Si existiera un mago al que le pudiera pedir cualquier cosa, Aisha le pediría una vaca. A lo sumo, dos vacas. Sí, dos vacas. Con dos vacas ya no pasaría hambre. Sonríe mientras lo piensa. Un mago. Dos vacas. La tripa llena. La suya y la de sus hijos. Sonríe. Qué sueños.
El hambre, y las enfermedades derivadas de ella, matan a unas 25.000 personas cada día. Y los que sobreviven se quedan sin la posibilidad de imaginarse distintos, de ver más allá de su horizonte de pobreza hasta que el mejor futuro posible son dos vacas. El deseo más grande que pedirle al mago: dos vacas.
Casi todos pasamos hambre varias veces al día. Sentimos el hambre como una alerta, un aviso de la hora que es. Como mucho, una leve carencia que va a saciarse pronto. Tener hambre, para quienes tenemos asegurado el acceso a la comida, es algo inocuo, tan fácil de satisfacer como las ganas de orinar. Sabemos qué significa tener hambre, pero no qué significa pasar hambre. Decimos me muero de hambre y sonreímos ante la idea de la hamburguesa. Decimos 25.000 personas se mueren del hambre y sus enfermedades derivadas sin ser plenamente conscientes de que la primera acepción nada tiene que ver con la segunda. Que la palabra sea la misma es una comodidad del lenguaje. Una forma, también, de ocultar su significado, de normalizar una aberración evitable, de esconder, tras una palabra trivial que ha perdido la connotación de sufrimiento y muerte, uno de los escándalos criminales más devastadores de nuestro mundo. Debería existir otra palabra para los que mueren por el hambre. Su hambre no es la nuestra. Nuestra palabra está desgastada por el uso, manoseada, convertida en lugar común. Debería existir otra palabra.
Se puede hablar y hablar sobre el hambre y no transmitir nada. Se pueden leer datos y difundirlos: la agricultura mundial podría alimentar a 12.000 millones personas, somos 7.000 millones y 900 pasan hambre, no es una fatalidad, es un escándalo. Se puede gritar que hay empresas y gobiernos que se lucran con el hambre de muchos de esos 900 millones y aun así no despertar más que un pasajero mosqueo, un emoticono de facebook olvidado a los dos minutos. Se puede decir que el tema no es el hambre, son las personas que lo sufren, pero seguimos sin entenderlo, sin sentirnos involucrados en el problema. Ya apenas vemos hambrunas en la tele, que si bien no conseguían oleadas de empatía, al menos ponían una imagen al sufrimiento de tanta gente. Apenas hay hambrunas, y sin embargo lo peor del hambre no son los desastres ocasionales provocados por una guerra, una sequía o un tirano. Lo dramático, lo que no aparece en las noticias porque no es novedoso, es la malnutrición estructural provocada por la burocracia y la especulación, por unos estados ricos que se encogen de hombros, como todos nosotros, protegidos por la terminología abstracta y sus despachos, mientras millones de personas enferman y mueren de hambre. La malnutrición estructural es crónica. No aparece en las noticias porque no es noticia. Pertenece a millones de vidas cotidianas. Y se puede evitar.
La pregunta de Martín Caparrós es sencilla: "¿cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas?"
Vivimos tranquilos. Preocupados por pequeñeces, incomodidades mínimas que agigantamos para sentirnos menos insignificantes. Para fingir que nos pasa algo. Pero no. Trabajamos. Comemos con la familia. Cenamos con amigos. Dormimos nuestras ocho horas. Desayunamos. Comemos. Comemos todo lo bien que elegimos comer. Y el hambre es una palabra. Seis letras. Un encogimiento de hombros, una duda (pasta o filete) que se resuelve abriendo la nevera. Y como no sostenemos la mirada de un niño famélico, como no entrevistamos a Aisha para escuchar su historia de las dos vacas, vivimos bien, con emoticonos de autoayuda en redes sociales. Tranquilos. Bien.
Hasta que llega este ensayo, esta crónica personal, esta denuncia apasionada en forma de obra de arte literaria, y la palabra hambre explota. Se despoja de su disfraz, de las capas de significados superfluos y aparece ante ti, violenta y aterradora. Y explota. Explota en cada capítulo, en cada frase que duele y que quieres copiar para enseñársela a alguien, mira, mira, mira. Explota en cada dato, nombre, anécdota. Explota y sabes que ya no volverás a vestirla con los disfraces hipócritas y ofensivos de siempre. Explota. Y algo ha cambiado, una palabra nueva, una realidad nueva se abre paso en tu cabeza, el hambre ya es otra cosa, mucho más fea, mucho más insoportable, ahora el hambre golpea, ahora se mueve dentro de ti, busca, escarba y encuentra.
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