jueves, 30 de agosto de 2018

LA HERMANA MENOR

Las hermanas Ocampo, Victoria y Silvina, desde los tiempos de mi juventud, y ya han pasado más de cincuenta años de entonces, ejercieron en mí un deslumbramiento como mitos de la intelectualidad argentina. Famosas por sus veladas literarias, pertenecieron a una familia aristocrática con mucho dinero y se relacionaron con los escritores y artistas más importantes de su época. 

Silvina, la menor, y con un protagonismo social menos importante que Victoria, era un ser exquisito, original y extraño, una extrañeza que reflejó en su amplia obra literaria, especialmente en sus cuentos. Se casó con Bioy Casares, once años menor que ella y el hombre más atractivo y seductor de su época, además de un escritor relevante. Desde el inicio de su matrimonio mantuvieron una entrañable amistad con Jorge Luis Borges, casi como parte de su familia, cenaron los tres en casa de Silvina durante más de cuarenta años, y la amistad entre Bioy y Borges les dio incluso para escribir juntos varios libros.

De esta biografía es muy relevante el retrato social de una sociedad elitista, amoral, que seguramente se consideraban con derecho a todo. A Silvina, viviendo rodeada de sirvientes, le atraía acercarse a los niños pobres que se encontraban cerca de las puertas de su mansión porque quería que la quisieran, pero no había ninguna clase de empatía, no se planteó nunca por qué ella tenía tanto y había en cambio tanta miseria a su alrededor. 

Antes de casarse con Bioy, Silvina había tenido relaciones sexuales con Marta, su futura suegra, y luego las tuvieron los dos con una joven sobrina, que había sido la candidata que les hubiera gustado a los padres de Bioy. Las innumerables amantes que Bioy tuvo durante toda su vida, entre ellas Elena Garro, la mujer de Octavio Paz, no pusieron nunca en peligro su matrimonio, debían de tener un acuerdo que lo preservaba. Silvina no pudo tener hijos y aceptó adoptar a Marta, una hija extramarital que llamaba madrina a su madre biológica y que hasta los once años no supo la realidad.

Lo mítico, lo incorrecto, lo misterioso, lo inquietante y lo transgresor son elementos que rodean a esta mujer poco convencional que vivió noventa años, los últimos con Alzheimer, negándose a hablar a su marido, cuando sí lo hacía con el resto de personas que la rodeaban.


martes, 28 de agosto de 2018

PIRENAICA

- ¿Has visto cómo huele? 
- Sí, a humedad, a campo, a montañas...
- A vacas.
- ¡Y a sus cacas!
- Y también a otra cosa. Más adentro, más...
- Te estoy viendo la sonrisa, pillo. 
- Es que es verdad. ¿Tú no lo hueles?
- ¿...?
- ...
- Suéltalo ya, venga. 
- ¡Huele a una buena historia!

Y tenía razón. Los Pirineos esconden una buena historia tras cada curva de sus carreteras. Algunas se ven, y se huelen, a simple vista: ovejas que se te cruzan de improviso y que parecen señalarte con el rabillo del ojo la granja especializada en Fromage de brebis que te encuentras cien metros más abajo; caseríos desperdigados al azar por valles siempre verdes que parecen competir por la medalla al caserío más escandalosamente apetecible para la jubilación de un urbanita. Otras necesitan alguna guía o un buen libro para ser descubiertas. Un libro, por ejemplo, como este de mi querido Ander Izagirre. 

- ¿Te mareas?
- Un poco, creo que me voy a reclinar un poco el asiento... 
- Vale, y yo te cuento lo que veo. 
- Genial. Cuéntame. 
- Ciclistas. Un repecho. Dos repechos. Curva de herradura a la izquierda. Más ciclistas. 
- ¿Suben o bajan?
- De momento suben. Es pronto. 
- ¿Y qué tal van?
- Bien. Bueno, alguno hace eses. A lo mejor se le ha caído algo y lo está buscando. 
- ¿Como Ander?
- No seas mala, que Ander es un campeón. 
- Y se le suben los caracoles a las ruedas. 
- Shh, calla que te va a oír. 
- Si seguro que se lo cuentas luego. 
- ¿Yo? Nunca.
- Bueno, ¿y qué más ves?
- Vacas. Caseríos de jubilación. Más ciclistas. Y una condesa pelirroja. 
- ¿Cómo?
- Ah, no, eso lo leí ayer en Pirenaica
- Pues cuenta, cuenta. 

Y así hemos pasado nuestro periplo pirenaico P. y yo. Carreteando por valles verdes llenos de ciclistas, metiéndonos en caminatas alpinas por encima de nuestras posibilidades y leyendo esta crónica ciclista del bueno de Ander por las noches para saborearla en compañía durante el día. P. no lo sabe pero esta es ya la tercera vez que este hombre me mete en su mochila. La primera me sedujo con un plan para cruzar los Apeninos a pie y me tuvo un par de días sudando las zapatillas en Cansasuelos. Luego, en un viaje más largo y menos lúdico, me convenció para bajar a la mina de Potosí y aprender en qué consistía aquel infierno con nombre de tesoro. Y ahora me ha tenido pegado a su rueda durante no sé cuántos días para hacer una hazaña digna de un loco: cruzar los Pirineos desde San Sebastián hasta el Cabo de Creus a lomos de una humilde bici. No hace falta decirlo, pero yo con este loco me voy adonde él diga. 

Mientras endereza el asiento, P. desenfunda el móvil. 
- ¿Has visto que Ander está escribiendo un libro sobre el pueblito donde hemos dormido?
- Sí, y no hemos visto esos cerdos negros y rosas de los que habla en Facebook. 
- Ya, fatal.
- Pero parece que tardará en publicarlo. 
- "Para cuando lo acabe, igual volvemos todos en taca-taca", dice. Jajaja, qué guasón. 
- Pues yo me apunto, en taca-taca o a lomos de un caracol de esos que dice que se le suben a las ruedas. 
- Shh, que te va a oír
- Va, no te burles. Y además, hay que estar callados, que a lo mejor aparece el zorro. 
- ¿Qué zorro?
- ¿No te he contado esa historia?
- ¡Qué va!
- Pues escucha, escucha...


Fotografía tomada por Ander Izagirre de la bajada por el bosque de Issaux hacia el valle de Aspe durante una de sus etapas para Pirenaica.



jueves, 23 de agosto de 2018

LA MUERTE DE GERNIKA

Hace unos días estábamos P. y yo en Gernika escuchando el estruendo de las bombas. La luz se apagó y la estridencia amenazadora de las sirenas ocupó la oscuridad de la habitación, anunciando lo innombrable. Tantos aviones, ¿de dónde vendrían? ¿Adónde irían? La voz de Begoña, la dueña de la casa, desapareció como desaparecieron las voces de más de mil vecinos del pueblo (las tropas nacionales se ocuparon de que nadie llegara nunca a saber la cifra exacta), vecinos que nunca habían visto una escuadra de aviones de combate, vecinos que no podían entender qué habían hecho para merecer ese infierno. 

Cuando volvió la luz, tras varios segundos de silencio denso, salimos de la instalación del Museo de la Paz de Gernika que recrea la habitación de Begoña, una vecina ficticia del pueblo, y nos quedamos callados. Buscando entender algo, quizá, en medio de todo ese horror. Entender qué lleva a un hombre a subirse a su avión y descargar toneladas de bombas incendiarias sobre unas cuantas casas. Entender qué lleva a un hombre, un político, un general, a declarar que todo aquel que no piense como él merece morir. Entender el dolor, la desesperación, la incredulidad de los vecinos de Gernika al ver reducido su pueblo a un montón de escombros calcinados. Entender cuesta. Y duele. Y exige, a veces, cruzar una puerta tras la que se extiende un mundo de una crueldad insoportable. 

Gernika es un pueblo verde e impecable. Con sus jardines cuidadísimos y sus parterres de flores, tiene ese aire europeo que hace que buena parte de Euskadi se parezca más a Francia que a España. P. y yo nos paseamos por sus calles mirando a veces hacia arriba, hacia sus fachadas burguesas, buscando el famoso árbol, ahora reducido a un tronco muerto custodiado por columnas, buscando algo de su terrible pasado sin encontrarlo. El pueblo estaba en fiestas y había mucha gente por las calles, cocinando sus platos típicos, disfrazados, con la música a tope y las risas bien dispuestas. Me imagino que con la misma normalidad, casi, que aquel 26 de abril de 1937, día de mercado, antes de que sonara la primera sirena. 

Este cómic cuenta el bombardeo de Gernika. Ayuda a entender ciertas cosas, igual que la casa de Begoña, el museo y un paseo tranquilo por sus calles en fiesta. Ayuda a entender que Gernika supuso un antes y un después en la historia del asesinato en masa de civiles. Que Franco siempre negó toda implicación en el asunto, difamando a los periodistas extranjeros (como George Steer, en el que se basa buena parte de la documentación de este cómic) que arriesgaron la vida para estar allí y contar lo ocurrido. Que culpó a los republicanos de haber dinamitado Gernika. Y que luego fue nombrado "por unanimidad" hijo adoptivo de la ciudad "como sentido homenaje de cariño, gratitud y adhesión hacia su persona y todo cuanto representa".  


Hoy en día varios historiadores españoles siguen sosteniendo que Franco no tuvo nada que ver en la muerte de Gernika. Que fueron los alemanes, la Legión Cóndor, el Barón Richthoffen. Y manipulando el significado de responsabilidad, como si fuera una pelota de juguete, alegan que la culpa sólo es de quien aprieta el gatillo y no de quien sabe y consiente y manipula la realidad para ocultar su implicación. 

Para curar las heridas del pasado hacen falta palabras. Hablar sobre ello, asumir las responsabilidades que hagan falta, pedir perdón. Reparar la memoria. La historia del bombardeo de Gernika es una herida que todavía no se ha cerrado. Aceptar que la ideología que la infligió es inaceptable y que nunca puede volver sería una buena forma de empezar a cerrarla para siempre. 


lunes, 20 de agosto de 2018

CONCHA MÉNDEZ: MEMORIAS HABLADAS, MEMORIAS ARMADAS (Firma invitada)

Con este título tan sugerente, Paloma Ulacia Altolaguirre va desgranando y ordenando las memorias dictadas a viva voz, y grabadas en cintas de radiocassette en los años ochenta, por su abuela Concha Méndez. ¿Y quién es Concha Méndez?, se preguntarán muchos ahora mismo. Concha Méndez fue una de esas tantas grandes mujeres que tradicionalmente se ha dicho que había detrás de un gran hombre. Históricamente, la posición de la mujer ha estado relegada a la de su padre, su esposo o sus hijos, y ha habido que realizar una labor casi paleográfica en las últimas décadas para poner rostro, voz y presencia a mujeres que por sí mismas emprendieron grandes cambios personales, culturales y sociales.

Hace pocos años, gracias al documental y libro homónimo Las sinsombrero, conocimos la figura de una serie de mujeres coetáneas a los grandes nombres masculinos de la generación del 27 que trabajaron codo a codo con ellos y crearon una literatura igual de importante que la suya, pero que quedó nublada por la obra de sus compañeros varones. Maruja Mallo en pintura, María Zambrano en filosofía y literatura, Marga Gil en escultura e ilustración y Rosa Chacel, María Teresa León, Ernestina de Champourcín, Luisa Carnés, Concha Méndez y Josefina de la Torre en poesía, ensayo, teatro y novela produjeron una obra de una calidad igual o superior a la de algunos de los poetas repetidamente antologados desde aquella primera colección de textos recogida por Gerardo Diego.

En este libro de memorias, Concha Méndez le va relatando a su nieta Paloma cómo poco a poco fue liberándose de las trabas de su clase social, su sexo y su tiempo. Concha Méndez trabó una amistad muy importante con Maruja Mallo. Ambas fueron las precursoras del sinsombrerismo y se atrevieron a salir a pasearse por las calles de Madrid sin sombrero, lo que las convertía en unas "cualquiera" para la sociedad tradicional y machista del momento. 

Pero si su mayor acto de rebeldía hubiera sido solo quitarse el sombrero, quizás ahora no estaríamos aquí hablando de la figura de una de las más importantes poetas de su generación. Concha Méndez no solo luchó contra la sociedad puritana de los años veinte y treinta, sino que se rebeló contra su familia y logró marcharse de casa en cuanto fue mayor de edad –en aquel entonces, a los veinticinco años–. Leemos en sus memorias: "El viaje era un deseo que nació en mi infancia cuando miré desde mi pupitre los mapas suspendidos en el muro del colegio. Viajar era viajar, pero era también liberarme de mi medio ambiente, que me impedía crear un mundo propio, propicio para la poesía. Vivir". Y, desde luego, descubrimos a Concha en estas memorias como una gran viajera y aventurera que recorrió Inglaterra, Francia, México o Argentina.



Además de aventurera, Concha se convirtió junto a su marido Manuel Altolaguirre en una de las editoras más importantes del panorama cultural español del momento. En su imprenta editaron la revista Litoral y dieron alas al sueño de Neruda con su Caballo verde para la poesía, dirigida por él pero elaborada íntegramente por ellos.

También llegó a ser agregada cultural y consiguió una credencial como periodista en sus años en Argentina. No dejó de experimentar formas literarias, combinando la escritura de poesía con la de teatro, cine, narración y ensayo. Desde el humor más inocente cuenta cómo escribía poesía mientras pelaba y cortaba cebollas porque la poesía manaba de su mente y de su corazón como un torrente imparable. Y mezclado con ese tono tierno e incluso infantil, nos narra las emociones tan dolorosas que supuso conocer en la distancia los estragos que la guerra civil iba causando en España y en sus amigos íntimos, entre ellos García Lorca.

Escribir sobre este libro sin hablar de mí misma sería una traición. Mi educación poética se basa especialmente en la lectura de los grandes autores de la generación del 27 y, aunque la antología que manejé en mis años de estudiante necesita muchas enmiendas y mejoras, también en ella descubrí la poesía de Concha Méndez, que desde entonces se convirtió para mí en un referente poético que no he dejado de enseñar en mis clases.

Al nacer cada mañana
me pongo un corazón nuevo
que me entra por la ventana.

Sensibilidad, popularismo en las rimas y el surrealismo presente en buena parte de la obra poética de los escritores y escritoras del 27 son los que vertebran la poesía de Concha. Este libro editado con tanto mimo por la editorial Renacimiento es la excusa perfecta para reconciliarnos con una de las mejores poetas de nuestro panorama literario de todo el siglo XX.



jueves, 9 de agosto de 2018

PIONEROS

Este es el primer libro que leo de Willa Cather. En los últimos cinco o seis años, editoriales como Nórdica, Impedimenta y, sobre todo, Alba, han vuelto a traducir buena parte de su obra, de forma que llevo viendo mucho tiempo los libros de Cather en las novedades y en las estanterías, poblando el paisaje de la librería, sin llegar a abrir nunca ninguno, quizá por aquello de que los clásicos están ahí para enriquecer el fondo y cazar con su anzuelo de lo canónico a algún lector respetable, pero no para satisfacer el ansia de lo novedoso que alimenta la mayoría de mis lecturas. 

Error. ¿Cómo podía yo imaginar que en la literatura de esta escritora pudiera esconderse una modernidad tan asombrosa? 

He empezado a rellenar mis lagunas catherianas con esta novela, escogida un poco al azar. ¿Qué sabía yo hace unos días de los pioneros norteamericanos? Pues prácticamente nada. Los asociaba a los indios, a la colonización forzosa, a Kevin Costner en Bailando con lobos y a una vida despiadada por la convivencia con la naturaleza salvaje. Pues bien, Cather no habla ni de indios, ni de colonización, ni de lobos, pero se explaya en la descripción de la vida del campo, con esa brutalidad que convierte a los niños de diez años en adultos recios, resistentes y duros, pero nunca faltos de ternura ni de sueños. Es una novela sobria, veteada de ironía y de una simpatía especial por estos pioneros que, generación tras generación, se hicieron un hueco en el fin del mundo y lo convirtieron en su hogar. A partir de mediados del siglo XIX, sembraron el Medio Oeste americano de diminutos hogares diseminados en la inmensidad de las llanuras azotadas por el viento glacial en invierno y por el calor inmisericorde en verano. 

En la novela aparecen suecos, noruegos, franceses checos y rusos. Gente lenta, veraz e inquebrantable. Con una inocencia que roza la candidez. Sienten un vínculo poderoso con la tierra. La tierra como raíz, como corazón del mundo. Se empeñan, con la fuerza bruta de sus músculos, en vencer la resistencia terca de las tierras salvajes, que se resiste al arado de los hombres. Son seres con imaginación. Disfrutan más de la idea de las cosas que de las cosas mismas, porque han aprendido que todo puede morir y que traspasar los límites siempre tiene una recompensa. Y cuentan con la fuerza y la inteligencia de las mujeres que no sólo trabajan en los campos al lado de los hombres, sino que a menudo son las que poseen las mentes más flexibles para idear nuevas formas de superar las adversidades.

Me ha entusiasmado la protagonista, Alexandra, una mujer que, con catorce años, a la muerte de su padre, toma las riendas de la granja familiar y nunca se deja desanimar por las dudas de sus hermanos mayores, más tozudos y más débiles. Qué entereza y qué templanza demuestra al dirigir los negocios familiares y qué coraje al enfrentarse a sus hermanos en cada paso audaz que da para hacer florecer sus tierras y convertirlas en una apuesta segura de futuro. Se aferra a sus decisiones siguiendo los dictados de su mente y de su corazón, y no de las normas sociales de su época. Pues "en este mundo la gente tiene que aferrarse a la felicidad cuando la encuentra. Siempre es más fácil perderla que encontrarla".

Me ha recordado a Edna Ferner y su maravilloso Así de grande. Es lírico y sencillo. Honesto como las cosas básicas y necesarias para vivir. También, hasta cierto punto, podría ser una Edith Wharton rural, por la descripción de la condición de las mujeres y la profundidad psicológica de los personajes. Y de pronto, violentamente, también me ha hecho pensar en Truman Capote. Por ciertas razones que no puedo contar sin desvelar parte de la trama. 

Algo en esta literatura profunda y sencilla me hace soñar. No sólo me transporta a otro mundo y otra época, sino que me hace vibrar con cosas que desconozco, que probablemente no sentiré nunca. Voilà la magia de la literatura. 


Willa Cather


lunes, 6 de agosto de 2018

EL CAMINO DE LA BESTIA

"Mi escudo ha desaparecido. Ese estúpido cuadernillo marrón con el texto Unión Europea - República Italiana. Con él ha desaparecido también Flaviano Bianchini. Ahora soy Aymar Blanco y mi meta es el sueño americano: los Estados Unidos de América". 

Flaviano Bianchini (1982) llevaba más de diez años escribiendo sobre violaciones de derechos humanos en distintas partes del mundo, y en especial en América Latina. De sus años en México le llamó la atención el viaje de los migrantes que, viniendo de Centroamérica, cruzan cada año todo el país para intentar entrar en Estados Unidos, y cómo casi todo el mundo tenía un amigo o un pariente que lo había hecho. Se dio cuenta de que no conocía a nadie que lo hubiera contado desde dentro y decidió que quería saber cómo era y a qué sabía ese infierno particular. Así que sacó varios miles de dólares en efectivo para las distintas extorsiones, le dejó su pasaporte y su tarjeta de crédito a un amigo en Ciudad de México, se fue al norte de Guatemala, y haciéndose pasar por Aymar Blanco, de la Amazonia peruana, recorrió como un migrante más los más de 3.500 kilómetros que separan Tecún Umán (Guatemala) de Tucson (Arizona, Estados Unidos). 

El viaje duró veintiún días, de los cuales quince fueron a bordo del tren conocido como La Bestia. A bordo: es decir, encima de los vagones. La Bestia: es decir, un tren de mercancías que recorre México de norte a sur y que se lleva por delante a cientos de personas en su intento de llegar al ansiado norte. En el tren compartió hambre, sed, frío y calor con cientos de migrantes. Personas como él. Como tú y yo. Seres humanos a los que "no se los reconoce por la ropa. La mitad de los mexicanos llevan la ropa raída. Es el rostro lo que identifica de modo concluyente a un migrante. Un rostro triste, tenso, cansado. El rostro del que lo ha dejado todo atrás para emprender un viaje que no sabe dónde acabará. El rostro del que no sabe si el día siguiente será el de la derrota o si podrá seguir adelante todavía un poco más. El rostro del que no tiene nada que perder porque ya lo ha perdido todo".

Es la violencia de la policía mexicana lo que convierte a Flaviano Bianchini en Aymar Blanco. Es la brutalidad de la celda de cuatro metros cuadrados en la que le internan, junto a cuarenta migrantes, durante dos días enteros. Es el kaláshnikov que le apunta. La risa del narco al vaciarle en sus narices su única botella de agua. Y, sobre todo, la mirada de la gente que le ayuda. Esa mezcla de admiración y compasión. La que le dedicarían a enfermos terminales que todavía creen en el futuro. Esas miradas dulces e insoportables le despojan definitivamente de su condición de italiano, de europeo. Le convierten en Aymar Blanco. En la presa acosada, humillada, chantajeada y violentada que huye de sus depredadores. Y le recuerdan que la vida de Aymar Blanco es frágil e intercambiable y puede acabar en cualquier momento porque a nadie le importa.  

La Bestia

600.000 migrantes consiguen cruzar Centroamérica y llegar a Estados Unidos cada año. 
Más de la mitad de las mujeres son violadas. 
Entre 5.000 y 10.000 mueren o desaparecen. 
Está claro que no hay sueño americano para todos.

Por la descripción de las desigualdades y de la facilidad con que se deshumaniza al pobre, El camino de La Bestia me ha recordado a El Hambre, de Caparrós. Y también, cómo no, a Los niños perdidos, de Valeria Luiselli, inmigrante mexicana en Nueva York que fue intérprete de niños migrantes en la Corte Federal de Inmigración y pudo ver las consecuencias de este viaje desde el otro lado de la frontera.

Es una crónica fulgurante, descarnada, ansiosa. Contagia la urgencia y el peligro de un viaje escalofriante. Transmite hasta el hueso la crueldad con la que los que tienen tratan a los que no tienen. Este mundo desquiciado en el que las fronteras están abiertas a toda mercancía excepto a los seres humanos. Pero no hace falta irse a México para verlo. Esto pasa todos los días en el Mediterráneo. Este mar tan bello que tanto disfrutamos es La Bestia que engulle los sueños de los migrantes africanos. Si todo aquello que llamamos civilización nace de la capacidad de los seres humanos para migrar, ¿por qué criminalizamos las migraciones? Es absurdo. Es demencial e insoportable. Pero hasta que uno no lee libros como éste, no se da cuenta de la gravedad del sufrimiento. Y de su inutilidad.  

"Si Dante escribiese hoy su Comedia colocaría a Ugolino en alguna celda para migrantes en el desierto mexicano y Judas navegaría eternamente en una patera por el Mediterráneo".


Flaviano Bianchini


jueves, 2 de agosto de 2018

PEREGRINOS DE LA BELLEZA

Al igual que en los locos años veinte París atrajo a escritores y artistas de todo el mundo, Roma fue centro de peregrinación cultural durante la segunda mitad del siglo XVIII y buena parte del XIX. Todo aquel que quería ser alguien en el mundo del arte y de la cultura estaba obligado a hacer el Grand Tour y pasar una temporada en Roma. Pero no eran sólo los artistas los que cruzaban media Europa para empaparse de sol y de belleza. El Grand Tour fue durante dos siglos un elemento ineludible de la educación de las clases altas del norte de Europa, sobre todo de Gran Bretaña. Tras las excavaciones arqueológicas en Italia impulsadas por Winckelmann a partir de 1750, que en buena medida provocaron la irrupción del estilo neoclásico en pintura, escultura y arquitectura, el Viaje a Italia de Goethe se convirtió en la guía de viaje idealizada y romántica que todo joven llevaba en el bolsillo en su peregrinaje por el Mediterráneo. 

Este libro delicioso sobre los viajeros por Italia y Grecia desde el siglo XVIII hasta hoy en día habla de Goethe, por supuesto. Pero también de Dickens y sus estampas, de Keats y Shelley y de Henry James y sus aristócratas americanos en Italia. Le dedica un capítulo maravilloso a Axel Munthe, autor de la célebre Historia de San Micheleil dottore sueco enamorado de Italia que siempre tenía una palabra amable y nunca cobraba a los pobres. Aparece Lord Byron en Grecia, y un poco más tarde Patrick Leigh Fermor y Bruce Chatwin, dos de los mejores escritores de viajes de todos los tiempos, enamorados los dos hasta las trancas de la belleza agreste y primitiva de los paisajes griegos. Stendhal, Henry Miller, Lawrence Durrell o Curzio Malaparte encontraron en Italia y en Grecia sus patrias de elección. Buscaban un ideal antiguo de belleza, algunos huían de un clima o de una moral puritana hostiles a la imaginación y a la libertad, y todos se reconocieron en el sol, en el azul del mar, en el carácter hospitalario de la gente, en su risa, su pasión y su forma hedonista de disfrutar el aquí y el ahora.

Hay algo en los libros de María Belmonte que me crea adicción. Creo que es porque contienen un virus. El virus del viaje. Esas cosquillas en los pies que empiezan a picar al leer sobre excursiones por la costa vasca o caminatas por Corfú y que me dicen: ¿qué haces aquí leyendo? ¡Arriba, que nos vamos a caminar!

Villa San Michele en Capri, residencia de Axel Munthe
Peregrinos de la belleza me ha hecho soñar con épocas pasadas, con artistas en busca de aventuras en esos lugares en los que el tiempo tiene una densidad especial. Al contrario de lo que sucede, por ejemplo, en Nueva York, donde el tiempo pasa siempre a toda velocidad y la belleza es efímera y cambiante, propia de una ciudad con ansia de futuro que nunca mira hacia atrás, la belleza mediterránea solidifica los paisajes, los vuelve intemporales, eternos.  He olido las aceitunas, la albahaca y el tomillo. Me he dejado mecer por el sonido de las olas del mar rompiendo suavemente contra la roca. Me he acostumbrado al deslumbramiento del blanco cegador de los pueblos costeros y a la belleza hipnotizadora de todo. E incluso, siguiendo la pista de todos aquellos jóvenes aventureros, me he contagiado de su levendiá, esa hermosa palabra griega intraducible que puede definir el valor, la juventud, la salud, el humor, la agilidad, la generosidad, el gusto por el canto y la bebida o "la capacidad de volar como un pájaro en las danzas más rápidas y feroces".

Este libro erudito, entretenidísimo y admirable me ha dado ganas de leer a decenas de autores. De viajar, viajar y viajar por esos "lugares idílicos, campiñas bañadas por el sol y salpicadas de ruinas clásicas en medio de las cuales habitan todavía gentes sencillas que siguen viviendo según los ciclos de la naturaleza". Con él he buscado pueblos, ciudades, templos, bibliografías, fotografías, películas, anécdotas, historias. Me ha ensanchado la mirada a lo que ya conocía y me ha abierto los ojos a lo desconocido.

Al igual que con Los senderos del mar, María Belmonte me ha contagiado el virus del viaje y la belleza. Ya sólo me queda meter el libro en la mochila, como los románticos metían el Viaje a Italia de Goethe, y emprender el camino.


Corfú, isla de residencia de la familia Durrell