jueves, 29 de febrero de 2024

LA CASA DE EL GATO JUGUETÓN

A menudo he pensado, al leer libros de historia o pasearme por lugares que evocan pasados fascinantes: ojalá tuviéramos una historia de la vida privada para cada época. Una historia que contara cómo vivía la gente común, y no solo las gestas de los reyes y las guerras y hechos más crueles. Una historia sencilla e íntima del calor que habitaba en cada casa, de las expectativas de las personas similares a nosotros, que miramos ciertas ruinas y tenemos que recurrir trabajosamente a una imaginación poco fiable para convertirlas en algo más que dura piedra. Uno de los escritores que sintió ese vacío fue Honoré de Balzac. Y se propuso cubrirlo. Al menos, el tiempo que le tocó vivir. Su intención fue clara desde el principio: hacer una historia de la vida privada en la Francia de la primera mitad del siglo XIX. Y desde entonces quien no llena de vida palpitante los fríos vestigios materiales de esa época es porque no lo ha leído. 

Balzac fue el maestro de los que después, siguiendo su ejemplo, buscaron capturar "la infinita variedad de la naturaleza humana". Pienso en Galdós, por ejemplo. O en Zweig. Dos de mis escritores favoritos, que caminaron por la senda abierta por el francés y trataron de escribir la historia olvidada por los historiadores, la historia de las costumbres, haciendo inventario de los vicios y virtudes, reuniendo las pasiones y los caracteres. 

Leo a Balzac y veo su estela también en escritores del siglo XX como Irène Némirovsky, por esas vidas enteras condensadas en unas pocas páginas, con toda su exaltación y su decadencia, su esplendor y su ruina, explicadas con la maestría de quien posee una capacidad privilegiada para comprender los profundos y delicados mecanismos que determinan las relaciones humanas. 

Empezar a leer a Balzac siempre es un desafío. Qué hacer, ¿elegir alguna de sus novelas más conocidas o seguir el orden con el que las publicó, bajo el título de La Comedia humana? Hace más de veinte años leí varias novelas suyas al azar, y tras tantos años, ahora he decidido volver a él desde el principio, como hice recientemente con los Episodios nacionales de Galdós. Y gracias a la buena labor de los editores de Hermida, que han emprendido la publicación de toda la obra en volúmenes muy cuidados, he leído y disfrutado muchísimo su primera novela, La casa de El Gato Juguetón

Es una novela corta sobre el enamoramiento fulgurante y la decepción posterior. Sobre el fulgor que arrebata prometiendo toda una vida de delicias y el aburrimiento y la traición a los dos años. También sobre el amor como éxtasis del creador, sublime y efímero y sujeto a la emoción y a la experiencia, frente al amor como proyecto de vida del burgués ligado a un deber social y una obediencia familiar. Me ha encantado la reflexión sobre la felicidad conyugal y el equilibrio de poder. Sobre la libertad que se da y se recibe, y sobre las jaulas en las que entramos voluntariamente pensando que eso es el amor porque así se ha hecho siempre. 

Incluso hay un momento en el que la amante de un personaje se permite aconsejar a la esposa traicionada sobre cómo evitar que los maridos se aparten de la senda monógama. Las que lo consiguen son mujeres que dominan a sus maridos encontrando las cualidades de las que carecen para hacerles ver que nunca saldrán adelante sin ellas. Y que dependerán de ellas para siempre. Los encadenan a la dependencia. Eso sí, dejando que crean que son ellos los que deciden, y haciéndoles ver lo mucho que ellas se preocupan por ellos y los cuidan y los veneran y admiran. 

Para 1828 me parece de una modernidad asombrosa. Con qué facilidad la idea del amor puede hacer entrar a un alma confiada en un matrimonio y transformar el paraíso soñado y prometido en un infierno. Cuántos retratos conyugales del siglo XXI he visto reflejados en estos buenos burgueses de hace dos siglos. 





lunes, 26 de febrero de 2024

LOS DIEZ MITOS DE ISRAEL

Israel tiene derecho a defenderse. Este es el mantra que se lleva repitiendo desde hace décadas ante cada acto violento cometido por los palestinos. Y que no ha dejado de repetirse, día sí día también, en los medios de comunicación desde el 7 de octubre de 2023. Pero, curiosamente, nunca hemos escuchado en esos mismos medios, ni hace años ni ahora, que Palestina tenga derecho a defenderse. Por cada israelí muerto han muerto seis palestinos en las últimas décadas. Quién sabe cómo se ensanchará esa desproporción cuando acabe el genocidio empezado hace cuatro meses. Y no deja de llamarme la atención que la lógica sea que a quien más muere, menos derecho se le concede a defenderse. Que esto lleva siendo así desde hace casi un siglo ya es innegable y solo se explica con una política racista y violenta: la que ha utilizado Israel, sirviéndose de su condición de víctima del Holocausto, para oprimir, maltratar, encerrar y, ante la imposibilidad de expulsar definitivamente de su tierra, exterminar al pueblo palestino. 

Ilan Pappé es uno de los historiadores israelíes más reconocidos internacionalmente. En este libro de lectura sencilla y brevedad irresistible, enuncia diez mitos, diez mentiras que han usado Israel y la comunidad internacional de países ricos para mantener un sistema de apartheid en Palestina y que han calado tanto en nuestra forma de entender el conflicto que muchos ni nos los cuestionamos. Los diez mitos son: que Palestina era una tierra vacía antes de la creación del estado de Israel, que los judíos eran un pueblo sin tierra, que el sionismo es lo mismo que el judaísmo, que el sionismo no es colonialista, que los palestinos abandonaron voluntariamente su tierra en 1948, que la guerra de 1967 fue inevitable, que Israel es la única democracia de su entorno, que los acuerdos de Oslo fracasaron por culpa de Arafat, que Gaza es un nido de terroristas y que la solución de los dos estados es el único camino hacia la paz. 

Mediante estos mitos, Israel ha logrado convencer a una mayoría de los israelíes y a una parte importante de los países más ricos del mundo, de que el pueblo palestino no tiene el mismo derecho que el pueblo israelí a vivir en su tierra. Que el pueblo palestino no tiene derecho moral a la tierra, porque el derecho de los israelíes es superior. La aceptación tácita de estos mitos por parte de la mayoría de los países occidentales explica por qué no hay genocidio capaz de hacer que se movilicen en favor del pueblo palestino, por qué los palestinos nunca podrán ser reconocidos como víctimas, por qué siempre recaerá sobre ellos la sospecha del terrorismo, la culpa última de su situación. Es la misma táctica que usa el patriarcado contra las mujeres víctimas de agresión sexual: cuestionar su actitud, su ropa, su respuesta, su vida privada, su rabia o su apatía y cualquier aspecto imaginable para proyectar la sospecha de culpa, para poner en duda su derecho a la reparación y a la justicia. 

El objetivo del sionismo fue claro desde el principio: "apoderarse de la mayor cantidad posible de territorio palestino con la menor cantidad posible de palestinos". "Al negarles la ciudadanía por un lado y no permitirles la independencia por otro, condenaba a los palestinos de Cisjordania y la franja de Gaza a una vida sin derechos civiles y humanos básicos". 

La calidad democrática de una nación se mide por la tolerancia y la inclusión de sus minorías y de los grupos que confrontan sus gobiernos y sus instituciones. La calidad democrática en Israel nunca ha sido muy buena. Y ha ido degradándose hasta ir pareciéndose cada vez más a un estado autoritario de etnia homogénea en el que se reprimen a las minorías hasta el punto de negarles derechos fundamentales, de expulsarlas, de confinarlas en guetos y, en último extremo, de exterminarlas. 

La solución de los dos estados, esa que defienden tantos líderes mundiales constantemente, es inviable hoy en día, con una Gaza en ruinas y un genocidio en marcha. Pero ya lo era para Ilan Pappé en 2017, cuando se publicó este libro. ¿Qué pueblo acepta que otro ocupe su tierra y lo expulse de más de la mitad de su territorio? ¿Qué pueblo acepta que se le niegue el derecho al regreso a su lugar de origen cuando se le ha expulsado de él y se le ha condenado a una vida de refugiado desde 1948? Pero también es inviable para los palestinos por la fragmentación de los núcleos de población palestina en Cisjordania provocada por los asentamientos de colonos israelíes. Crearía un estado palestino sin soberanía propia, incapaz de protegerse de un Estado israelí que lleva ochenta años demostrando que no considera a los palestinos personas con derechos. Los palestinos con nacionalidad israelí seguirían siendo ciudadanos de segunda y los refugiados seguirían sin poder regresar a la tierra de la que sus antepasados fueron expulsados (sin que Israel haya asumido nunca su responsabilidad). 

Pero la solución de los dos estados, vendida a la comunidad internacional como un castillo de humo que ningún gobierno israelí está dispuesto a hacer realidad, no solamente es inviable, sino que representa un obstáculo para la paz. Pappé lo explica así para concluir su ensayo: "Los pueblos colonizados, afirma la Carta Fundacional de la ONU, tienen derecho a luchar por su liberación, incluso con un ejército, y el final exitoso de su lucha radica en la creación de un estado democrático que incluya a todos sus habitantes. Una discusión sobre el futuro, liberada de los diez mitos sobre Israel, no solo ayudará a traer la paz a Israel y Palestina, sino que también ayudará a Europa a cerrar adecuadamente los horrores de la segunda guerra mundial y la época oscura del colonialismo". 






lunes, 19 de febrero de 2024

DEMON COPPERHEAD

Ficha de Demon Copperhead. Madre: huérfana, casas de acogida, politoxicómana a los dieciocho, ningún pariente conocido, muerta por sobredosis de OxyContin. Padre: muerto. O directamente "no existente", según el certificado de nacimiento. Y Demon: desde los diez años en casas de acogida, trabajos clandestinos en plantaciones de tabaco y en vertederos ilegales, altas probabilidades de seguir el camino de sus padres. 

No recordaba un narrador como este. ¡Qué maravilla! Qué voz tan especial, tan directa, divertida, salvaje, tierna. Demon Copperhead ya ha pasado a formar parte en mi cabeza del grupo de personajes elegidos, esos cuya personalidad es tan arrolladora que titulan las novelas que protagonizan. Pienso en la Regenta, el Conde de Montecristo, Jane Eyre, Lolita, Madame Bovary, la señora Dalloway, y por supuesto, David Copperfield, inspiración directa de la que se ha servido Barbara Kingsolver para crear este demonio cabeza de cobre que me ha robado el corazón. 

Demon Copperhead puede leerse como el David Copperfield del siglo XXI: a pesar del siglo y medio largo transcurrido entre las dos novelas, la pobreza infantil y la violencia institucional a la que todavía se somete a los niños huérfanos en nuestras sociedades provocan rabia y una empatía dolorosa que nos puede cambiar la forma de ver el mundo. Esta historia es dura y terrible, despiadada como la vida en las comunidades más pobres de Estados Unidos. También es emocionante y divertida. Cada página desgarraría si no fuera por la ternura y el humor que amortiguan los golpes. Y es una historia cotidiana, tan cotidiana como en la Inglaterra de Dickens, con su plaga del capitalismo más puntero que llegó para salvarnos del dolor: los opioides. 

He pensado en muchas cosas leyendo esta novela. Es una historia llena de ramificaciones que me han llevado por caminos imprevistos dentro de mi cabeza. Esa es la magia, también, que consigue Kingsolver: hacer que un chico de barrio rico se convierta mientras lee en un niño desahuciado por el sistema y la música de la historia le resuene con fuerza por dentro. He pensado, por ejemplo, que si desde niño te intentan disciplinar con las palabras adecuadas y el tono preciso, aunque sea sin violencia explícita, es muy probable que ya no puedas sacarte nunca esa voz de la cabeza. Y la presión ejercida no necesitará repetirse: tú la ejercerás sobre ti mismo, tú mismo serás la voz que te castigue, porque ya no sabrás diferenciar tu propia voz de la voz que te maltrató. He pensado en ese gusano insaciable que te persigue por los sueños y se hace pasar por ti y te castra como un día quisieron castrarte y, peor aún, no contento contigo, trata a su vez de castrar a los demás. Y he pensado en la liberación y en la gloria cuando un día dices basta. Un fuego prende en tu interior y te atreves, oh, terrible transgresión, a decir basta. La liberación y la gloria cuando te prometes usar el incendio abrasador que te alimenta para vengarte de quien te metió esa violencia en la cabeza. 

Esta es la infancia de un niño de diez años que sueña con ver el mar, pero cuyo horizonte es la jaula del sistema de acogida. Pasando de una asistente social a la siguiente. Enamorándose de todas, porque todas le ofrecen estabilidad, cariño, lealtad: hermosos castillos en el aire. Todas son jóvenes y equilibradas como le habría gustado que fuese su madre y van por la vida muy seguras de sí mismas. Y todas desaparecen al cabo de unos meses, sin despedirse. Y vuelta a empezar con la siguiente. Y la paciencia, la paciencia de sonrisa rota mientras la nueva se lee tu expediente y se aprende tu nombre y la rueda de la dependencia vuelve a girar con su chirrido disfuncional. ¿Qué quieres ser de mayor? ¿Lo has pensado ya? No, no lo ha pensado. Con el daño que hace soñar con castillos en el aire. Con seguir vivo de momento ya le vale.  

A través de su héroe inolvidable, Barbara Kingsolver también ha hecho un retrato de ese segmento social estadounidense llamado despectivamente white trash, basura blanca, esa comunidad rural blanca y pobre que vive en la América profunda, que sufre un clasismo salvaje y siente que el mundo la ha dejado atrás. "De pie sobre un pequeño montículo de mierda, luchando por no perder lo único que te sostiene", que también es lo que te lleva directo a la tumba. Vidas que no dejan marca, barridas por el olvido y el OxyContin. Vidas destruidas para que los millonarios de turno, como los Sackler y su empresa Purdue Pharma, se forren vendiéndoles adicción, agonía y muerte. 

Demon Copperhead es una novela sobre la búsqueda de dignidad y de reconocimiento de un chaval tratado desde niño como una mercancía intercambiable entre los servicios sociales y las casas de acogida. Un chaval sin amarres, sin esas cuerdas que a los que hemos crecido en entornos seguros nos unen a la familia y a los amigos. Esos apegos firmes y estables que damos por hecho y nos mantienen en pie para él son cabos sueltos y descontrolados que no solo no le sirven de asidero sino que en cualquier momento pueden convertirse en látigos que le dejan el cuerpo en carne viva. Con que busques en tu interior una pizca de empatía y de la imaginación necesaria para leer con humildad, este libro no solo te va a llevar a un viaje alucinante, sino que te va a traer de vuelta con el mar en los ojos y el corazón blandito. 






jueves, 15 de febrero de 2024

PEQUEÑAS HERIDAS MORTALES

"Los personajes no pueden salir de los libros a no ser que alguien les convoque. Alguien me ha convocado y escapo cada mañana de mi novela". Así empieza este libro de Belén Gopegui, una conversación " a modo de propuesta de amistad" que transita por el ensayo y el juego, que dialoga y propone y se lee como quien se toma algo en una terraza mientras mira la calle y juega a cambiar el mundo. Gopegui es el personaje. Y nosotros, lectores, su novela. Durante 123 páginas tendremos el privilegio de acoger a una protagonista de excepción. 

Me han gustado muchas ideas de este libro. Ha sido como pasear por una ciudad con algo interesante que descubrir en cada calle. Por ejemplo, ideas como la decadencia del placer provocada por la necesidad del propósito. Somos muchos los que sentimos, creo, que nuestro presente a menudo es sacrificado en el altar de un futuro incierto y dogmático. Y qué importante es tratar de defender la idea de un presente con las ventanas abiertas, esa idea de que "la vida y el amor dejan de interpretarse como un viaje con objetivos y destinos que alcanzar, y se ven como un baile que no buscan el aplauso sino el placer". No el reconocimiento, sino la libertad. 

Belén Gopegui hilvana los hilos de la poesía en un tapiz de filosofía y nos habla de la importancia del trato que damos a los demás, de cómo los vemos y qué esperamos de ellos. "Casi toda la vida se nos va en esto, no en saber, ni en entender, sino en lograr imaginar que quien está a tu lado es verdaderamente distinto a ti, aunque también sea igual a ti". Y aquí viene lo difícil (y lo imprescindible): imaginar que quien está a tu lado es distinto a ti para no dar por hecho que si no actúa como tú se equivoca o se desvía del camino correcto; aceptar que es igual a ti para no caer en la trampa de la superioridad. 

Siempre hay menos hechos incontestables de los que desearíamos. Aceptarlo es de sabios, pero es un riesgo. Te expone a la intemperie de la duda. Te quita la comodidad de las certezas. De los juicios morales inmediatos y fulminantes. "El sentido común es el menos común de los sentidos", decimos, ufanos, quejándonos de que la gente (esos otros que nunca somos nosotros) sea tan poco razonable. Sin embargo, no es así. No existe un único sentido común. El sentido común es una multitud de sentidos dispares que hemos aprendido a conjugar lo mejor que podemos y que a veces convergen en una supuesta unanimidad que está sujeta a un cambio constante y que nunca es tan unánime como nos parece. Usamos muletillas como "es lógico que" o "evidentemente" cuando argumentamos para tratar de convencer y convencernos de que lo que decimos no admite réplica. Sin embargo, casi todo admite réplica y casi nada es tan evidente ni lógico. Es difícil argumentar mirando a los demás y no al espejo de nuestra propia convicción. Si sacamos la mirada de nosotros mismos y nos arriesgamos a mirar desde el lugar del otro es muy probable que dejemos de resguardarnos bajo el paraguas de la lógica o la evidencia. 

Damos valor a cosas distintas. Tenemos distintas prioridades. Y sin embargo nos entendemos. Encontrar el camino del entendimiento a través de la espesura de lo que nos diferencia es la única forma de vivir en sociedad. Aunque esa espesura a menudo se vuelva una selva impenetrable. También es verdad que no hace falta entenderse por completo. Que un caminito de comunicación a veces ya basta. Y no hace falta una carretera. Que la espesura es saludable. Que discrepar es vital. Y que si dos personas están siempre de acuerdo en todo y en todo piensan igual, es porque una ha secuestrado la voluntad de la otra y está pensando en su lugar. 

He leído este libro apuntando y apuntando. Es una conversación, así que ¿cómo leerlo sin dar la réplica? Y apuntando citas literales: "Todas las personas somos frágiles. A todas nos pueden ocurrir roturas leves y también tragedias. Pero no todas las tragedias se convierten en desgracias. La desgracia tiene un componente de clase. La desgracia es lo que sucede cuando no hay respaldo patrimonial ni una red pública que dé apoyo". Me ha gustado el punto de vista de clase social. Difícil no entender el rencor de clase contra quienes han nacido a salvo de desgracias y, sin embargo, miran por encima del hombro a quien desde siempre vive a la intemperie de una precariedad inmutable. Y también me he vuelto a encontrar alusiones al mito de la meritocracia, y a cómo algunos se escandalizan cuando se les pide que argumenten sus comportamientos, especialmente cuando se cuestionan estereotipos de género o dinámicas de dominación, dinámicas tan repetidas e interiorizadas que no entienden cómo pueden ser cuestionadas. 

Belén Gopegui advierte sobre las consecuencias impredecibles del uso de la violencia. Los ecos de la violencia. El golpe o el grito que recibes de tu superior, tú se lo das a tu subordinado, que a su vez se lo da a su hijo, que a su vez se lo da a un compañero de clase, y así la violencia reverbera en una cadena de agresividad desplazada con víctimas impredecibles. Y, al revés: ¿quién sabe de qué larga cadena de transmisión viene la bondad que recibimos y hasta dónde puede llegar la que damos?

En nosotros conviven el huracán y el entusiasmo por la vida. La indignación y la risa. Y no son contradictorios. Pobre de la rabia que no encuentre aire fuera de su jaula. Pobre de la risa que no tenga una conciencia que la canalice. Cuidémonos las dos. 






lunes, 12 de febrero de 2024

AMOR SIN FIN

Un chaval de diecisiete años le prende fuego a una casa con su novia y su familia dentro. Ese sería el titular amarillista que resumiría el armazón de esta novela. Y todos pensaríamos encontrar una historia de desvarío y asesinato. Y todos descubriríamos una historia de amor.  

Esta novela brilla y quema. Es de una intensidad agotadora, de una belleza arrebatadora. Es vehemente, monumental, trágica. Neurótica y obsesiva, un torbellino. Cuenta la historia de un amor que se sale de los márgenes de la cordura para navegar en aguas desconocidas. Y apunta con un dedo a cualquiera que haya estado enamorado alguna vez y haya visto cómo su amor se escapaba o se rompía y le dice: dime si no te reconoces en esto, dime si esto no ha sido así, tal y como lo cuento, alguna vez en tu vida. Dime si esta locura no es verdad. Y dime si alguna vez podrás arrepentirte. 

Estar enamorado es ceder a la parte más ingobernable, más viva y loca de nuestra identidad. Es ver significados ocultos y extraños en todas las cosas, es sentir que todas las cosas están irresistiblemente conectadas contigo, que todo tiene profundidad y emoción, que el mundo vibra al compás de una música que solo suena en tu cabeza. Estar enamorado es vivir permanentemente, como dice el narrador, en "un estado lacerante de conciencia". Lacerante, porque la intensidad abruma y el daño acecha en cada palabra, en cada silencio. Porque esa parte loca de nosotros nos hace entrar en una espiral de obsesión que por momentos nos conduce hacia una locura real aterradora. Es una sensación de euforia sobrenatural, de sensibilidad extrema, de vibración. Sí, de vibración interior: "si mi mente pudiese haber emitido algún sonido, habría reventado una hilera de copas de vino". 

"Nada me pasaba inadvertido y todo portaba en sí una especie de drama". Esto: ser el centro de una historia excepcional, el protagonista de un poema, de un cuento, una novela, una película. Sentir que cada gesto cuenta, que el mundo es un escenario, que hay un público que te mira y mirarte con sus miradas, y construir un mundo imaginario que es un escenario gigante lleno de espejos en los que tu reflejo se multiplica hasta el infinito y que todo, absolutamente todo lo que haces, está dirigido a ese amor que es el fuego inventado en el que te consumes de verdad. Porque ese fuego inventado es más real que la realidad, es la única realidad válida, "más real que el tiempo, más real que la muerte", que cualquier cosa queda supeditada a ese bien supremo, incluso la salud, la razón y hasta la vida. 

Me ha encantado cómo esta novela describe la sensación de heroicidad, de transgresión, de ser un revolucionario rompiendo todas las reglas, un poeta descubriendo un nuevo lenguaje, inventando el amor. Qué ridículo parece este adanismo, y lo seriamente que uno se lo cree. Y lo irrazonable que se vuelve. Hay una parte de la lógica que se rompe y uno se refugia ahí y cierra los oídos a todo lo que no sea el deslumbramiento interior, el fogonazo y el dolor y la euforia constante. Y se aísla de cualquier sensatez y desprecia cualquier sensatez, y la sensatez se vuelve lo inconcebible, la monotonía, una camisa de fuerza, la muerte. 

Amor sin fin es una novela extremadamente fluida e inteligente. Seductora y precisa. Hurga en las emociones, las disecciona con la delicadeza de un coleccionista de mariposas. Recuerda por momentos la prosa envolvente de Dominick Dunne. Y por el amor salvaje que rompe todas las costuras, Salvar el fuego, de Guillermo Arriaga. De un incendio, ambos protagonistas no dudarían en dejar todo lo demás y salvar el fuego. 

La he leído pensando que no voy a poder recomendársela a nadie. ¿Cómo defiendo la barbaridad que es esta historia? Cómo convenzo a alguien de leer 560 páginas de obsesión angustiosa y belleza opresiva, la belleza de esas flores voraces y excesivas en su exuberancia que crecen en ambientes cuya humedad se vuelve casi incompatible con la vida. Esta novela derrocha emociones e intensidad en cada página, fluctúa, se pierde, se encuentra y divaga "con el abandono de los piratas borrachos que se tambalean por los puertos con un saco lleno de oro". Si alguien decide adentrarse en ella, que vaya preparado para un viaje arriesgado. Puede volver convertido en otra cosa. 





jueves, 8 de febrero de 2024

ALISON

Alison no aprendió a soñar hasta los veinte años. O, mejor dicho, sí soñó, pero no se daba verdadera cuenta. Siempre pensó que no tenía personalidad. Que mientras los demás se volvían resolutivos, atrevidos, desenvueltos, ella seguía encerrada en su burbuja de timidez que le impedía sentir el mundo y ser vista por los demás. A los veinte años, después de una vida demasiado tranquila en Dorset y sus acantilados blancos y de un temprano matrimonio que la había convertido imperceptiblemente en una versión joven de su madre, un pintor de renombre se fijó en ella. La cortejó. Le enseñó a posar. Le enseñó a pintar. Le enseñó a verse como la veía él. Y ella sucumbió al hechizo. 

Alison llegó a Londres y sintió que empezaba a vivir. Pero el pájaro que llevaba dentro todavía no se atrevía a volar de verdad. Había otro pájaro más grande que le decía que no podía. Que el nido era su hábitat natural. Que adónde quería ir, si él podía traerle lo que necesitara. Que sus plumas no eran suficientemente fuertes, que su pintura no era aún suficientemente buena. Que tenía que seguir practicando. Practicando. Era tan joven, todavía. Tan inexperta. Una niña. 

Patrick, el pintor famoso, "se declaraba antisistema con ese orgullo que solo podía permitirse una persona tan adorada por ese mismo sistema, que ponía en sus manos el dinero, y con él, la libertad para consagrar su vida a la pintura. Patrick no tenía tiempo para quienes no vivían exactamente como querían, igual que él; no concebía por qué los demás se ceñían a las convenciones. Ignoraba que a la mayoría de la gente no le queda otra, que el margen de maniobra solo existe para unos pocos escogidos". 

En Londres, Alison aprendió a amar y a que el amor se transformara en una jaula. Aprendió a luchar por su libertad. Aprendió que la lógica, el rigor y la precisión no tienen que ser el único enfoque para alcanzar algo que merezca la pena en el arte. Cada uno tiene que buscar su propio enfoque. Uno que no sea una jaula, una camisa de fuerza que te obligue a ser alguien que no eres, que te castre la improvisación, el deambular fuera del camino marcado. Si el enfoque sacrifica la alegría, entonces no merece la pena. 

Esta es una historia sobre encontrar tu propio lugar en el mundo y negarte a permitir que dependa de otras personas y se diluya en las necesidades ajenas. Me ha gustado mucho la reflexión sobre el talento y la meritocracia, que conecta con el ensayo de Michael J. Sandel: cómo pensar que puedes ser bueno en algo si te has criado en un entorno en el que nadie es especialmente bueno en nada, y en el que cualquier talento especial se sofoca y se minusvalora para que no se salga de la norma ni deje a los demás en evidencia. 

Me ha recordado a la historia de la pintora sueca Berta Hansson en el libro El pájaro que llevo dentro vuela adonde quiere. La historia de Alison es una aventura de vuelos y caídas. Y de búsqueda incesante de libertad personal a través de los colores y las formas. Es una forma radical de vivir libre. Parece muy obvia y muy simple, pero poca gente logra ponerla verdaderamente en práctica: el aire es de todos y todos tenemos derecho a que nuestro pájaro interior vuele adonde quiera. 




lunes, 5 de febrero de 2024

LA TIRANÍA DEL MÉRITO

Si en 2023 Menos es más, de Jason Hickel, fue el ensayo que me cambió la vida, en 2024 difícilmente voy a leer otro ensayo más transformador para mí que La tiranía del mérito, de Michael J. Sandel. ¡Y acabamos de empezar el año! Cuando digo que tal o cual libro me han cambiado la vida, algunas personas me miran con guasa: ¿pero tú cuántas vidas tienes que las cambias tan a menudo? Muchas, pienso, gracias a los libros tengo muchas, y aunque tuviera una sola, estaría constantemente cambiándola, transformándola, y, sobre todo, deconstruyéndola: sacando con cuidado todas esas piezas del puzle que ya no me gustan, que me estropean el dibujo, que ya no me aportan nada y que me incomodan, para poner otras en su lugar que me hagan ser más consciente de lo que hago y pienso y en las que pueda reconocerme. Con este libro he empezado a desaprender el mérito. Y creo que ese camino ya no tiene vuelta atrás. 

"Yo no le debo nada a nadie, todo lo que tengo me lo he ganado a pulso". Yo crecí con este mantra. Mucha gente a mi alrededor lo repetía. Como afirmación orgullosa, pero también como lección. Si yo pude, tú también podrás. Solo tienes que esforzarte. Es la promesa del sueño americano. Y no hay nada más empoderador que esta idea. También, demasiadas veces, nada más falso.  

Este libro le da la vuelta a esa idea con este otro mantra: "Yo soy un privilegiado. Y casi nada de lo que he conseguido en mi vida ha sido mérito mío". Decirse esto todos los días debería estar prescrito por la seguridad social para los que se lo crean, porque es imprescindible escucharlo, un poco como hacían los generales y emperadores romanos en sus desfiles triunfales, cuando un esclavo les susurraba al oído repetidamente "recuerda que eres mortal", para que el éxito no se les subiera a la cabeza y se creyeran dioses. Y es que en los últimos cuarenta años ha proliferado una ética meritocrática que nos ha hecho creernos merecedores, para bien y para mal, de todo lo que nos sucede. A los que en algún momento nos ha ido bien en la vida nos ha endiosado, borrando de un plumazo todos los condicionantes externos (sociales, azarosos, biológicos), y ha hecho florecer una soberbia insolidaria en las personas exitosas y una humillación resentida en las personas desfavorecidas, polarizando la sociedad y destruyendo la confianza en el bien común. 

En una sociedad meritocrática, las personas que no alcanzan cierta estabilidad o cierto éxito son juzgadas como merecedoras de su fracaso. A ninguna clase desfavorecida la habían dejado nunca en semejante grado de vulnerabilidad moral como a la actual. La total incomprensión de clase de las élites, a menudo las élites progresistas, que han aprendido desde la infancia a mirar por encima del hombro a cualquiera sin estudios superiores o un trabajo intelectual, es el caldo de cultivo en el que ha explotado la política del resentimiento de la extrema derecha. Una de las razones del descontento de la clase trabajadora, capitalizado en los últimos años por partidos de extrema derecha de muchos países, viene precisamente de la pérdida de estima social de sus trabajos y capacidades provocada por unas sociedades regidas por una meritocracia desaforada. 

"En nuestros días, vemos el éxito como los puritanos veían la salvación: no como un producto de la suerte o de la gracia, sino como algo que nos ganamos con nuestro propio esfuerzo y afán". 
El éxito, la riqueza, la buena salud, se han convertido en medidas de virtud: nos las merecemos por haber hecho bien las cosas. Con su corolario inevitable: si no tienes la riqueza, el éxito y la salud que tengo yo, es que no has hecho las cosas igual de bien que yo. 

Esta forma de pensar es tentadora para mucha gente, sin duda tiene un aura empoderadora. Anima a las personas a responsabilizarse de su situación y no rendirse al derrotismo del todo es azar y circunstancia y no puedo hacer nada para cambiar mi situación. Pero tiene una vertiente perversa: si pensamos que nada es azar y circunstancia y que los desgraciados son los únicos culpables de sus propias desgracias, la ética del bien común deja de tener sentido. "Cuanto más nos concebimos como seres hechos a sí mismos y autosuficientes, más difícil nos resulta aprender gratitud y humildad. Y, sin estos dos sentimientos, cuesta mucho preocuparse por el bien común". 

El lema "si te esfuerzas lo bastante, podrás conseguir lo que te propongas" es mentira. El ascensor social lleva décadas que no funciona: el mérito importa mucho menos que el nivel socio-económico familiar para tus logros. La idea "tenemos lo que merecemos" es doblemente perversa: confirma a la persona exitosa de que su poder emana de su mérito y señala a la persona desfavorecida haciéndole creer que si no tiene más es porque no lo vale. Es la excusa moral perfecta para perpetuar la desigualdad. 

Si no desvinculamos mérito de recompensa, tenderemos a pensar que el dinero es el único parámetro que nos valida como seres humanos. Yo he sido recompensado mil veces más como librero que como pianista. Y aun así, a día de hoy sigo convencido de que soy mejor pianista que librero. La explicación de por qué vivo de lo primero y nunca me daría para vivir de lo segundo no tiene nada que ver con el mérito y sí con aspectos tan alejados de él como el mercado, la demanda, la herencia, los contactos, la suerte y el valor social y económico que se atribuye en nuestra sociedad actual a estas dos profesiones. 

Este ensayo ofrece muchos ejemplos de la vida cotidiana, en la educación y en el trabajo, sobre la toxicidad de la meritocracia y propone medidas para revertir el daño que ha ocasionado en la sociedad y recuperar el bien común como prioridad innegociable. 

Al terminar de leer este ensayo tenía la cabeza en centrifugado rápido y la pobre P. ha aguantado estoicamente las parrafadas con las que trataba de organizar la revolución que Sandel me había montado por sorpresa. Adoro los libros que me montan revoluciones. Ahora toca inventarme un mundo nuevo post-meritocrático. A ver qué sale.