jueves, 23 de agosto de 2018

LA MUERTE DE GERNIKA

Hace unos días estábamos P. y yo en Gernika escuchando el estruendo de las bombas. La luz se apagó y la estridencia amenazadora de las sirenas ocupó la oscuridad de la habitación, anunciando lo innombrable. Tantos aviones, ¿de dónde vendrían? ¿Adónde irían? La voz de Begoña, la dueña de la casa, desapareció como desaparecieron las voces de más de mil vecinos del pueblo (las tropas nacionales se ocuparon de que nadie llegara nunca a saber la cifra exacta), vecinos que nunca habían visto una escuadra de aviones de combate, vecinos que no podían entender qué habían hecho para merecer ese infierno. 

Cuando volvió la luz, tras varios segundos de silencio denso, salimos de la instalación del Museo de la Paz de Gernika que recrea la habitación de Begoña, una vecina ficticia del pueblo, y nos quedamos callados. Buscando entender algo, quizá, en medio de todo ese horror. Entender qué lleva a un hombre a subirse a su avión y descargar toneladas de bombas incendiarias sobre unas cuantas casas. Entender qué lleva a un hombre, un político, un general, a declarar que todo aquel que no piense como él merece morir. Entender el dolor, la desesperación, la incredulidad de los vecinos de Gernika al ver reducido su pueblo a un montón de escombros calcinados. Entender cuesta. Y duele. Y exige, a veces, cruzar una puerta tras la que se extiende un mundo de una crueldad insoportable. 

Gernika es un pueblo verde e impecable. Con sus jardines cuidadísimos y sus parterres de flores, tiene ese aire europeo que hace que buena parte de Euskadi se parezca más a Francia que a España. P. y yo nos paseamos por sus calles mirando a veces hacia arriba, hacia sus fachadas burguesas, buscando el famoso árbol, ahora reducido a un tronco muerto custodiado por columnas, buscando algo de su terrible pasado sin encontrarlo. El pueblo estaba en fiestas y había mucha gente por las calles, cocinando sus platos típicos, disfrazados, con la música a tope y las risas bien dispuestas. Me imagino que con la misma normalidad, casi, que aquel 26 de abril de 1937, día de mercado, antes de que sonara la primera sirena. 

Este cómic cuenta el bombardeo de Gernika. Ayuda a entender ciertas cosas, igual que la casa de Begoña, el museo y un paseo tranquilo por sus calles en fiesta. Ayuda a entender que Gernika supuso un antes y un después en la historia del asesinato en masa de civiles. Que Franco siempre negó toda implicación en el asunto, difamando a los periodistas extranjeros (como George Steer, en el que se basa buena parte de la documentación de este cómic) que arriesgaron la vida para estar allí y contar lo ocurrido. Que culpó a los republicanos de haber dinamitado Gernika. Y que luego fue nombrado "por unanimidad" hijo adoptivo de la ciudad "como sentido homenaje de cariño, gratitud y adhesión hacia su persona y todo cuanto representa".  


Hoy en día varios historiadores españoles siguen sosteniendo que Franco no tuvo nada que ver en la muerte de Gernika. Que fueron los alemanes, la Legión Cóndor, el Barón Richthoffen. Y manipulando el significado de responsabilidad, como si fuera una pelota de juguete, alegan que la culpa sólo es de quien aprieta el gatillo y no de quien sabe y consiente y manipula la realidad para ocultar su implicación. 

Para curar las heridas del pasado hacen falta palabras. Hablar sobre ello, asumir las responsabilidades que hagan falta, pedir perdón. Reparar la memoria. La historia del bombardeo de Gernika es una herida que todavía no se ha cerrado. Aceptar que la ideología que la infligió es inaceptable y que nunca puede volver sería una buena forma de empezar a cerrarla para siempre. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario