Hacía ya bastante tiempo que leer los nuevos Astérix se había convertido en una rutina un poco desencantada. Me gustaban. Siempre me gustan los Astérix. Hay algo en las viñetas que creó Uderzo que son un viaje en el tiempo instantáneo, el sofá siempre se convierte en un delorean que me lleva directo a la infancia más feliz. Pero una parte de mí ya no volvía. Me parecía que las historias tenían un puntito de impostura, de decorado. Alguna vez pensé que era mi mirada envejecida la que ponía el filtro del desencanto. Pero, curiosamente, el filtro desaparecía cuando volvía a los originales. Prejuicios, prejuicios, quién sabe. Lo cierto es que hacía años, muchos años, que no disfrutaba de una nueva historia de Astérix como he disfrutado esta. ¡Qué maravilla de viaje, Doc!
Y es que ya solo la primera página promete maravillas. Juegos de palabras, ironías, guiños a la historia de Roma, a los idus de marzo, todo con esa sutileza infantil de varias capas de significado que tanto me seducía en los guiones de Goscinny. Y al pasar a la segunda página: ¡tachán! Aparece el verdadero protagonista de la historia, para mí. Y no, no es Astérix ni Obélix ni ningún galo majete. Es el gran Viciovirtus, médico en jefe de los ejércitos de César, y un iluminado de la psicología positiva que ha encontrado la fórmula perfecta y definitiva para doblegar de una vez por todas a la aldea gala rebelde más famosa del imperio: contagiarles la felicidad universal.
La gran mofa del pensamiento positivo, cuyas trampas descubrí en el imprescindible Sonríe o muere, de Barbara Ehrenreich y que tan en boga está en nuestra sociedad neoliberal, incluye todos los buenos ingredientes de los Astérix de siempre, esta vez transformados por los ingredientes de la felicidad universal: los jabalíes se han vuelto mansos y cariñosos, los legionarios reciben los golpes con alegría estoica, el pescado de Ordenalfabétix ya no huele a podrido, las peleas y los piques se han esfumado y, terror de los terrores, incluso los recitales de Asurancetúrix ya no provocan batallas campales: ¡socorrooooo!
Por supuesto, todo este desaguisado tan feliz no puede durar, por el bien de la salud mental de nuestros queridos amigos, así que el astuto Astérix idea un plan para combatir esa insensatez capaz de volvernos locos a todos. En definitiva, me lo he pasado en grande, me he reído a carcajadas con los intentos de Obélix de subirse a un patinete para evitar los atascos de Lutecia y he vuelto a la infancia con los personajes que más felicidad verdadera, pero verdadera de la buena y no la obligatoria e impostada de Viciovirtus, me regalan.
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