jueves, 17 de noviembre de 2016

PATRIA

No basta con matar. El muerto tiene que escarmentar. Tiene que avergonzarse, mientras se pudre. Tiene que ser testigo de cómo se escupe sobre su nombre. De cómo se insulta su memoria. 
No basta con matar un cuerpo. Hay que matar lo que representa. Silenciar lo que se dice de él. Borrar lo que se dijo de él. Como a un traidor en una guerra, sin cuartel, hay que expulsarlo de esta tierra para siempre. Y no sólo a él, a sus familiares también. Sus posesiones. Sus vínculos. Y a todos los que sean como él y se nieguen a colaborar con la causa. Con la lucha de este pueblo por sus derechos. Por su dignidad. Por su libertad. 

En algún momento de los años setenta, o incluso ya entrados los ochenta, buena parte de la población vasca se dividió en dos bandos: los abertxales y los españolistas. O estabas con unos o estabas con otros. Si estabas con los primeros, tenías que asistir a manifestaciones por la independencia de Euskadi, agitar la ikurriña con pasión, hablar euskera, apoyar la lucha armada y odiar a los españolistas. Si estabas con los españolistas, tenías que condenar los atentados, defender la unidad de España, hablar sólo castellano y odiar a los abertxales. El fervor nacionalista polarizó la sociedad vasca y dividió a la gente en función de su lengua, origen, nombre e ideología. Y quien no tenía ideología tuvo que hacerse con una a toda prisa o marcharse adonde no se le exigiera una demostración pública de sus filias políticas. 

Toda lucha por la libertad necesita sus traidores y, en poco tiempo, muchos pueblos señalaron entre sus vecinos a sus víctimas propicias: generalmente, empresarios que se negaban a pagar el impuesto revolucionario, simpatizantes declarados de partidos no nacionalistas o redactores de periódicos contrarios al independentismo. Convertirse en traidor era muy fácil. Bastaba con no apoyar públicamente a ETA. Primero aparecían unas pintadas en la calle. Acusaciones anónimas. Luego los vecinos te retiraban el saludo. Te rayaban el coche. Y así, poco a poco, la espiral de violencia podía acabar con tu exilio o con tu muerte, sin que nadie se sintiera verdaderamente responsable. "Fulano hace un poco, mengano hace otro poco y, cuando ocurre la desgracia que han provocado entre todos, ninguno se siente responsable porque, total, yo sólo pinté, yo sólo revelé dónde vivía, yo sólo le dije unas palabras". 

Nadie se hace responsable pero todos defienden a sus muertos como héroes. Entran en las casas, sacan el luto de las familias por las calles y venden su dolor en los escaparates de la opinión pública como trofeos de la lucha. Razones para continuar. Para vengarse. Para seguir tratando de imponer, cada bando por su lado, su idea de justicia. "Ni me dejaron preparar el entierro. Cogieron a mi hijo y montaron con él un numerito patriótico. Les vino de perlas que se "moriría". Para usarlo con intenciones políticas, ¿sabes?, como los usan a todos". 

Dos familias protagonizan este libro. Dos familias unidas por una amistad muy estrecha que el auge del nacionalismo rompe en mil pedazos. Un asesinato. Una reivindicación. Un exilio forzoso. Y una madre y sus dos hijos pasan a convertirse en "satélites de un hombre asesinado". Ya es duro sufrir la pérdida de un familiar. Pero si tu duelo pasa a formar parte de un trauma público, enquistado en la política y la sociedad que le rodea, con sus manipulaciones mezquinas y sus mercadeos con la muerte, el dolor se vuelve inmanejable. Saber que unos encapuchados han matado a tu marido o a tu padre por negarse a financiar la lucha armada, te destroza. Pero vivir con la constatación diaria de que decenas de miles de personas consideran legítima esa muerte, puede volverte loco. E ilustra cómo la necesidad de pertenencia a un colectivo determinado puede hacer creer a las personas que tienen derecho a decidir la vida o la muerte de los demás.  

Patria es un monumento literario a la historia reciente de Euskadi. A esos años de violencia y tensión que fracturaron una sociedad y cuyas secuelas aún palpitan en muchos rincones, con las heridas abiertas. Es una descripción de cómo la violencia ideológica puede acabar con las relaciones personales y transformar la convivencia en odio por los motivos más espurios. De cómo una idea puede convertirte en el asesino de tu mejor amigo. Es un libro abierto, una versión del autor de lo que ha podido ocurrir de puertas para adentro en la intimidad de las víctimas de la violencia ideológica. Y de lo que todavía ocurre, de los pactos de silencio que aún no se han roto porque la gente sigue sin poder remover su pasado, sin atreverse a hablar de lo que hicieron, ahora que las motivaciones que legitimaban aquellos actos van poco a poco perdiendo apoyos y sentido. 

No recuerdo haber leído ningún libro tan potente, tan intenso, tan plural y tan visceral en años. Es una bomba, un puñetazo en la historia íntima de Euskadi. Un río de palabras sobre aquello que mucha gente apenas osa nombrar. 
Tardaré bastante tiempo en digerir el impacto. 




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