo que quieres. Pero no es así. Ella sabe muy bien lo que quiere. Lo que pasa es que no lo encuentra. Sus expectativas son mucho más altas, quizá, que las que tenía su madre a su edad. Y, a pesar de la presión social, no está dispuesta a conformarse con cualquier relación.  

Claire es enfermera pediátrica en una unidad de neonatos, y el día a día de su trabajo me ha parecido de una ternura maravillosa, un homenaje a los cuidados que contrasta con la escasa sensibilidad de los hombres que la rodean. Hombres que intentan acostumbrarla a relaciones basadas en la desigualdad de género, hombres más o menos insatisfechos que no dan palo al agua y que provocan que sus mujeres se saturen y paguen su cansancio y su ansiedad con sus hijos y consigo mismas. 

Esta es una historia sobre un mandato invisible que determinó las vidas de nuestras madres y abuelas, y que sigue vigente de las formas más insidiosas: el mandato de tener novio como objetivo de vida. Es un mandato que recae con más peso sobre las mujeres que sobre los hombres. Como si la vida en pareja fuera obligatoria, un fin en sí mismo. Un requisito indispensable para la vida plena. Y para ello, desde múltiples frentes, se trata de instruir a las mujeres sobre las tácticas para conseguirlo: reafirmar la confianza de los hombres en su virilidad, valorarlos todo el rato, hacerles sentirse especiales, necesitados, el centro de tu atención y presentarse siempre a ellos perfectas, es decir: "depilada, rasurada, engominada, embadurnada, con champú, acondicionador, peinada, maquillada, a régimen, con una imagen superestudiada". Es decir, como dice Claire, fingir todo el rato. Fingir para crear el espejismo de una ilusión que se esfuma a la mañana siguiente. 

Este Ideal estandarizado está contado con una ternura inocente. Una delicadeza tranquila. Eso es lo que más me ha gustado, el tono, muy determinado por el dibujo, claro, por esos trazos que consiguen que empatizar con Claire sea tan fácil como pasar la segunda página. Una comedia agridulce sobre los placeres y sinsabores de una mujer en la treintena con un hambre insatisfecha de amor y de vida. 











lunes, 18 de marzo de 2024

LA DISTANCIA QUE NOS SEPARA

Una de las cosas que más me gustan de las novelas de Maggie O'Farrell es la inmediatez. Lo rápido que me mete en la historia. Una frase, dos, y ya estoy ahí, tendido en una cama con un calor sofocante mientras un ventilador gira y alborota las páginas de un libro abierto. Más que la historia en sí (esta novela me ha parecido quizá menos rotunda y redonda que Hamnet o El retrato de casada), me encandilan los primorosos detalles de la vida cotidiana, cómo al leer siento los cinco sentidos alerta y erizados, expandidos como las flores al principio de la primavera, para no perderme ninguna maravilla. La mirada de la autora acaricia las cosas con cuidado y ve a través de ellas. Es de una sofisticación peculiar, como una persona tímida que no se deja conocer, hipersensible a la curiosidad ajena. Una criatura que a la mínima variación de luz se repliega sobre su belleza, como un abanico.  

Esta es una novela que va y viene de Hong Kong a Escocia, pasando por el sur de Italia, y, como el paisaje escocés, "cruje y se estremece de vida". Con la calma de los "helechos que se mueven con el viento", casi desde el principio notamos que hay algo que va a pasar, que está ahí, al acecho, con intención imprevisible, esperando el momento oportuno para desvelarse. Los personajes, dos hermanas italoescocesas unidas por un secreto de infancia y un joven chinobritánico atado a una relación que no desea, expresan desconcierto, vulnerabilidad. Delicadeza. Sus vidas están llenas de silencios, de cosas que no se dicen pero que están ahí, tan presentes y palpables como si se hubieran escrito sobre la pared o gritado a los cuatro vientos. Y la historia avanza dejando muchos huecos para que el lector los rellene, para que el lector los vaya inventando, como si el sendero de la historia estuviera sutilmente esbozado y lo hiciéramos nuestro transitándolo. 

Aunque quizá no sea el tema principal, me ha hecho pensar mucho en los apegos excluyentes. En esas personas (parejas, familiares, amigos) que solo te muestran su apoyo y su cariño sin fisuras cuando no hay otras personas delante, que nunca te quieren a través de los demás, con los demás. Piensan que vuestra relación es única y no debe contaminarse con miradas y presencias ajenas. Que sois dos personas que orbitan naturalmente la una alrededor de la otra en una gravedad que no admite más satélites. No permiten la integración, y con su actitud parecen plantear constantemente una disyuntiva: o conmigo o con ellos. 

Hay muchos bellos hallazgos en las descripciones, mucho amor en la descripción de la búsqueda de un padre ausente que no sabe que tiene un hijo, de unas raíces múltiples que se expanden y se bifurcan por varios continentes. Y sobre todos los personajes, de una forma u otra, planea una leve sombra de violencia que se cierne sobre la historia y va perfilándose en círculos, como un ave rapaz girando y girando sin apartar los ojos vigilantes de su presa. Y todo va creciendo en intensidad. Y la historia se comprime. Y acelera. Y se descontrola. Y estalla. Y no ves nada. Por un segundo todo es luz y sobresalto. Y ganas de volver a empezar otra vez, desde el principio. Otra vez desde la cálida y plácida intimidad de los primeros compases de aquella cama sofocada para volver a disfrutar de la adrenalina del viaje. 



viernes, 15 de marzo de 2024

JIM

Jim es un perro. Un retriever negro de pelo largo. Jim ha acompañado al ilustrador François Schuiten durante trece años. Trece años de amistad, de calor. De un vínculo misterioso y profundo que solo entienden quienes han tenido un perro, han mirado en la lealtad inquebrantable de sus ojos y se han visto a sí mismos. Jim ya no está. Y François Schuiten ha querido dibujarlo para despedirse de él. "Dibujar a Jim para vivir el duelo y aceptar su partida. Dibujarlo para comprender todo lo que había ocurrido entre nosotros. Esta relación invisible, tan misteriosa y a la vez tan feliz". 

Una frase en cada página. Y una ilustración. Muy pocas palabras. Los trazos que recrean a Jim son el lenguaje de esta historia de amor. De este diario por el que nos colamos para aprender las dimensiones de la ausencia, el hueco que deja el amor cuando se va y toda la inmensidad que nos regala si sabemos atesorar su huella. 

Llega la hora del paseo. ¿Hacia dónde voy yo solo? ¿Qué sentido tiene caminar si no vas a mi lado? Un perro puede saber cosas de ti mismo que nunca sospecharías. Cosas que ni tú mismo sabes. Puede compartir contigo mil y un placeres. Enseñarte mil y un formas de anudar los hilos de la complicidad, el cariño y la lealtad. Un castillo de naipes que de repente se derrumba. ¿Y cómo lo vuelves a levantar ahora? 

"Estás siempre ahí. Yo quedo a tu sombra". 
Habitar esa sombra. Abrazarla. Saber que es para siempre. Dibujarla. Quererla. Una sombra de tres letras. Pelo negro. Ojos que te devuelven la mirada y en los que te ves. En el dibujo. En el recuerdo. 




miércoles, 13 de marzo de 2024

ALMUDENA. UNA BIOGRAFÍA

La noticia de la muerte de Almudena Grandes me dejó muy descolocado. No me había enterado de su enfermedad y, para mí, era un personaje público tan integrado en mi paisaje interior como las montañas o los parques. Tan necesarios, tan imprescindibles para la salud y la alegría. ¿Cómo podía haberse muerto? ¿Qué montaña, qué parque desaparece? ¿Y qué se hace con el hueco que deja? Mi madre me llamó muy afectada, no recuerdo que la muerte de ningún otro escritor la haya afectado tanto nunca. Fue un terremoto. La vida se había movido, y ahora había que volver a organizar el caos tirado por el suelo. Encontrar un nuevo espacio, otro suelo sobre el que apoyar los pasos desorientados. 

Esta preciosa biografía ilustrada de Almudena Grandes me ha recordado aquellos momentos. Noviembre de 2021. ¿De verdad ha pasado ya tanto tiempo? Recuerdo el acto de despedida como si fuera ayer, Luis García Montero besando su Completamente viernes y la hermosura de toda aquella congoja de amor que reunió a tantísima gente enarbolando ejemplares de sus libros como flores o velas o manos al viento. Y he sentido el impulso de volver a ella, la necesidad de seguir la estela del recuerdo y volver a sus novelas, las que ya he leído y las que todavía no: qué camino más bonito habéis abierto con este homenaje, Ana y Aroa. 

Las palabras de Aroa Moreno Durán y las ilustraciones de Ana Jarén consiguen captar los ecos de una cotidianidad emocionante. Pequeños detalles, escenas íntimas, todo eso que ocurre fuera de los focos y que nos acercan la faceta más entrañable, más secreta de Almudena. Siempre es un placer conocer mejor a nuestros referentes, completar en nuestra cabeza la imagen que tenemos de ellos con los matices que aparecen en sus obras. Se me ocurren pocos referentes culturales, literarios y activistas más claros que Almudena Grandes. Pocos focos más potentes que el suyo para guiar nuestras vidas y alertarnos de las amenazas de nuestro mundo. 

Me ha gustado mucho leer sobre su constancia y su rigor a la hora de documentarse y escribir. Su atención minuciosa por los detalles, por las estructuras complejas y el ritmo. Una gran ambición que nos regaló novelas maravillosas como Los aires difíciles o El corazón helado, dos hitos en mi vida lectora que siempre recordaré con gratitud y admiración. "Almudena retuerce con el lenguaje lo socialmente aceptable y nos sitúa en un nuevo cuestionamiento de lo que cada uno entendemos por moral". Así recuerdo sus libros cuando yo tenía veinte años. Salía cambiado, revuelto en el mejor sentido, siempre asombrado de sus historias. 

Fue la mejor embajadora literaria de los vencidos de la guerra civil española. Con la voluntad de recuperar una memoria perdida, se propuso restaurar la dignidad de varias generaciones de españoles humillados por un régimen mediocre y asesino. "Recuérdalo tú y recuérdalo a otros", como escribió Cernuda. Fue un propósito que determinó casi todos los libros que escribió en los últimos veinte años de vida. Un legado imprescindible de dignidad y de nobleza. De conciencia cívica, que tanta falta nos hace en este derrumbe de los valores de convivencia democrática en el que vivimos. 

La prosa de Aroa Moreno desprende simpatía y amor por los cuatro costados. Nos devuelve a Almudena y su obra embellecidas por su mirada. Ahora brillan mejor todos sus libros desde la estantería de la librería. Brillan y me saludan y se arropan unos a otros, y arropan a sus vecinos y juntos cantan la canción del deseo y la memoria. 





lunes, 11 de marzo de 2024

SALIR DE LA NOCHE

Ahora que vemos con profundo desánimo cómo cada vez más partidos de extrema derecha ocupan puestos de poder, es muy instructivo volver la vista atrás y analizar qué sucedió en los años setenta en Italia, si no para relativizar nuestra situación, al menos para aprender que nada de esto es nuevo y que, en épocas no tan lejanas, el enfrentamiento ideológico entre derechas e izquierdas alcanzó unos niveles de violencia que hoy nos parecerían una locura. 

En 1969, una bomba en la plaza Fontana de Milán mató a diecisiete personas e hirió a otras ochenta y ocho. La policía atribuyó el atentado a grupos anarquistas y detuvo, entre otros, al ferroviario Giuseppe Pinelli, antiguo partisano y conocido pacifista. Tras un largo interrogatorio, Pinelli fue hallado muerto debajo de la ventana del despacho del cuarto piso del comisario Luigi Calabresi, que fue acusado inmediatamente por la opinión popular de izquierdas de haberlo asesinado. Tras dos años de hostigamiento, de acoso sistemático y de continuas amenazas, Luigi Calabresi fue asesinado frente a la puerta de su casa por las Brigadas Rojas. Lo que poca gente sabía, o no quería saber, es que la matanza de la plaza Fontana de Milán había sido cometida por neofascistas, asesorados y amparados por los servicios secretos. Y que Luigi Calabresi ni siquiera estaba en su despacho cuando Pinelli cayó por la ventana. A partir de ese momento empezó una espiral de violencia instigada por grupos de extrema derecha y respondida con furia por las Brigadas Rojas que, sumada a la violencia terrorista en España y en Irlanda del Norte, marcaría una década especialmente sangrienta en Europa. 

En este libro testimonial, Mario Calabresi cuenta la historia de su padre, Luigi Calabresi, y de otras víctimas del terrorismo en Italia en los años setenta y ochenta. Es el retrato de un policía íntegro acusado por la opinión pública de un asesinato que no cometió y convertido en chivo expiatorio de la furia colectiva. Como decía Aramburu en Patria, son las palabras las que te señalan y sellan tu destino: mucho antes de que la bala termine de matarte ya estás muerto. A pesar de que la inocencia de Luigi Calabresi se demostró hace mucho tiempo, las teorías de su culpabilidad siguen circulando en pleno siglo XXI, por una mezcla de ignorancia, conformismo y mala fe. Y por un cuerpo de policía corrupto que, durante más de una década, se dedicó a alentar el terrorismo de extrema izquierda para tratar de deslegitimar el comunismo italiano en un juego sucio que sumió a Italia en un baño de sangre sin precedentes.

Mario Calabresi rescata las voces heridas por el terrorismo, las voces de los familiares, de esos otros casi siempre ausentes de los relatos sobre la violencia. La muerte violenta deja en los familiares de las víctimas una sensación de tiempo detenido. Algunas personas sienten que una parte de ellas se quedó congelada en el momento de la noticia y nunca pudo continuar. Es un duelo que no cesa, una herida que nunca termina de cerrarse. Los asesinos les robaron una parte de su vida. Les infligieron un dolor del que nunca podrán recuperarse del todo. Y, por eso, les cuesta entender que algunos, al cumplir sus condenas y salir de la cárcel no se queden en silencio rehaciendo privadamente sus vidas, sino que concedan entrevistas, se vuelvan protagonistas de su historia e incluso aspiren a liderar un relato con cargos públicos y a representar la voz popular como si pudieran recuperar una ejemplaridad nueva y libre de mancha. 

"La disparidad de trato entre quien asesinó y quien fue asesinado es irreparable, se prolonga a lo largo de los años, agravada por el hecho de que quienes asesinaron entonces escriben memorias, son entrevistados en la televisión, participan en algunas películas, ocupan puestos de responsabilidad, mientras que a la viuda de un agente nadie va a preguntarle cómo ha vivido desde entonces sin su marido, si tiene hijos que vivieron una infancia de orfandad, si el tiempo que ha pasado les ha cicatrizado las heridas, el pesar, el dolor. 
¿Asesinados por qué, además? Por el sueño de un grupo de exaltados que jugaban a hacer la revolución, haciéndose ilusiones de que eran espíritus elegidos, almas bellas entregadas a una noble utopía, sin darse cuenta de que los verdaderos "hijos del pueblo", como los llamó Pasolini, eran el blanco de su estúpida locura". 

Esto me ha recordado mucho a la fantástica película Maixabel y cómo estuvimos P. y yo debatiendo después sobre los límites de la reinserción y los dilemas éticos que plantea. Qué es el perdón, a quién beneficia, qué consigue y qué construye. ¿Es lícito que un asesino con la condena cumplida pueda asistir al homenaje público que recibe una de sus víctimas? ¿Es lícito que comparta espacio con los demás asistentes? ¿Cuánto tiene que doler cerrar las heridas? ¿Se cierran las heridas alguna vez?

Siempre me atrae la dimensión humana, profundísima, a la que se asoma uno cuando se atreve a leer sobre el terrorismo. Este libro obliga a mirar más lejos. A los presagios, a la amenaza. A la convivencia con ese peso, esa sombra. A un país acostumbrado a la sangre en el asfalto. Aunque ¿se acostumbra uno a la sangre en el asfalto? Al hablar de terrorismo están siempre presentes los terroristas y sus víctimas, sobre todo cuando estas han muerto asesinadas. A las víctimas heridas se les presta menos atención. A los familiares de las víctimas, víctimas todos ellos también, menos aún. Mario Calabresi pone el foco en esas vidas que tratan de salir adelante contra el peso del trauma. "Recuerdo el cansancio de sentirnos diferentes, de no ser niños normales; no teníamos derecho a tener nombre y apellido, éramos "los hijos de...". Aplastados por aquello incluso en nuestros gestos más simples, en los juegos, en las relaciones con los compañeros de colegio". 

La violencia no empieza en quien empuña el arma o detona el explosivo, y no acaba en quien recibe el impacto. Viene de antes, se hace de palabras y de injusticias, de ideología y de mentiras. Y llega más lejos, impacta en las familias, se nutre del miedo y del duelo, del exilio exterior e interior. Es un viaje que nunca acaba, el de la violencia desplazada. Un terrorista aprieta el gatillo y ve cómo mata a una persona. Pero no es consciente de que detrás del muerto están siendo alcanzados, invisibles, su mujer, su madre, su padre, sus hijos, sus hermanos, sus amigos y toda la red de afectos que conectaban a esa persona con el mundo, y que sangran, cada uno de ellos, heridos por la misma y única bala que acaba con la vida de la persona asesinada. 

"Todo lo que permita recordar es bienvenido". Y cuando se recuerda de la mano de un escritor como Mario Calabresi, la memoria se vuelve un pilar sobre el que observar el mundo con más calma y más sabiduría. 





viernes, 8 de marzo de 2024

TODA LA RABIA

"¿Alguna vez se le pasó por la cabeza a algún hombre que las mujeres también teníamos un derecho inalienable a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad individual?", preguntó en 1855 Elizabeth Cady Stanton a su primo en una carta. 
169 años después, cuando un hombre lleva treinta años de matrimonio sin haber cocinado ni una sola vez nada de lo que come ni haber cosido un bajo de pantalón ni haber limpiado un váter, ¿se le pasa por su cabeza? 
169 años después, cuando un hombre no sabe cuáles son las extraescolares de sus hijos o dónde se compran y cómo se piden los libros de texto o cómo se organiza un cumpleaños, ¿se le pasa por su cabeza? 
169 años después, cuando un hombre se olvida de repasar los deberes con sus hijos o de preparar el baño a su hora sabiendo que no pasa nada porque ya va a venir su mujer detrás a hacerlo, ¿se le pasa por su cabeza? 
Derecho inalienable a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad individual. Tan obvio. Tan natural. Y tan lejano. 

¿Por qué tantas parejas siguen todavía guiones domésticos que ya han caducado en la mayoría de ámbitos de la sociedad? La igualdad de género en la retribución salarial es una victoria del feminismo, hasta tal punto que ya ni siquiera se considera una reivindicación feminista, sino una cuestión natural de justicia. Hasta los más reaccionarios la apoyan. ¿Por qué no la igualdad de género en la familia? ¿Por qué las familias, con su distribución de tareas y cuidados, siguen siendo el mayor reducto de desigualdad entre hombres y mujeres?

Este ensayo de Darcy Lockman responde a estas preguntas con multitud de ejemplos de la vida cotidiana, sacados de su propia experiencia y de cientos de estudios que analizan la desigualdad de género en el hogar, y en especial, la bomba de relojería para cualquier intento de igualdad que supone la crianza. Es una historia que a nadie que conviva con su pareja le sonará ajena: la de las que pequeñas desigualdades cotidianas, ese "zumbido constante" que, si no se le pone coto, puede dinamitar la armonía conyugal de cualquier pareja que aspire a tener una relación igualitaria. Pero, ¿cómo se le pone coto? Ah, jugosa cuestión.  

Me ha gustado muchísimo cómo describe la asombrosa capacidad de los hombres, no ya para escaquearse de las tareas domésticas, sino para simplemente vivir sin ser conscientes de su existencia. Y es que lo tienen muy fácil. Han aprendido desde pequeños, de múltiples maneras, que su responsabilidad en la tareas domésticas y de crianza siempre será secundaria, y que si no hacen todo lo que deberían o se olvidan de algo importante, no pasará nada porque ya vendrá su madre o su mujer a solucionar el problema. Pueden ser participativos pero sin estresarse, porque siempre tendrán alguien que arregle sus despistes. Pero ¿se pueden permitir lo mismo las mujeres? 

Reconozcámoslo, casi todo lo que ocurre en una casa se organiza en torno a ellas: las tareas domésticas, la crianza, el cuidado de los mayores, de los vínculos familiares, la planificación del ocio, la socialización familiar. Ellas cargan con la responsabilidad de mantener unidas a las familias. Por eso, cuando faltan o se ausentan, las familias se desmoronan. Los hombres solo se dan cuenta de esta desigualdad cuando ellas desaparecen. Y, con toda la razón, se sienten desorientados. Como niños pequeños sin el ojo vigilante e hiperactivo de su mamá. Perdidos en un mundo cuyas coordenadas más básicas nunca se molestaron en aprender. 

Esta es la historia de un reducto de servidumbre femenina en pleno siglo XXI. Una servidumbre tan cotidiana que apenas la vemos. Una servidumbre que no se acaba con la incorporación de los hombres a las ideas feministas: Darcy Lockman demuestra que la ideología compartida no se suele traducir en una experiencia vivida, especialmente a partir del primer hijo. Es decir, que los hombres tienen tal capacidad de disociación que pueden soltar un discurso feminista en la cena de navidad que deje a todas las mujeres de la familia llorando de la emoción, pero luego no ser capaces de recordar las extraescolares de sus hijos, coser un dobladillo o estar pendientes de cuándo hay que poner la lavadora. 

Este libro trata sobre la rabia. La rabia de cargar a solas con una responsabilidad que debería ser compartida. Pero ¿quién puede sentir una rabia diaria hacia la persona que ama? Porque exigir la igualdad, como ya contaba Hochschild en La doble jornada, a menudo es estrellarse contra un muro hecho de estereotipos tan arraigados en la educación y el comportamiento que están entrelazados con nuestra propia identidad. Por risible que parezca, para muchos hombres ponerse a limpiar un váter de forma cotidiana puede significar dejar de saber quiénes son dentro de su comunidad. 

Lo más inquietante, para mí, es cuando no hay rabia. Cuando el desequilibrio de reparto de tareas es tal que se convierte en esclavitud y sin embargo a ninguna de las dos partes se le ocurre quejarse. O, peor todavía, cuando ambas partes, con tranquilidad imperturbable, defienden que ese desequilibrio es la mejor forma de actuar: de hecho, la única forma correcta o moralmente aceptable. 

"Vimos a nuestras madres llevando las riendas y el control absoluto de nuestros hogares y a nuestros padres dejando pasivamente que eso ocurriera. Esos son los estereotipos de género que hemos aprendido". Compartir de forma igualitaria las tareas cotidianas supone un doble reto. El reto para los hombres es aceptar más tareas domésticas y carga mental y el reto para las mujeres es ceder el control de todo lo que ocurre en casa. Y solo se logra con comunicación emocional sincera, compartiendo abiertamente las expectativas, poniendo los cinco sentidos en las necesidades del otro, siendo cuidadosos con las palabras y teniendo siempre presente que por defecto lo más fácil es caer en estereotipos de género que generan conflictos e infelicidad. 

Los matrimonios no igualitarios forman parte de un sistema de desigualdad de género que nos atraviesa desde todos lados en infinitas conductas. Es un sistema férreo, antiguo y poderoso. Es un sistema cruel, rancio y perverso. Es un sistema que solo se puede mandar al pasado reaccionario al que merece pertenecer con desafíos cotidianos, constantes y masivos. Así hemos ido tumbando durante los últimos cincuenta años la desigualdad de género en las leyes y en los discursos públicos. Así la tumbaremos también en el corazón amurallado de las familias. 






lunes, 4 de marzo de 2024

VERA

El 14 de febrero, un escritor compartió en redes sociales este extracto de un poema de Luis Cernuda: 

"Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
[...]
Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido."

Y seguidamente comentaba: "Luis Cernuda escribió esto sobre el amor y desde entonces no hay nada más que decir sobre el amor."

Este poema de Cernuda es de 1931. Y Vera, la novela de Elizabeth von Arnim que acabo de leer, de 1921. Ambos muy próximos en el tiempo. Ambos retratan una forma de amar que tiene que ver con estar preso, con sentir escalofríos, con la posesión, con el amor como experiencia totalizadora que eclipsa cualquier otra experiencia de vida e incluso la niega. Una forma de amar que alude a la muerte. ¿La diferencia? Cernuda la exalta y Elizabeth von Arnim la denuncia. Cernuda le canta a los barrotes de su cárcel. Von Arnim te fabrica una llave para que abras la jaula. 

Esta es una novela deslumbrante y modernísima sobre el amor romántico y su toxicidad, y su capacidad de devastación. Ese tipo de amor sobre el que se asientan la mayoría de relaciones conyugales hasta la actualidad. Un amor que se basa en la desigualdad, la dependencia y la falta de libertad y autonomía personal. Un amor que infantiliza, que constriñe, asfixia, anula la voluntad y que, finalmente, puede llevar a la muerte. Un amor que se basa en la obediencia y un constante y leve temor, como el color de fondo de cada conversación, de cada escena. Decir algo, o coger otro cruasán, o proponer una actividad, e inmediatamente girar la mirada hacia el otro para asegurarse de que no va a haber represalias, de que se le ha concedido permiso. De que no se ha desviado del estrecho, cada vez más estrecho camino que ese amor le ha dejado para vivir. 

La mayoría de situaciones y emociones que describe Elizabeth von Arnim en Vera o bien las he vivido y sufrido en primera persona en el pasado, o bien he sido testigo (y sigo siéndolo) de ellas hoy en día en gente que me rodea. Quizá por eso he leído esta novela entre aterrado y asombrado por que una mujer hace más de un siglo viera a través de la impostura de este tipo de amor y supiera analizarlo en una obra de ficción con tanta perspicacia. Y furioso, furioso también por todo el daño al que nos sometemos por pecar de confiados, de pacíficos, por ese deseo de complacer que nos parece la base de la buena educación y que, sin que nos demos cuenta, se vuelve ansioso e hipervigilante para evitar cualquier ofensa, cualquier gesto o palabra que puedan provocar un conflicto. Y el esfuerzo ímprobo que supone atreverse a contraponer por una vez tus deseos a los del otro y la lucha agotadora que se desata después, por medios a menudo imperceptibles, hacen que pronto aprendamos que lo más fácil sea siempre plegarse y ni siquiera imaginar sostener un pensamiento propio distinto a un intento de copia del pensamiento del otro. 

Muchas novelas de amor anteriores a 1921 centraban su conflicto en vencer las convenciones sociales que ponían trabas a las parejas. El amor era una lucha social, una lucha hacia afuera. Una vez vencido ese conflicto, la felicidad se presuponía de tal manera que ni siquiera se mencionaba. Lo que pasaba  dentro del matrimonio solo podía ser la celebración de la victoria. Elizabeth von Arnim centra su historia en lo que pasa dentro de un matrimonio. En esos trapos sucios que una generación tras otra ha aprendido a lavar en casa y que, a fuerza de no airearlos nunca, carecen hasta de palabras para nombrarlos. Qué impactante es que esos trapos sucios hayan evolucionado tan poco en un siglo entero y que tantas parejas se sigan tratando con el látigo del amor romántico como si fuera lo normal, lo adecuado, lo que dicta la costumbre. 

Lucy, la protagonista de esta historia, es una joven "de un color delicado, de una redondez suave y lista para iluminarse con solo una palabra o una mirada". Su principal ocupación cada día consiste en no decir nada que pueda contrariar a su marido o herir sus sentimientos. Vive para complacerlo. O, mejor dicho, para evitar contrariarlo, que muy pronto acaba siendo lo mismo. Su forma de amarlo consiste en la voluntad de hacerlo feliz. Si él es feliz, ella también. No hay felicidad lejos del placer de él. Como decía Cernuda: él justifica su existencia. Hasta el punto de tener que medir cada palabra, estar siempre atenta a las expresiones de él, a sus gestos, sus miradas. Hasta el punto de reducir todas las expresiones del amor a una sola: la voluntad de complacer, para no herir, para evitar el conflicto interminable, el reproche mudo o explícito, para recibir el amor que al principio llegó sin interferencias, o simplemente para estar en paz. Y bajo la voluntad de complacer, empieza a brotar la culpa por no hacerlo bien todas las veces, por no saber leer sus gustos, sus necesidades, por herirlo con tanta frecuencia, por no estar a la altura. "Sin duda, soy una miserable", se repite Lucy cada vez que tiene que aplacar a su marido.

Vera, con la ironía y la inteligencia psicológica de Rebecca West y de Edith Wharton, consigue una de las mejores descripciones de una relación de amor tóxico que he leído en una novela. Narcisismo, infantilización, manipulación, victimismo, manía, obsesión, irascibilidad, insatisfacción, autoritarismo, necesidad constante de atención, rencor, obcecación, intransigencia. Todo está ahí. El matrimonio como posesión y amenaza. Como jaula y sometimiento. Qué ganas de hacer saltar por los aires esta institución desalmada que, con la complicidad criminal de los poetas, sigue siendo una fábrica de traumas psicológicos e infelicidad. Qué ganas de más Elizabeth von Arnims y menos Cernudas, de más llaves que liberen y menos elogios a las celdas cerradas, para que el amor sea una luz que ensancha nuestros caminos y no una imposición que nos amordaza.