lunes, 30 de noviembre de 2020

LA MUJER SIN NOMBRE

El olvido que ha sufrido María Lejárraga me sorprende hoy muchísimo. Mi interés por la generación del 27 fue siempre una constante durante años. Más allá de Lorca, Salinas, Cernuda, Alberti, Guillén o Aleixandre, detrás estuvieron mujeres tan importantes como María Zambrano, Rosa Chacel, María Teresa León, Marga Gil o políticas como Clara Campoamor o Victoria Kent. De todos ellos se ha hablado mucho, de ellas menos, pero de María Lejárraga muy poco, solo la idea generalizada de que había escrito todas las obras que había firmado su marido, Gregorio Martínez Sierra, o sea un papel de víctima y la imagen de una injusticia machista. 

Siento un profundo agradecimiento a Vanessa Montfort por esta novela que nos aporta tanta información, para mí desconocida, de un personaje tan interesante, más allá de su relación con Gregorio al que llevaba siete años y le consideraba su "niño", en una relación casi materno-filial. Se casaron, él con 19 años y ella con 26, profundamente enamorados. Ella le cuidaba porque la salud de Gregorio era muy frágil. Para mantener el matrimonio ella aceptó un trabajo de maestra, que en aquella época era tremendamente degradante, y que además no le permitía publicar ninguna obra con su firma, motivo por el que acordaron que pondrían la firma de Gregorio. Ese fue el inicio de una iniquidad. 

Gregorio era un hombre de teatro. Lo que le gustaba y hacía era dirigir y le pedía libretos a su mujer a un ritmo vertiginoso. El éxito de las obras hizo que ella abandonara su trabajo de maestra después de diez años. Escribió más de un centenar de títulos, Tú eres la paz alcanzó las cincuenta ediciones, Canción de cuna se llevó varias veces al cine. De alguna manera, y es una paradoja, ella se inventó el personaje de Gregorio Martínez Sierra y como le quería no le importó quedar en la sombra, pero no era una víctima.

María no sólo fue maestra y dramaturga, la más importante de su época. También tradujo a Shakespeare, Stendhal, Ibsen y Sartre, fue diputada de la Segunda República por Granada, diplomática y formó parte del grupo que fundó el Lyceum Club Femenino. Mantuvo siempre una amistad profunda con Juan Ramón Jiménez y Zenobia Cambrubí, con Falla, con quien colaboró escribiendo los libretos de El amor brujo y El sombrero de tres picos, con Turina, con García Lorca...

Cuando empezó la guerra civil se exilió a su casa de Niza, para entonces ya se había separado el matrimonio porque Gregorio había iniciado una relación con Catalina Bárcena, la primera actriz de su compañía, con quien tuvo una hija y a quien presentaba como su mujer haciéndose pasar por viudo en América, adonde se llevó la Compañía. Esa fue una etapa durísima para María, pasó hambre en Niza, perdió veinticinco kilos y él, en su egoísmo, inconsciencia o crueldad, no se ocupó de su mujer, de la que nunca se divorció, más que para seguir pidiéndole libretos. La censura franquista borró su nombre por ser republicana, fue fácil porque no aparecía en ningún lugar y su marido se ocupó de no declararlo más que en una carta privada que le envió. Afortunadamente, ahora contamos con una circunstancia favorable: se han recuperado ciento cuarenta y cuatro cartas que permiten reconstruir la vida de esta admirable mujer.

Gregorio murió de cáncer en 1947 pero María vivió casi cien años, murió en 1974, le faltaron seis meses para cumplirlos en su exilio de Buenos Aires. Una lástima que no pudiera conocer la muerte de Franco, un año más tarde. Allí en Buenos Aires se le tributaron homenajes que aquí inexplicablemente ni siquiera se divulgaron. Sólo el año pasado, en 2019, se estrenó una obra de teatro, Firmado Lejárraga, en el Centro Dramático Nacional, escrita también por Vanessa Montfort. Ojalá sea el inicio de un reconocimiento tan merecido.




jueves, 26 de noviembre de 2020

APUNTES PARA UN NAUFRAGIO

Esta novela cabe en una mano abierta. Sus 240 páginas entran en un bolsillo y uno puede llevarlas en el abrigo sin que nadie sospeche que esconde un tesoro inmenso e inabarcable. Una explosión de vida, dolor y amor que todavía siento cada vez que cierro los ojos y evoco ese nombre: Lampedusa. 

"Lampedusa, de lepas, la roca erosionada por la furia de los elementos, que resiste en la vastedad del mar abierto. O Lampedusa, de lampas, la antorcha que brilla en la oscuridad". Lampedusa es una condena y una salvación. Una fosa común y un renacimiento. Y las páginas de esta novela son un homenaje a los que tratan todos los días de convertir esa condena en salvación, a los que llegan huyendo del infierno y encuentran en ella la posibilidad de volver a vivir. 

En la escena inicial del primer capítulo de la serie Eden (Filmin), un grupo de turistas en una playa del Mediterráneo contemplan el desembarco de una lancha llena de inmigrantes subsaharianos. Mientras estos se tiran al agua y corren hacia la orilla dando grandes zancadas, los europeos reaccionan de maneras muy diversas: su perplejidad, su curiosidad, su miedo y su instinto de ayudar son los mismos que sentiríamos cualquiera de nosotros si pudiéramos ver de cerca el terrible espectáculo de esta tragedia cotidiana con nuestros propios ojos. El instinto del miedo lo tenemos desde que nacemos. El instinto de ayudar se aprende toda la vida. Para que el segundo venza sobre el primero hacen falta series como Eden y novelas como esta. Muchas, muy buenas, cuantas más mejor. 

Los cinco mil habitantes de Lampedusa viven del turismo pero su isla es conocida por la llegada de inmigrantes. Lampedusa es un símbolo pero también un espacio árido donde "el cielo está tan cerca que casi se te viene encima. La voz omnipresente del viento. La luz que golpea por todas partes. Y ante los ojos, siempre, el mar, eterna corona de gozo y espinas que lo circunda todo". Belleza y muerte, placer y sufrimiento. La prosa de Davide Enia se desnuda en estas páginas hasta cortar como una lámina de metal. Y la poesía surge espontáneamente, a ráfagas, en frases cortas de una belleza jadeante. Parece escrita con urgencia. Por momentos parece una crónica periodística, un poco al estilo de los libros de Svetlana Aleksiévich, en la que el narrador da voz a varios personajes que cuentan su contacto con la llegada de inmigrantes en una serie de testimonios sobrecogedores. 

Un buzo de rescate: "Aquí salvamos vidas. En el mar cualquier vida es sagrada. Si alguien necesita ayuda, nosotros lo salvamos. No hay colores, etnias ni religiones. Es la ley del mar". Una ley que dice que no siempre se puede salvar a los que piden ayuda. Que muchos brazos alzados acaban desapareciendo bajo el mar, poblando de pesadillas las noches de aquellos que no llegaron a tiempo para salvarlos, pero sí para oír sus gritos y ver cómo poco a poco se iban apagando para siempre.

Los que se dedican al salvamento marítimo "llevan escritos encima los sonidos y los olores de la guerra". Parecen impasibles, silenciosos, o a veces también cordiales y habladores. Pero hay un abismo en su mirada cuando dejan de hablar, cuando evitan seguir describiendo y tiran de elipsis para mantenerse a flote. Y terminan las conversaciones con frases brutales como tajos. Frases que conmocionan no tanto por lo que dicen, sino por lo que ocultan: "no hay nada más hermoso que ver llegar a los niños, vivos". 

Pero Davide Enia no sólo ha escrito una novela sobre los refugiados que llegan a Lampedusa. Estos Apuntes para un naufragio tratan también sobre la relación entre el narrador y su padre, una relación definida por él mismo como una "Siberia emocional": "En el sur expiamos una tara comunicativa hija de una cultura secular en la que callar es sinónimo de virilidad. Omo di panza es la manera lisonjera de definir a aquel a quien se le supone un estómago tan recio que lo guarda todo dentro: las dudas, los secretos, los traumas". Y poco a poco, con cada viaje que realizan juntos a Lampedusa, el hielo silencioso de su relación se va resquebrajando, y por esas grietas empiezan a infiltrarse las palabras de ternura y de afecto de las que está hecha esta esplendorosa y durísima novela de amor. 

Esa "Siberia emocional" es muy compleja y tiene muchos deshielos. Hay belleza y hay ternura. Hay todo un lenguaje de amor que se desarrolla sin palabras, tenaz como los peces bajo el hielo, como plantas en el desierto. Los hombres de esta novela no saben cómo hablarse pero son conscientes de compartir un mismo vocabulario y una misma forma de afrontar la alegría y la angustia, de percibir la belleza. Quizá la antesala de la muerte, con esa Lampedusa bella y terrible batida por el viento, sea el escenario más propicio para que todos ellos encuentren el tono y la cadencia de la ternura perfecta. 





lunes, 23 de noviembre de 2020

CARMEN MOLA Y LA CRUELDAD VACÍA

Admito con facilidad la crueldad en las novelas. Y más en las novelas negras, en las que suele ser uno de los ingredientes imprescindibles. Mientras pueda explicarla de alguna forma, siempre encuentro un hueco donde encajarla bien para que no me saque de la historia. Pero la verdad es que la crueldad en las novelas de Carmen Mola me ha puesto a prueba. Y no sólo lo digo yo: hay escenas que bordean lo inadmisible. Y paso por ellas y sigo leyendo y, aunque quizá me habría gustado que fueran de otra manera (porque madre mía, ¿de verdad hacían falta?), las acepto como un rasgo específico de la forma de escribir de esta escritora (o escritor) escondida tras el pseudónimo de Carmen Mola, que se ha convertido en uno de los mayores éxitos de la novela negra española de los dos últimos años. 

¿Qué es una novela negra? ¿Para qué sirve? Más allá de las respuestas obvias, yo me eduqué en la novela negra con Henning Mankell y aprendí que casi siempre lo más interesante de estas novelas no eran las investigaciones ni la intriga ni las sorpresas de la trama. Lo que de verdad me enganchó a ellas para volverme un fan incondicional siempre fueron los retratos psicológicos de los personajes y lo que el autor quería contar a través de ellos. La intriga y la investigación eran los medios para armar algo que iba mucho más allá de un argumento y que, en las manos de, por ejemplo, Henning Mankell, podía convertirse en un dedo en cada llaga de la idílica sociedad sueca de finales del siglo XX. 

Las novelas de Carmen Mola están muy bien construidas. Me he pasado horas y horas al borde del sofá, pasando páginas entretenidísimo, pero sin darme cuenta de que una vez resuelto el caso y digerida la crueldad, no había gran cosa detrás de esa construcción cuidada. Aunque a veces algún pequeño párrafo cambiara el tono general, como este de La novia gitana

"Se pregunta hasta dónde llega la responsabilidad de una madre, en qué momentos hay que dejar a los hijos volar solos, sin la mirada vigilante y la tutela obsesiva. No hay tregua ni descanso, se dice. A los hijos hay que cuidarlos todo el tiempo, incluso cuando no estás con ellos. Un hilo de plata debe mantener la comunicación, un hilo del que tirar si asoma el peligro, si se encienden las alarmas interiores. Si el hilo se rompe, el niño se pierde para siempre. Y no hay perdón para la madre que no supo estar al acecho". 

Tras este párrafo, quizá el más intenso de las tres novelas, todo gira en torno a una maldad inimaginable (que no inverosímil) y el esfuerzo de una serie de personajes por hacerle frente y digerirla. Pero, ¿qué pasa con ellos? ¿Qué hacen con esa digestión, cómo viven, qué sueñan, qué contornos tiene su desesperación? Son incógnitas que en estas novelas quedan desdibujadas, a veces totalmente en blanco. Y al terminar de leer cada una de ellas, en especial la más reciente (La nena, 2020), he tenido la sensación de que la intriga y la investigación, es decir, el andamiaje de toda novela negra, era en realidad el decorado final de estas. Que lo que yo estoy acostumbrado a interpretar como el medio, era en realidad un fin en sí mismo, todo aderezado con una crueldad impactante que desvíe la atención del vacío que queda cuando pasas la última página. 




jueves, 19 de noviembre de 2020

DRÁCULA (firma invitada)

No hay mayor placer lector que el de tachar de una lista un título que llevaba años rondándote la cabeza y las estanterías. Sobre todo si ese título es el de un clásico. No hay vida para tanto libro y hay más libros que años por leer, pero hay clásicos a los que sí o sí hay que acercarse para desterrar de una vez el prejuicio o para cerciorarse de su genialidad, de lo que los convirtió en los clásicos que hoy son.

Por profesión y formación, soy una gran lectora de clásicos. Fundamentalmente, de los clásicos de la literatura española, pero aunque a veces la pereza me atenace las ganas de leer libros de otras literaturas europeas o de otros continentes, me pongo a la tarea con buen ánimo. Drácula, sin embargo, se me ha atascado durante lustros. El hecho de no ser una apasionada del terror es la razón más importante de que no me hubiera animado con él hasta ahora. Pero, ¡ah! la magia de las comunidades lectoras que se crean en las redes sociales, me animó a leerlo acompañada. Y en ella me adentré.

Una de las sensaciones más persistentes durante y tras la lectura de Drácula es que la obra contiene todos los clichés que posteriormente el cine y las secuelas vampirescas han incluido: los colmillos afilados, la transmutación en animales salvajes de Nosferatu (la versión rumana de 'vampiro' según Stoker pero cuyo origen no está asegurado en el folklore de esa región), los ajos, crucifijos y hostias consagradas para protegerse de la bestia o la estaca puntiaguda con la que atravesar el corazón del ser infectado por el conde para salvar su alma.

A pesar de todos estos elementos, no hay que olvidar que Drácula es el producto de una época y, como tal, procura acercarse a la figura del vampiro desde una perspectiva de lo más empírica y científica posible, algo muy propio de finales del siglo XIX con las nuevas disciplinas que estudiaban los fenómenos sobrenaturales desde la seriedad de las ciencias (hipnosis, espiritismo o mesmerismo). Es cierto que hay terror en varios pasajes, pero lo que predomina es el estudio científico de los casos de personas que han sufrido la mordedura fatal. Por eso, la forma es tan importante y encontramos diarios y cartas de los personajes que van sacando a la luz la naturaleza del conde y van descubriendo sus objetivos.

Lo que más me ha gustado del texto ha sido precisamente la parte fantástica, las descripciones del vampiro y del poder ejercido sobre sus víctimas, la serie de tópicos que rodean su figura, las descripciones de las tierras del Bósforo y las anécdotas legales y científicas de la época. Como historia de terror, me quedo, sin duda, con las adaptaciones cinematográficas de la novela porque buscan el miedo y mantienen la intriga dejando al espectador más en vilo. Eso solo lo logra Stoker en varias escenas.

Pero en fin, qué voy a decir yo de una novela requeteleída con más de un siglo de vida. Hablar de los clásicos siempre es un placer aunque lo que se diga de ellos no sea más que lluvia sobre campo mojado, más y más de lo mismo. Si aún no has leído este, juzga por ti la historia y la forma como está escrita, disfruta de la creación de sus personajes y luego aderézalo con una de las películas, así el terror sí que sí se paseará por tu columna vertebral.


lunes, 16 de noviembre de 2020

MIQUIÑO MÍO

Tras los homenajes a Benedetti y a Delibes en sus respectivos centenarios que hemos hecho desde nuestro club de lectura virtual, nos faltaba dedicarle un libro a Galdós. Y decidimos hacerlo de una manera... digamos que indirecta, a través de los ojos de una autora que nos fascina y cuya figura es inigualable en nuestra literatura. Galdós tuvo correspondencia con muchos escritores de su época, y a pesar de su carácter reservado muchos lo conocieron de cerca. Pero ninguno se acercó tanto a él, física e intelectualmente, como Emilia Pardo Bazán. Y es que es ella la que fascina en estas cartas. Ella la que ocupa todo el lugar con su agudeza, generosidad, franqueza y arrolladora pasión por su miquiño querido.

"En cuantique te vea te como". 
"Te muerdo un carrillito y te doy muchos besos por ahí, en la frente y en el pelo y en la boca". 
"Estimo en ti lo que sólo en ti se encuentra, sin dejar de saborear lo otro, que es mejor por ser tuyo. En prueba te abrazo fuerte, a ver si de una vez te deshago y te reduzco a polvo. En cuanto yo te coja, no queda rastro del gran hombre". 

Yo no sé lo que debió de sentir Galdós, "el gran hombre", al leer estos arrebatos. Lo que sabemos es que después de leerlos invitó a su querida Emilia a un viaje por Alemania que fue la eclosión de su relación amorosa, por lo que dudo que le disgustaran. Y no dejo de imaginármelo, tan reservado él y tan circunspecto, ruborizado hasta el cogote por la pasión arrolladora y sin filtros de esta mujer poderosa y tierna que siempre bebió los vientos por él. 

En la lectura conjunta que hicimos el pasado domingo salieron muchos de los temas que unieron a estos dos maravillosos escritores. Como comentó P., después de leer sus cartas a todos nos tenía en el bote la buena de Emilia con esa expresividad tan expansiva suya que no se arredraba ante nada ni ante nadie. También todos teníamos la sensación de estar espiando por una mirilla cual voyeur, una mirilla privilegiada desde la que nos sentíamos espectadores un poco culpables pero sin duda emocionados y rendidos ante el espectáculo de una intimidad tejida con los sentimientos más universales: la admiración, el respeto, la complicidad, la pasión, el amor, la necesidad y el humor. 

Toda una vida cabe en estas cartas. La vida de una mujer sin par que luchó toda su vida por la libertad de las mujeres para amar y para expresarse y que amó, de tú a tú, al mejor escritor de su época. Una ventanita al mundo interior de una mujer-vendaval fascinante.



jueves, 12 de noviembre de 2020

ZULEIJÁ ABRE LOS OJOS

Zuleijá abre los ojos. Así empieza el primer capítulo de esta novela. Abre los ojos a la madrugada helada que dará comienzo a otro día gélido de trabajo inhumano en un pueblo cerca de Kazán, en la inmensidad de la estepa rusa. A lo largo de esta historia los enormes ojos verdes de la menuda Zuleijá se abrirán a muchas madrugadas descorazonadoras, que le irán mostrando que la adversidad es una hidra de muchas cabezas, y que en algunas de ellas a veces se esconde una oportunidad de aliviar el sufrimiento. Al final de la novela otros dos capítulos empezarán de la misma forma. Pero los ojos de Zuleijá, siempre enormes, siempre verdes, ya no serán los mismos que al principio. Sus ojos ya no sólo se abrirán al frío helador de la estepa rusa: habrán aprendido a abrirse también a una nueva forma de vivir, más amplia, más desconcertante e igual de terrible, pero sin duda más humana. 

La escritora rusa de origen tártaro, Guzel Yájina, ha escrito una novela en la que la brutalidad convive siempre con la belleza. Son dos colores puros lanzados al lienzo de la historia que no dejan de chocar y superponerse para ir, poco a poco, creando un color nuevo e indefinible. El color que se te queda en la retina cuando acabas de leer y cierras los ojos y piensas en esa mujer a la que la brutalidad no ha apagado la alegría en su interior, y evocas el frío que congela su existencia, la violencia que la rodea y su asombrosa capacidad de resistencia, tenaz y frágil como un colibrí suspendido sobre un campo nevado. 

Estamos en 1930 y el gobierno soviético ha empezado a expropiar la tierra de los campesinos, de los kulaks "enemigos del proletariado", deportándolos en masa hacia Siberia. En un proceso de una crueldad e incompetencia inimaginables, miles y miles de trenes cargados de campesinos (junto con intelectuales, burgueses, artistas y "enemigos" de toda índole) fueron enviados hacia el este en viajes que duraban meses, en trenes de ganado que a menudo quedaban parados en vías muertas durante semanas esperando instrucciones que nunca llegaban y durante los cuales murieron de frío, hambre y enfermedades decenas o hasta centenares de miles de deportados. Zuleijá es una de las pasajeras de estos trenes de la muerte. Zuleijá y la vida que lleva dentro de ella. 

Guzel Yájina
"Uno no se puede cortar la cabeza. Y piensa, piensa sin parar, y la cabeza se va llenando de ideas como las redes se llenan de peces". Y estas ideas, inquietas, esquivas y locamente esperanzadas, son las que mantienen con vida a Zuleijá durante todo su periplo por Siberia, un viaje tan extenuante e improbable como el de Ulises, en busca de un lugar al que llamar hogar. 

Por la omnipresencia de una naturaleza hostil me ha recordado a Agnese va a morir, de Renata Viganò, y por la ambición de universalidad de su aliento poético, a las novelas de Yan Lianke. Y me he quedado un poco huérfano, como siempre me pasa después de terminar una novela que me conmueve de esta forma, deseando leer más de Guzel Yájina, deseando volver a sumergirme en la violencia de sus colores contrapuestos y su forma de hacer saltar por los aires las convenciones, las tradiciones y las normas para construir un relato en el que todo es nuevo, y, a la vez, parece que surge con naturalidad de las más ricas herencias. 



lunes, 9 de noviembre de 2020

HIJA DEL CAMINO (firma invitada)

Leer Hija del camino, de Lucía Mbomío, me ha llevado directa al barrio de mi infancia, a mi colegio, a mi instituto y me ha puesto frente a mi yo de entonces, compartiendo calles, aulas y tiempo libre en la multiculturalidad de una ciudad dormitorio del sur de Madrid. Por aquellos años, además, formaba parte de mi familia una persona negra casada con un familiar. Y no sé muy bien por qué, yo me sentía orgullosa de tal excepcional acontecimiento.

Con los ojos de adulta de hoy en día, imagino que debieron de ser momentos difíciles para él y su mujer en una España que aún no había asimilado muy bien esa interculturalidad que hoy se da por hecho. La historia que leo en esta novela me confirma la dificultad de ser mujer, mestiza en una sociedad racista y que tenía un miedo atroz a lo diferente. Hablamos de finales de los años ochenta en adelante.

El periplo –o camino– de Sandra, en la novela, la lleva por diferentes países de Europa y después a la Guinea Ecuatorial de su padre en busca de una identidad firme. Imagino que el arraigo y el desarraigo forman parte constante de personas de orígenes diversos y Sandra no es una excepción. Entender que ella no es ni una cosa ni otra (ni española ni ecuatoguineana), sino ambas a la vez, le produce un desasosiego constante. Y también se lo produce el no sentirse ni lo uno ni lo otro en ningún sitio. Quizás se trate del eterno dilema de las personas mestizas: ser negras en un contexto blanco y blancas en un contexto negro.

Hija del camino ha sido para mí un Americanah a la española. Un texto imprescindible y necesario para conocer una parte de nuestra historia que se ha puesto por escrito pocas veces. Y que aún hoy nos causa extrañeza. Tendemos, siempre, a preguntarle a alguien cuya piel es de otro color de dónde es: el prejuicio de creer que todos los españoles somos blancos. Todavía hoy, cuando hay ya varias generaciones de hijos e hijas de inmigrantes nacidos y criados aquí.

Hoy, más que nunca, nuestra sociedad necesita una educación en la igualdad. Necesita comprender la diversidad de acentos, colores y orígenes que puebla nuestras calles y reconocer en ellos una parte importante de nuestra esencia. Igual que Sandra, la protagonista de esta historia, nuestra sociedad es diversa y aceptarla tal y como es nos hará entender mejor nuestra identidad.

Si tan importante nos resulta el movimiento estadounidense black lives matter, leamos también nuestros propios testimonios, acerquémonos a conocernos como sociedad, a entender nuestro pasado y forjar un presente que acoja e incluya. Ese es mi deseo y supongo que también el de Lucía Mbomío, quien ha puesto negro sobre blanco su propia realidad para hacer una pedagogía más que necesaria.




viernes, 6 de noviembre de 2020

ZENOBIA CAMPRUBÍ. LA LLAMA VIVA

Hace años la poesía de Juan Ramón Jiménez me deslumbró, con versos como estos de Platero: "Mira cómo el sol, pasando su agua espesa, le alumbra la honda belleza verdeoro, que los lirios de celeste frescura de la orilla contemplan extasiados... Son escaleras de terciopelo, bajando en repetido laberinto; grutas mágicas con todos los aspectos ideales que una mitología de ensueño trajese a la desbordada imaginación de un pintor interno."

Me acerqué, como hago con frecuencia, al autor, y descubrí un ser neurótico, enamoradizo, depresivo e hipocondríaco. Seguí admirando su obra, pero no a la persona. En cambio, la humanidad de Zenobia Camprubí me atrajo de inmediato. Como ya afirmaban sus contemporáneos, sin ella Juan Ramón no hubiera podido hacer su obra porque no estaba dotado para hacer frente a la vida. Ella le amó, porque sin amor habría sido imposible que hiciera todo lo que hizo por él. Fue su apoyo económico, material, emocional, lo fue todo para él. Creo que Zenobia debió de ser la compañera ideal para cualquier persona, con la que podemos soñar para transitar por la vida seguros de ser apoyados, respetados y amados.

Cuando conoció a Juan Ramón tenía veintiséis años y una vida intensa ya vivida. De una rica familia burguesa descendiente de puertorriqueños y norteamericanos, había viajado a Estados Unidos, a Francia, a Suiza. Nació en un precioso palacete de Malgrat, en Barcelona, y tuvo una maravillosa abuela materna y una madre protectora con la que contó siempre, incluso para pedirle dinero prestado cuando sus ingresos no alcanzaban para mantener su matrimonio.

Era valiente, emprendedora y muy generosa. Desde el inicio colaboró con su marido en la traducción de la obra de Tagore, inició empresas exportando artesanía española a Estados Unidos y vendía allí libros artísticos sobre los jardines en España con la única ayuda de postales y referencias que le enviaba Juan Ramón. Dependieron económicamente siempre de los ingresos de ella y tuvo carnet de conducir. Conducía por Madrid paseando a su marido, al que le encantaba, y realizó varios viajes desde Florida a Nueva York. No le gustaban el calor del sur ni el ambiente snob de Miami pero como él lo prefería se sacrificó. La última etapa de su vida transcurrió en San Juan de Puerto Rico, donde murieron ambos con una diferencia de dos años. 

A partir del año 1931 los primeros síntomas del cáncer hicieron su vida más difícil y el final, en 1956, fue un delirio. Tres días antes de su muerte tuvo la alegría de que a su marido le dieran el premio Nobel de Literatura y Juan Ramón Jiménez le dedicó ese premio diciendo que era ella la que lo merecía. Le ayudó en todo.

Esta es una biografía que me ha emocionado mucho. Me ha acercado aquella España de la guerra civil cuando en los primeros días el matrimonio acogió a doce niños a los que luego, cuando se vieron obligados a exiliarse, siguieron manteniendo. No es sólo el perfil espléndido de una mujer tan especial como Zenobia, también es un retrato del momento que le tocó vivir, la primera mitad del siglo XX, cuando una generación como la del 27 enriqueció la vida intelectual de este país, a pesar de que la cruel dictadura obligara a la mayoría de sus componentes a exiliarse.

Una llama viva sin duda que iluminará unos años oscuros de la España franquista para el lector que quiera acercarse a esta historia. 



martes, 3 de noviembre de 2020

EL LIBRO DE MIGUEL DELIBES

Hay gente que lleva muchos años viniendo a la librería con frecuencia. Sé cómo se llaman, sé qué libros prefieren, recuerdo muchos de sus gestos y reconozco su voz cuando dicen "hola, Óscar" por teléfono. Los conozco bien, o eso me digo cuando les recomiendo algún libro y se despiden con una sonrisa expectante. Sin embargo, ¿qué sé de ellos? Poca cosa, en realidad. No sé cómo se dirigen a sus madres o a sus hijos. No sé si les gusta su trabajo o si sueñan en otros idiomas. No sé qué voz ponen cuando hablan con alguien sin un mostrador de por medio. Doy por hecho quiénes son, pero lo que conozco de ellos es una esquinita de su identidad, la máscara de amante de los libros que se ponen para charlar con este librero que finge que les conoce y dejarse recomendar. 

Con algunos escritores me pasa un poco lo mismo. A fuerza de ver sus títulos con frecuencia pienso que los conozco bien. Como leí alguno de sus libros hace tiempo, hablo de ellos dándolos por hecho, como si su literatura formara ya parte de un paisaje cotidiano al que ya no interesa prestar atención, como si su belleza, al tenerla siempre a la vista, hubiera perdido su capacidad de fascinación. Los libros de Delibes forman para mí parte de ese paisaje cotidiano. Son los inmutables de la estantería de clásicos que se mueven sobre todo por imposición de los profesores de instituto y a los que llevaba años pensando que ya no hacía falta asomarme. Que ya los conocía. Qué equivocado estaba. 

He leído este Libro de Miguel Delibes del tirón, fascinado por este autor que creía conocer tan bien y que en realidad no conocía. No conocía su faceta de periodista contestatario con el régimen, de su dimisión como director del periódico El Norte de Castilla por presiones políticas, de cómo lo que no le dejaban publicar como periodista lo escribía en sus novelas (Las ratas, Cinco horas con Mario), a menudo de una forma mucho más dura y contundente. No sabía las tretas literarias tan complejas y tan inteligentes a las que recurría para eludir la censura, su avidez humilde por ver, por oír, por conocer, por ensanchar constantemente su mirada sobre el mundo, partiendo siempre de una humildad espontánea y honesta. 

Me ha gustado leer la importancia que Delibes le daba a encontrar un trabajo en el que uno pueda sentirse a gusto con quien es. Un trabajo en el que uno pueda aportar algo enriquecedor a los demás que a su vez le enriquezca. Me ha gustado sentirme identificado en esa búsqueda de un trabajo que no sólo sea un medio indispensable de subsistencia sino una fuente de satisfacción y un cincel que pueda ir perfilando los rasgos de tu identidad. Y me han emocionado las fotografías junto a Ángeles, su mujer, especialmente después de haber releído Mujer de rojo sobre fondo gris, en la que recuerda de una manera tan sencilla y emocionante a la mujer de la que toda su vida estuvo "tenazmente enamorado".  

El libro de Miguel Delibes es un rendido homenaje a uno de los escritores españoles más populares del siglo XX. Acompañados de multitud de fotografías, cartas, entrevistas y extractos de sus obras, los textos biográficos de Jesús Marchamalo me han permitido sacar los libros de Delibes de sus eternas estanterías de clásicos y quitarles el polvo de las lecturas obligatorias de instituto para empaparme de ellos, de las ganas de releerlos con otros ojos y, despojados de la máscara de la costumbre, conocerlos de verdad.