Valeria baja un domingo a por tabaco para su marido y, cediendo a un impulso irrefrenable, decide comprar un cuaderno de tapas negras que ha visto en el escaparate. Un cuaderno para ella. Para contar sus secretos. Sus días. Sus esperanzas. Tiene cuarenta y tres años, dos hijos ya mayores y un marido que le dedica un cariño despistado. Todos tienen sus cosas, sus lugares privados, su espacio.
¿Y ella?
"Al caer en la cuenta de que en toda la casa no había un cajón, un armario que pudiera llamar mío, me propuse hacer valer mis derechos desde ese mismo día". Como Virginia Woolf con su habitación propia, Valeria decide conquistar el derecho a su propia intimidad escribiendo su cuaderno a escondidas de su familia, por las noches, cuando no hay nadie en casa, en los escasos ratos robados a las interminables tareas que le esperan todos los días cuando llega de la oficina. Estamos en Roma, en 1950, y aunque ya no es una deshonra que las mujeres trabajen, sigue siendo inconcebible que los maridos colaboren en las tareas domésticas.
Roma, 1950. Italia ha salido de la guerra tambaleándose. Los hijos quieren libertad y diversión, ya no creen en sus padres de la manera en que estos creían en los suyos. La solidez moral se resquebraja, han perdido una brújula moral que Valeria sí tuvo. Una brújula moral que la convirtió en esclava de la familia y de la casa, sin tiempo para leer un libro o pasear por la ciudad, pero que, a la vez, le dio fuerza para resistir penurias y desilusiones, la ayudó a distinguir claramente lo que está bien de lo que está mal y a perseverar en unos valores tras los que se protege. Unos valores que la salvan y la encierran, que conforman los barrotes de la jaula invisible en la que vive.
Antes no pensaba mucho en las cosas. Olvidaba con facilidad. Así, sin darle vueltas a los disgustos y las discusiones, la vida pasaba más rápido, fluía mejor. ¿Qué sentido tiene intentar ser feliz si no olvidamos las ofensas? Ahora, a través de las palabras que escribe en su cuaderno, ya no es tan fácil olvidar. Todo está ahí, negro sobre blanco: las conversaciones, las dudas, los anhelos sofocados tras una vida de abnegación que nadie le agradece. A través de las palabras, Valeria comienza a comprender cosas que nunca había sospechado, empieza a acercarse al significado íntimo y profundo de su condición, y la frontera entre lo que está bien y lo que está mal empieza a desdibujarse.
"Deseaba contar la tranquila historia de nuestra familia en este cuaderno". Pero el cuaderno va revelando las grietas que se esconden tras la aparente normalidad de sus vidas, le abre una ventana a un mundo nuevo lleno de posibilidades. De aterradoras posibilidades. Sus propias palabras le enseñan cómo abrir la jaula en la que ha vivido, y la posibilidad del espacio exterior, de la libertad vertiginosa e infinita lejos de sus barrotes, la embriaga y la aterra a partes iguales.
A la muerte de su suegra, su marido empezó a llamarla "mamá". Primero como una broma, como un gesto de reconocimiento, quizá, a su labor en casa y con los hijos. Pero luego como un hábito. Y qué triste, y cómo quebranta su condición de mujer ese apelativo que, incluso para su marido, la reduce a una madre. A una cuidadora. Una servidora. Encerrada en una jaula de costumbres, reglas sociales, religión y prejuicios. Y aunque sonría y acepte y siga con su vida de cuidados, en secreto se niega a aceptar que "esa cosa indefinible que vuelve rebeldes a nuestros hijos forme ya para mí parte del pasado".
Alba de Céspedes (1911-1997) |
Su marido y ella se tratan como si el tiempo no hubiera pasado. Con la misma idea del otro de hace diez o quince años, cuando sus hijos eran pequeños y el apasionamiento de recién casados había quedado hacía tiempo enterrado entre pañales, obligaciones y estrecheces económicas. Una idea del otro petrificada en el tiempo. Y ya no se ven. No se miran a los ojos. No se les pasa por la cabeza la posibilidad de que han cambiado, de que ya no son los mismos, de que es un error no intentar ver a los demás sin la máscara de la costumbre, sin la insidiosa pátina de cansancio que recubre ya todos sus gestos de afecto. Como si fueran viejos. Como si su vida, una vez que sus hijos están a punto de marcharse de casa, hubiera agotado sus posibilidades.
El cuaderno prohibido ha despertado su sed y su hambre. Le ha devuelto las palabras y las ideas. Su identidad de mujer. La posibilidad de un futuro. Quiere vivir sin avergonzarse de sus sentimientos, vivir sin contenerse, sin defenderse a diario de esos anhelos que su moral le ha enseñado a identificar como pecados y que no son más que vida e ilusiones. Si las cosas sólo pueden hacerse de una forma, si amar es un asunto de familia y educar es disciplina y obediencia, ¿qué pasa cuando se decide vivir de otra manera? Valeria ve cómo su hijos adoptan actitudes que no reconoce, defienden ideas que no entiende. Sus mentes han soltado amarras y las ve alejarse del puerto seguro que ha sido ella para ellos hasta ahora con un sentimiento de pérdida descorazonador. Se siente desvalida. Sola. Y necesita de nuevo ser una mujer, desprenderse de la vieja piel de madre abnegada y dejar de vivir en la sombra. Tiene cuarenta y tres años y quizá, para su sorpresa, toda la vida por delante.
Esta espléndida novela es un retrato fascinante de las costumbres familiares de una época que, en muchos aspectos, no es tan distinta de la nuestra. A mi alrededor veo con frecuencia a mujeres condicionadas por las tradiciones que luchan por salir de la jaula de las convenciones para conquistar el derecho a actuar como ellas quieren y necesitan, y no como les han enseñado a querer. Tienen miedo de decepcionar a sus padres, o a sus parejas. Sienten un alivio liberador ante la satisfacción de los demás, por el miedo a que sean infelices y puedan culparlas a ellas. La culpa, esa amenaza constante, esa terrible condena. Y Valeria encarna la lucha universal de las mujeres, que desgraciadamente nunca pierde vigencia, por conseguir un espacio propio para ser ellas mismas, no la madre, la esposa o la hija de nadie. Ellas mismas, sin la necesidad de complacer a los demás, sin sentirse culpables por su necesidad de libertad.
Hola, Óscar:
ResponderEliminarFelicidades por tu crítica. Me ha parecido una excelente lectura de la novela.
Un saludo,
La traductora.
Gracias, Pepa.
EliminarHa sido un gustazo leerla. Y eso, obviamente, es gracias a tu trabajo.
Un abrazo,
Óscar.