"Para que la gente siguiera con sus codicias minúsculas, sus quehaceres y sus tribulaciones de día en noche y de noche en día, hacían falta individuos como él o como yo en mi vida antigua, vigías que nunca duermen y desconfían permanentemente".
Vigías, centinelas, hombres y mujeres siempre despiertos, oteando peligros, dispuestos a señalar con el dedo, a decidir la vida y la muerte, a burlar el mandamiento para tratar de evitar males mayores. Todos estamos en contra de la pena de muerte y del ojo por ojo y de las ejecuciones extrajudiciales. Todos queremos que la justicia nos ampare de la misma manera y que nada escape a ella, incluso los más indeseables, los más abyectos asesinos. Pero cuando esos asesinos nos amenazan a nosotros, o peor, a nuestros hijos, a nuestras parejas, a nuestros padres, cuando acabar con ellos "extrajudicialmente" es la única manera de salvarnos nosotros, o de salvar a nuestros hijos, nuestras parejas, nuestros padres, entonces nuestros escrúpulos se evaporan y de repente queremos, exigimos que se utilice la vía rápida, la que sea, para neutralizar su amenaza.
Pero, eso sí, que sean otros los que lo hagan. Otros los que señalen con el dedo y terminen con una vida. Que se haga sin que nos enteremos, sin que ninguna sangre nos salpique, para así poder seguir con nuestras rutinas, nuestros quehaceres y tribulaciones tan alejados de las decisiones que salvan una vida o bien la condenan a una muerte segura.
Después de Berta Isla, vuelve Javier Marías con una historia de espionaje protagonizada en esta ocasión por su marido, Tomás Nevinson, desaparecido durante casi veinte años y dado por muerto hasta que un día su deber le permite resurgir de su muerte en vida y recuperar algo de la vida que había dejado atrás. Pero quien ha probado la adrenalina de perseguir un rastro, asumir identidades múltiples y confundirse con otros, difícilmente puede conformarse con la plácida y aburrida vida de un funcionario de embajada y anhela secretamente volver a servir a su país, volver a las operaciones encubiertas aunque estas le aparten de lo que sabe que de verdad le importa.
Y allá va Tomás Nevinson, a una ciudad del noroeste, una ciudad de provincias aburrida y plácida, a hacerse pasar por quien no es para atrapar a quien no debería volver a ser. Una de esas ciudades en las que sus habitantes no pueden soportar que detrás de sus vidas educadas y pacíficas no se escondan horribles asesinatos y perversiones sexuales inimaginables. Por algún lado tienen que compensar la quietud. Y si no las encuentran, se las inventan.
Al igual que ya me pasó con Berta Isla, he vuelto a encontrar en esta novela a un narrador que no adapta casi nunca su prosa a sus personajes, que acaban hablando todos casi igual. Es un narrador que lo invade todo y acaba convirtiendo a los personajes en marionetas, muñecos de trapo a través de los que habla siempre como un dios omnipresente con la misma cadencia.
También me he reencontrado con cierta caspa clasista y machistilla muy del siglo XX. Qué fascinantes resultan las personas que sienten tanto apego por lo que piensan que es su época que parecen congelados en ella, incapaces de mirar a su alrededor y aceptar que el mundo y sus sensibilidades cambian, lo cual es muy llamativo, sobre todo cuando estas cambian a mejor y ellos perciben el cambio como un ataque a sus códigos morales o estéticos. Pero, aunque me sigue pareciendo pedante, reiterativa y explicativa en exceso, la prosa de Javier Marías sigue teniendo ese halo envolvente y narcotizante que me atrapa sin remedio. Un ritmo, una cadencia que me dejan en trance, como si me dieran vueltas y vueltas, mecido en frases circulares aromatizadas de adjetivos y paréntesis y citas de Shakespeare y de Yeats. Y al acabar esta novela, se me queda en el cuerpo una leve ausencia, qué leo yo ahora, qué palabras me van a saber envolver así, aunque a veces me disgusten y me parezcan gruñonas y torremarfileñas, cuánto tiempo falta para otra novela de Javier Marías.
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